jueves, 1 de septiembre de 2016

sábado, 2 de julio de 2016

"Adolfo Couve: El escritor dentro del baúl", entrevista de Raquel Correa.



-No le encuentro asunto a la entrevista porque tengo más entrevistas que obras -fue su primera reacción- . Claro que si nadie se acuerda de mí, hasta yo puedo olvidar que existo -reflexionó después, tratando de ser más “civilizado”.

Recostado en el sofá-cama de su departamento solitario, esforzándose porque la entrevista fuera “muy intensa", se empeñó en aclarar que la publicidad no le interesa en absoluto: "No voy a ganar más plata ni a tener más compañía''.

Adolfo Couve es un “entant terrible". Quisiera compartir su vida, pero se ha impuesto el trabajo de aprender a vivir solo "porque la gente es sola". Dice casas sorprendentes. A ratos divertidas. A ratos dramáticas. Pero todas las dice con la misma sonrisa que brilla en los ojos de claridad transparente.

Dejó de ser niño y dejó de ser Joven. Pese a ello, y contrariamente al común de los mortales, en Couve siguen viviendo, buscando y sufriendo el niño y el joven que fue. Porque si madurar es ir aceptando la vida "corno es”, este Cauve no ha madurado. Lo enferman cantidad de cosas del mundo, y está convencido de que el hombre terminará por ser rescatado de este planeta "espantoso” y trasladado a otra galaxia. ''Claro que tendrán que llevarse también a la Gioconda y las pirámides de Egipto porque la belleza es eterna”, dice.

Su departamento en el centro de Santiago refleja su personalidad. Piezas vacías, muros desnudos, un solo sillón y nada más en el living. Convirtió su dormitorio en escritorio y salón. Una foto en colores de su hija Camila: libros, cuadernos, manuscritos. Y un baúl. El baúl es lo más importante. Allí están empaquetados aún, los ejemplares de su último libro —El tren mecánico -editado en 1976 por la Galería Época. Compaginado a mano, que prácticamente no se ha distribuido. Aunque casi confidencial, la crítica Io trató excelentemente y hasta obtuvo el premio por la mejor obra publicada en cl año.

-Total no fue mínima novedad. Es un libro muy bueno.

De Couve se puede decir cualquier cosa, menos que carezca de seguridad en sí mismo. Ninguna pregunta trivial la contesta como corresponde.

-¿Qué edad tiene?

-No creo en la edad. No creo en ese tipo de tiempo. La vida es muy poca cosa y muy seria.

-Si usted escribe es porque quiere comunicarse. ¿Qué quiere dar a los demás?

-Nada vire a las personas, Considero que cuando uno le da entusiasmo a otro, ya es mucho. Me gustaría comunicar ese entusiasmo. Nadie tiene derecho a darte nada a los demás.

-Tal vez no tiene derecho a exigir, pero a dar. . . ¿por qué no?

-Exigir y dar. Las dos cosas son igual de terribles.

-¿Le afecta no haber tenido éxito de público?

-No tengo ningún interés de transmitir mi obra. Y me carga el éxito. Me revierta el éxito convencional.

-¿Lo ha tenido?

—Sí. Lo he sentido cuando era mucho más joven.

Y se larga a decir esas cosas que él siente tan intensamente.

—Creo en el arte por el arte. Creo en la belleza.

—O sea, usted no cree que el artista deba ser comprometido.

—No. Creo en el arte por el arte. Soy religioso. Todo arte es una manifestación religiosa. Por eso el arte está en crisis.

-¿Por qué dejó la pintura?

—Tuve mucho éxito porque tenía mucho talento, y todo eso lo dejé porque la pintura está en una crisis que no fui capaz de superar. Fracasé. Me interesa buscar una imagen no material: el verbo. La escritura es sagrada. Contar un cuento y escribirlo es lo más grande para mí.

Con sus eternos jeans desteñidos, con la barba que nunca se afeitó, y con su modo de pensar tan poco convencional, ¿cómo se gana la vida?

—Haciendo clases de historia del arte y estética en las Universidades de Chile y Católica. Dejé la cátedra de pintura aunque era un excelente profesor.

-¿Cómo sabe que era tan bueno?

—Porque soy un gran conocedor del oficio. Pinto bien. La literatura me cuesta más. Y no volví a pintar nunca más. En los veranos siento la tentación, por la luz, me entiende?

El "¿me entiende?", que repite a cada rato, no es una muletilla en él. Es la manera que tiene de asegurarse que está siendo comprendido. En resumidas cuentas se cambió de pintor a escritor porque la literatura le parece "más espiritual y universal, más conectada con lo que viene". Tan volado y tan vago, divagante; tan flaco porque come apenas; ensimismado más en el pensar que en el hacer, ¿cómo se las arregla para cumplir sus obligaciones de profesor universitario?

Soy victoriano

—Me gusta porque enseño el Renacimiento y el Barroco. Pero tengo dificultades para pasar lista y poner notas. No me gusta que me encasillen en el grupo de los profesores. Ahí me gano la vida porque la gente debe ganarse la vida. Y me gusta transmitir mi experiencia: dar a los jóvenes un entusiasmo real.

-¿Cómo es su relación con los alumnos?
—Guardo la distancia. Me mantengo alejado, al estilo decimonónico. En eso soy victoriano. Me gusta la calidez a través del hielo. Desconfío de las buenas personas. Prefiero a la gente mala. Me relaciono con la gente que me necesita. La gente que me necesita me emociona más que cuando alguien me quiere.

-Ser como es, ¿le ha dado felicidad?
—Lo he pasado mal en la vida. Salí de mi casa a los 20 años. Me fue mal en la cuestión afectiva. No tengo estabilidad afectiva: la echo de menos. Pero es muy difícil porque hay que ser verdadero, no mentir. El matrimonio es una institución estupenda porque da estabilidad, pero trae problemas de conciencia. Una sociedad donde no se puede decir la verdad es mal negocio. Así que uno se queda solo, pero se queda limpio.

-¿De qué limpieza habla?
-De no mentir y decir siempre lo que uno siente. Y hacer lo que uno siente. Un artista no miente.

-Pero es difícil vivir sin una dosis de mentira.
-Por eso vivo tan mal.

-¿Nunca ha mentido?

-Era mentiroso cuando niño y cuando no era tan niño también. Mintiendo tuve auto, casa, señora, jardín, todo eso. Un día resolví no mentir más y perdí todo.

-¿A cambio de qué?

-De la soledad. Me ha ido mal, pero voy saliendo. No me está yendo mal de aquí en adelante.

-¿Cuál cree usted que es el destino del hambre?
-No sé, pero sé que está fuera de aquí. Los hombres no tenemos rescate. La vida siempre termina mal, pero se puede vivir entusiasmado durante mucho tiempo. Los hombres deberían mirar con frecuencia las fotos de la Tierra que tomaron los astronautas para que se dieran cuenta de que hay valores superiores. El hombre pierde mucha vida luchando. Al hombre le gusta el poder. Y el poder es una gran tentación que pervierte al hombre porque está disociado de la verdad.

-Usted habla mucho de la verdad. ¿Cuál es la verdad?
-La verdad es conocer de qué se trata. Hay que mirar al cielo y saber de qué se trata todo esto. La vida. Yo sé que Dios existe. La salvación es el conocimiento, el trascender, dejar esta vida sin angustia sabiendo de qué se trata la cosa.

-¿Cree en la vida eterna?
-No. No creo en las religiones. Sí en Dios. La persona que acepta que hay un Creador pierde su angustia: le es concedido -corno don- poder hacer algunas cosas y pierde el miedo a la muerte.

-¿Usted se lo perdió?

-Estoy haciendo grandes esfuerzos. Le tengo mucho miedo. Pero más miedo le tengo a la vejez.



Apagones y resplandores 


-Reconoció haber sido pintor de éxito. ¿Es escritor de éxito?

-Soy un caso más. Pero como el mundo está en crisis, son los casos los que van a dar luces. No sé si soy escritor de éxito. La belleza y la soledad me han desvinculado del medio. Este último libro me desvinculó mucho. La belleza desvincula. Es un precio muy amargo. La belleza es gratuita. A los artistas nos maltratan siempre.

-¿Quién las maltrata?
-La sociedad. Los comerciantes están mucho antes que nosotros, y no hacen nada sin nosotros. Me cargan los comerciantes.

-¿Escribe sólo p
ara los artistas? 

- Parece que son los únicos que se conmueven con el arte. A la gente siempre le gusta lo que no es y pasa a llevar lo que es. El gran público se equivoca siempre. Es enemigo nuestro.

-Tiene una idea muy pobre de la gente.
-Es sumamente inculta e indiferente. Pero no es indiferente con el fútbol, que es un espanto. Un futbolista es mucho menos que un poeta. Pero ahora, en el país, un boxeador que pierde es mucho más que un escritor que gana.

-¿Cuándo gana un escritor?
-Cuando está contento con lo que hizo. (Couve ha escrito cinco libros de cuentos: Alamiro, El picadero, En los desórdenes de junio, El sobre azul, aun sin publicar, El tren de cuerda).

-¿Cómo fue su infancia?

-Creí que triste pero parece que la de todo el mundo es bastante dolorosa. El colegio lo encierra en los mejores años de su vida.

-¿Ha pasado por crisis hondas?
-Siempre estoy en una crisis honda.

-Su infancia fue triste. ¿Cómo ha sido su vida?
-Una paulatina desvinculación del medio y una incomprensión de la gente. Me duele mucho cómo se relacionan, los intereses que tienen. La mentira, lo relativo.

-¿Qué juicio tiene de sus colegas chilenos?
-En general los escritores chilenos son flojos. Se van para Barcelona o se dedican al periodismo. Todos están achoclonados en sociedades y cosas mediocres, dándose premios entre ellos. No los traduce casi nadie. No tienen trascendencia, son profesionales del arte. No tienen buena forma y tienen que saber que el lenguaje es sagrado. Es sagrado eso de comunicarse con los demás. Creen que basta con tener una máquina de escribir. Y publican cuarenta novelas. Otros hacen dos novelas al año. Virgilio escribió cuatro cosas y son perfectas. Baudelaire un solo libro y es un libro santo.

-Usted escribe alejado de la realidad que lo rodea. ¿No ha pensado que tiene un compromiso con su patria y con su tiempo?

-La cuestión de la belleza es tan intensa como la política. Si el artista toma parte, pasa a la propaganda. Mi pecado es haberme dedicado a la belleza. Hay algunos que se creen artistas, y no lo son. Son muchos los impostores, pocos los verdaderos.

-Y usted está convencido de ser uno verdadero.
-Daría la vida por eso. Sé que soy un gran artista. Yo no soy otra cosa. Los artistas fracasamos en el matrimonio porque no sabemos bien de la vida afectiva. No somos burgueses. Somos contra la burguesía. No planchamos los pantalones. En las comidas abrimos la boca y arruinamos la comida.

-¿Y el artista no debe tener ningún compromiso?

—El que muestra la vida como es, lo muestra todo. Una obra hecha pone las cosas en su lugar. Hay tanto odio que la gente duerme sola, come mal y habla mal de los demás. Andan en competencia. Andan en auto, y juegan golf, que es un juego estúpido: meter una pelota minúscula en un hoyo. Con sus autos andan ensuciando el aire. El automóvil debe desaparecer. En auto no se llega a ninguna parte.

-¿Está en contra de la civilización?

—No. Estoy en contra de la sociedad de consuno. Babilonia era igual. Quinientas variedades de juguetes en las vitrinas. Mugre. Todas las personas compran esas mugres. Mugres para encender el fuego, escobillas de dientes eléctricas. Cosas inútiles que hacen perder el tiempo. Y las librerías todas peladas. La gente realizándose con cosas en lugar de realizarse interiormente. Artefactos eléctricos, grabadoras, relojes. Tan aburridas que son esas cosas. La gente pegada a esa cosa horrorosa que es la televisión. La sociedad de consumo me carga, aunque no sé por qué, porque no sé lo que es y no conozco otras sociedades.

Acostado, sigue divagando. Habla y habla.

-Me carga Solyenitzin. Porque las personas que tienen algo en contra de su patria lo tienen que decir dentro. No hay derecho para hablar mal de la patria porque la patria es sagrada. Hay que estar en la cosa siempre.

-Aparte de la patria, la verdad y la belleza, ¿qué más encuentra sagrado?

-La necesidad que une a las personas. Yo encuentro sagrada la necesidad, pero disfrazada de afecto la encuentro fatal.



Pavor a la verdad

-¿Por qué, si su libro es bueno, está en el baúl?

-Porque me lo rechazó la Editorial Universitaria. Era mal negocio. El arte rechazado por mal negocio. Es un libro estupendo. Entretenido.

-¿Y qué pasa con los lectores?

- Leen a la Susann. El valle de las muñecas. En el colegio los orientan a leer mugre: Golondrinas de invierno, La casa grande. Entonces no se acostumbran a leer buenos libros después sólo leen best sellers de Estados Unidos. Al librero no le interesa la buena literatura, y el escritor la guarda en su casa. Así es el arte, es de elite. Hay frases típicas de los burgueses: "No quiero problemas, quiero ver una película liviana”. Estamos fregados, entonces. No quieren intensidad porque no quieren que le remuevan su mentira. “No leo ladrillos”, ''qué más novela que la vida", "no hay tiempo para leer”. Están ocultando el pavor que tiene el hombre medio de enfrentarse con la verdad. Entonces, terapia de grupo colectiva: ir al estadio y no jugar a nada. La gente, en todo el mundo, es cobarde.

-¿Qué valor se necesita para leerlo a usted?

-El de enfrentarse con verdaderos valores. Que si no tienen imaginación, están fritos, si no tienen capacidad de amor. Que hay que superar la mezquindad, el egoísmo. Relacionarse en forma real con los demás. Se desgasta mucho la gente en forma hipócrita. Esos cocteles con aceitunas y quesito cortado. Estar sentado, sonriendo de mentira en mentir, sin saber dónde dejar el hueso de la aceituna, no sirve para nada. Nadie gana nada ni consigue nada en eso.

-A veces sí. Se consiguen puestos, influencia.
-Consiguen el puesto de "suche" que se merecen por haberlo conseguido de esa manera. Hay que tratar de ser independiente.

-¿Y cuál es el precio?

-La soledad. El artista tiene una gran soledad, un gran silencio alrededor de uno. Estoy desanimado porque los artistas no están cumpliendo con su misión: trascender del problema contingente y hablar de los valores eternos. La belleza es inútil en si misma: no sirve para nada. Pero no se puede vivir sin ella.






Revista Ercilla, 26 de octubre de 1977

sábado, 25 de junio de 2016

"Adolfo Couve: esa extraña realidad" por Natalia Babarovic

                                                                                             


                                                                        Entends, ma chère, entends la douce

                                                                        Nuit qui marche. Recueillement.

                                                                              Charles Baudelaire, Les fleurs du mal


 Después de todo lo que se ha especulado sobre Adolfo Couve, se me hace difícil recordar en qué consistió nuestra amistad. Esto se transforma en un problema cuando me piden que escriba acerca de su importancia o influencia como maestro en mi trabajo, porque, si bien yo era su alumna de Historia del Arte y Estética, no era su alumna en pintura. Incluso, se ha instalado en un circuito restringido, el mito de mi discipulaje que ya ni sé cómo empezó. La vida, la obra y las relaciones personales de Couve, han estado siempre cubiertas por una luz mítica –de fotografía familiar de los años 60, de pátinas florentinas y parisinas–, la cual él contribuyó a generar con gran talento.

 Que en un viaje a Florencia, Ana Cortés lo hizo correr por sus calles con los ojos tapados, para que se encontrara, de sopetón, con tal o cual maravilla artística. Que compró una valiosísima antigüedad egipcia a precio de huevo, en el anticuario de un judío en París y que con el valor de su venta en Santiago, pudo solventar gran parte de la construcción de su casa en Guardia Vieja. Cómo conoció a sus parientes, los Couve de Murville, cuyos ancestros fueron decapitados en la revolución francesa, mientras él se alojaba en un nido de comunistas en París. Que Rubinstein fue una vez a tocar el piano a la casa de su abuelo, ubicada donde hoy se emplaza el Edificio Couve, al costado de la plaza de Viña del Mar. Que cuando Salvador Allende, su vecino y amigo, ganó las elecciones, lo sorprendió ante una turba de periodistas y fotógrafos de prensa sacando los objetos valiosos de su casa en Guardia Vieja, entre otras cosas, un retrato del músico Palestrina, supuestamente pintado por un discípulo de Antonio Moro, por temor al saqueo del populacho. Que volvió a pintar en secreto. Que dejó la pintura para dedicarse a escribir. Que se volvió loco.

 Adolfo Couve vivía, un poco, en una especie de opereta que él había creado para reírse y para protegerse y que era un modelo, si no ajustado a la realidad, por lo menos tan errado como cualquier otro. Me imagino, también, que él tenía una experiencia de irrealidad casi permanente; me refiero a una realidad como la que plantea Wittgenstein, es decir, una realidad del lenguaje, en el cual el mundo son todos los hechos atómicos posibles. ¿No es sospechoso que dos personas relativamente cultas como él y yo, pudiéramos sentarnos en un banco de su jardín y nombrar prácticamente todas las cosas que veíamos? Y cuando cada cosa tiene un nombre, ¿no se vuelven como ilustraciones de las palabras? Nos reíamos de esa coherencia y sospechábamos. Sentados en un banco de fierro forjado, vestidos como en el siglo XIX, mirando la bahía desde la terraza de su villa italiana, finalmente decidíamos mirar el gran boquerón abierto en ese tejido que desmentía todo. Se entreveía por esa rendija el lado B de toda esta apacible objetividad que Couve atribuía a los sutiles trabajos del Maligno. Leí en un libro de psiquiatría, que uno de los signos que anticipan la psicosis es una leve sensación de irrealidad, una duda que va en aumento. Es un aura filosófica, como el aura visual que precede a la crisis epiléptica, en la cual las cosas se ven más brillantes y hermosas. En mi juventud, cuando estaba en el liceo y luego, cuando estudiaba Arte, padecía dolores de cabeza que eran anticipados por unas sensaciones semejantes, provocadas en mi caso, por el ayuno voluntario y la falta de sueño. Era una manera que consideraba muy artística de percibir las cosas. Ahora entiendo que esta experiencia consistía en forzar la percepción hasta hacerla fallar, como quien mete el dedo y perturba la tensión de la imagen en un espejo de agua; eso me sirve ahora para definir un método, para la imposible tarea de dilucidar esta realidad coherente y distinguirla de su otro lado.

 Todas estas frágiles sensaciones crepusculares y estas ideas intuidas se pueden ver, precariamente fijas, en algunas pinturas: el ángel enrollando el cielo y guardando este mundo, que pintó el Giotto en su “Juicio final” y, por supuesto, en “Las Meninas” de Velásquez, donde también se tiene la fuerte impresión de que no se está viendo una pintura, sino a un pintor trabajando que escruta la oscuridad en la que uno está parado.

 Nuestro modelo, quiero pensar, el mío y el de Couve, es una construcción, una puesta en escena de Dios o del sistema nervioso central y sobre esa imagen se producen disturbios, fallas, lapsus, lagunas. Estos lapsus no se pueden mirar directamente, pero sí se pueden representar al sesgo, rozarlos con el lenguaje, cualquier lenguaje suficientemente transparente, continuo y fluido, como para representar esas mínimas saltaduras, reparaciones, agujerillos o boquerones de sombra. El lenguaje puede encapsular, como una costurera que encandelilla un ojal, los bordes que se deshilachan del tejido de la realidad y dar forma a ese vacío o noche que hay detrás. Es el modelo, a fin de cuentas, de todos los artistas que debemos permanecer en los bordes de la realidad y mirar hacia el abismo desde los límites de la representación, mientras los demás caminan por la calle tranquilos.

 En el caso de Couve, la tragicomedia de Cartagena se desmantelaba como por un viento y una cierta sordidez, una pobreza indigna y sin santidad, que destartala la superestructura, los significantes más sublimes que se le pudieran ocurrir y que imponía sobre las historias: los traidores más paradigmáticos. En este modelo, en el lenguaje de la novela realista, para usar nuevamente una proposición de Wittgenstein: “El sentido del mundo está fuera del mundo”.



Revista Grifo, n° 12, Santiago, 2008.

jueves, 23 de junio de 2016

"Tres novelas breves" Prólogo de César Aira



  Los tres libros reunidos en este volumen dan un panorama de la obra literaria de Adolfo Couve, del primer libro al último que publicó. Aun sosteniendo ideales de realismo y clasicismo y abominando de las vanguardias, Couve hizo una literatura distinta y única, en la que prevalece una nota de extrañeza. Tuvo tres carreras, curiosamente disociadas: fue pintor, escritor y profesor de Arte en la Universidad. Este último fue algo más que un trabajo alimentario (ninguno lo es del todo). Los grandes artistas que describía y analizaba en sus clases (llegaba hasta Rembrandt, pero el centro de atención eran los renacentistas florentinos de la época de los Médici, familia cuyo complejo árbol genealógico obligaba a memorizar a sus alumnos) eran grandes en tanto creadores de objetos de belleza, armas contra la vulgaridad y fugacidad del mundo. Un realismo distanciado (pero no irónico), sin rasgos expresionistas, la fría claridad de un oficio magistral, eran para él la garantía de la gran pasión del arte. En Rafael veía al último gran pintor, una consumación; con su muerte, según sus palabras, “moría el presente”. Seguramente tenía en mente el presente del objeto, resistente a la presión del tiempo.

  Su propia pintura no tiene nada que ver con estas ideas. Tachista vacilante, cultivaba el espíritu del aficionado. Su ambivalencia al respecto es elocuente: “Pinto de vez en cuando…”, decía, sugiriendo que lo hacía cuando no tenía otra cosa mejor que hacer. Su formación fue de pintor (estudió en Chile, en Nueva York y en París), pero desde que empezó a escribir relegó la pintura al consuelo o la distracción. Dejó de pintar durante diez años para dedicarse a escribir, y luego dejó de escribir durante diez años, durante los que volvió a pintar.

  A sus dos primeros libros, Alamiro (1965) y En los desórdenes de junio (1968), de aprendizaje, le siguió una serie de extraordinarias novelas breves, realistas, que en los últimos años de su vida reunió en un volumen, Cuarteto de la infancia (1996). En las cuatro hay niños, pero el protagonismo que detentan se limita a ser prisma de las pasiones de los adultos que los rodean. Los niños están en el centro de una galería de personajes conmovedores, no pocas veces patéticos.

  La primera fue El picadero (1974) que creó una gran expectativa en el momento de su publicación por su intensa extrañeza, que vence a la tersura de la prosa y el relato. Quizás no está fuera de lugar la sospecha de que la extrañeza procede de un manejo todavía no muy seguro de la materia narrativa. Basada en la saga familiar del autor, y aislando las historias de sus personajes, esta materia es compleja y enredada, y los planos del relato se cortan de modos intrigantes. El niño aquí se llama Angelino, ha muerto en la infancia, antes del comienzo de la novela, pero en capítulos posteriores vive en París con su madre, tiene amores con una mujer casada…

  La segunda novela, El tren de cuerda (1976), ya ha conquistado la exquisita simplicidad que prevalece en toda la serie. En sus dos partes, Anselmo, el niño, vive sucesivamente en la ciudad (“la casa de los Azuelos”) y el campo (“la quinta de Madrazo”). Es un triunfo de la transparencia, que triunfa en las descripciones. Couve es un maestro, y apóstol, de la descripción: “La descripción es lo que más me gusta en la vida. Es mi manera de rezar”. Busca una objetividad flaubertiana, poniendo al autor al margen. Más que un efecto de ausencia del autor, lo que persigue la objetividad es, precisamente, la realización del objeto. Comentando esta novela, dijo Couve: “El aprendiz de realista dejaba de serlo”.

  En La lección de pintura (1979) ya es maestro de realismo, un paso más allá de la objetividad. La describió como “novela de preciso diseño, un arabesco estricto, una forma cerrada, un formato asfixiante como si una máquina neumática hubiera extraído el aire”. Estas declaraciones, que constan en el prólogo del Cuarteto de la infancia escrito para la edición argentina, sugieren una frigidez que desmiente la conmovedora humanidad de sus personajes. Los elementos autobiográficos son claros: además del aprendizaje y oficio de la pintura, está el pueblo de Llay Llay, donde Couve pasó la infancia. El contraste entre el niño, triunfante en su belleza y su talento, y la trémula fragilidad de los adultos que lo rodean, alude en cierta forma a la crueldad de un azar que reparte dones; pero en toda la obra de Couve no hay personajes resentidos o amargados: aun los más conscientes de haber sido desfavorecidos por la suerte lo aceptan.

  Esto se acentúa en la cuarta y última novela del “cuarteto”: El pasaje (fechada en 1977-78, publicada en 1989). Ahí el centro es Rogelio, niño neoclásico, elegantísimo, impávido ante la estridente vulgaridad de las tres mujeres que lo rodean. El autor lo consideraba lo mejor que había escrito; decía haber logrado algo más que un libro: un objeto. También, por lo mismo, fue un punto de llegada, al modo del pasaje en que sucede la novela, un callejón sin salida.

  La redacción de las cuatro novelas había tenido lugar en un lapso breve de cuatro años. Luego pasó una década en la que Couve no escribió. Cuando volvió a hacerlo (El cumpleaños del señor Balande (1991), Balneario (1993)) publicó relatos breves, otra vez de aprendizaje, tocando temas de adulterio, vejez o reconstrucciones históricas, como si estuviera en camino de volverse un escritor profesional (él oponía esta calificación a la de “escritor artista”, que era como se veía a sí mismo).

  Ese transcurso se interrumpió súbitamente y no sin estruendo. La comedia del arte (1995) es un recomienzo en términos por completo distintos. Ya el escenario (el balneario popular de Cartagena, al que Couve se había mudado) manda el cambio de tono, el grotesco esperpéntico en el que se trata el viejo tema del pintor y su modelo. La excelencia artesanal de la escritura sigue siendo la misma, pero la ausencia del niño en el centro hace que el giro alrededor del vacío que deja se haga frenético, alucinatorio. En alguna declaración dijo haberse tomado aquí la libertad que el realismo de sus novelas anteriores no le permitía. Pero es la libertad entendida como desgarramiento y sarcasmo. Y sigue siendo realismo: al realismo de las novelas de la infancia, de dibujo clásico y transparencias de estampa, lo reemplaza el realismo feroz y deforme de las andanzas de Camondo y Marieta frente al mar. Es como si cierta desesperación, hasta entonces reprimida por la busca de la belleza, saliera a la superficie.

  En la depresión y aislamiento crecientes que siguieron a la publicación de esta novela, Couve escribió su continuación, Cuando pienso en mi falta de cabeza, en la que el protagonista, Camondo, que al final de La comedia… se había transformado en estatua de cera a la que le quitaron la cabeza, prosigue, decapitado, sus aventuras. La novela quedó completa, pero su autor se quitó la vida antes de la publicación, en 1998, a los cincuenta y ocho años.


(Tres novelas breves, Blatt & Ríos, Buenos Aires, 2016)

http://eternacadencia.com.ar/blog/libreria/el-libro-en-la-pizarra/item/tres-novelas-breves.html

miércoles, 22 de junio de 2016

El Picadero 2da. ed.







 "Se siente, desde el principio de la obra, un aire nuevo. No es el de nuestros campos, como lo tuvimos en la novela criollista; ni es el de los conventillos y chiribitiles, como lo vimos agitar la miseria en la novela y el cuento de foto-gráfico realismo. Es un aire de este mundo y de otro que nadie conocerá nunca plenamente. Ambos mundos, firmemente entrelazados. Es decir, la imaginación entra en funciones y se encarga de unir la realidad y el sueño. 

¿Dónde ocurre este milagro inusitado? En El picadero, breve novela de Adolfo Couve, da la impresión de pertenecer a otra literatura. ¿Por qué? Desde luego, por insólita. El realismo de estas páginas nace de su irrealidad. Leyendo este libro es posible entrever el curso amplio, libre, nuevo que le anuncia a la novelística venidera."


HERNAN DEL SOLAR


 "El Picadero"  2da ed. Pomaire, Santiago, 1981

(Para el estupendo prólogo a la 1era y 2da ed. a cargo de Martín Cerda remitirse a otra entrada de este blog: http://cuandopiensoenmifaltadecabeza.blogspot.com.ar/search?q=mart%C3%ADn+cerda )









sábado, 28 de mayo de 2016

ADOLFO COUVE (Reflexiones sobre una narrativa completa) Por Adriana Valdés



  Adolfo Couve fue escritor y pintor. Él habría puesto esas dos palabras en ese orden, a pesar de que en su vida fue primero un pintor de talento, y luego dejó de lado la pintura casi enteramente, por muchos años, y en forma más bien violenta. Se dedicó luego a escribir libros breves, intensos, trabajados. (Tan breves, que sus editores reclamaban no poder ponerles "lomo", cosa que sacaba de quicio al autor.) Al momento de su trágica muerte, había vuelto a pintar. También escribió casi hasta el final: Cuando pienso en mi falta de cabeza, su última novela, se publicó póstumamente. En su casa de Cartagena se encontraron, además del manuscrito de su novela, sus últimos cuadros.

 En septiembre de 2002, se inauguró en el Museo Nacional de Bellas Artes, una muestra retrospectiva de su pintura, y se editó un bello libro, cuya autora es Claudia Campaña, que recogía más de doscientas obras suyas en excelentes reproducciones, y permitió un redimensionamiento de su obra pictórica. En marzo de este año 2003, la Editorial Planeta editó su narrativa completa, lo que permitió por primera vez apreciarla de una mirada (muchos de sus pequeños libros estaban agotados o eran muy difíciles de encontrar.) La editorial me encargó el prólogo, tal como me había encargado el de la primera publicación postuma, Cuando pienso en mi falta de cabeza. Pensé que podría ser interesante compartir con la Academia algunas de las reflexiones que pude hacer al escribirlos.

 Interesante, primero, porque lanza nuestra mirada hacia un "hacia afuera" de la Academia, trae acá el nombre de un escritor que nunca estuvo aquí, y, al margen de su caso personal, lleva a pensar en los muchos nombres de quienes, sin pertenecer a la Academia, dejaron huellas imprescindibles en la literatura chilena. (Siempre recuerdo el discurso del académico Jorge Edwards cuando recibió el Premio Nacional de Literatura hace algunos años: se declaró muy honrado por un galardón antes otorgado a varios ilustres que nombró y también muy pensativo ante la lista de escritores notables que jamás lo recibieron, entre ellos Vicente Huidobro, María Luisa Bombal y Enrique Lihn.)

 Interesante, en segundo lugar, porque la escritura de Couve es extraña e inquietante, y desafía de muchas maneras las posibilidades de una crítica. Aunque ha recibido muchos elogios de críticos prestigiosos, se presta menos para un homenaje y más para una reflexión, dado el curioso y siempre discutido lugar que tuvo -y habrá de tener- en la historia de nuestras letras.


 EL TEMA DE LA DISTANCIA CRITICA

  Recuerdo -tal vez imperfectamente- haber leído hace muchos años una sagaz observación de Dámaso Alonso, previniendo en contra de los juicios críticos tajantes de obras contemporáneas. Es difícil hablar críticamente de lo que nos está muy próximo. "La crítica es cosa de tomar bien las distancias", dijo lúcidamente también Walter Benjamin, y nosotros, es obvio, estamos todavía demasiado cerca de Adolfo Couve. En particular debo confesar múltiples pecados de cercanía: una amistad personal ininterrumpida a partir de 1979, cuando quiso conocerme a raíz de una reseña que publiqué acerca de su obra El pasaje; un prólogo a su novela El cumpleaños del señor Balande, que me pidió en 1991 y tras su suicidio, el prólogo de sus dos obras póstumas.

  No quisiera, sin embargo, detenerme aquí en recuerdos personales: dejo esta cercanía personal sólo como un dato, para entrar en el tema de la distancia crítica desde un ángulo que me parece claramente más interesante. La frase que cité de Walter Benjamin venía en un párrafo más largo, el siguiente: "Es tonto lamentar la decadencia de la crítica, se le pasó el momento hace ya tiempo. La crítica tiene que ver con tomar bien las distancias. Funcionaba en un mundo en que importaban las perspectivas y todavía se podía tener puntos de vista. Hoy las cosas están demasiado cerca de la sociedad humana". (2)

  La resonancia de ideas como estas ha sido enorme en uno de los campos de actividad del artista que fue Adolfo Couve: me refiero al campo de las artes visuales, donde el papel de la pintura fue muy fuertemente cuestionado en los años en que Couve decidió dejar el pincel y tomar, en cambio, la pluma. Decir "pluma" es ya una figura anacrónica, en esta era de la máquina electrónica que cambia la función de la mano del escritor. Decir "pincel", por otra parte, es aún más anacrónico. Recordaremos que a fines de los sesenta y comienzos de los setenta -fechas en que comienza a publicar Couve- se sostenía, con el énfasis excluyente tan propio de esos años, que a partir de la fotografía, primero, y luego de lo que Frederic Jameson caracterizó como una "saturación total del espacio cultural por parte de la imagen, en la publicidad, en los medios de comunicación o en el ciberespacio" (3) se había producido un cambio cultural tal, que el ejercicio de un "pintor de caballete" se había transformado -para la teoría- más bien en una curiosidad. (4) Cabe recordar que por entonces Couve era profesor de la Universidad de Chile, donde ese debate se daba con toda su fuerza. En 1973, dice la cronología preparada por Claudia Campaña, no sólo decidió dejar de pintar, sino también quemó varias de sus pinturas de esa época.

  Hay en la obra narrativa de Couve, a lo largo de los años, una especie de soterrado diálogo con esa situación -y más bien con sus ecos aumentados, transformados abusivamente, en Chile, en exclusiones y en dogmas de alcance local, que persistieron aun cuando la pintura reapareció, desafiante, en la escena mundial a fines de los años setenta. El viraje hacia la literatura se produce, en Couve, en una tensa relación con la pintura, y en una no menos tensa relación con una subjetividad que se siente precaria y amenazada. Era la suya una constitución psíquica frágil, llamada -por sus médicos y por los catálogos internacionales de enfermedades- "personalidad sensitiva": una denominación que se ha aplicado también a otros artistas, como Franz Kafka y Virginia Woolf. (5) Caracterizada por la hipersensibilidad, el sentido de culpa, la angustia y el miedo, esta condición lo llevó a la invalidez en algunos periodos de su vida y, muy probablemente, determinó su trágico final.

  En alguna entrevista que concedió en los años ochenta (y en sus conversaciones privadas de la misma época), explicaba su vuelco creativo, de pintor a escritor, diciendo que la pintura era "fácil" y la escritura "difícil" por lo que esta última era una actividad más meritoria (!). Al hablar de la "facilidad" de la pintura se refería, probablemente, a sus extraordinarias condiciones y habilidades natas, que lo llevaron a muy temprana edad a ser reconocido y admirado en Chile, a exponer con cierto éxito en Nueva York, y la docencia en las Universidades de Chile y Católica. El éxito inicial le fue fácil, como pintor. El desmontaje teórico de la pintura a comienzos de los setenta, la consiguiente denigración de la noción de belleza formal, y la irrupción de otras prácticas en las artes visuales, que parecían relegar sus habilidades al anacronismo, llevaron a que su pintura, hasta entonces pública, se hiciera una actividad más bien privada, (6) y que la actividad de escribir, hasta entonces más bien privada, se transformara en su cara pública. Aventuro, a modo de explicación provisoria, la siguiente: la clave del desplazamiento está en una fidelidad a una noción del "artista" y una noción de la "belleza" que ya no parecían tener lugar en la actividad visual de Chile, en la cual él tuvo destacada participación durante un tiempo y de la cual luego se alejó. Sí, en cambio, le parecían vigentes en lo literario, como si las nociones de tiempo y lugar no contaran, en la producción narrativa, del mismo modo que en la producción pictórica. Al hablar de su literatura declara "dar la espalda a las vanguardias locales y a las modas", y (en el prefacio a su recopilación titulada Cuarteto de la infancia, 1996), se declara "hijo de la Revolución y del Imperio", con mayúsculas: la Revolución francesa y el Imperio de Napoleón. El modelo literario atemporal es Flaubert, y la experiencia de la belleza narrativa que procura podría ser algo así como lo siguiente, expresada en palabras de Flaubert en una carta a George Sand: "Recuerdo haber tenido palpitaciones, recuerdo haber sentido un placer violento contemplando la Acrópolis (...) Me pregunto si un libro, independientemente de lo que diga, no puede producir el mismo efecto. En la precisión de su armado, la rareza de sus elementos, el pulimiento de la superficie, la armonía del conjunto, ¿no existe acaso una virtud intrínseca, una especie de fuerza divina, algo eterno como un principio?" (7)


AVATARES DE "LA TAN CONTROVERTIDA BELLEZA

  A lo largo de la Narrativa completa de Adolfo Couve se pueden seguir extraños avatares de esta "tan controvertida belleza" (la frase es de él.) Dice Couve buscar "una prosa depurada, convincente, clara, distante, impersonal, unos renglones donde tuviera que corregir y corregir, aprender a hacer bien la tarea, leerlos en voz alta, castigar el contenido y el lenguaje, intentar ese engranaje que da como resultado, más que un libro, un verdadero objeto". Es este el programa de los libros que recoge en Cuarteto de la Infancia, en 1996, de cuyo prefacio proviene la cita. (son libros escritos entre los años 1971 y 1979: El picadero, El tren de cuerda, El parque, El pasaje). Creí distinguir, al escribir el prólogo a la Narrativa completa, un curioso movimiento que se hace legible a partir de la reunión de sus relatos: la de un paso del fragmento (característica de su primer libro, Alamiro) a una construcción, una estructura cada vez más armada, que culmina con El pasaje, escrito en 1979 pero publicado sólo diez años más tarde; y luego un trayecto de disgregación y nueva fragmentación, que termina en lo grotesco más desenfrenado en su obra póstuma, Cuando pienso en mi falta de cabeza. Una narrativa que se arma -se arma hasta los dientes, podría decirse (8) para luego desarmarse, deconstruirse, disgregarse, volver a lo fragmentario.

  El primer movimiento, hacia "un preciso diseño (...) una forma cerrada, un formato asfixiante como si una máquina neumática hubiera extraído el aire", en palabras del autor, culminó en "una exigencia peligrosa, un tanto exagerada" (de nuevo, palabras del autor) hacia un rigor extremo. El último resultado de este afán fue El pasaje, y el silencio durante diez años. "El intento me hizo mal, me asusté, dejé de escribir unos años y no publiqué el texto", dice. Y dice más, algo que debemos relacionar con su "personalidad sensitiva": "Lo guardé diez años y le tenía horror, porque sabía que era lo que me había enfermado. Ese libro me significó cinco años sin poder leer ni escribir ni siquiera un telegrama".(9) El pasaje sólo apareció en 1989.

  El segundo movimiento va en sentido contrario al primero, hacia una deriva que deshace cualquier diseño posible, que transforma lo real en muñecos, máscaras, vacíos. Lo explícita el narrador que aparece en La comedia del arte: dice renunciar al "loable engranaje" construido en sus textos anteriores, y ubica el relato en una parodia trágica. "Es la tercera vez que intento este relato, esta tragedia, esta parodia". Las convenciones del género narrativo se desplazan. La pretensión de realidad a la Flaubert, la pretensión de la belleza formal prácticamente arquitectónica, el rigor de construcción, van cediendo paulatinamente el paso a "ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito (...) perdido entre la muchedumbre como un despojo a la deriva.(10)

  En esa deriva reaparece -pero como personaje, mirado desde una distancia sardónica- el pintor de caballete. En las dos últimas obras de Couve, el personaje central es un pintor, un pintor que aspira a la belleza decimonónica y recuerda con nostalgia algo que todos han olvidado: "¿Quién se acuerda del tiento, la sanguina, la grisalla, la cotona, el atril portátil, la sombrilla, el piso plegable? Nadie, sino mi corazón", dice uno de los personajes de su última obra, Cuando pienso...

  Los avatares de la belleza trazan, entonces, una especie de quiasmo. En un primer momento, la prosa narrativa de Couve aspira a construir su relato como un objeto, una estructura capaz de contener y crear un momento de perfecta belleza formal, y se expresa por excelencia en ciertas imágenes estáticas, ciertos "cuadros vivos" que detienen la narración y llegan a simbolizarla -son imágenes en que se condensa y plasma el relato, (como si hubiéramos estado viendo una película, y de pronto esta se detuviera en una pose perfecta, capaz de sintetizar todo lo narrado en una sola imagen fija.) Es a este movimiento al que el autor se refiere en su prefacio a Cuarteto de la infancia, publicado, como ya se ha dicho, en Buenos Aires en 1996. Sin embargo, al escribir ese prefacio existía ya su novela Cuando pienso en mi falta de cabeza, donde comienza a hacerse patente el movimiento contrario, que va hacia la ironización - "la parodia", dirá- de la representación de la belleza. Guarda con ella una relación desgarrada - "la tragedia", dirá también, al iniciar la escritura de ese libro y anunciar, en cuanto narrador, su renuncia al "engranaje" creado en sus otras novelas. Al llamarlo "engranaje", lo convierte en "tramoya": este segundo momento -ajeno y trasgresor respecto de las convenciones de lo que llamó antes "la escuela realista a la que adhiero"- está señalado desde el título de La comedia del arte y la frase inicial del libro.

  Una nota curiosa respecto de los "cuadros vivos" que aparecen en los relatos de Couve. Si en el primer movimiento, como ya se ha dicho, estos detienen la narración anterior, y la condensan y plasman en una imagen resplandeciente de belleza, en el segundo movimiento se parte de un motivo pictórico fijo como es "el pintor y su modelo" -que ha dado origen a innumerables pinturas tradicionales- para irlo moviendo, removiendo, socavando, destruyendo mediante el sarcasmo y el movimiento, como si la perfección no fuera sostenible en el tiempo. Al contar su historia, el narrador pone en movimiento una imagen estática, como si rasgara el espacio del cuadro y con ella la pose, le hiciera una herida, un trauma, por ella hace irrumpir un desparramo, el de la risible historia de los personajes tal como transcurre. No existe ya el engranaje, la tramoya que pone en escena la belleza; existe una voluntad de desenmascaramiento de ese engranaje, y el tiempo de la narración va desarmando una a una las grandes actitudes de la escena y de la pose. La modelo del pintor no se mantiene estática: tras la pose, el relato la hará sacarse el casco de Afrodita, donde "aprovechaba de desgranar porotos" en sus ratos de descanso. La introducción del tiempo es también la de una realidad degradada, distinta a "la de la escuela realista" - una realidad que exagera los rasgos hacia lo grotesco.

   Por eso, el placer narrativo de las últimas dos novelas es en cierta medida opuesto al de las anteriores; es un placer destructivo y paradójico -como lo es el de la literatura grotesca- que incluye una "congoja perpleja ante la destrucción del mundo" (11), un mundo en que la belleza no existe sino en su degradación. Los dos últimos relatos de Couve ponen en escena la belleza intemporal a la que apuntaba cierto arte clásico: pero la ponen en una escena paródica, la de un aquí y ahora" en que el gesto de la belleza no puede fijarse (como en la pose), sino que se hace y se deshace, se desparrama, se vuelve artificial y patético.

  Podríamos aquí recordar algo ya dicho antes: tal vez la clave del desplaza miento de Couve desde la pintura hacia la narrativa estuvo en una fidelidad a una noción del "artista" y una noción de la "belleza" que ya no parecían tener lugar en las artes visuales. La narrativa a lo Flaubert parecía ofrecerle un campo de acción más favorable, por cuanto la literatura, basada en la palabra, no estaba afectada del mismo modo por la sobresaturación de imágenes propia del espacio visual contemporáneo. En la narrativa pudo seguir varios años configurando estructuras para alojar la belleza y conjurar el caos: "Al estar en el caos", dijo en una entrevista, "se busca una estructura, y eso a veces da resultados estupendos". No le fue, sin embargo, sostenible ese gesto estructurador; y la pose heroica, al resquebrajarse, cedió el lugar a lo circense, lo carnavalesco, lo grotesco en su aterrador flujo de imágenes, en su trastocamiento de toda jerarquía.

  Cuando pienso en mi falta de cabeza, su última novela, puede mirarse como una serie de variaciones sobre una historia, la del pintor Camondo, cuyo descenso a los infiernos se expresa, literalmente, en haber perdido una cabeza: la suya, una cabeza de cera, "una copia inanimada, fría y perfecta" -tal vez la forma buscada en sus primeras narraciones- cuya desaparición lo condena a carecer de rostro. Los motivos de la máscara detrás de la cual no hay rostro alguno, los de los "disjecta membra", son del grotesco más extremo, más cercanos a los cuentos de Hoffmann, a los de Poe o a los de Kafka que a cualquier narración realista. Si recurrimos a un gran estudioso de lo grotesco, como fue Wolfgang Kayser, podemos recordar que sus recursos buscan el alivio momentáneo que produce poder estar frente a lo traumático (por oposición a dentro de él) e ir estableciendo distancias por intermedio de las formas: "la configuración de lo grotesco" -dice Kayser- "constituye la tentativa de proscribir y conjurar lo demoníaco en el mundo". Por otra parte, según Víctor Hugo, lo grotesco está en las antípodas de lo sublime: tal vez estas dos novelas de Couve tengan, entre sus lecturas posibles, la de un duelo por lo sublime estético, tal como se entendió en el siglo diecinueve, y un duelo que se da por la pintura -en el relato de la suerte del personaje del pintor Camondo- y también por cierta idea de la literatura, al romperse toda forma de vínculo con la narración realista a la que alguna vez aspiró.


  PREGUNTAS, REFLEXIONES

  Termino sin concluir, todavía demasiado cerca de la obra y de su circunstancia. Señalaba antes dos relaciones tensas que la obra de Couve establece: una, con la pintura; otra, con una subjetividad que se siente precaria y amenazada. El artefacto que es su obra sirve para pensar ambas relaciones, en una especie de paralelismo curioso: buscar lo sublime estético, y luego hacer su duelo, es también buscar la articulación del sujeto -su pose perfecta- y luego hacer su duelo, desde un sujeto que se deshace y se descompone en partes, que pierde su estructura y su cohesión interna, (si anduviéramos en los terrenos del psicoanálisis lacaniano, hablaríamos tal vez de una estructuración "paranoica", primero, y "esquizoide", después: culminando en un sujeto disgregado que podría describirse en términos del esquizoanálisis de Deleuze, pero no andamos por esos terrenos hoy día.)

  Al pensar en la obra de Couve, surgen preguntas que por ahora tendrán que quedar sin respuesta, pero que tocan en lo más íntimo el trabajo literario.

  De las muchas posibles, escojo ahora sólo dos.

  En primer lugar, la pregunta que atañe a la relación del artista con su obra, en cuanto esta le sirve para "componerse", para "presentarse" ante la mirada de los otros en un objeto externo, en una estructura única que recubre sus multiplicidades; y, cuando esto ya no es posible en el caso de Couve, para "conjurar" mediante historias el horror de la desintegración, para "domar" ese horror: "porque" -según dijo un poeta - "de la palabra que se ajusta al abismo / surge un poco de oscura inteligencia / y a su luz muchos monstruos no son ajusticiados".

  En segundo lugar, sería interesante pensar en qué sería lo "anacrónico" o lo "ucrónico" (al decir de Ignacio Valente) en relación con la obra de Couve. Tal vez la noción lineal del tiempo, en nombre de la cual algo se declara anacrónico, necesita algo más de pensamiento. (El artista, preso de esa noción lineal, declaró que "no sentía ninguna obligación de entrar en la historia de la pintura chilena».) Visto así, el pretendido "anacronismo" de Couve se transforma en un desafio crítico, como cuando los más jóvenes dicen sospechar que "no sólo no es anacrónico ni extemporáneo, sino que, además, profundamente actual".(12) Tal vez habría que mirar con mayor perspicacia, entonces, el tema de la secuencia temporal. Walter Benjamin, por ejemplo, propuso que la historia no sólo recitara la secuencia de hechos de manera consecutiva, "como las cuentas de un rosario"; sino que se propusiera además "captar la constelación que su propia era ha formado con determinada otra era anterior" (13). Se podría tomar entonces como tema la relación del artista con ambas eras, la tensión entre ambas que se da en la obra de un artista como Adolfo Couve.

  Y, como estas, habría tantas otras reflexiones, o tantas otras preguntas, que podrían hacerse... Por ahora, quedamos aquí.

(Revista Academia Chilena, N°76 (2003- 2004). p. 219 - 226)



NOTAS
2-Walter Benjamin, One Way Street, 1928.
3-Citado por Rosalind Krauss, A Voyage... p. 56.
4- "Las artes visuales más que cualquiera otra forma de las artes creativas han adolecido de obsolescencia tecnológica", escribió el historiador Eric Hobsbawm, y también que su modo de producción "de obras únicas a partir del trabajo manual (...) es profundamente inadecuado en relación con (...) la economía de masas de este siglo. (Se refería, por cierto, al siglo veinte).
5- Aparece descrita en la décima revisión de la clasificación internacional de las enfermedades mentales entre los trastornos paranoides de la personalidad.
6-Sólo volvió a exponer en 1985 y nunca más...
7- G. Flaubert, en carta a George Sand, 3 de abril de 1876
8- Lo escribió, en otro contexto, Fernando Pérez Villalón.
9-Citado por Claudia Donoso en «Couve, autorretrato de artista», Paula, N° 776, abril de 1998.
10-Adolfo Couve, Balneario.
11-Wolfgang Kayser. Lo grotesco, p. 32. 
12-Fernando Pérez V. en revista Vértebra No. 3. .Santiago de Chile. 1998.
13-Cfr. Hal Foster, The Return ofí the Real, The Avant-Garde at the End of the Century, An October Book, The MIT Press, Cambridge, Mass., Londón, England, 1996. p. 225.