miércoles, 4 de diciembre de 2013

En los desórdenes de Junio (fragmento último (14) y un epílogo)



LA MUSA DE DARÍO

   1.

  Por la calle San Diego andaba errabunda y envuelta en velos una musa antigua. Suelen los siglos tener sus musas, y así Adelina, célebre en tiempos remotos, no encontraba oídos prestos a escucharla ahora. Unos la confundían con mendiga, otros con viuda. Y cuando se arrimaba a los poetas modernos, estos desoían su canto, argumentando que aquellos requiebros dulzones estaban ya escritos. Así Adelina desistió de intervenir en este siglo y se dio a vagar por las calles estrechas. Pero este deambulaje sin sentido le duro poco tiempo, al cabo del cual entró para ocupar sus horas al servicio de un taller de zurcido invisible. Le destinaron un taburete oculto entre las sombras y Adelina, sin exigir nada del mundo, remendó cuanto abrigo o casaca llegó al negocio. A veces, al ver aparecer en el umbral de la puerta a un joven enjuto, con los ojos inyectados de sueños, lo pensaba poeta y con gusto remendaba un socavón que traía en el codo.

   Como era musa y antigua, todo lo hablaba en verso y sus compañeras terminaron por creerla loca. Envejecida, Adelina se retiraba del negocio al atardecer y si encontraba la puerta del portal atascada, la cruzaba inadvertida. Temía la musa su encuentro con la noche. Fueron en otro tiempo su deleite las sombras. Conoció el vuelo nocturno y el adentrarse entre los pliegues de una cortina expuesta a los estragos de la tormenta. Experta en no ser vista, se arrimaba al poeta exhausto y a sus susurros el joven levantaba la cabeza y el corazón postergado latía de nuevo. Esos años están lejos, hoy no existen buhardillas v los poetas se reúnen en nombre de “ideales comprometidos”. Siempre están entre gente decidida y escriben sus versos con la punta del fusil en la arena. Sus voces son ajenas y están las preguntas destinadas a otros vientos.

   2.

   Don Dámaso Argobote y Cuño, célebre profesor y erudito hombre de letras, organizó un taller literario con un grupo de aficionados. Al llamado de don Dámaso acudió toda una cáfila de frustrados y mediocres que querían no tanto aprender, como dar a conocer sus últimos requiebros. De muchos cajones y archivadores se arrancaron hojas perversas de falsas rimas y sentencias fallidas. El primer día don Dámaso no sabía cómo contener a los infelices. Todos querían leer primero. Se interrumpían, se mezclaban sus alaridos al amor, al cementerio, la guerra o el olvido.

  - iBasta! - gritó Dámaso Argobote -. Orden, caballeros. Se leerá por turno. Usted comience, y los otros que esperen.

   Entonces uno que salía apenas del abrigo, cogió un fajo de sonetos mal cosidos y leyó por primera vez a otros oídos que no eran los propios. El resto no escuchaba, hurgando cada cual en sus bolsillos y carpetas, ensayando en voz baja para estar preparados cuando les tocara a ellos. Así el lector escogido leía en medio de un coro de susurros.

  En cada sesión del taller ocurría lo mismo. Todos, llegando al local, pedían leer primero y don Dámaso toma nota de sus nombres según sus gritos y los iba despachando en ese orden. Había sí una excepción. iOh milagro!, un modesto anciano que nada pedía ni tampoco levantaba la voz para inscribir su nombre. Como pasaran los meses fue haciéndose célebre por su silencio y un día don Dámaso, advirtiendo su modestia, le expresó:

  - Usted, mi amigo, ¿no quiere leer primero?

   Al comienzo se produjo un alboroto, pero algo los silenció a todos. El anciano extrajo una billetera y de esta un papel que tenía la cruz del doblez muy marcada y leyo:

   La princesa está triste... ¿Qué tendrá Ia princesa?

   Los suspiros se escapan de su boca de fresa...

   -iPlagio, plagio! -bramó la sala-. Eso es de Darío. Es la “sonatina”, de Rubén Darío. Plagio, plagio.

   El hombre con toda calma explicó: -Es mío, lo escribí yo anoche.

   Don Dámaso, para calmar a los vates hambrientos cogió, cariñoso al anciano por los hombros y queriendo salvar la situación, dijo a sus discípulos:

   -Una coincidencia, señores, una feliz coincidencia.

   Los poetas mastines se revolcaban de risa llegando algunos hasta a llorar de veras.

   El asunto no pasó de allí, y el anciano volvió a las reuniones como de costumbre. Con el correr de los meses, don Dámaso advirtió en una de las sesiones que el anciano se había inscrito de nuevo para la lectura de aquel día. Al llegar su turno, recitó con toda inocencia:

  ¡Ya viene el cortejo!

  Ya se oyen los claros clarines. iYa viene el cortejo!

   Hasta “clarines” llegó el anciano, porque don Dámaso tomándolo fuerte de las solapas, le susurró al oído:

   -Está usted poseído de una musa ajena y fuera de servicio, no la vuelva a escucha ..., es la musa de Darío.



EPÍLOGO

   ¿Cómo dices? ¿Alguien agoniza? Los montes se hacen redondear al sol y en mi agilidad reconocerán los de casa que es cuestión de volver a unir, que ha de ser el jazmín siempre en el jazmín. No pretenderán desavenir inviernos. Que si hubo en alguno de nosotros historias ocurridas fuera del alcance de las lluvias, sabrán disolverlas en sus propios sueños. Todo intacto, ni deteriorado aquello, inexistente o mutado el resto. Pero si te alejas unos metros y entrecierras los ojos no será el sol, sino una estática moneda. Aunque sientas en la cimbreante arboleda que faltan algunos desde la misma tierra serán aberturas nuevas que se mantuvieron secretas. Porque la casa paterna, vista desde la altura, en donde la quebrada tiende a continuar en brumas, es siempre el peñón cortado por manos que lo hicieron fuera de los tiempos. Después vino la siesta que dio origen a las viñas. No hubo nunca en mi comarca revoltura, pues las tierras de mi padre terminaban justo donde el mar daba rienda suelta a desordenes y orgias. Nada supieron los míos lo que en las playas cenizas se hacía a espaldas nuestras. Dicen que zozobraban barcos todos encendidos entre acantilados engañosos que se mostraban sin fondo, cobijando en sus fauces noches completas, abismos espolvoreados de sutil espuma y ruidos que al granito ensordecían. ¿Qué telegrama absurdo que dice de alguien que agoniza? ¿Quién, me pregunto, no ha tenido en su vida noche de trenes y sueños dormidos? La quebrada hecha desde antes, la bruma silenciando el mar que desde aquí es serpentín lejano y abajo el techo sagrado de la casa mía. Puedo cotizar todo lo que rodea sus muros y es la tranquilidad tan suprema que si dicen de alguno de los nuestros que está muerto, yo les probaré que se ha dormido.







Santiago, 1966-1969

En los desórdenes de junio (fragmentos 11,12 y 13)





EL MINISTRO BLUMER



La acuciosidad de Blumer y su sentido de responsabilidad terminaron por exacerbar al Parlamento. Si bien es cierto que contaba Blumer y su ministerio con la confianza de las dos ramas del Congreso, esto no les impedía odiarlo.

Sus iniciativas llenaban de estupor a los senadores, ya que estaban revestidas de tales subterfugios que descubrir la real intención del ministro, era como deshacer elástico por elástico una pelota de golf.

Algunos observadores llegaron al convencimiento de que estos proyectos engorrosos eran una medida del ministro para ganar tiempo y poder entonces meditar los nuevos.

Los hombres del gobierno, pero sobre todo la ciudadanía, aguardaban con expectación el día de la apertura del Congreso. Día solemne para la Republica en donde el primer ministro daba cuenta a la nación del estado de la hacienda pública. En otras repúblicas es este un día de justificaciones y embustes, en cambio para Blumer representaba una fiesta. Todo aquello que los senadores y diputados no habían captado en los proyectos quedaba dilucidado. Por ello la ceremonia duraba a veces hasta tres días y el público apostado en las afueras levantaba tiendas y cocinas ambulantes. A medida que Blumer explicaba sus secretos, los congresales iban quedando en vergüenza, siendo motivo de burla y hasta de agresión física por parte del público que ocupaba las galerías.

Al finalizar la cuenta, en medio de un gran silencio, abandonaba el Parlamento. Si había algo que Blumer no toleraba eran los aplausos. Dirigiéndose en una ocasión al empavonado cuerpo diplomático, les expreso: “Los aplausos, señores, son sólo ruido de las manos.” Nunca, después de esta ceremonia, invitaba a sus colaboradores a un ágape en el palacio de gobierno, porque en realidad no los tenía. Volvía directamente a su despacho, corría las pesadas cortinas y encendiendo la lamparita de noche, continuaba su trabajo. El público, reverente, Ilenaba la plaza bajo su balcón y comenzaban los vítores y las salvas. Pero como Blumer no tenía la menor intención de asomarse a retribuir esas muestras de afecto, al cabo de algunas horas le lanzaban todo tipo de cosas, quebrándole corno era habitual los vidrios del despacho. Todo el material que habían traído para las celebraciones lo ocupaban para el ataque, ubicando los fuegos artificiales en contra de la ventana. En una ocasión ocurrió que un cohete penetró en la sala, encendiendo una cortina. Sólo al amanecer la plaza estaba desierta, Blumer cerraba su enorme cartapacio, apagaba la luz y reclinándose contra el respaldo, dormitaba un momento. Después, con un gesto ausente, indicaba al señor edecán que hiciera el favor de reponer esos vidrios y despejar la plaza de panfletos, globos, carteles y desperdicios.

Con el correr del tiempo pudo apreciar el país los cambios reales y la prosperidad a que lo llevo la administración de Blumer. Hizo del gobierno la única pasión de su vida, llegando a extremos inconcebibles. Un día determino que no podía perder el tiempo en ir y venir del comedor al escritorio y ordenaba llevar el comedor a su oficina y más tarde los muebles del dormitorio.

Ni los ruegos del señor Gormaz, jefe del protocolo, su edecán, ni sus ministros, incluso miembros del Ejército y la Marina, pudieron convencerlo de que era desde todo punto de vista descortés e incorrecto recibir al Rey de Inglaterra en aquel despacho convertido en casa de remates.

Dícese que en aquella primavera cuando el Rey visitó la joven República, Blumer le invitó a su oficina y el monarca de buena gana se recostó en la cama del ministro en tanto este terminaba con el postre.

Suspendidas las recepciones oficiales, los viajes de retribución, etcétera, el palacio de gobierno perdió el esplendor de otros años. Dicto Blumer una ley de ahorros en que la fiesta nacional del 28 de marzo quedó suspendida y la gran parada se redujo a una treintena de caballos de circo que paseaban en forma sistemática durante todo aquel día por un recorrido trazado de antemano.

A comienzos del verano, después de las elecciones de alcaldes y regidores, Blumer enfermó. Su médico de cabecera, el doctor Marambio, lo prohibió todo tipo de esfuerzos, obligándolo a suspender el trabajo. Una masa oscura de curiosos repletó la plaza y permaneció a la espera de noticias. Blumer, abriendo un ojo, preguntó a la enfermera:

-Dígame, señorita, ¿hay gente bajo estas ventanas?

-Sí, señor, es impresionante.

-Lo suponía. Aunque guardan silencio, me estorban.

Hizo colocar parlantes desde los balcones para rogar al público que lo dejaran en paz. Como era habitual, esto despertó el resentimiento de los ciudadanos, que volvieron a la carga vociferando los peores insultos contra el mandatario. Entonces la guardia despejó a sablazos la plaza y todo volvió a la calma.

Blumer, al sentir la cercanía de la muerte, mandó llamar al cardenal Engola y le hizo prometer bajo juramento que lo enterrarían en el más grande secreto.

Cuando Engola se acercó para tomarle las manos, en un acto de agradecimiento y en cierto modo de despedida, el ministro reaccionó gritando:

- i No me toque usted !

Pero una súbita recuperación dejó a todos desconcertados y Blumer no falleció, sino que viviría veinte años aún.

Al saber el público de su mejoría se agolpó en la plaza para vitorear al mandatario. La plaza hervía de gente, todo padre llevaba sobre los hombros a un niño y las madres habían tejido largas trenzas de flores con sus iniciales. El Ejército levantó entarimados en donde músicos 17 comediantes desplegaron sus gracias. Se organizaron concursos, y carros alegóricos desfilaron bajo sus balcones. Una descomunal estrella fue suspendida del cielo y cada una de sus puntas mostraba cien banderas. Aviones hicieron ruedas de humo sobre los techos y la catedral echó a volar sus campanas, imitándola todas las iglesias menores. Se repartieron helados y bizcochos en grandes bandejas del Ejército y el Congreso en pleno vistió traje de gala, trayendo todos sus miembros una antorcha en la mano.

Entonces el edecán, bañado en lágrimas, rogó al ministro que acudiera a la ventana. Blumer sintió que nunca lo comprenderían. Se puso un viejo abrigo que usara incluso para dormir y bajo a la plaza. Al verlo el público en el umbral de la puerta y no en el balcón como esperaban, se produjo un gran silencio. A medida que Blumer acudía a ellos, estos se replegaban, abriéndole una ancha vía por la que el ministro caminaba. Dos niños que quedaron rezagados viéndole cerca rompieron a llorar y sus madres salieron de las filas para arrastrarlos junto a ellas. Así fue como la plaza quedó vacía y pudo Blumer acercarse a una tarima y probar con un dedo un poco de pastel de ciruela. En tanto el mandatario volvía al palacio, la plaza se pobló de nuevo y cuando estuvo dentro, el bullicio era realmente ensordecedor. Blumer entonces rogó a1 edecán que abandonara su despacho y corrió las cortinas con el desgano de quien se aísla de este mundo.




ESTERES, EL ACTOR



Esteres, el actor, de tan oficioso que era, no sabía, después de encarnar los personajes del libreto, volver al propio.

Pero las extravagancias tienen una completa explicación y es así como un día en que me dio la impresión de que el mundo no seguía, al volver la esquina tenebrosa del convento de los capuchinos, me topé cara a cara con mi antiguo compañero de colegio y hoy célebre actor, Esteres.

Tenía el cinturón cruzándole las dos puntas de un chaleco, el sombrero en la mano, un atado de guantes, gafas y bastón de nácar. No usaba zapatos, sino botines y gruesas calcetas de lana. Estaba despeinado y borracho. Pero los ojos abiertos a la más endeble melancolía. Me tomó por los hombros y aunque yo iba de urgencia, no le pude negar mi compañía. Cruzó su brazo regordete sobre el cuello de mi abrigo y así a punta de caricias y empellones me llevó calle arriba. Cruzando el arrabal, por lo del Chico Mote, donde los borrachos dejan estelas en el piso y aprovechan los mendigos de juntar el aserrín de las tiendas para ensacarlo y hacer finos colchones que aíslen de sus cuerpos la miseria.

Apoyando Esteres su báculo en el pecho de una rata ocioso, despejó la calle y entramos directamente entre las cestas del mercado hasta los mesones de azulejos bruñidos donde las cocineras ambulantes descuelgan sus presas y fríen pescado, cerdo y papas. Con un gesto versallesco, derribó un montón de curiosos y me indicó una silla. Antes de que yo la ocupara, extrajo de sus bolsillos un pañuelo de grandes flores malvas desteñidas con lágrimas, lo puso sobre el asiento, rogándome que por favor me sentara.

Cuando el anciano comediante se acomodó a mi lado, abriéndose el cuello desató el nudo de la corbata y haciendo un distinguido gesto arrancó de sus manos con desprecio ejemplar los dos guantes. La bandada de palomas regreso en puntillas y oscureció el ambiente.

Como Esteres dormitaba ya hacía mucho, pedí a un mendigo me buscara un taxi y entre ambos le condujimos al teatro. Vivía allí en un camarín destartalado, entre fotografías suyas y otras obscenas, el lavatorio y la jofaina ocultos por un biombo, las calcetas y un par de pantalones secándose al calor de una estufa. Lo acosté y me senté a su lado. Como los anteojos le habían quedado a la altura de la boca, los puse en el cajón del velador. A los pocos minutos de esta situación, un tramoyista daba gritos junto a su puerta: “Te está esperando, Esteres, tienes que entrar.”

Entonces se produjo lo milagroso. El viejo se tanteo el rostro buscando sus lentes. Cuando se los puse en las manos me los arrebató con violencia y sacándose a brincos la chaqueta, hurgó en un armario una peluca con enorme frente de seda, un chambergo y una feroz espada. Al pasar junto al peinador, sin mirar siquiera untó una esponja y se la restregó por la cara. No alcancé a levantarme de la silla cuando lejos oí su voz diciendo: “Como tenía acordado vuestra Alteza se hará.” El público al escuchar esto aplaudió cariñoso.

La joven que estaba al centro de la escena toda vestida de blanco, los dulces brazos extendidos, demostraba su amor desenfrenado al monarca y éste olvidando sus pesares, creyó en sus dulces plegarias. Inconcebible historia la de esta muchacha tan joven -aunque se enamoró de su tío desafiando un sinnúmero de pretendientes de su edad.

Y el viejo monarca terminó por creer que lo amaban, pues nada le decía lo contrario. Esta boda volvió joven al anciano y ella lo amó toda la vida.





EL JARDÍN DEL EDEN



Hay tumbas que dejaron de llamarse. Son estas superficies antes escritas como los desiertos y salares. Muy lejos del Loa, existe un extenso salar corrugado como costra de oruga y hay en aquellos parajes centenar de miles de piedras negras en ordenación inquietante, como si los demonios hubieran suspendido una tarea inútil al llamado del gran espíritu. No son otra cosa que apuros las marcas gigantes de pies y manos que estos seres han dejado incrustadas en las penas suspendidas del abismo.

En este salar, que no colinda con ninguno de los puntos cardinales, existe un pequeño oasis, llamado Oasis de la Huerta. No alcanza su superficie a ocupar cuatro cuadras Y esta todo amurallado, ya que es el recinto de un antiguo convento.

Los monjes que lo trabajan se alimentan de ello y jamás salen de sus muros. Es difícil llegar hasta el lugar, razón por la cual con ellos vive un conocido cirujano que cuida de la salud y del reposo. Este hombre fue aceptado por los monjes bajo juramento de que si algún día escuchaba la voz del Señor, tomaría los hábitos como el resto y así la comunidad no tendría ajenos. Se llamaba Samuel Hernández v era robusto y dentista también. Conocía las yerbas, sulfa y penicilina. Operaba de urgencia en un repostero embaldosado, aplicaba él mismo la

anestesia y tenía un arsenal de remedios que los aviadores amigos le dejaban caer dos veces al año en un paracaídas.

Los insecticidas y desinfectantes para plantas y flores del huerto, el los preparaba y también las dietas y regímenes alimenticios de la comunidad.

Tomó los hábitos el 14 de mayo, ocho años después de haber llegado, y confundido con los otros, se le llamo el Hermano Samuel del Valle; ya no hacía favores y todo cuanto sabía lo tenía del Señor y así de este modo fue fácil el convivir diario.

Como era riguroso, no quiso dejar las prácticas religiosas postergadas debido a sus ocupaciones, determinando que se levantaría una hora antes del alba y se recogería una también después que el resto.

Los años en el salar se pasaron como el lento rodar de una rueda de carreta. No había estaciones, sólo noches y auroras. La puerta del convento jamás se abría y el desierto se encargó de atascarla por fuera, endureciendo arena en terraplén alrededor del oasis.

Una tarde en que los monjes iban en hileras por los corredores, sintió Samuel un extremo dolor, como si alguien le provocara en el pecho un hueco. Fue de tal intensidad el vacío (como cuando el mar se recoge, dejando los bordes lejanos), que se apoyó de espaldas a un pilar y echando los brazos atrás, levantó fija la cabeza.

Los hermanos, absortos en sus rezos, pasaron a su lado sin advertir nada. Samuel volvió la cabeza al pecho, balbuceando:

-¡He perdido esta fe, la he perdido!

Como esos volantines que pierden el hilo, siguió de lejos a sus compañeros y estos, que ya estaban en la capilla, empezaron con el rezo y las respuestas. Samuel permaneció en el umbral y al mirar el Cristo de siempre, lo recorrió por fuera. Advirtió por primera vez la mala calidad de la talla, la desproporción de las partes y los ángeles rubios que lo sostenían le resultaron abominables. No pudiendo soportar tal engaño, echó a correr a su celda y sin encender la palmatoria, se recostó sobre el lecho.

Las horas llamadas por campana no lo obligaron a nada y así quedo el médico sin desvestirse ni cerrar la ventana. El avance de la noche trajo consigo a la luna que a su paso por la alcoba, escribió sobre la colcha con letra fina y de plata: “Yo soy tu diosa.” Estas extrañas letras se fueron escurriendo, llegando a teñir la mesa y los muros.

Samuel, de pie, les puso las palmas y tuvo la d, la i, o, s, t y todas por separado. Juntas sólo en el pecho cabían.

Por la mañana, decidió partir. Como las puertas se abrían hacia afuera y estaban atascadas, le fue preciso poner la escala grande de los frutales y trepar por ella. Del otro lado era fácil descender por el terraplén de desierto.

Llevaba una botella con agua y un sombrero de paja.

No había pasado una semana cuando el superior del oasis cayó gravemente enfermo de tifus y ordeno a los suyos salir en busca de Samuel. Doce monjes, con sombrero de fieltro y abundantes viandas, fueron en mulas tras las huellas del médico perdido.

Lo hallaron muerto y doblado como sobre; tenía las manos juntas y estaba de espaldas. La sequedad del desierto no pudre, así parecía un dormido.



Enajenados y todos contagiados los monjes comenzaron a fallecer y cuando el oasis estuvo en silencio, perturbó la calma un helicóptero de las Fuerzas Armadas, que pasó veloz dejando caer un enorme paquete de medicamentos en un paracaídas.

martes, 3 de diciembre de 2013

En los desórdenes de junio (fragmento 10)

"La playa"


ELÍAS, EL MAR Y CIXCILONA




“Lo que tú eres, Elías, eso cuenta... es lo que puedes”, dijo Cixcilona. Elías guardaba una historia. “¿Cuándo me hablarás del mar?”.

“Cuidar lo inexistente... no indagues.” Cómo se pulverizan las temibles y gigantescas olas en el silencio de la noche y del día. Dijo ella: “La noche es el reino del mal” y el agua negra enjuagó áspera la tierra. Escucha: existe más allá de los confines... escucha... un acantilado salino monumental y profundo en donde la costa que es desierto hunde trozos de tierra como garras en el continuo devenir ensordecedor que humedece esos muros tan altos que sólo muestran una guarda mezquina del cielo. Quiso la casualidad o la voluntad de un hombre con estrella que en medio de la playa, abajo, muy abajo, rodeada de pinos se levantara una casita de madera.



El cordón de treinta pinos oculta parte de la chimenea y casi por completo el rojo ceniza de los dos pisos y del balcón que enfrenta la tormenta. Había una vez... ipero Elías, a qué enguantar la mano! Dilo que dilo de mal y en travesura. ¿Por qué no empiezas aquí? Luego del quizás comience lo perfecto. ¿Y si se logra sin sentirlo? Más valor aún. Lo que pueden tus azules. El corazón es una u cerrada como la u de diluvio y no reemplaza al alma que en su afán de fuga, te lo repito, talla desde dentro los labios y completa la cara. Érase una vez esta historia. ¿No te advertí que al volver a esas playas, muy avanzado el invierno es cierto, la encontré devastada y cabeceando los pájaros moribundos? Escribiría Elías al alcalde: “Muy señor mío, ciudad y cementerio.” Fueron dieciocho noches sin cerrar los ojos... iNo me violentes, Cixcilona! A lo más podría hablarte del pájaro atrapado en las profundas concavidades, su canto golpeado y abajo debatirse entre la espuma silenciosa. Le siguió una tarde el arabesco de nubes sobre la cabeza y Elías dio ruedo a su manta y bailó hasta girar el mundo entero. Cixcilona, es de amor la historia, más triste que todos esos abortos. Pues estos son los crímenes de una mano contra una mano, de un ojo contra otro propio. Dilo mal, Elías, desliterado. El aborto de tu padre y el tuyo son crímenes calcados. Juzga fuerte y restriega tu dulce cara asesina contra el polvo hasta igualar la del feto inocente. Logran todas las flores abrirse, es que no son hijas de esa o aquella, son hijas las flores de todas las flores. Más triste, Cixcilona, lo que indagas, que esos abortos sobre la mesa bajo la que circulan cien gatos. Escucha.. .

domingo, 1 de diciembre de 2013

En los desórdenes de junio (fragmento 9)



EL PIRATA MARQUES PINTO

  Cruzado de piernas, bajo la leve brisa del mar, acodado en un barril de manzanas, tiene perdida la mirada don Pánfilo Marques Pinto, pirata portugués.
  "Antes -piensa - ponía yo la vista junto al mar y sobre cubierta, pero después de la ‘quebrazón’, sólo atino a desviarla buscando horizontes nuevos."
  La Fuga se ladeó en medio de una gran crujidera de mástiles, haciendo las jarcias concierto de cámara sobre la plancha del océano.
  Tenía Pánfilo tal cantidad de nombres, lugares y cicatrices que era bien probable que olvidara madre y padre. Sabía que su elegancia era en cierto modo impuesta, ya que ese cuello isabelino que le colmaba los hombros no fue escogido por él en una feria de Londres, sino que trajinado en un baúl durante un asalto. Todo, las finas botas de
gamuza, la hebilla de oro, hasta un par de gafas, fueron de un grumete que perdió la vida. Hecho todo entero de ajeno, en busca de lo ajeno se fue desocupando el espíritu de don Pánfilo, transformándose en un muñecón vacío. "Incluso el alma - replico un día, escupiendo un bollo de tabaco contra el mástil-, me gustaría tenerla de otro."
  La Fuga detuvo bruscamente la marcha. Los vientos esquivos no acudieron y pudo el mar mostrar una pasividad extrema, permitiendo descansar a esos hombres de sus acostumbrados malos tratos. El capitán Marques ladeó la cabeza y se durmió. Un sopor espeso cargó sobre el bergantín y las velas flojas colgaban como ropa tendida. Los piratas se dieron todos a la siesta. Pero los ojos azules de Pánfilo abriéronse de golpe. Ocurríale con frecuencia que el silencio lo despabilaba. Momentos extremos que ofrenda la vida, de tanta calma y de tanto recuento. No es de suponer que voces y asaltos, tizona en mano, bajo antorchas,
le vinieran a la mente. Ni su irrespetuosa entrada en los templos a caballo, ni el filo de las hojas de acero, ni la sangre entre las piedras de calabozos y lucarnas. Esta vez fue el drama de saberse cansado y Ilevado en este barco dormido. Tanto bucanero a sueldo, tanta vida a su
servicio. De un brinco estuvo en la campana, dando golpes feroces. Todo el mundo se levantó con miedo.                "¿Por que duermen, perros?" El timonel, restregándose los ojos, habló del poco viento. Marques Pinto le pateó el vientre vociferando que esta no era ocasión de sueño. Entonces hizo descender un par de chalupas y tuvo a veinte hombres remando alrededor del velero. Ordenó preparar los treinta cañones y dispararlos sin tregua, obligando a la tripulación a hacer blanco en la nada.
  Pánfilo, en el camarín, vistió traje de gala, luciendo prendas de seis gobernadores de España.
 "¿Quién es capaz de mover a La Fuga?", gritó descorazonado. Todos sus hombres bajaron la cabeza, hasta que  "El Monje", una especie de acomoda-conciencias que tenía la tripulación, fue con una botella
de ron y se la puso en los labios. Pánfilo la empinó de un sorbo,cayendo de bruces al suelo. Los vómitos ensortijaron su barba rala y la vida sólo se daba por una abertura. Giraron los mástiles, haciendo la nave viaje circular y los ruidos de la brisa le calaban las orejas. AIguien lo tomó de las axilas y le condujo al comedor, pero el capitán
dejó caer la cara en el plato. Entonces la marinería se dio a la borrachera. Pánfilo, gateando, quiso ponerse en pie, pero sólo arrastraba su pestífera cabeza.                     "¡Desnúdenme, no tolero estas ropas!" 

  "El Monje" desabotonó su justillo y el capitán semidesnudo se  aferró al mástil.
  Cuatro corbetas inglesas dibujaba el horizonte.
 "¡Barco a la vista!"
  Pero sin viento no llegarían, así es que la fiesta y las fechorías, puñadas y bofetones no fueron interrumpidos.
De súbito el austro de esos mares nuevos dio de lleno en los paños y el bergantín quieto se ladeó torpe y emprendió viaje. 

"iVistanme de rey!" gritó Marques y "El Monje" trajo una caja forrada en badana que pardaba un traje ceremonial de un rey de Escocia. Impecable y vomitando, el portugués cargó sus pistolónes de nácar: "¡Disparen, burros, tenemos al frente una escuadra!."
  Era tarde, hacía mucho que todo estaba dispuesto por la Armada. Los bucaneros, sabiéndose perdidos, pero sobre todo al sentir que su capitán estaba ebrio, enarbolaron camisas blancas a los remos, huyendo en las chalupas. "EI Monje" quiso permanecer a bordo, pero tuvo presente los desaires que recibiera de Marques Pinto y acompañó a los
desertores.
  Entonces vino el sueño. Las velas desplegadas en ordenación exacta. El capitán de bruces con casaca de reyes y el barco solo al encuentro de una Armada.
  Pero todo siguió otro curso y los ingleses al ver dos chalupas repletas de bucaneros comenzaron con ellos el combate. Cuando llegó la noche, la escuadra estaba lejos y sobre el mar desatado flotaba a duras penas una nata de cadáveres y palos.
  Al amanecer, Pánfilo Marques Pinto estaba repuesto. La mañana esplendorosa dibujaba la costa como una tajada de pan. Solo recordaba a medias el asunto del día anterior. Una carcajada sonora se llevaron las gaviotas en sus alas. El mástil crujió vigoroso y Pánfilo clavo el timón para estar libre sobre cubierta. Tuvo la maldadosa idea de enfilar a una roca y hacer pedazos su vida. Con el catalejo ubicó el peor de los acantilados y en aquella dirección dejó dispuestas las cosas. El viento aseguraba la maniobra y Pánfilo se abrazó a las jarcias de proa. Calculó que en una hora sería astillas. Aquellos desafíos eran sólo juegos. No podía dejar la vida quien la tenía prestada.
Cuatro meses más tarde lo vieron en Santo Domingo, en la taberna del " Oso que Cumple", contratando gente. Vestía de capitán de alabarderos y llevaba sobre el pecho la impecable Cruz de Santiago.

En los desórdenes de junio (fragmento 7)



GASTON DEL SEBO


  Un día, el Rey se aburría. Entonces dijo al pintor de la corte: "Hacedme, señor, un retrato ecuestre.", Para ello no sólo era necesario un caballo relleno de estopa, sino además un lacayo obediente, que posara y soportara durante largas horas el peso de las vestiduras, emblemas y condecoraciones del monarca. El Rey tan sólo posaba la cabeza. Así estos retratos se han hecho célebres por tener el corazón anónimo y plebeyo, y del Rey tan sólo el "rostro insuperable". Por ello, Gastón del Sebo, camarero y rufián a sueldo, dijo a su mujer (una partera de regular acierto) que el retrato que exhibían tenía muy poco de su señor
y en cambio de él, el cuerpo entero.
  De esto se desprende que los caballos levanten a perpetuidad sus patas delanteras y quieran voltear al impostor que ostenta una cabeza ajena.