martes, 3 de septiembre de 2019

LA PERPLEJIDAD DEL REALISTA por Federico Galende


No es novedad para nadie que Adolfo Couve –pintor, escritor, reconocido profesor de historia del arte de la Universidad de Chile- sintió desde siempre una particular simpatía por vivir fuera de su tiempo, en una relación de visible extrañamiento con su contemporaneidad. Adoraba las vidas mínimas, las precisiones formales, la modestia y el estilo poco elocuente de las cosas y los seres comunes, y aunque no tenía muy buen carácter, fue esta especie de descalce premeditado el que le dio su singularidad y el que lo llevó a contrarrestar los efectos –de a ratos pirotécnicos o espectaculares- de la vanguardia de su época. En la fotografía, en el cine y en el resto de las tecnologías adoptadas y celebradas por aquella vanguardia, vio barcos cargados de piratas que emergían de la niebla, y tal vez por eso se empeñó desde un principio en extraer de la pintura o de la literatura, géneros que alternó para tratar la misma materia, una lección personal: la de dar forma a la historia no por medio de un aggiornamento o una puesta al día, sino de un anacronismo muy bien calibrado.

A pesar de que este anacronismo lo volvía por momentos extremadamente sensible al fracaso –uno en el que de todos modos no dejaba de precipitarse, acaso bajo la obstinación de trazar una lemniscata en el corazón del tiempo-, su obra pasó a la larga todas las pruebas y sobre ésta se escribió cada vez más, de forma rigurosa aunque también fragmentaria. Están los textos curatoriales que le dedicó Claudia Campaña, las memorias vividas como las de Díaz, Merino, Arqueros o Joannon, las marginalias sutiles y delicadas de Adriana Valdés o María Elena Muñoz, e incluso una reciente y bella selección de entrevistas a cargo de Macarena García y Catalina Porzio. Lo que no había existido hasta ahora era un libro que recorriera su discurso artístico de punta a punta, integrando en una línea continua las valiosas reflexiones sobre pintura y literatura que Couve tuvo la costumbre de situar a la base de su trabajo.

Es el caso de Perder la cabeza, el formidable ensayo que, fruto de una investigación tan acuciosa como sentida, acaba de publicar Francisco Cruz en la editorial de la Universidad Católica de Valparaíso. El libro tiene una característica: empata en rigor y dedicación la severidad que Adolfo Couve fue capaz de aplicar a los presupuestos pictóricos y literarios que estaban por detrás de su implacable sistema artístico. Esto por medio de una serie bien detallada de aclaraciones y precisiones, como las que se esbozan ya en las primeras páginas del libro, donde Cruz se empeña en discutir de entrada las convenciones que llevaron a la historia del arte local a asociar, no sin algo de ligereza, el trabajo de Couve con el realismo del siglo XIX, especialmente con el de Gustave Courbet. Si en términos pictóricos Courbet fue menos realista que Couve, esto se debería a que el primero introdujo el uso de materiales extraños al óleo en sus telas, cambió las texturas, empleó a ratos recursos más táctiles que puramente ópticos y se valió de tiempos largos para fijar los detalles, mientras que el segundo habría tendido a enfrascar la especificidad del realismo en la instantaneidad, en la inmediatez del brochazo.

El corte resultará decisivo, no solo por la calidad con que expone un amplio recorrido sobre los diversos usos del realismo en la pintura y en la literatura, sino también por la manera en que exhibe ante el lector el eje sobre el que se moverá la totalidad del ensayo. A propósito por ejemplo del tema de la traducción, entendida por Couve como la capacidad consciente para mantener la pupila activada en una percepción tan pura como fuera de cualquier pensamiento, o como una suerte de captura óptica instantánea de los fenómenos visibles, Francisco Cruz se hará cargo en el segundo capítulo de explicitar la resistencia que tuvo el pintor en relación al “arte comprometido”, propio de una vanguardia que había tenido en Chile sus antecedentes en la pintura abstracta geométrica de Rectángulo, en la pintura informalista del grupo Signo y en la pintura mural que se extendió desde el desembarco de Siqueiros en estas tierras hasta las patriadas de Matta trepándose al camioncito de la Ramona Parra.

Que en apariencia Couve tomara distancia de estos combates no quiere decir que no hubiese considerado de antemano, como lo señaló una y otra vez, que en toda buena obra artística había algo de obra política. A la vez, su concepción del realismo residía en el ocultamiento de la subjetividad artística como tal. Era su propio principio de discreción, similar al que había conducido en otras épocas a figuras como las del arquitecto Adolf Loos, el compositor Gustav Mahler o el escritor Karl Kraus a resistir desde el modernismo vienés las altisonantes conquistas de futuridad de la primera vanguardia europea. Corresponde a Ricardo Piglia el haber desplegado a propósito de estas vanguardias una elogiosa teoría del complot –con sus intrigas, sus autobombos, sus construcciones estéticas de realidad alternativa a través de una política de sectas e intervenciones- que Couve, en sintonía con aquel viejo y alegre apocalipsis vienés, aunque transportado en su caso a las moderadas reservas del realismo, evidentemente no compartía.

Los bodegones nimios, despojados de los delitos del ornamento y los excesos de decorado, con las retenciones propias del estilo intimista, contrastaban a todas luces con el exhibicionismo que caracterizó a una parte de la vanguardia conceptualista durante los años de la Avanzada, con sus abluciones, sus daños autoinfligidos y sus rituales de sacrificios mundanos. El contrapunto Francisco Cruz lo hace resplandecer en diversas zonas del libro, develando a través de Couve una posición con la que él mismo se identifica y desarrollando, en paralelo, una indispensable teoría estética acerca de los contrastes entre modernidad y vanguardia.

En efecto, Perder la cabeza se puede leer también como una teoría de autor, como un gran elogio del temperamento impersonal que subyace a la discreción del modernista disidente. Que a lo largo del libro Cruz evite exponer esta posición como algo que le es propio, solo puede tener que ver con que ha asimilado la lección de su comentado, ese recelo a dejar en la obra un ignominioso resto de subjetividad. De ahí que en lugar de situarse al centro de alguna causa, opte por tratarla de un modo indirecto a través del triángulo que la pintura de Couve forma con la de Pablo Burchard y la de Juan Francisco González. Si irónicamente lo llama El retorno de lo muerto, es porque en ese triángulo pesquisa el sine qua non de un gesto pictórico que funcionará como antídoto en relación al catastrofismo visual aportado por las nuevas tecnologías. Esto a pesar de que la banderola mística o cultual que Couve se habría dado el lujo de clavar en la cima de un arte gobernado irremediablemente por la tecnología, será también el aguijón que lo elimina, pues marcará de aquí en adelante la imposibilidad de ser un pintor contemporáneo.

El asunto quedará anticipado en una breve conversación con Balmes que Cruz recupera y transcribe en la página 81; cuando éste le habla acerca de la supuesta afinidad entre los artistas de su generación, Couve responde: “mientras acarreábamos nuestros trabajos para fotografiarlos, pensé que quizá lo que sí tenían en común era el viaje que hacían en camión”. Sabemos después cómo se desenvolvieron las cosas: de un camión parecido descenderían Delachilenapintura, historia, de Eugenio Dittborn, o La historia sentimental de la pintura, de Gonzalo Díaz –es decir, la historia de la pintura parodiándose a sí misma en una reflexión conceptual sobre la pintura-, y la obra de Couve quedaría obligada a irse por otro camino.

Este otro camino motivará un cambio de eje en el libro de Cruz, que a partir de la página 86 pasará de la pintura a la literatura por medio de una especie de fundido encadenado. Una fotografía que reproduce el paisaje de la portada, deliberadamente brumosa, cubrirá el intervalo y acentuará el repentino salto de tema. Aunque el salto no es tal, simplemente porque la pequeña novela de la que Cruz se hará cargo ahora es nada menos que La lección de pintura, escrito en el que Couve retrata alegóricamente su malestar con las artes visuales levantando un dedo acusatorio contra el impresionismo temprano, en el que atisba una descortesía contra el realismo y la aparición temprana, incipiente pero imparable, de la fotografía, el cine y la continuación de la pintura por otros medios.

La observación conduce a Cruz a abrir un paréntesis para revisar de manera exhaustiva el programa literario de Flaubert (el otro Gustave), con quien como sabemos Couve habría tenido una proximidad en términos estilísticos o formales. Sin embargo, y tal como nota el autor, cuyas destrezas en el legendario escritor francés darían para un libro aparte, esta proximidad no residiría en absoluto en una mimesis estilística; por el contrario, lo que habría primado en Couve sería precisamente la adopción de un lenguaje sentido, propio, pleno de una responsabilidad infinita –y por esto mismo algo enloquecedora- con la naturaleza esquiva de las cosas. A esto aplicó una fórmula que no abandonaría jamás: la del “castigo del lenguaje”.

¿A qué remitía Couve con este castigo? A la dilación o el cese del curso de la narración, una forma de transportar su vieja devoción por la instantaneidad pictórica a un procedimiento literario que consistiría en fragmentar el tiempo hasta lograr que los hechos suelten toda su esencia y su disposición espacial. De ahí la palabra medida, la precisión, la limpieza, la dieta; en definitiva, la idea de la novela como ensayo artístico.

En paralelo se podría decir que la idea de la novela como ensayo artístico presenta sin embargo una paradoja, pues ahí donde el arte tendió a ser en general un pasatiempo de lujo para las clases letradas, la novela, cuyo origen se remonta al romance, tiene sus fuentes en las lenguas vernáculas. Es la razón por la que un filólogo como Erich Auerbach rastreó la configuración de la historia en aquella primera novela que fue el Antiguo Testamento –los relatos del Elohísta-, en lugar de rastrearla en Homero y las versificaciones de la tragedia ática. Esto significa que si Couve decidió a una altura de su trabajo encaminarse hacia la novela como género menor, es porque su problema, tal como lo observa y lo desarrolla Cruz, fue siempre el del hombre sin atributos, es decir, el de los cualquiera que pasan por la vida como lo harían “un par de zapatos o una fotografía en blanco y negro de alguien que no sabemos cómo se llama”. Esto es lo que según él dejó más huellas en su trabajo, la traducción de las cosas sencillas que podían figurar en un bodegón a un relato sobre lo cotidiano que no requería salvarse mediante apelaciones a un realismo de carácter social.

Nada de esto implica que por esa vía no haya retratado, de manera tan repetida como concisa, la división entre una pequeña burguesía de provincia y la burguesía alta cuyas costumbres proliferaban en caserones y recovecos, un contraste que a la larga no se disolvería en la armonía entre las clases sino, más bien, en el vacío común que las atraviesa. La banalidad de lo humano: habría sido este su desafío y a la vez su desdicha, su visible melancolía performática. El libro de Francisco Cruz discurre sobre esta banalidad, con la gracia obsesiva del contrapuntista y el esmero que se derrama en los obstinados cariños.

Revista Antishock, 2 de setiembre de 2019.


martes, 18 de junio de 2019

Manzana y plato, 1986.

Creo que los objetos, como no se mueven, esperan el acontecimiento de la luz. Ella los toca, los invade, los abandona. La luz escurre por ellos y los objetos son como verdaderos cuerpos celestes. Es lo mismo que sucede con la tierra respecto del sol. Viendo esas películas desde la luna, uno observa que la tierra no tiene seguridad tampoco, no tiene soporte. Es una esfera que está sostenida en un milagro, que es la luz. No hay diferencia entre la tierra y una taza. 

De "Yo quiero ser un viejo bonito", entrevista realizada por Maria Elena Aguirre, El Mercurio, 8 de octubre de 1995. Fragmento citado en Perder la cabeza, Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve, Francisco Cruz, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2019.

Manzana y Plato, abril 1986.

lunes, 17 de junio de 2019

Olvidable inolvidado: una lectura de Couve, por Fernando Pérez.




 El 26 de abril, en el Instituto de Arte PUCV Viña del Mar, se lanzó “Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve”, de Francisco Cruz. Fernando Pérez leyó la siguiente presentación que dio lugar a un diálogo sobre distintos ejes del “caso Couve”: su mitificación, su trabajo novelístico, su transición hacia la escritura, su lugar de enunciación, y otros varios temas “del mapa secreto de este destino como síntoma de ‘un vasto panorama de cuestiones ominosas y devastadoras, frente al cual sabemos poco y nada’” (Francisco Cruz).

 Adolfo Couve es, al revés de la tarde que evoca el verso de Borges (“sin duda inolvidable y ya olvidada”), un escritor y artista que parece reunir todas las características necesarias para desaparecer de la memoria colectiva, y que sin embargo persiste en ella, en gran parte gracias a la misteriosa lealtad de algunos de sus lectores. Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve (Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2019), de Francisco Cruz, es a la vez un testimonio de esa fascinación perdurable y un intento por comprenderla como síntoma de algunos problemas más amplios vinculados a la relación entre artes visuales y literatura, a la identidad cultural americana, a la emergencia de los medios técnicos de producción de imágenes y sus efectos sobre el campo artístico local.

 Se trata de un libro equilibrado cuidadosamente entre la empatía requerida para compenetrarse con cualquier objeto de estudio y la distancia crítica que previene una identificación excesiva en la que a fuerza de admirar nos volvemos incapaces de comprender las contradicciones que le confieren interés a un problema intelectual. Francisco se demora con cuidado en exponer algunos de los mitos constitutivos de Couve como personaje literario: la tensión entre su supuesta maestría técnica como artista y su renuncia al campo de la visualidad (condensada en una escena de una eficacia narrativa sospechosa, en el relato por Gonzalo Díaz del momento preciso en que Couve renuncia a los pinceles), su vocación literaria marcada por un intenso anhelo de perfección estilística en una época que valoraba otras virtudes, su concepción casi religiosa del Arte, con mayúscula, hasta el punto de considerarlo incompatible con la vida, una devoción estética en la que el padecimiento extremo del autor aparecía como condición y garantía de la excelencia de la obra, la afirmación reiterada del desdén por la pintura, que según él le resultaba fácil, y el placer doloroso de la escritura como práctica difícil, dolorosa. Todos estos tópicos se encuentran reiterados hasta el cansancio en las entrevistas del autor, de las que Francisco Cruz selecciona con cuidado algunas declaraciones sumamente conocidas y otras menos comunes.

 Como novelista, Couve no es propiamente un autor representativo de su época, ni uno que anticipe los conflictos de la nuestra. Ni escandaloso e insolente como Lemebel, ni delirantemente imaginativo como Bolaño, ni grandiosamente alegórico como Donoso o densamente hermético como Diamela Eltit, Couve nos conmueve por su fragilidad frente a esas figuras destinadas decididamente a engrosar las filas del canon literario y crítico. Nos conmueve en parte precisamente por sus fallas, sus errores de cálculo, sus desaciertos, su fracaso, en una época en la que todos parecen empeñados en triunfar a toda costa. No es ni un inventor incomprendido de nuevos procedimientos, adelantado a su tiempo, ni un maestro en que culmine una tendencia del arte literario, ni un seguidor de las modas de turno (en la tipología de Pound): de hecho, parte importante de lo que nos fascina en su figura es precisamente su desdén por la noción de evolución histórica, su desobediencia al imperativo de la innovación a toda costa, su inactualidad. Es un autor incómodo en su tiempo, un autor que en cierto sentido parecía haber nacido en la época equivocada, más precisamente un autor anacrónico, un autor cuya obra artística y literaria se encontraba en tensión con las corrientes predominantes del momento histórico que en trabajó.

 Ahora bien, sabemos que ningún período es estrictamente homogéneo, excepto para la mirada retrospectiva del historiador que esquematiza y reduce la complejidad de una época a sus tendencias principales. Toda época es en realidad una compleja amalgama de tendencias emergentes (algunas de las cuales llegarán a consolidarse como dominantes y otras posiblemente quedarán en estado larvario) mezcladas con remanentes que persisten de otras épocas, una trenza de temporalidades contradictorias en tensión, y en ese sentido todo anacronismo es tan constitutivo de lo contemporáneo como lo más obviamente actual y novedoso. La teoría histórica de Ernst Bloch ve en este carácter asincrónico una tensión que eventualmente es la que hace posible la transformación histórica, y Aby Warburg nos legó una teoría de las imágenes que descansa en las posibilidades que ofrece su supervivencia anacrónica. La obra de Couve, si no la consideramos como irrelevante por su marginación de las tendencias principales, podría obligarnos a pensar una historia literaria no lineal ni teleológica, en la que tengan un lugar gestos aparentemente fuera de lugar, estéticas a destiempo como la suya.

 Supongo que esto es parte de lo que llevó al autor de este ensayo a interesarse en el “caso Couve”. Yendo incluso un poco más allá, propondría que este es, en cierto sentido, un libro que comparte el deliberado anacronismo de Couve, ya que no incluye ninguna alusión a teorías o tendencias críticas recientes, y en cierto sentido podría haber sido escrito hace medio siglo (lo que por cierto es una impresión falsa aunque tentadora). Sus interlocutores son pensadores como E.R. Curtius, W. Kayser, S. Freud, y no se nota en él la ansiedad por estar al día con la última moda académica o intelectual que es tan patente en otros rincones del campo cultural. Creo además que se puede leer este libro, también en analogía con la figura de Couve, como un libro periférico, un libro de provincia, un libro que deriva su potencia de un lugar de enunciación que se sabe no central, que se sabe fuera de la competencia vertiginosa por la actualidad y la vigencia. Esto podría pensarse literalmente desde la elaboración de este libro en este Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso, fuera de la capital, pero lo pienso más bien como una condición que incluye a Santiago como el centro de una zona periférica. En ese sentido, provincianos somos todos, como una suerte de condición trascendental, o un lugar de enunciación, asumido o denegado pero inevitable, de Rubén Darío a Eugenio Dittborn. Me digo que tal vez a raíz de este libro valdría la pena pensar lo inactual y lo provinciano como virtudes, en sentido etimológico, como fuerzas constitutivas de una cierta identidad, de un cierto ethos. Contra el aceleramiento que nos impone un nuevo giro académico cada dos o tres años, desechando los marcos hermenéuticos anteriores, me gusta la idea de pensar en un trabajo académico más lento, más pausado, en sintonía con ciclos más amplios de pensamiento y en tensión con el imperativo de la hiperactualidad.

 En términos más específicos, Perder la cabeza comienza abordando la obra plástica de Couve, e intentando comprender sus filiaciones locales (en particular su diálogo con la obra de Burchard y Juan Francisco González y la tradición de la que ellas proviene) y más amplias en la historia del arte (en sus lecturas del legado de Velásquez y Cezanne, por ejemplo), así como su relación con el contexto histórico en que desarrolló su obra (marcado por el surgimiento del informalismo, la expansión del formato pictórico y su eventual descarte como inadecuado para los tiempos que corrían). Un acierto de esta sección me parece la incorporación como fuente de los escritos de arte sobre Couve, reunidos póstumamente, y que nos dan una idea bastante completa de su poética. Otro acierto me parece la importancia que se la da a una concepción del realismo pictórico como traducción, que me parece que ilumina la práctica plástica de Couve de manera bastante original. Un aspecto que echo de menos tal vez sea una consideración más cuidadosa de Couve como maestro de pintura y luego de historia del arte, un rol que creo que fue central para el campo cultural.

 El libro pasa revista luego a la crisis del proyecto pictórico de Couve y su giro hacia el campo de la escritura, marcado por algunas de las mismas paradojas que definían su proyecto visual: la búsqueda del realismo pero al mismo tiempo una marcada exclusión de la representación de la realidad social y política contemporánea (los libros de Couve no se refieren nunca abiertamente a la dictadura, para dar solo un ejemplo), una denodada lucha por alcanzar la perfección estilística formal, en clave flaubertiana. Si Waldo Rojas habló de un realismo púdico en Raúl Ruiz, con Couve podríamos hablar tal vez de un realismo restringido o reticente, de un realismo reducido, en el sentido de la miniatura, que tan bien leyó Adriana Valdés a propósito de El cumpleaños del señor Balande. En tiempos recientes ha habido un curioso retorno de la noción de realismo como categoría interpretativa, por ejemplo en el trabajo de Luz Horne, pero se trata de un realismo transformado, paradojalmente no mimético, que incluye a autores tan disímiles y aparentemente antirrealistas como César Aira, João Gilberto Noll o Sergio Chejfec, en cuya compañía no sé si Couve se sentiría cómodo. Por otro lado, me parece que a estas alturas hay un consenso, compartido por Francisco en ese libro, respecto a no seguir leyendo a Couve como una simple repetición del realismo decimonónico. Queda todavía abierta la pregunta de qué es su realismo, cómo opera y cómo se vincula con otros retornos a esta vilipendiada noción estética y estilística.

 El libro concluye con una lectura detenida y cuidadosa de la obra final de Couve, La Comedia del arte, una obra tardía que podría haber iniciado una tercera etapa en su trabajo si no fuera por la decisión del autor de poner fin a su vida poco después de publicarla, motivado aparentemente por las mismas tensiones que la obra escenifica y dramatiza. Esta obra funciona no sólo como apertura de un nuevo registro, sino también como cifra de las contradicciones que recorren la obra completa de Couve, y que Francisco condensa elocuentemente en su exploración del modo en que el estatuto de la imagen técnica altera el mundo y sacude profundamente el campo de las artes visuales. Se me ocurre que el trabajo de Francisco abre la posibilidad de explorar un diálogo implícito entre las preocupaciones de Couve y las de una figura tal vez finalmente no tan distante como la de Ronald Kay. La lectura de Francisco de La comedia del arte la expone como una obra fundamental del artista, no por tratarse de una obra cumbre sino tardía, en el sentido explorado por Edward Said en la estela de Adorno, del estilo tardío como exacerbación exasperada de las contradicciones.

 Hasta ahora he leído el libro de Francisco como cercano en varios aspectos a la estética de Couve. Para terminar me gustaría señalar una diferencia clave: el libro se cierra con la frase “pienso que aún nos faltan pautas para la inteligencia del mapa secreto de este destino como síntoma de ‘un vasto panorama de cuestiones ominosas y devastadoras, frente al cual sabemos poco y nada’”. Me gusta mucho que el libro concluya con una declaración de conciencia de que, pese al esfuerzo de exhaustividad, no es posible agotar las posibilidades de su objeto de estudio, y de que cada problema abre nuevos horizontes que a su vez complejizan el paisaje. Celebro también como una virtud la serenidad con la que este trabajo asume una condición abierta, inconclusa, imperfecta, la misma condición que tal vez Couve sintió como insoportable, y que posiblemente sea lo que hace posible el pensamiento, el lenguaje, y en última instancia el arte mismo, tres campos que este libro explora con soltura, serenidad y agudeza.

Texto publicado en:

jueves, 7 de febrero de 2019

Prólogo de Adriana Valdés a Cuando pienso en mi falta de cabeza.



"Es tonto lamentar la decadencia de la crítica. Se le pasó el momento hace ya tiempo. La crítica tiene que ver con tomar bien las distancias. Funcionaba en un mundo en que importaban las perspectivas y todavía se podía tener puntos de vista. Hoy las cosas están demasiado cerca de la sociedad humana."
(Walter Benjamin, One-Way Street, 1928).

LA PERSONA LITERARIA
Hay obras literarias que no pueden entenderse sin la soledad. Quiero decir, sin un grado de soledad inimaginable. Recuerdo los relatos sobre las breves apariciones de Emily Dickinson, que bajaba de su altillo en Massachusetts vestida siempre de blanco, tras hacerse esperar; susurraba algo, entregaba algo en la mano de su visitante, y luego desaparecía, para reaparecer por carta, donde era algo menos temerosa, algo menos esquiva, aunque no mucho. Reapareció luego en su obra, recogida tras su muerte, como una de las voces más originales y extraordinarias de la poesía en lengua inglesa.
 Adolfo Couve también fue una persona esquiva. Su soledad no fue accidental. Sin entrar en lo personal, puede hablarse aquí de la tremenda soledad de su literatura. Volviendo a Emily Dickinson, recuerdo dos versos suyos: "This is my letter to the world/ that never wrote to me". Esta es mi carta al mundo; el mundo que nunca me escribió a mí. Tras el esquivo personaje de Adolfo, ocasionalmente también vestido de blanco en Cartagena, haciendo discursos, en algún festejo; bello como era, y vestido de blanco; tras el esquivo personaje de Adolfo, que se va haciendo en nuestra memoria tal como queremos recordarlo y no realmente como fue, en toda su complejidad; tras el esquivo personaje de Adolfo hay una obra, su carta al mundo, escrita con un esfuerzo que, sin exageración, terminó por costarle la vida.
Si fue esquivo como Emily Dickinson, sufrió y gozó la literatura como Virginia Woolf. Su figura me reaparece una y otra vez al pensar en Adolfo y en su suerte. La literatura, para ambos, fue cosa de vida o muerte. Les permitió vivir, y trascender, y ser. Por otro lado, los mató. Para ambos, el término de una obra, de una novela, era indicio del comienzo de un período infinitamente peligroso. Como si el trabajo en la novela fuera también el trabajo de un exorcismo de monstruos terribles ("big hairy ones", decía Virginia Woolf en una carta), y, terminada la novela, quedaran inermes, a merced de estos monstruos conjurados por la delgada tela que iban tejiendo; conjurados por el texto. Como Scheherazade, se salvaban de la muerte contando historias. Y cuando la historia terminaba, cuando quedaban vaciados de ella, los acechaba, a lo largo de la vida, una misma condena al horror. Varias veces la superaron. Hasta que, finalmente, por circunstancias diversas, ya no lucharon más, e hicieron el último gesto, el de la más inimaginable soledad. Ese que, al decir de Gabriela Mistral, cierra "con leve lana de la nada/ la boca de las elegías." (1)

EL ESCENARIO DE SU LITERATURA, VISTO DE FRENTE
Sabemos - es ya un lugar común - que "todo texto literario presupone muchas clases de discursos, contemporáneos o anteriores, y se apropia de ellos para confirmarlos o para rechazarlos..." (2) Tanto, que uno puede preguntarse, ante cada novela, cuál es el horizonte de textos que le interesan, que admira, con los que conversa; cuáles rechaza, de cuáles quiere decididamente diferenciarse. Estas preguntas son claves a la hora de preguntarse por la soledad, esta vez no de Adolfo Couve, sino de su literatura.
Una literatura que no todos aprecian igual. Un narrador chileno importante, actual, bueno, me dice sobre una copa de vino que la escritura de Adolfo Couve lo deja frío. No puedo contestarle nada, lo comprendo. Glosando a T.S. Eliot, cuándo un escritor habla o escribe sobre literatura ejercita facultades y padece limitaciones muy particulares.(3) En el fondo, trata siempre de defender el tipo de literatura que él hace, o que él quiere escribir; y, en suma, lo que diga sobre la literatura debe valorarse en relación con la literatura que escribe. Y lo que mi amigo, inserto plenamente en la escena de las actuales letras nacionales, escribe y quiere escribir, es algo muy lejano al propósito de Adolfo Couve, que nunca quiso entrar realmente en esa escena. Cabe ahora preguntarse cuál es, en el caso de Couve, su escena, cuál el escenario en que quiere hacer aparecer su literatura.
En un prólogo escrito en 1996 para la publicación de Cuarteto de la infancia, obra que recopila cuatro suyas anteriores relativas al tema de la niñez, el autor hace patente su prescindencia de "las vanguardias locales y las modas". Los interlocutores de sus textos, los que "confirma" y valida, los que le sirven como modelo, no están aquí y tampoco están en este siglo. Están en Francia, y en el siglo diecinueve. "Guardando las distancias", dice, "cuando comencé a escribir me tracé una meta, hacerlo como un hijo de la Revolución y del Imperio." Se refiere a la Revolución francesa y al imperio napoleónico. Como toda declaración enfática, esta merece ser leída de frente, y también al sesgo.
En una lectura de frente, su "carta al mundo", entonces, tendría propósitos independientes de los del mundo literario nuestro de aquí y de ahora; trazaría una línea distinta de horizonte. Couve habla de una "escuela realista a la que adhiero", y piensa en ella en términos de un "desafío de exactitud" que intente "la tan controvertida belleza". "Quería alcanzar", dice, "una prosa depurada, convincente, clara, distante, impersonal, unos renglones donde tuviera que corregir y corregir, aprender a hacer bien la tarea, leerlos en voz alta, castigar el contenido y el lenguaje, intentar ese engranaje que da como resultado, más que un libro, un verdadero objeto." Un enunciado que nos remite a algo que Flaubert escribió a George Sand: "Recuerdo haber tenido palpitaciones, haber sentido un placer violento contemplando un muro de la Acrópolis (...) Me pregunto si un libro, independientemente de lo que diga, no puede producir el mismo efecto. En la precisión de su armado, la rareza de los elementos, el pulimiento de la superficie, la armonía del conjunto, ¿no existe acaso una virtud intrínseca, una especie de fuerza divina, algo de eterno corno un principio? "(4)  Desde entonces, no se encuentra rigor semejante en un enunciado sobre prosa narrativa. Desde entonces, la narrativa se propone otras cosas, no ha "perseverado en ese empeño", dice el propio Adolfo Couve. De ahí la soledad de su trabajo. De ahí que se aparezca en la literatura chilena como un duende, por lo inesperado, por lo solitario, como una presencia de otra especie.
Su literatura logra producir, muchísimas veces, esa ilusión de lo perfecto; esa fuerza de la composición; ese cierre de un episodio, o esa perfección cincelada de una imagen, que permanece en la memoria. En la mía hay varias, desde un último paisaje en el manuscrito de Cuando pienso en mí falta de cabeza hasta la imagen de un niño en un barril en La lección de pintura, o de otro niño enigmático en El pasaje, o la de Julia en el balcón durante El cumpleaños del señor Balande. Compuestas, se me ocurre, como cuadros, se recuerdan en una súbita imagen que condensa el transcurrir de las historias. Pienso a veces que esa era la perfección, el placer que buscaba.
"La escuela realista a la que adhiero, más que una porfía o lo que podría pensarse como un anacronismo, es en mí un sentir profundo", escribe Couve. Vale la pena mirar esa frase fijándose en lo del "sentir profundo", que invalida (quiere invalidar) toda discusión sobre la cronología, y eximirse de las descalificaciones de quienes se han arrogado el papel de guardianes de la actualidad (cualquiera que esta sea). En efecto, fue Adolfo una de las últimas personas en que se encarnó el arquetipo decimonónico del artista, aquel cuyo "sentir profundo" le vale como licencia para ubicarse por sobre el devenir de las formas, y postular como ahistórico, intemporal, universalmente válido, un modelo tan enraizado en la historia como el del propio Flaubert. Los momentos de su admiración eran absolutos. La fuerza de su sensibilidad, de su convicción, eran suficientes para sustraer sus modelos de la temporalidad. He ahí a un artista. Lo digo sin ironía alguna. Adolfo Couve fue tan auténtica y sinceramente artista del diecinueve, tan auténtica y sinceramente escritor de novelas realistas, como fue Pierre Ménard autor del Quijote. Hablo de una breve narración de Borges que, como otras suyas, ha terminado por ser clave en la comprensión de la literatura contemporánea. Hablo de leer una narración del siglo diecinueve sabiendo que fue escrita y es leída en nuestros propios tiempos, en otro fin de siglo. Hablo del excedente de extrañeza que esto significa en relación con el cumplimiento del programa literario explicitado por Couve.



EL ESCENARIO DE SU LITERATURA, VISTO AL SESGO
Este excedente de extrañeza es lo que caracteriza la lectura "al sesgo" de los pronunciamientos de Couve, desde la lectura de su obra. Más allá de su búsqueda de perfección dentro de lo que él llamaba sin vacilar "la escuela realista", la literatura de Adolfo Couve es una literatura inquietante. Desde las primeras, inolvidables descripciones Blanca Diana en El picadero, el mundo descrito era un mundo curiosamente irreal para una literatura que se quiere realista. Existe en sus narraciones un trasfondo misterioso de incomodidad, como si el desastre fuera inminente, siempre; como si los personajes fueran en cualquier momento a salir de las perspectiva y los marcos de referencia, como si tras cada bibelot acechara una posible monstruosidad. Este acercamiento a la noción de unheimliche de Freud es uno de los efectos propios de la literatura de Couve y de la duplicidad de su ubicación en el tiempo y en el espacio. "Realista" y francesa, por una parte; por otra, inquietante, misteriosa y ferozmente local. Al final del prólogo de Cuarteto de la infancia, escribe Couve, reconociendo esta doble pertenencia: "Una vez conocidas estas obras, me gustaría retornaran a su utópico lugar de ori-gen a través de la traducción al francés, enriquecidas con la profunda experiencia americana." Esas simples palabras dan mucho que pensar.
Hay mucha tristeza en este reconocimiento de un lugar de origen "utópico" —ya no está allí, y tal vez jamás lo estuvo. Tal vez, o ciertamente, el lugar de origen es una creación del deseo; esa Francia decimonónica no le era propia ni tal vez era tal como se la imaginaba. Por otra parte, queda apenas esbozado eso de la "profunda experiencia americana", lo que llamé recién "ferozmente local", relacionándolo con lo inquietante y misterioso de su literatura. La decadencia —en relación con ese origen utópico, con cualquier origen— se identifica en esta obra con la "profunda experiencia americana": lo próximo es a la vez lo degradado. La ironía acerca de la cotidianeidad del artista, del pintor Camondo, por ejemplo, y su modelo; el encarnizado amor por Cartagena, sus pensiones derruidas, sus lugares abandonados; el mismo escepticismo de este archiartista frente al arte, todo ello es parte de la profunda experiencia americana.
No es de extrañar que abominara de las imágenes macondianas de América, de las imágenes hechas para saciar la sed extranjera por lo exótico, lo vital y lo pintoresco. No lo ha visto, dice, por estas tierras. (Ha visto en ellas otras cosas: ha visto en ellas a Camondo, no a Macondo, y la semejanza de ambos nombres no es del todo azarosa.) Ha hecho de estas tierras el escenario de otras nostalgias distintas a la nostalgia europea por lo exótico, que es lo que bajo diversas formas hemos estado siempre vendiendo desde América. Las suyas son imágenes del deseo frustrado, de la caducidad de las expectativas, de su propia sonrisa irónica, desdeñosa, de antemano insatisfecha: "la sonrisa que contiene un dolor. (5)
IMÁGENES LITERARIAS, IMÁGENES PICTÓRICAS
Me persiguen, cuando pienso en la literatura Adolfo Couve (no en su pintura, que es otra cosa), ciertas analogías pictóricas. El las invita, por demás. En ese mismo prólogo que vengo rumiando y citando, tal vez lo último que escribió sobre su propia obra, habla de la escuela realista y nombra a Ingres y a David. Sus lectores convendrán conmigo en que sus relatos dan una presión totalmente diferente a la de estos grandilocuentes pintores, y que en esta diferencia ve la idea de la "lectura al sesgo" de sus declaraciones sobre el realismo.
En efecto, las imágenes que vienen a la memoria son muy posteriores a la revolución y el imperio: son las de artistas que trabajaron con sus restos y sus ruinas. Los impecables personajes de Magritte, tan atildados en un mundo completamente desquiciado; los collages de Max Ernst, esas composiciones en que el dibujo más convencional está recortado, y puesto en un fondo que introduce la inquietud y el desconcierto: esas son mis imágenes recurrentes. Son imágenes de descalce; su fuerza proviene de sus "encontradas piezas", de la fuerza que estas —contradictorias— se hacen entre sí. A ellas se pueden agregar las de James Ensor —"la acumulación turbulenta y el enredo de lo humano", donde avanzan los poderes oscuros— y las de Alfred Kubin, en cuyo mundo "se vislumbra por todos lados una amenaza siniestra, pero todavía no ha sucedido nada."(6)
 La posibilidad del desquiciamiento, la fragilidad de los órdenes, la extrañeza de lo cotidiano, el asomo de lo macabro, es un trasfondo en toda la obra narrativa de Couve: y pasa al primer plano en La comedia del arte y en la subtitulada Segunda comedia, Cuando pienso en mi falta de cabeza. Frente a estos títulos, el programa del realismo, enunciado por Couve en su prólogo de 1996 a Cuarteto de la infancia, es sorprendentemente inadecuado; como si estas dos últimas obras estuvieran hechas para revelar sus fisuras. Es interesante observar que el prólogo fue escrito cuando La comedia del arte ya existía. Siento la tentación de ver en él un intento de protegerse, en el lenguaje, del aquelarre que en su propia creación se estaba desencadenando. Y siento la segunda tentación de ver así en estas dos obras el momento más revelador de todo su trabajo literario, el momento de la interrupción y del balbuceo, de la irrupción de lo reprimido que trastorna la voluntad de un orden clásico, expresada en ese prólogo.

LA COMMEDIA DELL'ARTE
El título de La comedia del arte tiene doble lectura, como tantos buenos títulos. La primera corresponde a uno de sus temas principales, la condición de la pintura y del arte en el mundo contemporáneo. (Y bien concretamente en Chile, donde hay una lectura no del todo descaminada que la considera novela en clave o private joke, “uno de los fenómenos más revelantes del año plástico".(7)) La segunda remite a la commedia dell'arte, la representación popular italiana del siglo dieciséis: a su carácter farsesco, a sus personajes estereotipados (Pantaleón, Colombina, Arlequín). La acción aparece entonces en el plano de un juego de muñecos, un teatro caricaturesco de títeres, un circo, donde no faltan ni payasos, ni acróbatas, ni actos de ilusionismo lindantes en la alucinación.
  "Este relato" —dice el narrador al comenzar comedia del arte— "esta tragedia, esta parodia". Habla en primera persona. "Antes fracasé..." Y avisa que para contar esta historia debió dejar de lado su manera habitual de escribir, la de la prosa que se quería "impersonal". Narrador y personaje central —Camondo— entrarán en un juego de desdoblamiento, en un juego de proximidades y distancias. "Camondo al proscenio, yo al paraíso", dirá por ahí el narrador. Al decirlo está en el teatro. Su "paraíso" es la galería, "donde subían los condenados". Desde allí, desdoblado, distanciado, está mirando la comedia. (El recurso del desdoblamiento fue también el de los sucesivos narradores de, Umbral, de Juan Emar, otro llamado "extemporáneo" y "excéntrico" en la literatura chilena.) Desde su equívoco narrador ubicado en las alturas del teatro, Couve hace decir a Camondo: "¿Quién se acuerda del tiento, la sanguina, la grisalla, la cotona, el atril portátil, la sombrilla, el piso plegable? Nadie, sino mi corazón." Uno se pregunta el corazón de quién.
Parodia, es cierto. Eso se ve claro en el relato. Los escenarios "venidos a menos" o "simples fachadas de utilería". Los personajes de circo pobre. Detalles irónicos y cómicos. Pero algo más también (tragedia, lo quiso llamar el narrador). Algo lúgubre, nocturno, abismal; hay un resbalón que no se queda en el resbalón del payaso. Entre el espectáculo de feria y lo siniestro están estas dos últimas obras de Couve. Se salieron de las convenciones realistas declaradas del autor. Su lectura implica otras convenciones culturales y literarias, las propias del grotesco.
Víctor Hugo señalaba que lo grotesco es la antípoda de lo sublime. Estas novelas son crónicas de un duelo por lo sublime: en términos literarios, el de la disociación y la descomposición del mundo flaubertiano, "el de la Revolución y el Imperio," conscientemente asumido por Couve como modelo. Es interesante que La comedia del arte tenga por tema también una farsa, una versión grotesca del duelo por lo sublime: el duelo por lo sublime pictórico, parodiado en forma sangrienta por la narración. La modelo dada de baja, mientras posa, desgrana porotos en el casco de Afrodita. Las convenciones de una cierta pintura, encarnadas en Camondo como paisajista, llegan al total fracaso, al "circuito estéril", a la renuncia; y el sujeto pintor, Camondo mismo, a la "copia inanimada, fría y perfecta" de sí mismo en una figura de cera (motivo este también propio del grotesco). Su identidad es máscara, como la de los personajes de La commedia dell'arte. Al entrar ese mundo, el del grotesco, que "tiene sus propias perfecciones", se sustrae a exigencias más clásicas como la imitación de la naturaleza bella y la necesidad de servir de ejemplo, de enseñar:(8) cede paso a una narración de carácter onírico, de fantasía desenfrenada que crea un mundo nuevo y peculiar, más emparentado con los cuentos de Hoffmann y de Poe que con la ficción realista.
Tiene sus propias perfecciones, distintas a las la narrativa anterior de Couve. La historia del pintor Camondo y de su modelo puede mirarse como el reverso del placer en que una imagen condensa y plasma el transcurrir de las historias. (Como si hubiéramos estado viendo una película, de pronto ésta se detuviera en una pose perfecta, capaz de sintetizar todo lo narrado en una sola imagen estática.)  Al revés, Camondo y Marieta parten de un motivo pictórico —"el pintor y su modelo"— que ha dado origen a innumerables cuadros. Al contar su historia, el narrador pone en movimiento esa imagen estática, como si rasgara el espacio del cuadro, le hiciera una herida, un trauma. Por ella irrumpe el desparramo de los personajes y con ello la narración. Al transcurrir, al avanzar en el tiempo, van acentuándose la degradación y los rasgos grotescos. Por eso, el placer narrativo de estas dos novelas es en cierta medida opuesto al de las anteriores; es un placer paradójico —como lo es el de la literatura grotesca— que incluye una "congoja perpleja ante la destrucción del mundo".(9)

SOGNI DEI PITTORI
En el siglo XVI hubo un nombre alternativo al de los ornamentos llamados grotescos (de "grotta", gruta). Estos "monstruos, en lugar de reproducciones claras del mundo de los objetos", (10) se llamaron también sogni dei pittori, sueños de los pintores, una denominación particularmente curiosa en relación con las dos últimas novelas de Couve. En este género cabía no sólo "el juego alegre y lo fantástico libre de preocupación", sino también un "aspecto angustioso y siniestro en vista de un mundo en que se hallaban suspendidas las ordenaciones de nuestra realidad (...) la estática, la simetría y el orden natural de las proporciones". (11)
 Cuando pienso en mi falta de cabeza, o La segunda comedia, puede verse, tal vez, como un sueño de pintor. Tiene tres partes: una con el mismo nombre de la novela, otra titulada Cuarteto menor y una, última, Por el camino de Santiago. En la primera y la última, el protagonista es Camondo. Cuando pienso (...) habla de este "iluso ser", cuya "desubicación era tan completa que ni en la muerte sabía cómo asumirme". La solución fue un disfraz, para estar "completo, al menos en apariencia". "Adentro del capuchón no había absolutamente nada, sólo tinieblas". La cabeza de cera, la falta de cabeza, el capuchón vacío, y en el segundo episodio, el miedo de tener el cuerpo de otro, la fiesta de disfraces y luego una máscara igual a la propia cara: todas estas son variaciones ornamentales en torno a una misma angustia, la de la pérdida del rostro, la de la identidad. (Sin hablar de la obvia lectura que nula toda mutilación con una castración.) Y la angustia de la pérdida no sólo alcanza a Camondo, alter ego en el proscenio, mirado por el narrador de un "paraíso" donde "subían los condenados", sino en cierto sentido se extiende también a pintura basada en la perspectiva: "Yo estuve en Florencia cuando la redondez de la tierra se impusoy la línea del horizonte cayó por los suelos, todo se volvió profundidad, conocimos la distancia, la atmósfera permitió el volumen, y la luz tomó contacto real por primera vez con las cosas (...)" La  perspectiva renacentista es la instauración de un orden, de un punto de mira firme desde el cual se organiza y estructura algo, y se da coherencia a la mirada: la perspectiva es fundamento para la subjetividad, y también para la representación de lo real. Es lo que pone las cosas en su lugar: el lugar que es trastocado por la carcajada, el resbalón de payaso, el perder pie que se advierte en la narrativa grotesca.
 Variaciones ornamentales, en el espíritu del grotesco, parecen las que presenta el Cuarteto menor. Cuatro historias en ocho episodios, enfrentados como en el espejo de la infiel que figura en una de ellas, y que en la mejor tradición del cuento de horror no refleja lo que se pone delante, sino otro lugar, un lugar de la memoria, y lleva así a una instancia de "cabeza mala". Los cuatro títulos —repetidos— indican su carácter de variaciones sobre el tema de la falta de cabeza. Tres historias continúan las de personajes de La comedia del arte, Marieta, Gastón Aosta (el fotógrafo) y Bombillín, el payaso. La otra ("Cabeza de niña") se introduce también a través de un personaje de la novela anterior, el pintor Sandro.
Finalmente, Por el camino de Santiago propone una peregrinación al revés, una peregrinación demoníaca. (La visión de una gran sonrisa infernal). En las convenciones del grotesco, el supremo humorista es el demonio, que aquí se llama Albrecht y canta el papel de Mefistófeles en la ópera de Gounod ("el barítono legítimo amordazado en el camarín"). Como ya se había dicho textualmente en otras novelas de Couve, aquí el diablo mete su cola y sigue trastornando la historia de Camondo, apareciendo bajo diversas formas de la ilusión y la tentación, desorientándolo, desubicándolo, transformando al pintor en un bufón trashumante e irreal, y en un punto de con-tacto para la irrupción de potencias siniestras. El mundo, por su parte, es un juego de muñecos, huero y carente de sentido, un teatro caricaturesco de títeres. Es decir, La commedia dell'arte. Por algo está el subtítulo, casi título, "La segunda comedia."


CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA
Se decía, al comienzo, que una forma de conjurar la muerte era contando historias. Puede ser también una forma de conjurar la locura. De conjurar tal vez el suicidio, que combina la muerte y locura, y les añade un signo ininterpretable, y sospecha de una paradójica lucidez.
El título de esta novela es decidor. Según Andy Warhol (!), ver una imagen horrenda una y otra hace que ésta pierda su efecto.(12) Pensar una y vez en la falta de cabeza, en la pérdida de la cabeza, haciendo variaciones ornamentales sobre tema, fue tal vez la manera que encontró Couve pasar la especie de depresión que se producía él, corno en Virginia Woolf, al terminar una novela: La comedia del arte, en este caso.
Años antes, al terminar El pasaje, había sufrido una crisis grave. "Lo guardé diez años y le tenía horror, porque sabía que era lo que me había enfermado. Ese libro me significó cinco años sin poder leer ni escribir ni siquiera un telegrama". El riesgo de la locura en su caso, y su extraña relación con la creatividad, era un tema del que tenía plena conciencia: "Los períodos de intensidad no pueden durar, porque quiere decir que esa persona se salió de la realidad no un mes, sino cuatro, y no hay cómo traerla de vuelta. Maupassant no se recuperó nunca; Schumann, que hizo una música muy difícil de clasificar, no pudo volver. Lo mismo Pound o también Mozart, que terminó absolutamente paranoico escribiendo un réquiem para nadie. Él decía que un en-mascarado le golpeaba la puerta. No se ha podido comprobar. ¿Qué estaba haciendo Mozart? El réquiem para su propia muerte. Yo me defiendo todavía...". (13)  (Haciendo, tal vez, un réquiem para su propia muerte; haciendo, tal vez, una novela póstuma. Para nadie. "This is my letter to the world/ that never wrote to me.")
Sabemos, desde Freud, que repetir un hecho traumático (en los actos, en los sueños, en las imágenes, en los cuentos) es intentar integrarlo en una economía psíquica, en un orden simbólico. El poeta inglés John Donne, en el siglo XVII, ya hablaba en este sentido del dolor y del trastorno de la pasión amorosa y de la poesía: "for he tames it, that fetters it in verse." (Pues la doma quien la sujeta al verso.) Y teóricos más recientes han observado, utilizando el mismo verbo, que el arte "doma la mirada", en lo que esta tiene de aterradoramente "pulsátil, deslumbrante y desparramada", al crear "equivalentes visuales de nuestro perdido encuentro con lo real."(14)
La pérdida de la cabeza es el hecho traumático que se repite en los episodios, que parecen fragmentarios, de esta novela. En ella se trata de crear un equivalente visible de un encuentro impresentable: el encuentro con la locura corno urna. El minucioso trabajo de configurar cada fragmento, darle forma, y el de dar a su vez una posición al conjunto, habla de la necesidad de integrar esa herida (trauma) en un orden simbólico. ("Al estar en un caos se busca la estructura, eso a veces da resultados estupendos."(15) La comicidad es una de las formas de distanciarse de lo terrible, de domarlo. Todos los recursos de lo grotesco (recuérdese, la otra cara de lo sublime) embocan en el alivio momentáneo que produce poder estar frente a lo traumático (no dentro de él) e ir estableciendo distancias por intermedio de las formas. No otra cosa hace el grotesco, según su gran estudioso Kayser: "la configuración de lo grotesco constituye la tentativa de proscribir y conjurar lo demoníaco en el mundo"(16)  Nada menos que lo demoníaco en el mundo no sólo el dolor, sino el mítico personaje de quien surge todo dolor, todo trauma. El demonio y sus poderes del horror, transitoriamente domado sujeto dentro de un personaje grotesco en las novelas de Couve.

COUVE: HACIA UNA LECTURA MÁS CONTEMPORÁNEA
¿Está condenado Couve a una lectura limitada a lo "premoderno", como han dicho "las van-guardias locales y las modas", o a una lectura de lo "extemporáneo" y "quijotesco" que pone su narrativa en el plano de lo "utópico y ucrónico, o anacrónico, casi sin tiempo y espacio", como rezaban los- elogios de un eminente crítico? (17)  Sugiero que no. Hay indicios de lecturas posibles y distintas, que menciono en seguida más bien con espíritu juguetón, y sobre todo como incitaciones; la enormidad de los temas insinuados exceden este prólogo y por cierto me exceden a mí. Pero las nuevas generaciones también leen a Couve, y sospechan: "no sólo no es anacrónico ni extemporáneo, sino que, además, profundamente actual". (18) Veamos.
Es necesario, primero, repetir lo ya dicho. Couve puede y debe ser leído al sesgo en relación con sus modelos explícitos. Existe en la narrativa de Couve una secreta relación con lo fallido, que va más allá de la temática, donde es bastante evidente. Tiene que ver con un temblor de la perspectiva, definida (19) como lo que permite al artista construir imágenes completas y consistentes de cosas visibles. Un rasgo propio de la narrativa de Couve, antes y después de la irrupción del grotesco, es dar cuenta de un descalce respecto de ese punto de mira, y respecto de sus propósitos declarados. Narra muchas veces "como si" fuera un escritor realista, pero la falla de este supuesto es delatada por un temblor, por un excedente de extrañeza, por un trasfondo de incomodidad. La cáscara (la máscara) realista se agrieta, y por ella irrumpe -o amenaza irrumpir- algo. Lo siniestro, dirían los estudiosos del grotesco. Lo "real", diría Lacan, afirmando que lo "real" es troumatique, dice, jugando con las palabras "trauma" (herida) y “trou", agujero: lo "real" es inexpresable, es lo que cuela por el agujero de la herida, lo que por un omento traspasa el velo simbólico con que ha do recubierto. Y duele.
Sugiero (apenas) que entender y ubicar el sujeto que aparece en la obra narrativa de Couve es tarea complicada e interesante, y que puede acercaros a reflexiones críticas muy contemporáneas. En efecto, no es "premoderno", ni menos intemporal: el temblor, la falla, el excedente de extrañeza que se vienen describiendo a lo largo de e texto indican una relación compleja, temática, entre pasado y presente. No cabe conjurar el pasado en una secuencia lineal independiente del presente desde el cual se lo mira. (Eso lo sabía Borges al escribir sobre Pierre Menard.) “El historiador que parte de aquí" –escribe Benjamin- "deja de contar la secuencia de los hechos como cuentas de un rosario. En vez, capta la constelación que su propia época ha formado con determinada época anterior. " (20) La lectura contemporánea de Couve no podría prescindir de reconocer la relación entre la precariedad presente y la plenitud de los modelos que asumió, ni de dar cuenta de esa tensión traumática como elemento constitutivo de su ficción.
He repetido la palabra "trauma" a lo largo de este escrito. Y es tal vez para desembocar en otra idea provocadora, que dejaré apenas esbozada. Se insinúa, en algunos estudios culturales recientes, una insatisfacción con el modelo "textualista" de la cultura tanto como con la visión convencional de la realidad. "Como si lo real" —dice Hal Foster—"reprimido en el postmodernismo postestructuralista, hubiera vuelto por la vía de lo traumático." Lo real: lo más real de la literatura de Couve no está en la realización de sus modelos ni de sus propósitos explícitos, sino justamente en "lo real" en el sentido más oscuramente lacaniano del término: ese "real" troumatique, aquello que —inexpresable, insoportable— ha de ser domado una y otra vez creando equivalentes literarios, variaciones ornamentales de lo que no se puede representar. Las obras aparecen entonces como subterfugios contra lo real, un arte dedicado no sólo a aplacarlo sino a sellarlo bajo superficies. (Se remite a "un organismo que está fuera de ti... es una cosa que da una seguridad tremenda, aunque después se pierda", dijo Couve.(21)) Pero tanto como las superficies interesan las fisuras —es por donde, finalmente, se cuela lo real.
No pretendo transformar a Couve en lo que no fue, un artista de vanguardias locales ni de modas. Sí pienso que la lectura de su trabajo puede, ella, ser más contemporánea. Es posible que "un cambio de concepto —de lo real como efecto de representación hacia lo real como algo traumático- pueda ser definitivo en el arte contemporáneo, sin hablar de la teoría, la ficción y el cine." (22)  Al menos da para pensarlo, y para releer a Couve.

Adriana Valdés
Santiago de Chile, 22 de marzo 1999



Notas
1."Nocturno de José Asunción", en Tala. Se trata del poeta suicida José Asunción Silva, y en la misma estrofa se refiere al también poeta y suicida de Quental. "Como esta noche que yo vivo/ la de José Asunción termina el poema.
2.Kristeva, en La révolution du langage poétique, Paris, 1974.
3. T.S. Eliot, "La música de la poesía", en Sobre la poesía y los poetas, Aires, Sur, 1959, p. 19-20.
4. Carta de Flaubert a George Sand, 3 de abril de 1876.
5. Jean Paul, citado por Wolfgang Kayser, Lo grotesco. Su configuración en a y literatura. Editorial Nova, Buenos Aires, 1964, p. 62. Los datos y sobre el grotesco que aparecen a continuación en el texto provienen ente de este notable estudio.
6. Wolfang Kayser, op. cit., p. 212.
7. Justo Pastor Mellado, en La Nación, 5 de enero de 1996, citado por o Pérez V. en "Adolfo Couve, diario de una lectura - apuntes para réquiem", Vértebra, Revista literaria de los estudiantes de Letras U.C.,  N°3, Santiago, septiembre de 1998, p. 19.
8. Kayser, glosando a Moser (1761): el discurso de Arlequín en defensa de grotesco cómico. p. 41. 9. Kayser, op. cit. p. 32.
10. Vitruvio, citado por Kayser, p. 18.
11. Cfr. Kayser, p. 20.
12. Citado en Hal Foster, The Return of the Real, The MIT Press, Cambridge, Mass., 1996, p. 131.
13. Citado por Claudia Donoso en "Couve, autorretrato de artista", Paula n° 776, abril de 1998.
14. Foster, p. 140. "Such is a esthetic contemplation according to Lacan: some art may attempt a trompe-l'oeil, but all art aspires to a dompte-regard".
15. Couve en entrevista con Claudia Donoso, op. cit.
16. W. Kayser, op. cit. p. 228
17. Ignacio Valente, "Adolfo Couve, ilustre solitario", en El Mercurio, Literatura y libros, 21 de marzo de 1998.
18. Fernando Pérez V., op. cit. 19. Por Panofsky. 20. Citado por Foster, p. 225 21. Couve, en entrevista con Claudia Donoso, op. cit. 22. Foster, op. cit., p.146.