martes, 26 de mayo de 2015

Todo Adolfo Couve, por Patricio Tapia



  A pesar de ser autor de libros por lo general delgadísimos y de haber muerto relativamente joven -por propia mano, antes de cumplir los sesenta años-, la obra completa de Adolfo Couve está lejos de ser una miniatura.

Comienza en el año 1965 con la publicación de Alamiro y se prolonga hasta las ediciones póstumas de Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000) y Escritos sobre arte (2005). Son, entonces, cuatro décadas, aunque en vida fueron tres, considerando una completa de silencio editorial.

Las casi 900 páginas de sus Obras completas -para respetar los libros de Couve tal como él los concibió, repite, enBalneario, el relato "El parque" y algunos fragmentos de En los desórdenes de junio - permiten una aproximación desde el conjunto.  


Realismo

  En una ponencia a un congreso de 1992 ("El oficio del escritor en la sociedad contemporánea", no recogida antes en libro), Couve sostiene que en cierto momento las artes tradicionales se vieron obligadas a retrotraerse a sus esencias con la crisis que se habría producido con la aparición de la fotografía. Obliga a la pintura a concentrarse en su soporte bidimensional, con Cézanne. Y la literatura, por su parte, con Flaubert, tiene otros ajustes: "Nace la novela exacta, pero trunca, el castigo de ambas partes, forma y fondo, hacen posible el todo, y ese todo apunta a la Belleza".

  En el prólogo a Cuarteto de la infancia (1996), Couve dice adherir a la escuela realista. Sus modelos han sido escritores franceses (Balzac, Stendhal, Maupassant, Flaubert, por sobre todos). Señala lo que admira en ellos, "la búsqueda de lo universal, la economía de los medios, el culto por la provincia" y un humor difícil de definir, "que se mofa de situaciones y personajes cotidianos encerrando al mismo tiempo un profundo amor por ellos".

  ¿Fue Couve realista en ese sentido? Sus primeros libros son breves -con descripciones precisas, que eliminan todo lo accesorio, y con una casi total ausencia de anécdota-, están ambientados en las provincias, y quizá tienen humor (como los caricaturescos gobernadores coloniales de En los desórdenes de junio y de El picadero ).

  Pero ¿son universales? Su primer libro, que a él no le gustaba, Alamiro, es un relato constituido por breves fragmentos, escenas de la infancia cuya prosa no es ajena al impulso poético: "Nací en uno de los cerros de Valparaíso. No sé bien en cuál. En todo caso, todos miran al mar.// ¿Es luz, corredor o lugar?".

  En otras nouvelles ( El picadero, El tren de cuerda, La lección de pinturay El pasaje ) seguirán apareciendo niños, niños un poco extraños, tristes, solitarios, ataviados con disfraces o vestimentas de otras épocas.

  En La lección de pintura, un niño, Augusto, que pasó su primera infancia en un barril, resulta ser un genio. El verdadero artista nace con un talento y no requiere una formación convencional, aunque deberá sortear obstáculos como ser hijo de madre soltera, pobre y vivir fuera de la capital, entre otros. Pero esas dificultades las irá superando cuando aparezca en su vida un farmacéutico, amante del arte y su primer maestro, quien le aconseja, o más bien lo conmina, en su labor: "¡La realidad! ¡Siempre la realidad!". Pero Augusto sigue un rumbo propio.

  Couve, pintor además de escritor, había logrado unir en La lección de pintura ambas facetas. Incluso, a pesar de su carácter narrativo, el libro fue la obra con la que se licenció en Teoría e Historia del Arte, en la Universidad de Chile, en 1979.

  A los más bien enigmáticos y sombríos El pasaje y El cumpleaños del señor Balande, seguirá el conjunto de relatos Balneario, que bien puede ser una transición hacia La comedia del arte.


Comedias

  En otra ponencia ("La poesía nos va a salvar", de 1997) Couve habla de la libertad adquirida en La comedia del arte. Dice que es un "arquetipo" y le impide volver a la novela realista. El libro es la historia de un pintor fracasado, Alonso Camondo, y los avatares que sufre en su vida (con sus idas y vueltas con su modelo y esposa) así como en su arte. Transcurre en Cartagena, donde Couve vivió desde 1984. Hasta entonces sus novelas eran vistas como "anacrónicas" e "impersonales". Pero en el primer capítulo de La comedia del arte habla el propio Couve (o el narrador) y cuenta cómo cambió su método. Lo hace hablando de su tema, no narrándolo en su modo habitual -"ligar lenguaje y contenido con mucha acuciosidad"-; para rescatar el tema "decidí tan solo hablar de él como acontece cuando describimos un libro, un sueño o una película".

  El libro es su tercer intento en el argumento. Relata cómo lo había intentado antes. En Balneario hace su primera aparición el pintor Camondo. Y se burla de sus propias descripciones de Cartagena, que coinciden con las del relato "Balneario", "esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, aleros repletos de murciélagos, ventanas sin postigos, abiertas al mar que las habita como a los recovecos entre las rocas".

  Dice Couve que "la significativa alegoría del argumento desequilibraba el texto". En el libro la modelo traiciona al pintor realista con un fotógrafo, lo que ciertamente impide todo comentario simbólico (el mismo Couve se pregunta: "¿Acaso no ha suplantado en cierto modo un oficio al otro?"). Pero ahí no acaba el alejamiento del realismo tradicional. Camondo abandonado se une a una loca de la playa que busca a su marido; ella también lo abandona. Y vuelve con su modelo a quien busca en un viaje de locura e inexistente. Y conoce a un nuevo pintor, quien se había hecho de sus materiales. Camondo le da lecciones (por ejemplo, sobre Tiziano), pero el joven talentoso deja de lado toda enseñanza. Y Apolo -sí, el dios- castiga, o premia, a Camondo convirtiéndolo en una estatua de cera, a la cual su mujer le quita la cabeza.

  En la obra póstuma Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000), Camondo decapitado narra en primera persona. La falta de cabeza la suple con un disfraz (religioso). Luego la encuentra en una iglesia: se ha usado en la imagen de un santo. Siguen fragmentos diversos o el relato de la infancia de Camondo, tan triste como las otras infancias que cuenta Couve.
 

Arte y vida

  Así como Camondo comenta sobre Tiziano con el pintor joven, también le comenta "La ronda nocturna", la pintura de Rembrandt, a su esposa.

  En Escritos de arte (2005) se recogieron textos ensayísticos de Couve sobre la pintura de Tiziano; el "Perseo" de Cellini, el retrato de León X, de Rafael, y "La Gioconda" de Da Vinci, entre otros. Los comentarios más interesantes son sobre cuestiones más bien técnicas de la pintura: sombras, volúmenes, empastes, carnaciones (la representación de la piel humana). Su método no es en absoluto iconológico. Y cuando lo intenta no pasa del lugar común: "Más allá del color y de la forma, el Tiziano aborda en sus telas el problema de la vida, el amor y la muerte". O "La ronda nocturna", "ha plasmado la eterna dualidad entre la luz y las tinieblas".

  Estas Obras completas incluyen algunos textos dispersos, como unas breves impresiones del Cusco, o su visión del escultor Raúl Vargas, más las conferencias antes mencionadas. Pero al igual que Escritos de arte, nada se dice de un seminario sobre Coré que aparentemente existe como documento con las reflexiones de Couve en clase, recopiladas y ordenadas por alumnos. En Balneario, por otra parte, hay una aproximación de Couve a la cúpula de Bruneleschi en Florencia, que visitó en 1963 y le desagradó, por juventud, por ignorancia, pero con cuyo análisis y elogio comenzaba siempre sus clases en la universidad, según dice. ¿Existirá algún documento al respecto?

  De "Las Meninas" de Velásquez, Couve señaló en Escritos de arte que intentaba desesperadamente detener el transcurso de los acontecimientos. Lo logra: "No hay cuadro. No hay tiempo. Lo cotidiano ha sido fijado". Pero entonces aparecen las contradicciones: "Este artista de lo objetivo que no desea inmiscuirse en lo que realiza, que quiere exhibir solo lo que ve, aparece autorretratado, sorprendido en la intimidad de su secreto quehacer. Inevitablemente debe estar presente para que su difícil intento se cumpla".

  Quizá habría que preguntarse cuánto de autobiográfico hay en las novelas de Couve, también un artista de lo objetivo, que no pretendía figurar en su obra, pero que incluso en las tempranas parece verse al trasluz.

(Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 1 de junio de 2014)

Un outsider muy particular, por Gonzalo Díaz



 Escéptico radical, con un inagotable talento para el escarnio y de una autoexigencia que lo podía llevar a quemar sus telas. Así recuerda el artista visual Gonzalo Díaz al autor de "La lección de pintura" en el prólogo de "Escritos sobre arte" (Ediciones U. Diego Portales), recopilación de ensayos en los que Couve pasa revista a famosas obras clásicas.

 En 1964, mientras cursaba el 6° año de Humanidades, tomé clases de dibujo con Couve con el propósito de preparar el examen de admisión a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. En las tardes de los fines de semana, durante 4 o 5 horas debía dibujar con carboncillo y a mano alzada una pequeña estatua de Narciso —los ejes del 
cuerpo y sus desplazamientos, la gravedad de la pose, la economía en la representación de la figura—, formas geométricas de yeso y paños blancos dispuestos con afección modélica, en el subterráneo de una casa de la calle Guardia Vieja repleto con las obras del recientemente fallecido don Pablo Burchard.

 Dos o tres años después, fui alumno del "taller de Augusto Eguiluz", donde Couve era ayudante y donde más tarde llegó a ser profesor a causa del fallecimiento del "heredero de la cátedra de don Juan Francisco González". Por esa época, septiembre de 1969, año cargado por la reforma universitaria, por el incendio del Palacio de Bellas Artes y por los aires de revolución en la calle, llegué a ser ayudante del ahora "taller de Couve", mediante concurso público de oposición, cuyos paralelos eran los talleres de Balmes y Pedraza, en donde ejercí como tal hasta el año 1975, fecha en la que Couve deja de hacer clases de pintura trasladándose al Departamento de Teoría e Historia de las Artes. Este mismo año, la propia Escuela de Bellas Artes se traslada desde el Parque Forestal y otros locales céntricos al potrero de Las Encinas de Macul, dejando en el camino —plena dictadura— la mayor parte de "la mejor colección de Sudamérica de copias de yeso" de la estatuaria griega, romana y renacentista.

 Los vaivenes y terrores biograficos de Couve conformaban y dictaban su metodología pedagógica. Enseñaba (en los cursos de iniciación a la pintura de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile) mediante un programa muy preciso y escalonado, que separaba en cada trabajo un concepto principal de la pintura: valores (blanco y negro, intensidades de la luz), valor-color (el color sometido a las deformidades tonales de la luz), modelado de la media tinta (color local de los objetos), cualidades antagónicas de la luz y la sombra (opacidad y transparencia, pastas y tintas, calidez y frialdad, pasajes y pantallas), administración del color puro, etcétera. Ambicionaba formular un programa de taller de tal forma que sus modelos de trabajo fueran susceptibles de ser fijados en maquetas que se guardaran en bandejas numeradas en un estante.

 A los estudiantes les hacía indicaciones de carácter magistral dictadas po un escepticismo a ultranza, referidas, más que al trabajo de taller, al arte y a la vida artística en general, dejando en ellos la impresión de un outsider que hablaba desde una honda experiencia. Las correcciones particulares de los trabajos se basaban siempre en el chiste y el escarnio, cuestión para la que Couve tenía un extraño e inagotable talento, método que ponía descarnadamente a la vista los errores y carencias enormes de esos trabajos escolares. La misma vena de descreimiento conservador la usaba en contra del arte contemporáneo, asignándoles sin embargo a algunas obras de reciente aparición el valor de la heroicidad, aunque propia de obreros. Tenía una rara e inorgánica predilección por la energía y falta de compromisos históricos del arte norteamericano —Pollock, Kline y Warhol, sobre todo— y odiaba a Duchamp, a quien consideraba un meteco y un "adicto a la flojera". De Beuys decía que era como todos los alemanes: loco, revolucionario y romántico religioso.

 En los inicios del gobierno de la Unidad Popular, Couve pintaba una serie de telas de mediano formato (en el recuerdo serían de 1.80 x 2 metros), cuyo tema —"el tema es el opio del pueblo", repetía siempre Couve— era la llegada del hombre a la Luna. "Modernidad ultratecnificada" y "pertinencia pictórica" era, creo, lo que buscaba establecer. Pretendía trasladar a la representación de esas figuras fotográficas y astronáuticas, sometidas a una luz estridente sin atmósfera, las maneras con que el Tiziano solucionaba los brillos metálicos de las corazas, los drapeados de seda, la gravedad de las felpas, la organicidad esquemática de los brocatos y los objetos cotidianos, que en este caso debían ser reemplazados por poses alejadas de todo lirismo retórico, por máquinas de sofisticada tecnología, instrumentos espaciales y trajes de materiales sintéticos. Podría dramatizar, ubicando el momento exacto en que Couve abandona la pintura, en una especie de autoapuesta que se hizo estando yo presente: pintando una de esas telas, que por lo demás estaba en un estado bastante avanzado, espetó teatralmente como si la propia Historia lo escuchara: ¡si no doy de un sólo brochazo con el brillo del casco — se refería al brillo del visor de vidrio negro de dicho adminículo espacial — dejo de pintar para siempre!, lanzando enseguida una gruesa y decisiva pincelada con blanco empastado, cuya impronta pictórica no solo quedó fuera de tono, sino de forma, de estructura y de lugar. Esa misma tarde ardían telas de lino y bastidores hechos añico en un sitio eriazo que colindaba con su moderna casa de Guardia Vieja, casa que enfrentaba a la del Presidente de la República, don Salvador Allende, quien lo elevara en una escena pública llena de reporteros internacionales a la categoría de "artista libre". Mientras alimentaba la pira con otras telas menores de mejores épocas, repetía Couve, apoyado en una gestualidad operática, cuestiones amargas acerca de la inutilidad de la pintura y de la superioridad visual de la fotografía, el cine y
la televisión.

 Mi opinión sobre la pintura de Couve no difiere demasiado de la que él mismo tenía. Nunca consideró como una obra el conjunto de sus cuadros; los entendía como ejercicios que ponían a prueba cada vez la capacidad de la conciencia de mantener, por un determinado fragmento de tiempo, la pupila activada en una percepción pura fuera de todo pensamiento, en un estado propiamente pictórico, hasta justo antes de que se cuelen en esa especie de intuición cromática y bidimensional el nombre y la jerarquía óntica, por decirlo así, de los objetos, de los cuerpos graves, de los fenómenos visibles. Su propio programa, su pretensión, equiparó lo nimio de ese fragmento de tiempo en que, según Couve, "se le daba el estado de gracia" con lo ínfimo y fragmentario de sus cuadros. Era menos humillante abandonar esa práctica ausente de musas y dedicarse a "cercar la realidad", a dar con ella mediante las dificultades de una economía de escritura restringida.

(Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 29 de Julio de 2005)

La lección de Couve, Retrato de artista, por Mario Valdovinos


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.... De acuerdo con la vieja enseñanza, "Describe a tu aldea y serás universal", Adolfo Couve intentó ser el adelantado y fundador de un espacio tornado mítico por la fuerza de su palabra, para lo cual, más temprano que tarde, abandonó la ciudad de Santiago, un fragmento de su menosprecio del mundo, debido a una vida social signada por el dinero, los hechos triviales, los triunfadores de pacotilla y el olvido sistemático de quienes planifican una arquitectura secreta.
..... La literatura de Couve es un único y precioso libro miniado, al estilo de los incunables del medievo, como los pescaditos de oro que engastaba sin fatiga el coronel Aureliano Buendía, cuando venía de vuelta de todo. Su muerte trazó otra vez la estela del desarraigo en la propia tierra y abrió un nuevo surco en el acto insensato que coronó el afán bolivariano: "Arar en el mar". La verdad es que había sobrevivido en exceso a los embates del ninguneo y la indiferencia, superando toda moratoria, y vivía su exilio tardío en Cartagena, la tierra ajena donde buscó cobijo. Allí pintaba, escribía, meditaba, cuidaba el jardín, paseaba por sus calles y sus cerros. Aunque por sobre todo observaba las vidas mínimas en las pensiones y allí situaba sus relatos. De ese afán cotidiano surgieron los personajes Marieta, la musa; Camondo, el pintor de caballete, y Sandro, el fotógrafo playero, triángulo pasional y estético de su penúltima novela, La comedia del arte.
..... El don eminente de su literatura es la observación; escudriñaba con mirada sutil en las cosas, en los seres y su entorno, componía con la paciencia de un alfarero sus cuadros y relatos, hacía trascendente un microcosmos de banalidades; de pequeños proyectos de vida o de su ausencia; se dedicaba a contar la gotera de las horas muertas, los desplazamientos y las conversaciones inconsecuentes.
..... No pocas veces pasé por Cartagena maldiciendo la vulgaridad, la decadencia, la polvareda, el gentío bajo el calor sofocante de sus vacaciones de pobres, con el propósito de visitarlo y decirle, como a Edwards Bello, Violeta Parra, Alfonso Alcalde, Armando Rubio, Rodrigo Lira y un largo etcétera, que la tarea inútil, el castigo de las imágenes, los colores y las letras que le caían día y noche (y lo dejaban insomne) sobre la cabeza, tenían un eco por mínimo que fuera. Tal vez el intento era imposible porque el escritor había cercado su isla y vivía amurallado. Cartagena, tan lejos, tan cerca, el sitio más remoto de un país remoto. Sin embargo, sus libros, las historias que urdió con precisión artesanal y perseverancia de reo, embellecieron la decrepitud y devolvieron a las cosas no los fastos del pasado sino su reubicación en un orden que las preservaba del derrumbe final.
..... Couve estuvo muy lejos de pretender erigirse en un faro, el atalaya trepado a los roqueríos cartageneros para que los barcos no encallaran. No buscaba impartir lecciones a nadie y en su soledad latía el sueño goyesco de la razón que produce monstruos y también la voluntad de establecer un diálogo con algunos fantasmas a los que rescató de su aparente superficialidad. Dostoiewski se preguntaba: "¿Qué hacer en la literatura con los seres absolutamente vulgares?" En el fondo, se trataba de dotarlos de una trascendencia y universalidad que no pueden evidenciar y que la mirada profunda y sensible de un escritor como él descubría en las bastardas servidumbres, en las rastreras domesticidades, en los vergonzantes planes, en la instalación de los pequeños
negocios.
..... Los temas de Couve son los del llamado minimalismo, del que fue, al mismo tiempo, un precursor y un continuador en la línea de González Vera, Carlos León y, en sus esencias, absorbió el caudal de la admirable fundación poética de Jorge Teillier, el aldeano. Si buscásemos un parentesco, mantiene una proximidad con Raymond Carver y no pocas de sus novelas parecen una crónica del mundo que pintó Edward Hopper, aunque también sus páginas suelen estremecerse con las brisas que soplan las pinturas de Chagall. Su sello, claro está, no es la ruptura ni la transgresión. Como pintor, y la literatura podemos considerarla un afluente de su pintura y viceversa, desciende de los maestros Pedro Lira y Pablo Burchard; su raíz era la búsqueda de la belleza en el sentido de Gabriela Mistral, cuando en el primer mandamiento de su "Decálogo del artista" señala: "Amarás la belleza, que es la sombra de Dios sobre el universo" y mucho menos el mandato de Breton: "La belleza será revulsiva o no será".
..... Pintaba bodegones, naturalezas vivas, la luz que cae sobre una mano, una cabeza; objetos elementales vistos con el prisma de una mirada clásica y un tratamiento formal contenido y sintético.
..... Toda la materia de imágenes y palabras creadas por Couve, el artista huraño y evasivo, es un espacio periclitado, un universo de fábula. Paradójicamente, el despeñadero donde arrojar, en la hora postrera, sus restos. El fuego de hoy, o el de mañana, consumirá sus despojos que serán cenizas, como en el soneto de Quevedo, mas tendrán sentido.
..... A pesar del cansancio, así lo creemos, las olas siguen reventando en Cartagena y en la orilla de la playa aún lo aguardan, para tomarse una fotografía con su creador, sus personajes: Alamiro, Camondo, el señor Balande y el pirata Márquez Pinto.


( El Mercurio, 8 de sptiembre de 2002)

viernes, 22 de mayo de 2015

Raúl Vargas por Adolfo Couve


  Raúl Vargas pertenece a la estirpe de los escultores de la discreción y del silencio, como lo fueron otros grandes talentos: Sergio Mallol, Lorenzo Domínguez, María Fuentealba. Estos como él, rehuyeron las exposiciones continuas, los premios internacionales, los viajes, la permanencia exagerada en el extranjero, las becas, las entrevistas que anuncian cada pose de la vida a veces de más relieve que las obras mismas. 

   Estos escultores recluidos tienen otra sala de exhibición, otro público, diferente propaganda. 

  ¿Quién no conoce el efebo de Raúl Vargas, que en me-dio del Parque Forestal, conmemora la obra de Darío? Un adolescente de volúmenes armónicos, repartido el interés en cada punto del bronce que equidistan con igual intensidad de su centro, volviendo todo ese peso ingrávido, como exige la adecuada composición y relación con el espacio. 

   Una obra de equilibrio acertado, en donde la representación figurativa no excede en importancia a la materia que la contiene y deja al bronce el lugar que se merece. Ambas realidades en igual ponderación, noblemente castigadas, para alcanzar el todo que es la regla insoslayable de lo bello. 

   Entonces, y con el respeto que me merece la galería que hoy lo exhibe., me pregunto: ¿De qué retrospectiva se trata? ¿No ha ocupado acaso aquel bronce una sala mucho más vasta, de puertas abiertas no sólo a ininterrumpidos años de público sino al viento y a las cuatro estaciones?

    Y lo que ha dicho la crítica ordinaria, ¿no es acaso un comentario de más valía que lo formal de los libros? Promesas de amor, cuitas, confesiones, todas las formas de ilusión.

   Cuánta historia ha soportado el efebo en su fortaleza quieta; cuánto hecho ha pasado junto a su fuente. ¡Qué mejor premio que la sombra de esos árboles añosos; qué más grande custodia que la de aquellos que rondan la noche! Conocedor de méritos y fechorías, planes, sueños, alianzas y guerras, permanece incólume emergiendo del agua que recorre e inscribe su sombra. 

  Este es el premio de los artistas que como Vargas no buscaron el éxito. ¿Existe algo ,más grande que estar representado por una obra añadida a la vida cotidiana de una ciudad, familiarizada a la historia de sus habitantes? 

   Integrada al paisaje, en ese rincón del parque, ha adquirido el valor de un tronco, de las nubes, de los caminillos de grava, de la atmósfera que lo envuelve. 

   Que esta retrospectiva en donde él público tal vez verá entre otras obras, la maqueta de esta que aquí menciono —mascarilla funeraria de la viva—, sirva para identificar a esa escultura maestra con el nombre de su autor, porque hace años que se da a conocer dejando de lado a quien la modeló. Modesto artista ejemplar en su actitud de reserva. 

   Bien se merece nuestro escultor los versos de Darío cincelados en una de las caras de ese plinto: 


             De desnuda que está 
             brilla la estrella. 

(Publicado en el catálogo de la exposición Raúl Vargas, es cultor. En el nombre del padre, Galería Arte Actual, Santiago, 1990/ Obras Completas, Tajamar Editores, 2013)

miércoles, 13 de mayo de 2015

"La lección de pintura: consideraciones en torno a una crisis" por Adolfo Couve


  A LA NOVELA LA CONFORMAN, como a toda obra, dos elementos esenciales. A saber, forma y contenido.

  Debo referirme a la primera, es decir, al tratamiento del lenguaje. Éste ha sido llevado, en atención al tema, a una identificación con la imagen, a fin de lograr una mayor eficacia, evitando al relato extenderse en una narración dilatoria, convencional e inexacta en cuanto a lo que expresa y muestra. Así, existe una estrecha relación entre lo que la novela plantea y el modo como ella se resuelve. Esta visualización nítida de la trama pretende lograrse escogiendo un lenguaje apropiado, evitando las aproximaciones, irrealidades, o un exceso de proyecciones personales. De ahí que el autor haya tenido que retirarse a la tercera persona del singular para no desdibujar los hechos e involucrarse con su participación en ellos. No se trata en ningún caso de literatura pura, de una simple descripción o enumeración fría, ya que el tema, en este caso, no es mero pretexto. De ello que dicha forma tenga una oculta relación con lo que, la novela plantea, y sobre todo, intenta advertir.

  Nunca el arte de la literatura, como el de la música, han afronta-do la difícil crisis por la que pasa la pintura, razón por la que creo que este escrito, si bien no da s9luciones concretas, intenta al menos advertir de los peligros, y dar, en su forma tanto como en su contenido, un modelo a los pintores, una posibilidad, al obligar al lenguaje, a la acción, e incluso a la atmósfera, a relacionarse de manera eficaz con la parte visual, sin apartarse por ello del mensaje de la trama, y por sobre todo, jamás de la naturaleza.

   Error éste que, a mi juicio, ha acarreado a las artes plásticas a tan-tas crisis consecutivas, deshumanización, búsquedas estériles, desaciertos, y lo que es peor, a una desconexión con el hombre y sus valores.

  Se podría asegurar entonces que el libro es una especie de cuadro o friso, algo estático en su acontecer, garantizando de este modo en su estructura misma lo que quiere plantear y exigir del tema que trata. La forma escogida, su rigor, apuntan, aunque indirectamente, al tema aludido, como si el autor, no habiendo podido solucionar tan complejo problema de las artes plásticas, hubiera optado por buscar las soluciones a través de la literatura, convirtiendo a ésta, en todo caso, en una remota alternativa para quien sepa traspasar esa experiencia al campo de la pintura. Muchas veces, artes de diferente índole, rescatan y resguardan a otras que, por circunstancias muy complejas, desvirtúan sus verdaderas esencias. No son tan diferentes las expresiones entre sí, pero suele suceder que las presiones del medio exigen a algunas de éstas comportamientos que sin que sus autores lo noten, terminan por desfigurarlas.

  Dejemos de lado el aspecto formal y propiamente literario para afrontar el argumento del libro. He querido tomar a un pintor desde su nacimiento, para abandonarlo en los momentos en que comienza a enfrentar el mundo artístico, que de seguro le será hostil, intentando desviarlo de lo que ha sido su contacto con la naturaleza, su experiencia con los maestros antiguos, la difícil transacción entre los momentos de investigación, la inspiración y el trabajo cotidiano. Augusto es un niño que presenta, por su nacimiento exento de prejuicios, un artista puro de talento indiscutible al que nada apartará de su misión. Su tutor, el señor Aguiar, ejemplifica todo el engorroso y debatido asunto del movimiento post-realista, el impresionismo, la decadencia de las artes plásticas, la aceptación de aquellos modelos fáciles que el público exaltará más que los resultados de los maestros de los siglos anteriores, en su afán de proveerse de un arte fácil, sin personalidad definida, que arrollará finalmente d descubrimiento de la fotografía y el cine. Cézanne hará el trabajo de purificar aquellos desbordes volviendo la pintura a la bidimensionalidad, pero su intento lo desvirtuarán los expresionistas y todos los ismos que se suceden posteriormente. Aguiar respalda la disgregación, la luz fácil, el movimiento fugaz, el juego impersonal que lleva al arte de la pintura a desvincularlo de una pro-funda intención, de un oficio serio, de una necesidad real. Se nos presenta como un diletante que toma al niño a su cuidado esperando para él una figuración social debida al éxito. Tiene el concepto vulgar, acerca del talento creador, de aquellas personas que no se hacen responsables de las irrealidades a que precipitan a sus ídolos una vez que su avidez mundana los obliga a buscar nuevos derroteros. Aguiar representa aquella postura frívola, efímera vanguardia, que no se interesa en las obras de los grandes maestros, por plantearles éstas complejidades ingratas que ellos adivinan los compromete en aspectos no sólo artísticos, sino religiosos, morales y de toda índole. Aguiar es la ruptura con el realismo, el neoclasicismo, e incluso el romanticismo. Si bien estas escuelas son divergentes, siempre buscaron para la pintura una primacía de la naturaleza, aunque fuera a través de un rigor formal exagera-do, texturas y cotidianeidad, o, en el caso de los últimos, por medio de temas literarios, leyendas, con aportes de la teoría del color y los gran-des aconteceres del hombre.

  Aguiar adhiere a una naturaleza descompuesta, ficticia, como es el caso del grupo impresionista, puesto que éstos nos engañan con una libertad de oficio que en el fondo esconde las estructuras sólidas de los maestros oficiales de los talleres en los cuales se formaron y que ellos desconocieran, aprovechando sin embargo sus enseñanzas.

  Pero Aguiar es también un protagonista de la naturaleza (de allí el asunto de la provincia) y Augusto terminará por abandonarse a ella en su aprendizaje. Los limitados conocimientos del farmacéutico obligan a éste a llevarlo a Santiago y luego tomarle clases en una escuela. En aquel viaje Augusto descubre el arte neoclásico, aquella heroica tentativa que duró sólo quince años. Allí, frente a una discutible tela de Monvoisin, el pupilo y su preceptor exponen cada uno de sus pun-tos de vista.  Augusto tiene una gran responsabilidad. Aguiar la actitud opuesta.

  Es significativo lo sucedido en el museo. El joven ha encontrado un modelo, no para imitarlo sino para servirse de él.

   Aquí termina la primera parte de la historia.

   La trama se hace compleja cuando entra Augusto en casa de los De Morais. No encontrará allí el entusiasmo irresponsable de Aguiar sino el escepticismo, la decrepitud, la ceguera, incluso, de una anciana que antiguamente buscara, como el niño, la belleza visual. La intensidad aquí es mayor.  El joven se familiariza con la muerte.

   Aun cuando los dos hermanos muestran muchos aspectos lastimeros y reprochables, plantean a Augusto una gran sinceridad, atmósfera apropiada para la profundidad que el joven requiere.

  Sin embargo, esta sensación de trascendencia debe conjugarla con el desastro.so taller en donde tanto la maestra como los demás alumnos viven en la más completa desorientación.

   Plantea aquí el libro la gravedad de personas poco idóneas que forman a gente sin poseer ni conocimientos ni siquiera presentar el más elemental intento de solución a un problema tan urgente.

  Augusto deja la escuela y el libro hace concesión al aspecto humano que, desde luego, es de mayor importancia que ningún arte, por grande y resuelto que éste sea. En el momento de iniciar su vida artística, segundos antes de la partida del tren, descubre en la profesora a la mujer extraordinaria que hay en ella. En el señor De Morais, aquel ejemplo de abnegación. La soledad coge entonces al joven, cuya experiencia del mundo ha sido, si bien real, bastante poco alentadora.

  La crítica a los diversos pasos por los que transita un joven de talento está debidamente expuesta. Si el lector se compenetra advertirá que en este pequeño enxiemplo hay advertencias, experiencia personal y un genuino afán de abrir posibilidades. Si bien el autor no las aborda en el terreno mismo de la plástica, implanta con su manera literaria un desafío al escritor convencional que muchas veces narra sin experiencia de lo que describe. Las imágenes del libro, firmemente sometidas al lenguaje, intentan transmitir un entusiasmo formal, una vinculación con la naturaleza y con los problemas del hombre que el artista plástico deberá recuperar. No basta con exhibir mundos imaginarios ni hacer alarde de los elementos que configuran el oficio; el arte como objeto. Hay que ir con la naturaleza y trascenderla para que jamás arte mecánico alguno pueda arrebatar el interés que suscita la verdadera y lícita abstracción de lo real.

   Podría extenderme y profundizar en este pequeño análisis, pero he preferido darle a estas líneas el sentido de una mera acotación al margen para no debilitar a La lección de pintura, que como toda obra tiene la fuerza de ser en sí misma y la debilidad de estar destinada a defenderse sola. Sinceramente creí de importancia presentarla como mi trabajo de licenciatura. Quise arriesgarme a introducir entre los demás trabajos de esta índole, esta pequeña obra, a fin de mantener vivo el entusiasmo de uno que otro alumno, en el sentido en que en un departamento de teoría se está haciendo todo lo posible para - - orientarlos en una vanguardia sólida, y no como se cree muchas veces, en lecciones informativas y anacrónicas.


(Memoria para optar al grado de Licenciado en Teoría de la Historia del arte (Introducción), Universidad de Chile, 1979. Este texto alude a la novela La Lección de Pintura, publicada por Couve ese mismo año en editorial Pomaire.)

Adolfo Couve, Escritos sobre arte, Ed Universidad Diego Portales, Santiago, 2005.

Carlos I de Inglaterra de Van Dyck por Adolfo Couve




 Las obras maestras no se sustentan sólo en el tema ni en el oficio ya conocido, sino más bien en una evolución profunda y compleja. He aquí, sin embargo, una de las excepciones más interesantes a esta regla. Entre los pintores flamencos del siglo XVII fue Van Dyck el más discreto. Su origen noble, riquezas, formación cuidada, elegancia natural, el refinamiento de sus gustos, le acondicionaron a tomar una actitud tradicional y distante frente a la pintura, que ejerció durante la vida. Ni el conocimiento de los grandes maestros ni su permanencia en el taller de Rubens fueron capaces de sacarlo de aquella reserva ante el modelo. Su preocupación básica era llegar a dominar cabalmente el oficio. De allí su respeto por aquellas leyes que sentía inamovibles, obediencia que resintió un tanto su personalidad de creador.

Van Dyck viajó a Italia. Sin embargo, esta larga estada y el contacto con la escuela veneciana no lograron alterar la monocromía de su tonalidad ni el equilibrio convencional de sus formas. Luego pasó a Inglaterra: curiosamente, tanto el clima como los gustos de la sociedad de esa época, pero sobre todo la controvertida personalidad del rey, que le brindó su amistad, se avinieron al temperamento del pintor, y éste encontró para esa manera de conducir su talento los modelos aparentemente desapasionados y sutiles que su elegante factura requería.

El retrato de Carlos Estuardo resume esta identificación. Y la historia universal y la de la pintura se encuentran en este lienzo tan amalgamadas, que ha sido esta situación la que ha puesto al cuadro entre las grandes obras maestras. Parquedad en el colorido rebajado, apenas vibrante, el que se resuelve en pardos, sienas y ocres, sin alcanzar éstos ni al blanco puro ni al negro. A la inversa de Velázquez, su contemporáneo, que se propone la misma gama para producir la realidad en su más profunda verosimilitud, Van Dyck la emplea con el fin de dar un tono elegante y discreto. Quizás en el jubón del monarca se propase, al dejarse llevar por la calidad de éste, interpretación que por su rica consistencia exime por lo demás al cuadro de caer en aspectos realistas o más bien costumbristas. En medio de los colores terciarios del paisaje incrusta esa mancha artificial, esa nota galante. Por otra parte, la composición, como la manera en que aborda el dibujo de las figuras, resulta un tanto adocenada.

Esta medianía, esta falta de pasión, tramarán para el personaje el entorno adecuado a su encubierta personalidad, a su trágico sino. La arrogancia del gesto, su vanidad, aplomo, la indescriptible expresión del rostro, esconden la tremenda convicción de los principios que, llegado el momento, defendió. El rey se ha dejado captar sólo en su apariencia, y ambos, tanto el modelo como el pintor, esconden aquí la tremenda despersonalización que significó para el primero adoptar el poder como designio divino, y para el segundo posponer ensueños, y tal vez lícitas libertades, en aras de una obediencia ciega a la academia.

¿Quién, en la época en que se realizó el retrato, pensó siquiera que aquel rey, acusado tantas veces de frivolidad, llegaría con su porfía y firmeza a desencadenar la revolución, la guerra civil, y a causa de estos hechos encontraría estoico fin en el cadalso?

Ni Rubens, ni Rembrandt, ni Velázquez, ni Veermer, todos contemporáneos de Van Dyck, habrían logrado, a pesar de su genio creador, pintar el retrato de este hombre singular. Se requería de un pintor imparcial.

Si es cierto que la belleza rescata lo que emprende la historia, aquí ha sucedido lo contrario.


(publicado en el suplemento "Artes y Letras"
El Mercurio, Domingo 28 de Agosto de 2005)

domingo, 3 de mayo de 2015

Dos acuarelas de Christian Malebran sobre un fragmento de Couve



ANGELINO

Las ciudades crecidas al borde del océano se han hecho indiferentes a tal inmensidad. Y los hombres que las habitan son silenciosos a causa de las habladurías del mar.

La infancia de Angelino fue saberse al servicio de los otros y mucho antes que competir con sus amigos, vació su bolso de bolitas y tesoros, huyendo lejos de la rivalidad.

Entonces encontró asilo en un banco anclado en medio del patio y remó mil ensueños, porque a la navegación libre, solo bastan los vientos propios.

Su atención era mediocre y había que llamarlo tantas veces y tan fuerte que su nombre se hizo célebre entre los demás.

 (Fragmento de "En los desórdenes de Junio")














(http://dossierchristianmalebran.blogspot.com.ar/search?q=adolfo+couve)