domingo, 17 de noviembre de 2013

Una pieza secreta: Juegos y juguetes en la narrativa de Adolfo Couve, por Felipe Toro Franco


Revista Chilena de Literatura, abril de 2013

Al revisar la obra narrativa de Adolfo Couve, rara avis del panorama de la novela chilena reciente, el lector experimenta una suerte de extravío, sobre
todo al observar los cambios que sufren sus textos. ¿Qué se podría decir de
sus primeros artefactos narrativos –habitados por hermosos niños como si
se tratara de una calculada ensoñación– que hiciera suponer el surgimiento
de las Comedias, en donde el texto, paródicamente, parece avanzar hacia su
propia disolución? Si sus primeras ejecuciones (tal vez habría que llamarlas
así, atendiendo su meticulosa elaboración) daban la idea de ser verdaderos
ejercicios de composición donde cada elemento encontraba su correspondencia
con un todo armónico, donde cada pieza parecía coincidir o encontrar su
calce perfecto3
; a partir de La comedia del arte (1995) el discurso obsesivo
se desbarata en una festividad que extrae sus principales recursos del registro
oral: “Hablar, hablar, hablar del tema como si la boca tuviera un racimo de
lenguas, los tentáculos de un pulpo” . Los relatos de Couve ofrecen un
ambiguo placer: la casi total ausencia de anécdota en sus textos obliga a estar,
continuamente, interrogando la propia lectura o, en palabras de Barthes, a
leer levantando la cabeza, no por desinterés, sino a causa de las asociaciones
que genera . Lo que sigue son, precisamente, notas en torno al juego (y
sus alrededores) surgidas desde esa desprotección en la que los textos de
Couve nos sitúan.
Adriana Valdés en su valioso prólogo a Narrativa completa (2003) ha
señalado que “si hubiera que imaginar al escritor Couve en una sola escena,
[…] lo haría aparecer como el titiritero a cargo de los personajes de [La comedia
del arte]. Como alguien que juega con muñecos, pero con muñecos como los
de Rilke” (“Adolfo Couve” ). desde esta perspectiva –agreguemos–, la
literatura de Couve se presenta como una suerte de Retablo de Maese pedro, la
famosa escena de la segunda parte del Quijote. Aquí, al igual que el Ingenioso
Hidalgo en compañía de Sancho panza, el lector asiste, efectivamente, a
una presentación de títeres, pero cuyo final no será otro que la completa
destrucción de los muñequitos –el mismo destino que sufren los figurines
de Maese pedro por mano de don Quijote
– exhibiendo así una inquietante
materialidad: el cuerpo de cera del pintor Camondo y su cabeza arrancada sin
ningún dolor. ¿Qué clase de seres son estos que no sienten dolor? Lo curioso
es que al mostrarlo convertido en una estatua de cera, el texto solo se encarga
de explicitar, enfática y teatralmente, la verdadera naturaleza de su personaje
(antes ya parecía un monigote movido por hilos invisibles en el escenario).
Los narradores de Couve –como niños en una pieza secreta– elaboran toda
clase de destinos para sus personajes, que transitan sin oponer resistencia a
las a veces arbitrarias o disparatadas desventuras a las que son sometidos.
de ahí que desde el juego5
(el cuarto secreto de la escritura) y los juguetes,
tal vez podamos seguirle los pasos a esta narrativa.
Apuntemos que la figura de la cabeza sin cuerpo de La segunda comedia
nos recuerda, por asociación libre y por su intención paródica, esa otra “cabeza
encantada” –esta vez no por Apolo– que se le presenta a don Quijote en casa
de don Antonio Moreno: “Esta cabeza […] ha sido hecha y fabricada por
uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo […],
el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil escudos que le di labró
esta cabeza [de bronce], que tiene propiedad y virtud de responder a cuantas
cosas al oído le preguntaren” (Cervantes ). Cabezas que deslumbran a
quienes la han perdido (Don Quijote en sentido figurado, Camondo en el
literal); cabezas ridículas en su solemnidad, empotradas en una escenografía
aparatosa, manipuladas con ingenio y artificio (“…entre todos acordaron
confeccionar el muñeco, un San Tarcisio, abrir un espacio bajo el altar
mayor…” [Couve, Cuando pienso 458]); cabezas, finalmente, que participan
de un humorístico juego teatral.
Y dentro de estas afinidades cervantinas6
, habría también que considerar
los caricaturescos gobernadores coloniales de Couve, Meneses Lisandro (de
En los desórdenes de junio) y zapiola (de El picadero), cuyos desplantes
hacen pensar en Sancho panza rigiendo sobre la ínsula prometida: “Los otros
licenciados que habitaban el castillo reían del futuro gobernador y una vez
engrudaron un papel en su silla para que Meneses al levantarse se llevara en
el trasero un cartelón profano” (En los desórdenes de junio 36); “A la hora
de los postres se sirvió sandía y el llavero, sin poder contenerse, escupía las
pepas al gobernador […]. El llavero, que creyó era ésta una broma, escupió
otra andanada de pepas y cáscaras a zapiola [...]. Todos se escupían y arrojaban
comida, volaban las verduras…” ( El picadero 77). dentro de las obras que
recoge el catálogo pictórico de Couve hecho por Claudia Campaña, hay un
dibujo de Meneses Lisandro en que lo vemos gordinflón, vestido de gala,
marchando con algo que podría ser un catalejo en la mano: nos hacemos la
idea de un Sancho panza embutido en las ropas de Casimiro Marcó del pont.
Walter Benjamin en el Libro de los pasajes señala: “Cuando Víctor Hugo
escribía Los trabajadores del mar, tenía ante sí un muñeco con el traje
antiguo de una dama de guernesey. Se la habían conseguido; ella era para
él el modelo de Déruchette” (703). No nos resulta lejana esta afirmación
para Couve; no obstante, habría que trastocarla, pues mientras Víctor Hugo
parte del modelo (la muñeca) para llegar a la verosimilitud del personaje
(déruchette), Couve partiría desde una supuesta adhesión al realismo para
llegar a la muñeca (el modelo)
. Así, vemos en Cuando pienso…al descabezado
pintor Camondo, hombre de cera, disfrazarse de fraile: “Volví a la sacristía
y, en mi desesperación, hurgué […] hasta dar con una vieja vestidura que no
debió estar mezclada con casullas, albas y estolas. Se trataba de un hábito
de San francisco […]. para mí fue la solución, el disfraz, la única forma
de completar mi figura…”. Difícil no relacionar esta secuencia con la
figurita de un santo tallado en madera utilizado por Couve para pintar un óleo
llamado, justamente, Santos de madera. Se trata, ciertamente, de
una imagen de San Francisco, fácilmente reconocible por el flequillo; no le
falta la cabeza, pero sí carece de ambos brazos (la mutilación la comparte
con Camondo). Resultaría esquemático buscar una completa identidad entre
el Camondo de cera, disfrazado de franciscano, y aquella figurita del San
francisco de madera; antes bien, la relación sirve para ilustrar una cadena
significante de cuerpos cosificados en la literatura de Couve, verdaderas
naturalezas muertas, objetos en reposo (pequeños tesoros cotidianos)
expuestos a la mirada del lector –cabe recordar que una parte considerable
de la obra pictórica de Couve se compone de naturalezas muertas y (auto)
retratos.
(Leer más:
 http://www.revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/viewFile/26982/28541)

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