martes, 21 de noviembre de 2023

Adolfo Couve: un príncipe en el exilio, por Rodrigo Quintana Ortega


 
No sólo era un personaje con un programa estético y artístico combatido o resistido por los grupos predominantes, era además la oveja negra de una familia acomodada, de esas aisladas del país, en ese Chile 1. Adolfo, en cambio, desde niño supo observar e interpretar el lenguaje del Chile 2 y 3. Merodeaba, cual infante asustadizo, a esa señora del barrio alto de la cual hablaban mal, pues era una azafata divorciada. Podía crear la atmósfera de un farmacéutico de la primera mitad del siglo XX, culto, obsesionado en impulsar la carrera de un niño pobre, prodigio de la pintura y perdido en un reducto rural de la región de Valparaíso.

«Me voy de Chile, me voy a Cartagena» fue una de las expresiones más interesantes del escritor Adolfo Couve en los años noventa, década en la cual su obra empezó a ser valorada, reeditada y actualizada en sus fundamentos estéticos, con entregas como La Comedia del Arte.

Era el Chile de la transición hacia ninguna parte, un simple reacomodo de poderes para consolidar una eterna post dictadura, la Constitución de 1980, AFPs e Isapres, el crédito de consumo, un discurso chauvinista macroeconómico, la despolitización de la ciudadanía y los primeros esbozos sobre el lumpen-ciudadano, profetizado éste por el poeta Armando Uribe. 
 Couve es uno de los enormes escritores de Chile y de los menos leídos, por eso es una fiesta el reciente lanzamiento del libro Un Príncipe en el Exilio. Las Ideas estéticas de Adolfo Couve, del connotado académico de la Universidad de Chile y poeta Rodrigo Zúñiga Contreras. 
La obra presentada en el Centro Cultural de La Reina por la naciente editorial Circe Creaciones es un contundente trabajo, hilvanado desde la huella que Couve dejó, no sólo en las playas de Cartagena donde solía pasear en compañía de su perro Moro. 
 Ese hilo atesorado por Rodrigo Zúñiga permite ampliar el perfil del artista, quien salió de su zona de confort en la pintura hacia la ruda legión extranjera de la literatura, para desplegar ahí sus fundamentos estéticos.
Zúñiga invita a revisar las ideas del pintor y con pulso de docente, desea trabajar esta herencia fundamental para el país de hoy, donde todo se ha desfondado de nuevo, en una contingencia de lenguajes no conscientes de sí mismos, como asevera. 
En el libro de Zúñiga se invita a conocer la coherencia y el rigor del programa estético con que Couve pintó su obra literaria, en cuanto pensador original. Las páginas develan cómo congeniaban en éste un escepticismo recalcitrante y su devoción ciega por la historia del arte. Zúñiga fue alumno en sala con el pintor – escritor y es atento lector de sus ensayos. Un Príncipe en el Exilio ofrece cuatro ámbitos del ideario estético del autor del Tren de cuerda: La Lección de Literatura, Un realismo Plástico, El cisma fotográfico y La lección de pintura en el tiempo postpictórico.
En el prólogo Zúñiga explica cómo toda la fascinante y extravagante personalidad de Couve y su doctrina se sustentaban en verdades muy evidentes, por cuanto había en él una honda meditación sobre la historia del arte, donde la crisis gestada del encuentro entre el devenir de la pintura, la irrupción de la fotografía y la función del realismo plástico, sólo podían ser abordados en una fusión de escritura y pintura.
La realidad no tiene apellido, quien no se la pueda con ella, ni se atreva mejor, pues no existe eso del realismo mágico, decía para sintetizar cómo él salía a enfrentar al mundo. Eterno niño burlesco,
«me duele no haber llegado a poeta. Hasta nombre tengo de poeta. No habría tenido que buscar seudónimo como Neftalí Reyes y Lucila Godoy Alcayaga. Pero me faltó el talento», aseveraba Couve.
Su supuesta debilidad emocional la graficaba con metáforas entrañables.
«Yo soy un bote con un hoyo al medio, no puedo decir me voy a Isla de Pascua, pues me hundo ahí mismo en la playa», decía. Todo su legado artístico y académico es la de un noble apátrida. La pintura, su lengua materna, fue exiliada y marginada durante el siglo XX. De ahí tan acertada la propuesta de Zúñiga. 
Couve ya era considerado anacrónico o ajeno en la segunda mitad de los años sesenta, por un Chile sobre ideologizado y ultra militante. 
Después de la dictadura, el Chile jaguar le parecía tanto o más irrespirable, de ahí que como otros artistas escogió un alejamiento voluntario. Desde Cartagena pudo establecer un anti Macondo fundado en el realismo, desde el cual se trasladaba a Santiago para cumplir con el deber y placer de formar, deformar, animar y desanimar a generaciones de artistas en la Universidad de Chile. 
No sólo era un personaje con un programa estético y artístico combatido o resistido por los grupos predominantes, era además la oveja negra de una familia acomodada, de esas aisladas del país, en ese Chile 1. Adolfo, en cambio, desde niño supo observar e interpretar el lenguaje del Chile 2 y 3. Merodeaba, cual infante asustadizo, a esa señora del barrio alto de la cual hablaban mal, pues era una azafata divorciada. Podía crear la atmósfera de un farmacéutico de la primera mitad del siglo XX, culto, obsesionado en impulsar la carrera de un niño pobre, prodigio de la pintura y perdido en un reducto rural de la región de Valparaíso. 
Capaz de sintonizar con ese comerciante burgués de los años cincuenta, diversos tipos de niños, señoras paseando por un balneario en el ocaso, o dar credibilidad a los habitantes de un cité, su mayor logro literario, según su visión fue haber sido incluido en los textos de lectura escolar, debido a la pulcritud morfosintáctica de sus obras. 
Un príncipe en el exilio, tanto en el libro de Rodrigo Zúñiga como en sus novelas breves, porque menos, es más. Obrero de la síntesis, pues sólo él con dos o tres trazos podía retratar a una profesora chilena en La lección de pintura y tal cual se vive en nuestro país.

«La maestra, en cambio, aliviada de no seguir representando su personaje por esa tarde, disminuyó el paso y estuvo tentada de acercarse a orillas del mar. Su origen humilde la había hecho siempre sobreactuar ante las personas acomodadas, que desgraciadamente sabía eran quienes volcaban sobre la cabeza de los pobres el cuerno de la fortuna».

miércoles, 14 de septiembre de 2022

La vida mía la he ofrendado al arte, p o r A n a M a r í a L a r r a í n.

 


Con una certeza total con respecto a la valía de su obra literaria, Adolfo Couve (49 años, una hija) se muestra, en cambio, como un hombre atormentado y temeroso frente a la vida misma.

Su figura se ve empequeñecida bajo los árboles centenarios, y algo difusa entre la bruma que cae al atardecer. Personaje de libro es Adolfo Couve; personaje, sobre todo, de sus propios libros, siempre oculto tras un velo de nostalgia, siempre luminoso en su honda pero apenas diseñada humanidad. Hermoso en su contradicción interna, conmovedor en su entrega total al arte y, al fin de cuentas, a la vida que, al parecer, lo acosa.

Alejado de la literatura por casi una década, hoy reaparece con dos novelas cortas, indesmentiblemente suyas: El Pasaje y La Copia de Yeso.

— Usted ha sido un artista de intervalos, tanto en la actividad plástica como en la literaria. ¿A qué se debió su prolongado silencio?
— A que El Pasaje, que lo público ahora, no lo pude resolver en 10 años. Y creo que no está resuelto: no va a estarlo nunca. Y ¡qué importa!, da lo mismo. Es una gran novela igual.
— Si eso lo sabía de antemano, ¿por qué no la publicó antes?
— Porque no sentía que tenía que hacerlo. Fue un libro que me planteó conflictos desde un principio. Es muy descarnado; en él está exigido al máximo el lenguaje. Un lenguaje despojado para una situación despojada que resultó con una luminosidad muy gris, como una película en blanco y negro. Tuve que abandonarlo para que madurara. ¿Entendiste? porque yo todavía no entiendo. (Risas).
— Lo importante es aclarar por qué le trajo esos conflictos.
— ¡No sé! Lo único que puedo decirte es que al terminarlo me enfermé seriamente. Y sufrí tanto con eso que no quise saber nada más de la escritura. Lo único que sabía en ese momento era que tenía miedo. Un miedo atroz, paralizante. Pero no quiero hablar de esto porque puede parecer que uno anda inspirando compasión. "¡Ay pobrecito, se enfermó con este libro, leámoslo!"... Lo importante es que esa experiencia de escritura que significo El Pasaje no admite explicación, porque el equilibrio entre forma y fondo está profundamente afiatado.
— Fue entonces cuando empezó a pintar...
— Sí. Con el libro guardado en el cajón, sin querer saber nada de él. Me compré la casa en Cartagena, un balneario que de algún modo no me correspondía pero que me fascinaba y empecé a tomarle el gusto a la cosa sencilla, como colocar un mueble. Y ahí fue cuando empecé a pintar.
— Aunque sea doloroso, analicemos. ¿Qué le pasa a usted con el proceso de la escritura?
(Nervioso) — Yo, en realidad, todo lo hago mal, ¿entiende? Yo no entiendo nada de nada. Todo me queda grande: la puesta de sol, todo. Yo me propongo realizar estas obras, pero veo que no es literatura lo que me interesa hacer, sino obras bien hechas, trabajos bien hechos. Eso le da sentido a mi vida. No porque yo haga una obra de arte, sino porque yo soy capaz de hacer una cosa coherente.
— Cosas coherentes puede hacer cualquiera. ¿Qué es lo específico suyo como escritor?
— Yo no soy un escritor. No creo en las novelas, ni creo en la vida literaria, ni creo en el clima literario: no me gusta. A mí me gustan las realizaciones. Pueden ser las novelas, puede ser cualquier otra cosa. Me gusta trabajar el verbo porque es la moneda de la calle, el material de todos. Cuando logro concretar esa inmaterialidad de la palabra, estoy alegre, me siento "ido", ya comienzo a entender.
— ¿Corrige mucho?
—Sí. Y boto. Lo que cuelga, lo que sobra, se cae solo. Las obras terminan donde ellas mandan. De la misma manera, me doy cuenta inmediatamente cuándo se está produciendo el todo.
— Usted tiene una "tranca" con la crítica, ¿no será eso? A pesar de que le ha sido muy favorable.
— Sí, tengo problemas con la crítica...
— ¿Y cómo la asume?
(Dudando) — Bueno, yo creo que es tan peligroso en la vida... Prefiero no referirme a la crítica. Pero no por cobardía, sino porque en Chile ha tenido connotaciones muy especiales, casi personales. Los grandes críticos, como Alone y Valente, han manejado la literatura chilena y han intervenido en ella, pero manteniendo una relación con los escritores muy profunda, muy dolorosa, muy decidora, muy consultiva. Ellos están dentro de la literatura, como estuvo metido Saint Beuve con Baudelaire y también con Flaubert. Por eso la crítica me importa. No porque me critiquen bien o mal.
— Dicen que un lector debe sentirse cuando lee un libro tal cual se sintió el autor al escribirlo. ¿Cómo se siente usted cuando escribe?
(Reflexiona) — Cómo me siento yo cuando las escribo... es que yo no las escribo... cómo explicarte. Yo siempre estoy en eso. No quiere decir que yo sea una persona aplicada, un artista trabajador. No soy un mateo, pero estoy siempre en eso (se ríe) que, finalmente, es el arte. Y si no fuera el arte no me importaría. Me asedian cosas, vivo con estas experiencias, pero me carga la palabra trabajar, escribir. ¡No, no, no! Yo no escribo, ¿entiendes? Yo me desvelo...
— Hace algunos años usted me decía que valoraba la vida por sobre la literatura. Eso estaría en contradicción con lo anterior; parece que usted más bien vive para el arte...
— Yo separo bien las cosas. Yo separo la vida del arte. La vida mía se la he ofrendado al arte, porque no quiero perder la vida. Y la única manera que yo tengo de no perderla es hacer una cosa bien hecha y, hasta me atrevería a decir, cerca de la belleza. El arte no es algo que se escoge, es un destino. Y se nace artista.
— ¿De dónde proviene su fuerza para crear, a usted, que parece tan "enclenque"?
(Se ríe) — La palabra, el verbo, es la vida, es lo más fuerte, lo que nos ocupa enteros cuando escribimos. No quiero parecer un profeta, pero cada persona cumple con su misión. Algunos hablan, otros escriben, otros enseñan; todos cumplen distintos roles para que el mundo sea coherente. Cuando a uno le asiste el verbo, uno le cumple.
— ¿En cuál de sus dos actividades creativas empeña más tiempo, y cuál necesita de una mayor energía y dedicación sicológica?
— La literaria. Me cuesta mucho más. Es mucho más difícil escribir que pintar, para mí. Para pintar se necesitan facilidades. Escribir es otra cosa. Por ejemplo, la imaginación está en contra de la literatura. La persona que recurre a la imaginación, que todos tenemos, se sirve de ella para hacer literatura. ¡Y eso no es literatura para mí! Entonces, el literato tiene muchas cosas en contra que cree que son a favor. En cambio, en pintura, las facilidades operan a favor.
— ¿O sea que la imaginación estaría jugando en contra de la creación literaria?
— Sí (interrumpe). La primera imaginación sobre todo, la que todos tienen, es terrible. Porque interfiere con el verdadero tema que ya se presenta como imagen perfilada, y que toma la forma de alguna cosa vivida... El tema de una novela es una aparición.
— Recurriendo a su imaginación plástica, ¿cómo visualiza al lector ideal?
— El lector ideal es el que lee como uno escribe. Si uno fuera lo suficientemente valiente como para atreverse a escribir tal cual le nace, entablaría una relación congruente con el lector. Pero como uno desconfiar de uno mismo, muchas veces cae en estilos que producen interferencia respecto del lector. Y el lector tiene que "aprender" a leer a un escritor. Finalmente, es tan valioso leer como escribir.
— ¿Por qué tipo de lectores le repelería ser leído?
— Por los triunfadores, por supuesto. Por los que quieren estar al día, por los ganadores. (Tajante).
— ¿Por qué? ¿Porque usted forma parte de los perdedores?
— (Mira largamente con sus ojitos azules)... Me conmueven los perdedores, qué quieres que te diga. Uno se enamora de la gente que pierde.
— ¿Nunca se ha planteado el dilema: "escribo o me bajo del barco"?
— Sí. Bajarse del barco también es apasionante. Y... guardar silencio, por qué no. Uno no nace solamente para escribir... ¡Hay que ser bien valiente! Eso debe tener grandes premios. Convertirse en un escritor que publique y publique, que se repite a lo mejor, no te lleva a ninguna parte. De repente es lindo bajarse del bote y ponerse a esperar. ¿Cómo sabes si no se te presenta desde otro ángulo la existencia? No hay que perder nunca la esperanza de entender de qué se trata todo este asunto. Y si el no escribir contribuye a eso... vale la pena dejar de hacerlo.
— Siguiendo con los juegos imaginativos, ¿cómo se ve Adolfo Couve en colores? ¿Con que paisajes se identificaría?
— Con el de Cartagena, que significa el abrazo entre Europa y América. Me interesa la edificación europea puesta fuera del contexto. Es un balneario donde se dan esas dos realidades. Me encanta, es como si las casas las hubieran puesto donde no deben y eso me apasiona.
— ¿Cuál es el origen de esa pasión? ¿Algún elemento genérico, tal vez?
— Sí. Yo pertenezco a ambos: Couve Rioseco. Todos los americanos tenemos esa nostalgia de nuestro origen y nuestros ancestros. Somos todos inmigrantes. Nos quedamos por quinta o sexta generación, de visita, y nos sentimos un poco arrendando América en vez de vivir en ella.
— Si tuviera que escribir su obra en líneas, ¿cómo lo haría?
— Como un dibujo cerrado. Soy mejor dibujante como escritor que como pintor. Soy más riguroso.
— En sus obras se advierte algo así como un velo de distanciamiento entre el narrador y lo narrado, algo muy sutil, por lo demás. ¿Cuál es su medio de percepción de la realidad?
— No sé. Cuando tengo más distancia veo mejor. Pero eso, en el recuerdo, tratando de superar la melancolía. Me cuesta mucho escribir en el presente: la distancia es lo único que permite ver más o menos lo que sucedió.
— Valente escribió una vez que usted era de los pocos novelistas que se mantienen fieles a sí mismos. ¿Advierte cambios en su concepción artística?
— No. Soy muy conservador para eso. Por suerte he podido mantener una poética sin alteraciones. Ahora, lo que me gustaría es lograr una obra coherente. Yo sé que El Picadero, La Lección de Pintura, El Tren de Cuerda y El Pasaje forman una tetralogía (a lo Wagner) sobre el tema de la infancia: son cuatro puntos de vista, cuatro situaciones sobre lo mismo. Y supongo que eso habla de coherencia.
— ¿Cómo definiría sus creencias estéticas?
— Yo creo en escribir bien. No creo en los estilos ni nada de eso, porque la cordillera es muy grande y nosotros, muy chicos (Risas). Hay un sólo modo de expresarse, que es el correcto. Cuando uno escribe bien, lo demás se da por añadidura.
— Respecto del niño que aparece en El Pasaje. ¿Qué grado de identificación —o de proyección— tiene con él Adolfo Couve?
— Bueno, es un personaje creado, ¿no? Aunque por supuesto que tiene de mi cuando niño y de otros niños, de algo que habla en mí y que requería ser pasado al papel. ¿Me entiendes? La buena literatura es la que no se queda en el tintero sino la que necesita ir afuera y manifestarse como algo importante.
— Pasemos a La Copia de Yeso. ¿Qué es lo que le atrajo del género epistolar tan pasado de moda, fuera de que fue una de las formas literarias preferidas del siglo XIX, en que usted sitúa la acción?
— Quizás el hecho de que yo tengo lo que se llama el sentido histórico, lo que me induce a documentarme muy bien. Esta etapa de Francia (1848) me estuvo llamando desde hace muchos años, hasta que la completé. Y cuando ya se vio algo concreto, me sentí inmerso en ella con los datos totalmente asumidos. Entonces me pareció que la correspondencia y las maneras de la época se prestaban para el uso de la forma indirecta: el personaje tenía que respetar tantas normas que él era un personaje indirecto. Me puse a escribir como si yo fuera él, que habla guardando la misma distancia en sus cartas que yo he guardado siempre frente a la literatura. Una distancia cultural y de buena crianza.
— Usted dijo hace un tiempo que ésta no era "la década del verbo". ¿Le parece, ya que ha vuelto a publicar, que esa situación ha cambiado?
— ¡Ah, me gusta mucho que me hagas esa pregunta! Es muy interesante: creo que en nuestro planeta las cosas se dan por ondas. Lo visual, luego la imagen —determinadas películas que han marcado historia—, la plástica en la época del arte abstracto... y ahora veo un renacer del verbo, una onda literaria que estuvo dormida por mucho tiempo. ¿Estás de acuerdo en eso?
— Sí, pero creo que hay otros factores que Influyen. En todo caso, ¿en cuál de sus libros cree haber logrado la más adecuada compenetración entre forma y contenido?
— (Categórico) En todos... de distinta manera. Porque si no, no habría publicado. El Picadero es un poema épico, una novela muy importante en la literatura chilena. El Tren de Cuerdas es un libro con sol: no es fácil lograr que se asolee un texto. (Risas) La Lección logra el dibujo neoclásico y rescata para Chile la provincia, ese mundo informal y lleno de simpatía, que es tan importante. La provincia es la Universidad del artista.
— ¿Y El Pasaje, en esa perspectiva?
— (Tras un largo silencio...) El Pasaje es un hueso duro de roer.
— Usted me decía en otra ocasión que "todo este asunto del yo es muy feo". ¿Qué es feo para Adolfo Couve y qué es, por el contrario, bello?
— Feo: la mentira, porque implica una traición a uno mismo y a la creación. Bello: la frase de Keats ("A thing of beauty is a joy forever").
— El tiempo, por último, es una de sus preocupaciones proustianas. ¿De qué manera lo ha afectado en su interioridad el transcurso del tiempo?
— Me carga Proust, pero... el tiempo, sí, es mi dolor. Le tengo bastante miedo a lo que viene: miedo a la vejez, miedo a la muerte. Encuentro que la vida es sumamente grave; y ser es algo... muy fuerte. Y si más encima recordamos lo que uno fue, es tremendamente duro el recuerdo. Los hechos están intactos en la memoria, y eso es... impresionante. El no saber con qué nos vamos a encontrar es también de temer. ¡Anda a saber tú, ¡ojo!, si la realidad que nos espera hay que trabajarla tanto como ésta!
— Usted representa una rara mezcla de inseguridad personal y certeza frente a la calidad de su obra. ¿Hasta dónde llega esa certeza?
— ¿No te importa lo que voy a decir...? Es que quisiera... quisiera decir algo que va a chocar a la opinión pública. Yo espero pacientemente que algún día me den el Premio Nacional de Literatura. Con siete libros bien logrados creo que me lo merezco. Y sería muy bonito que se lo dieran a una persona joven.
¡No vaya a pasar con Couve lo que pasó con la Bombal o con Gabriela Mistral!

Revista de Libros, El Mercurio. Domingo 20 de agosto de 1989.



viernes, 8 de julio de 2022

Sobre Perder la cabeza, de Francisco Cruz, por Felipe Joannon.



A pesar del fervor que ha suscitado desde el inicio la obra literaria de Adolfo Couve en algunos lectores de renombre (Alone, Valente, Cerda, Valdés, Aira, Zambra, Merino, entre otros), existen muy pocos estudios que den cuenta de una visión global, acertada y rigurosa, del total de su producción. Como señala Leonidas Morales, autor del primer libro dedicado exclusivamente a Couve (publicado recién en 2018), buena parte de la crítica sobre su obra literaria no sobrepasa la profundidad periodística. Tal vez el único caso excepcional es el de Adriana Valdés, quien no necesitó publicaciones extensas para instalar una lectura coherente y plenamente vigente sobre el recorrido literario del autor. Por otra parte, algunas publicaciones académicas de la última década resultan esclarecedoras de ciertos aspectos de su narrativa (las de Felipe Toro, por ejemplo, sobre la infancia, o aquellas que escribió junto a Pablo Chiuminatto en base a los manuscritos de La lección de pintura y de Balneario). Pero tratándose en la mayoría de los casos de artículos de revistas académicas, la brevedad del formato impidió un trabajo de largo aliento, que supiera convocar el valioso material de no ficción que dejó el autor (sus Escritos sobre arte, dos prólogos, un par de conferencias y casi medio centenar de entrevistas) e inscribirlo en una lectura panorámica de su evolución como artista. Esta es, ni más ni menos, la deuda que Francisco Cruz se propone saldar con su libro Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve, publicado en abril de 2019.

Sabemos, gracias al doble espacio que separa los capítulos en el índice y a las imágenes del mar intercaladas en medio del libro, que el texto está divido en tres partes. Una lectura completa de esta obra confirma que cada sección gira en torno a un tema cuidadosamente delimitado por el autor, quien logra, además, dar una impronta de fluidez en los umbrales que separan una parte de otra.

La primera parte, compuesta por siete capítulos, está consagrada al proyecto pictórico de Couve. Ante la falta de estudios previos sobre su obra plástica, aún más escasos que los que abordan su literatura, Cruz, en lo medular, construye su interpretación sobre la base de los testimonios que el propio Couve dejó sobre sus ideas estéticas. Y estos no son para nada escasos. Para un pintor que alcanzó en vida un éxito moderado con formatos pequeños y un escritor cuya obra narrativa completa no sobrepasa las quinientas páginas, las más de cuarenta entrevistas que dio durante su vida aparecen como un material casi vasto. Obsesionado, además, con el carácter impersonal que debía tener su obra, Couve evitaba a toda costa referirse a su vida privada, de modo que casi todo lo que dice en sus entrevistas gira en torno a su concepción del arte. Cruz exhibe un dominio inusual de estas fuentes. Cita veintitrés entrevistas y dos conferencias (que se extienden entre 1967 y el año de su muerte), pero se ve que conoce todo el material. Además de dos o tres interpretaciones acertadas sobre temas específicos de la obra de Couve, a las que me referiré más adelante, el principal mérito de este libro consiste en el buen juicio para seleccionar y profundizar en las nociones que mejor dan cuenta de la evolución artística del pintor escritor.

Conceptos como el de “traducción poética”, por ejemplo, que Couve emplea a lo largo de toda su vida artística, y al que Cruz le consagra un capítulo (pp. 27-42), resultan capitales para entender su peculiar noción de realismo. Lo mismo respecto al frecuente uso de la palabra “castigo”, cada vez que se refiere a los excesos de las obras de arte que no respetan la “ecuación” entre forma y contenido. El libro de Cruz logra dar cuerpo a las frases un tanto epigramáticas de Couve, inscribiéndolas en un marco conceptual más amplio, con la ayuda de teóricos ya clásicos como Roland Barthes (La cámara lúcida) o Wolfgang Kayser (Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura), pero también de pensadores locales, como Pablo Oyarzún y Nelly Richards. Esto le permite situar su obra y sus afirmaciones en la tradición artística occidental para luego ir acercándolas al contexto histórico chileno en que Couve entra en escena (a inicios de la década los 60). El tránsito desde el contexto general, marcado por la crisis de las artes plásticas ante el advenimiento de la fotografía, a la realidad local de los pintores de su generación, sucesores inmediatos del Grupo Signo (Balmes, Barrios, Pérez, Martínez), incluye valiosos testimonios que profundizan las ideas de Couve y permiten comprender mejor la crisis de su proyecto plástico. Dos ejemplos notables son las anécdotas que recoge sobre sus principales referentes chilenos, los pintores Juan Francisco González y Pablo Burchard, a través de escritos de Augusto D’Halmar y Enrique Lihn (páginas 18 y 44 respectivamente).

La primera parte cuenta, por último, con una interpretación convincente de una selección de cuadros de Couve (Casa tras un muro, El Mapocho y La playa), los que coteja con obras de los referentes ya citados. La visión de la obra pictórica de Couve como una propuesta que acentúa la vía abierta por González y continuada por Burchard (“inmediatez frente al motivo, rapidez del gesto pictórico y el formato pequeño”, p. 18), está bien fundada y permite comprender por qué la adscripción a esta tradición constituía un “camino sin salida” (57), en el contexto de una disciplina que estaba incorporando materiales no estrictamente pictóricos e incluso, como en el caso de Brugnoli, cuestionaba su principal soporte: el cuadro. A partir de esta filiación de Couve a González y Burchard, Cruz apunta una reflexión interesante: el problema del primero, a diferencia de sus predecesores, se desarrolla en una encrucijada distinta. Si Juan Francisco González tuvo que enfrentar, literalmente, la irrupción de la fotografía, el contexto artístico que Couve debe sortear es el de la imagen ya enraizada en la sociedad del espectáculo. De ahí que su respuesta consista en una radicalización de la técnica y de los temas de sus dos maestros: objetos aún más nimios, una gama de colores más restringida, un recorte más limitado de la naturaleza cotidiana (El espectáculo como encrucijada, 58).

La segunda parte del libro, que consta también de siete capítulos, está dedicada principalmente a una parte de su producción literaria: aquella que comprende las cuatro novelas que posteriormente aparecerían reunidas bajo el título de Cuarteto de la infancia. La transición de la primera parte a la segunda, el desplazamiento (en términos de Cruz) del problema artístico desde la pintura a la literatura, queda resuelta cronológicamente: Couve decide dejar los pinceles mientras escribe la primera de las cuatro novelas, El picadero, publicada en 1974. Y aquí el procedimiento es similar. Las ideas estéticas de Couve, esta vez extraídas con mayor frecuencia de los dos prólogos que escribió el autor (a La lección de pintura en 1979 y a Cuarteto de la infancia en 1996), sirven de guía para orientar su itinerario artístico y precisar su inscripción en la tradición literaria occidental. Si en la sección precedente Cruz, en base a alusiones del pintor, desestima la filiación realista de Couve a la escuela francesa contrastando sus cuadros con los de Gustave Courbet, ahora cotejará sus cuatro novelas con las del escritor realista francés que Couve admira más: Gustave Flaubert.

Hay dos capítulos completos dedicados al autor de Madame Bovary (“El culto de la forma”, pp. 101-109 y “La corrección infinita”, pp. 110-117), que bien podrían leerse de manera independiente de su relación con Couve y que dan cuenta de un conocimiento profundo de Cruz sobre Flaubert. Pero su inclusión queda justificada, en tanto iluminan los capítulos sucesivos, dedicados a uno de los puntos menos evidentes del ideario estético de Couve: la representación del problema latinoamericano. Se trata de un aspecto algo opaco, si se considera, por una parte, las escasísimas referencias a escritores y artistas latinoamericanos (exceptuando a Darío y a Borges), y por otra, las frases en las que Couve afirma que se trata de un núcleo fundamental de su escritura: “Hay tres cosas que me interesan, por eso escribo: el lenguaje, el aislamiento de Chile y el problema de América” (entrevista de Beatriz Berger, 1993). Para Cruz, lo típicamente latinoamericano en la narrativa de Couve es una mezcla de dos ingredientes: la melancolía del artista moderno, que tiene como símbolo a Flaubert, y un sentimiento de compasión que heredaría América de los tiempos de la Colonia y que despojaría a sus novelas de la náusea existencial que transmiten las de Flaubert. Cruz cita a continuación uno de los pasajes más emotivos de las entrevistas de Couve:

La melancolía es una enfermedad que tiene que ver con la música, con enamorarse por lástima –cosa muy mala–, por piedad. Y esta es una propensión muy chilena. Aquí la gente se enamora al revés, nadie lo hace por admiración. Y esa pena, esa lástima, nos viene de la Colonia. Pero eso también es bonito (126, a través de Cruz).

La tercera y última parte de este libro viene a completar el itinerario artístico de Couve mediante el análisis de sus dos últimas obras narrativas: La comedia del arte (1995) y Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000, póstuma). Aunque en esta sección Cruz también sigue de cerca los juicios que Couve hizo de su propia obra (sobre todo en lo que se refiere al supuesto carácter arquetípico de sus personajes), esta tercera parte es más audaz que las anteriores pues sustituye el carácter un tanto descriptivo de sus interpretaciones por una perspectiva psicoanalítica. La propuesta de la tercera parte puede resumirse en una frase: el ejercicio de escritura de las dos comedias, que tienen como protagonista a un viejo pintor fracasado, es la repetición del trauma que significó para el joven pintor Adolfo Couve la falta de reconocimiento de su obra.

Sin embargo, a pesar de que ciertos pasajes de las comedias adquieren sentido bajo el lente psicoanalítico de Cruz, el análisis en esta parte no puede evitar el contagio de la forma de las obras que analiza: la fragmentación. Por supuesto, la discontinuidad no alcanza el nivel de la novela Cuando pienso en mi falta de cabeza, pero sí puede constatarse que esta tercera parte es la más breve (consta de 50 páginas, veinte menos que las anteriores) y la que cuenta con más capítulos (nueve contra siete). De modo que así como las comedias piden al lector un esfuerzo de concentración suplementario respecto de las novelas anteriores, algo similar puede decirse, aunque en menor grado, de la última parte de este libro en relación a las precedentes. Puede destacarse en esta tercera parte, en cambio, la inclusión que Cruz hace de lecturas que se contraponen a la suya (la de Cristóbal Joannon, p. 166, y la de Roberto Merino, pp. 165-166, por ejemplo), dando muestras de un proceder argumentativo que tiene como uno de sus objetivos que el lector pueda formarse un juicio propio.

De todas formas, Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve, constituye un hito importante en los estudios sobre la obra couveana. Se trata del segundo libro dedicado exclusivamente al autor y del primero que logra dar una visión general convincente de su devenir artístico. En estas páginas hay algunos hallazgos interesantes, pero sobre todo se aprecia una labor de selección y profundización en las pistas que el propio Couve dejó al referirse a su obra y a sus preferencias estéticas. Pistas que, por demasiado conocidas (su nexo con Flaubert, la filiación de su pintura a la de Burchard y González, entre otras), la crítica hasta ahora había indagado de manera parcial o incompleta, y que encuentran, en este libro, un alcance explicativo definido dentro del total de su producción artística. Por último, la sólida documentación que sostiene el hilo conductor de este libro y su carácter monográfico, permitirá a los futuros investigadores ahondar en aspectos más concretos de la obra de Couve, remitiendo, cuando se requiera precisar aspectos generales de su concepción artística, a este valioso libro que acaba de publicar Francisco Cruz.

Reseña del libro Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve, de Francisco Cruz. Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2019. 22 de julio de 2020.


Felipe Joannon (1985) es estudiante doctoral de literatura de la Universidad París VIII. Realizó estudios de Economía en la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde obtuvo el título en 2009. En 2017 obtuvo el grado de Master en la Universidad París III (Sorbonne-Nouvelle) con una investigación sobre las crónicas urbanas de Roberto Merino. Trabaja su tesis doctoral sobre la obra narrativa y los soportes no fictivos de Adolfo Couve.

domingo, 3 de julio de 2022

ALAMIRO : Operación novelesca del trauma, por Héctor Hernández Montecinos.


Pensando en tres modos, tres agenciamientos, tres materialidades en que puede ser leída la novela. Primeramente, como objeto cultural, es decir, la novela como constructo genealógico con sus tecnologías inherentes al género, con su propio sistema y horizonte de expectativas. La novela como la conocemos y conoceremos a pesar de los cambios estructurales, editoriales e incluso comerciales. Luego, la novela como obra, esto es, la estilización de alguno o algunos de sus elementos llevados al desborde de su propia normalización bajo una premisa o coeficiente estético determinado, incluso al límite de dejar de parecerse a sí misma. Finalmente, la novela como conjunto de operaciones donde el texto más bien es una excusa para, punto uno, suspender lo más posible la idea de autoría, género y estilo; punto dos, perder al lector en un laberinto en el cual él es una operación ficcional más; punto tres, se des-representa incluso como género y permite un vértigo textual en el cual no hay afuera ni adentro, ni verdad ni mentira: la operación excede al libro, al autor y al lector. Se convierte en una performance de escritura, un devenir-novela que no es la novela en sí.

Así, separando la novela en estas tres materialidades, acotando su densidad de ficción e intervención se me ocurre que es posible no sólo armar una nueva cartografía sino que a la vez un nuevo barómetro del desgaste de la ficción como tal, de la mera historia, la anécdota y pensar en los insólitos alcances a los que se podría llegar cuando dichas operaciones pudieran converger en flujos más amplios hasta poder subvertir la historia como discurso lineal, la economía como cuerpos en deuda y la moral como discurso no tan sólo de lo bueno y lo malo, sino de lo verdadero y lo falso. La novela, creo yo, al igual que el museo es la síntesis de la modernidad. Como de algún modo la fotografía lo es de las identidades. Dispositivos de auto-lectura, auto-intervención y por lo demás, auto-vaciamiento.

En este flujo novelesco, que en sí es una novela de la novela, podemos no sólo pensar fenómenos paralelos al de su propia historia desde Cervantes sino que a la vez sintomatizar procesos constitutivos al de la propia modernidad que sin exagerar podemos reconocer en esta triple fluctuación: la modernidad como objeto, como obra de sí (autoreflexiva: contemporaneidad) y como operaciones, ésta última posiblemente entendida como posmodernidad. Es en estas tensiones que el propio modo de entender, y leer, la literatura ha cambiado. La novela es el rostro de esas transformaciones. No son lo mismo las novelas de Rulfo que las de Reinaldo Arenas, o las de D’Halmar y Mario Bellatin, pero sí lo son. Es en esas intermitencias que una obra como Alamiro (1965) de Adolfo Couve plantea varias cuestiones interesantes.

Manuscrito, 1965.



Desde las escasas reseñas sobre la obra hasta la venta de la primera edición en páginas de anticuarios su clasificación es esquiva. Se habla de poema largo, de relato, de novela corta e incluso de cuento. César Aira[1] señala que Alamiro hace “de la fragmentación un efecto del laboratorio de la prosa” y es justamente pensando en ese sentido de laboratorio, más lo dicho previamente acá en cuanto a la operación novelesca, que no rehúyo de ciertas metáforas que podríamos llamar médicas. Es más, Gilles Deleuze en Crítica y clínica[2] dice que “la salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias”.

¿Cuál es el enfermo? ¿Cuál es el pueblo? ¿Cuál es la novela? Las tres cuestiones que se desprenden para preguntar de fondo por el triple eje del cuerpo, el territorio y el discurso respectivamente. Suponemos que Alamiro es el nombre de quien enuncia, con esa A desdoblada en la sinécdoque del autor. Suponemos que sus recuerdos son la explicación de un presente, no obstante ada uno de esos recuerdos es un trauma. El enfermo, el sicótico, es el que no cierra la herida, el que selecciona las viñetas de su memoria, de su vida, para perpetuarlas. Cada una de las experiencias desde las más infantiles hasta las de púber tienen que ver con un fracaso de cierta expectativa. Caerse de la bicicleta, temerle al sapo, la zapatilla y la miga de pan que sus padres le arrojan, las vergüenzas vividas en la escuela por orinarse, la muerte, el alejamiento de la casa familiar, el atropello de la mascota, el miedo al primer beso, la censura del sacerdote por leer, la censura del padre por escribir en la ventana contra él. Cada una de las vivencias tiene que ver con la simbiosis del miedo y el deseo, fusionándose y creando un estado de desajuste que se expresa en su imposibilidad de comunicación con los humanos y en la identificación con las flores y árboles que menciona con fruición o con la yegua Aurora, el perro Copetín o los bueyes Florido y Clavel, únicos con un nombre, es decir, una identidad. Hay un tal N. de quien no se sabe más que su propio secreto. Este mismo devenir no humano, de despersonalización, de renuncia a ser un sujeto, y a estarlo: su incomodidad es el punto que Deleuze menciona en torno a un pueblo, Llay-Llay; luego el balneario. Un pueblo que se pregunta por su naturaleza y naturalidad en cuanto a la trasformación a pequeña urbe. La historia familiar que se narra en su negativo es a la vez la historia de una modernidad que incomoda metaforizada en el teléfono y el telegrama como portadores de malas señales. El paso de una economía agrícola a una semi industrial es también el paso de una infancia nostálgica rural a una tecnologización que adolece. Ese es el presente desde donde se recuerda el trauma de dicha modernización, la enfermedad de la modernidad que para Couve será ciertamente una obsesión.

Esta es la materia textual, el lenguaje enfermo sobre el cual se efectúan ciertas operaciones novelescas como, por ejemplo, el cambio de persona gramatical, el registro de sub géneros como el epistolar, la sinestesia narrativa y sobre todo la metatextualidad que se traduce en el hecho del castigo por leer novelas como Los tres mosqueteros o Bellarion de Rafael Sabatini que es la referencia de donde aparece la princesa Valeria. Alamiro no se ajusta a la novela como genealogía del género en pleno boom del Boom en los años sesenta, como tampoco por las estructuras más menos constitutivas y menos ante las expectativas del lector. Si hubiese que pensar en una obra paralela a ésta sería Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas que se concluye en 1964 y se publica tres años más tarde. Un niño, Celestino, es el protagonista de una vida en primera persona en un mundo de adultos ante el cual no encaja y ese desajuste se convierte en lenguaje a tal modo que algunos han leído el libro también como un poema largo, épico, una microepopeya.

El escritor como un desadaptado es ya un lugar común, pero ciertamente común para muchos quienes en la escritura encontraron la posibilidad de estos nuevos pueblos imaginarios o estas lenguas menores para seguir con Deleuze. Alamiro como primera obra publicada de Couve no deja de ser el síntoma traumático de toda su obra posterior. Una primera visión de sus obsesiones y manías, pero sobre todo la herida de una infancia que tuvo que buscar en la de otros poder reparar la suya, o de algún modo poderla volver a vivir no tan sólo en su literatura. Sintomático es el final, “Los epílogos”, que no es más que la reiteración de ciertas frases, tal como una vida es la reiteración de ciertos hechos. Toda obra es un cadáver exquisito, pero en este caso lo es mucho más.

Proyecto Patrimonio— Año 2016.

sábado, 26 de marzo de 2022

Couve: un hallazgo gratificante. Extracto de una nota de Iván Quezada E. a César Aira (nov. 2003).

 


¿Observa una mayor comunicación entre las narrativas de Chile y Argentina en los últimos años?

Puede que nos afecte la globalización. Sé que ahora, en las generaciones latinoamericanas posteriores a la mía, ha habido mucha lectura de los nuevos novelistas estadounidenses, como en nuestra época hubo un influjo de la cultura francesa. En ese sentido, me siento cercano a Adolfo Couve. A él lo descubrí hace pocos años, cuando ya estaba muerto. Y fue un hallazgo muy gratificante. Salvando las distancias, porque es un escritor genial y yo no, lo siento como un hermano. El acentuaba un poco más el costado neoclasicista, pero lo hacía con la maravillosa eficacia de un clasicismo algo frío que transmite experiencias pasionales.

A propósito, ¿se enteró de que Ignacio Valente rebatió su crítica de Adolfo Couve, en donde lo concibe como un narrador aficionado?

No afirmé que Couve era un aficionado, sino que el había preferido esa figura del escritor marginal, porque le daba más libertad para hacer esa obra tan singular, entre la imagen y la palabra. En todo caso, no creo que les hagan un favor a los escritores muertos esos críticos que se ponen en posición de viudos. Mi admiración por Couve es máxima y, sin embargo, si le hallara cosas que cuestionar, lo haría. Proliferan estas figuras de los viudos o viudas. Me pasó cuando escribí un par de libritos sobre Alejandra Pizarnik. Sus viudas me los rebatieron enojadísimas. Alejandra usó el plagio como un recurso estético peculiar y las pizarnikianas me han querido crucificar por decirlo, ya que la mera palabra plagio suena mal.

El escritor conta el espejo, Iván Quezada E.,  Rocinante (Santiago, Chile)-- no. 61 (nov. 2003) p. 20-21.

La nota puede leerse completa  en:
http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/colecciones/BND/00/RC/RC0115656.pdf

martes, 30 de noviembre de 2021

Adolfo Couve: el descabezado, por Leonidas Morales T.




1

Sabemos que Adolfo Couve (1944-1988), además de narrador fue al mismo tiempo un pintor reconocido, original e intenso como en sus relatos. En él narrativa y pintura, ambas surgidas y desarrolladas, como él mismo lo ha dicho, al margen de tendencias, dominantes o no (Couve 2003), mantienen entre sí una íntima correspondencia y un diálogo de tonos e imágenes primordiales, confirmando así, para quien lo ha leído y ha visto sus cuadros, que ambas parecen levantarse desde las mismas grietas, vacíos o ausencias de un sujeto biográfico.

En 1995, tres años antes de morir, Couve publicó la novela La comedia del arte. En su archivo quedaron los manuscritos de otra novela, publicada finalmente en 2002 con el título de Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia). Su subtítulo entre paréntesis le advierte al lector de algo que para éste será por lo demás manifiesto: que ambas novelas forman un todo, de continuidad narrativa y de sentido. Y así las leeremos aquí. Podríamos subrayar esta continuidad diciendo que estamos frente a una sola novela publicada en dos partes.

En una sucesión de novelas de un mismo narrador, la condición de “última” nunca puede ser irrelevante, el mero suceder de un fin. Por lo pronto, esa condición de última siempre nos obligará a preguntarnos por el “lugar” que esa novela ocupa (desde el punto de vista de su forma, visión y jerarquía estética) dentro del conjunto de novelas del autor. Las respuestas a esa pregunta son desde luego muy diversas. Pero, en general, el lugar que ocupan no representa un lugar que claramente desborde las expectativas creadas por las novelas anteriores. En Couve, ese desborde se produce, y también claramente. Más aún, las expectativas en este caso operan justamente al revés: de las dos últimas novelas de Couve, de la forma de la historia narrada, se desprende un sentido que tiene consecuencias iluminadoras sobre el resto de la obra narrativa del autor.

En efecto, La comedia del arte y Cuando pienso en mi falta de cabeza, dentro del todo unitario que constituyen, no solo se dejan leer sino que exigen ser leídas desde la sorprendente figura simbólica que adopta en ellas el protagonista de la historia, el pintor Camondo: la de un cuerpo convertido primero en estatua de cera y luego descabezado. Lo que me propongo hacer aquí es construir la lógica (el sentido) de la metamorfosis del pintor descabezado y de sus peripecias, para desde ella, desde las claves que aporta, hacer evidente otra lógica más amplia: aquella a la que responde la forma interior de cada uno de los relatos de Couve desde que comienza su publicación en la década de 1960.

Las narraciones de Couve publicadas suman en total 15, incluyendo en ellas las dos compilaciones póstumas, ambas con la palabra “completa” en sus títulos: una del 2003, Narrativa completa, y la otra del 2013, Obras completas. Sin embargo, para el desarrollo y fundamentación de mi propuesta solo me serán indispensables unas pocas narraciones. Mi corpus incluye, además de las dos novelas últimas, las cuatro reunidas en el libro El cuarteto de la infancia (Couve 1996): El picadero (1974), El tren de cuerda (1976), La lección de pintura (1979) y El pasaje (1989).

Al margen de que continúe siendo un autor de lecturas más bien minoritarias, la crítica literaria no ha podido pasar por alto una obra narrativa como la de Couve. En su recepción es dominante la crítica literaria periodística, que no suele escapar a algunas limitaciones. La principal: la tendencia al “reduccionismo”, es decir, a simplificar las problemáticas mediante su reducción a temas más o menos “instalados” en los medios. En el caso de Couve, por ejemplo: el tema de la infancia, su condición de pintor-escritor, la “perfección” de su prosa, su repliegue (en una suerte de exilio voluntario) en la ciudad de Cartagena, y, desde luego, su suicidio. Hay sin duda crónicas y entrevistas que se liberan de esta dominante. Pienso en un cronista como César Aira y en las dos entrevistas publicadas póstumamente, la de Claudia Donoso y la de Cristián Warnken. Por su parte, la crítica académica es escasa. Dentro de lo que hay, son inevitables los prólogos de Adriana Valdés a diversas novelas y compilaciones, y, de modo principal, el ensayo de Fernando Pérez Villalón, “Escenas de Adolfo Couve (estudio en cinco miradas)”[1].


2

En cualquier caso, ni en la crítica periodística ni en la académica encontramos un examen de las conexiones de sentido entre su producción anterior y la figura singular en que se encripta la significación profunda de sus dos últimas novelas, es decir la figura del descabezado. Por lo pronto, debo reconstruir los detalles principales de su historia. Ésta transcurre en Cartagena y comienza justamente en la novela La comedia del arte. Es la historia de un pintor, Camondo, y de su modelo, Marieta. Ambos personajes se nos aparecen ya envejecidos. En una suerte de imagen en el espejo, han llegado a una pensión de Cartagena, la San Julián, administrada por dos hermanas viejas, lugar donde vive asimismo un grupo de mujeres también viejas, antiguas sirvientas cuyos patrones han venido a dejarlas ahí como a una “casa de acogida”. Estas viejas, y el estado del lugar que habitan, son evidentemente “donosianos”: han salido de la novela de José Donoso El obsceno pájaro de la noche, es decir, del modelo representado por la Casa de Ejercicios, casa vieja y derruida como sus habitantes, antiguas sirvientas, ahora inútiles, llevadas igualmente por sus patrones a esperar en ella su fin.

Ninguno de los dos, ni el pintor ni su modelo, se resignan a su presente. En un juego referencial con la historia de la pintura y la inflexión que introduce en ella la aparición de la fotografía, la modelo le pone los cuernos al pintor justamente con un fotógrafo de playa, Aosta. Para Camondo, una doble “traición”: a él y, en él, al arte de la pintura. Pero este pintor busca a su vez cómo enfrentar su inquietante presente que es el de su oficio. Lo medita en largas y repetidas caminatas. Finalmente, se resuelve y arma en la playa una escena a la manera de un ritual pagano, paródico desde luego: reúne en el lugar elegido su caballete, su caja de pinturas, el piso plegable y la sombrilla. Se venda los ojos con su propia corbata, levanta los brazos e interpela al dios Apolo, “abjurando” de los talentos artísticos de él recibidos, y haciéndole entrega, en ese acto, de los instrumentos de su oficio, devolviéndoselos porque siente que ha fracasado, que no ha estado a su altura, o que ellos no han estado a la suya. Un viejo vago que pasaba por ahí, apodado el Conejo, creyó que alguien había dejado u olvidado esos útiles de pintor, y se los lleva. Cuando Camondo se quita la venda y ve que no están, asume que Apolo lo ha escuchado y los ha recibido.

La escena anterior introduce una dimensión fantástica-paródica que no desaparecerá en adelante. En efecto, la novela continúa con la venganza de Apolo al desaire sufrido. Llama a la musa del pintor, ahora “desocupada”, y le ordena que vaya a ejecutarla. Ella baja del Olimpo, se disfraza de “mujer barbuda” (personaje ambiguo, común en los circos pero también presente en la pintura: Zurbarán) y consigue de manera astuta llevar a Camondo hasta la torre donde había vivido en la San Julián, casa ahora abandonada. Lo hace beber un brebaje preparado por ella y, como efecto del mismo, sufre una metamorfosis: se convierte en una estatua de cera. Se consumaba así la primera parte de la venganza de Apolo.

Marieta, que ha estado esperando al pintor durante dos días, se desespera. Entonces se presenta de nuevo la mujer barbuda y también consigue que Marieta la acompañe. Cuando comienza a resistirse, le presenta una foto de carnet de Camondo y Marieta obedece. Por una entrada secundaria, para que ella no se de cuenta, y poniéndole además en la cabeza una bolsa de plástico, la conduce hasta la San Julián. Entran y suben a la parte alta. Allí la mujer barbuda le saca la bolsa de plástico y deja a Marieta frente a la estatua de Camondo. Tan realistamente estaba hecha que Marieta se arrojó a sus brazos, golpeándolo contra el muro. Asombro, perplejidad fue su reacción. Sin saber qué hacer, decidió quitarle la cabeza e irse con ella (con él metónicamente). Así lo hizo (cuando la mujer barbuda había ya desaparecido).

Tomó un taxi. El avance del vehículo mientras ella iba con la cabeza del pintor sobre sus piernas representaba un extraño funeral. Este “funeral” sin embargo tiene antecedentes en la literatura. Si la pensión San Julián remitía a Donoso y a la Casa de Ejercicios, detrás de esta escena de Marieta y la cabeza de Camondo avanzando en un taxis, también reconocemos un referente, una suerte de modelo parodiado. Ahora se trata de Stendhal y de su novela Rojo y negro. Sin duda, en esta escena Couve parodia la escena también final de Rojo y negro, la novela de Stendhal: después del juicio que lo condena, Julien Sorel es guillotinado y su amante, Matilde, asiste al entierro sentada en un coche cubierto de luto y llevando también, como Marieta, sobre sus piernas la cabeza del cuerpo de Sorel. La escena es ésta: “Matilde siguió a su amante hasta la tumba que él eligiera. Gran número de sacerdotes escoltaban el ataúd y, sin que nadie lo supiera, sola en su coche enlutado, ella llevaba sobre sus rodillas la cabeza del hombre a quien tanto había amado” (Stendhal 675).


3

Así es como se introduce en La comedia del arte la figura del descabezado. La novela póstuma, Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia), presupone esta figura desde el título mismo. Y más, la novela se abre con un hecho que el lector nunca podría habérselo imaginado: que Camondo (es decir, su estatua descabezada) sigue “vivo”. Lo que la novela comienza narrando son justamente las primeras reacciones y pensamientos de Camondo descabezado, después de abandonar la torre de la San Julián. En mi hipótesis de lectura de la obra de Couve, el descabezado deja a la vista exactamente las claves de su comprensión.

Una breve referencia histórica es aquí necesaria. La sociedad moderna, capitalista o burguesa, desde sus orígenes y su consagración con la Revolución francesa, junto con “racionalizar” el trabajo, la producción económica y, en general, la vida cotidiana (Max Weber), introduce una nueva concepción del tiempo y un nuevo concepto de historia dominantes. Un concepto fundado en la linealidad del tiempo. Esta linealidad, a su vez, sostiene y hace posible un conjunto de nociones correlativas: lo “nuevo”, el “progreso” y el “futuro” (Paul Ricoeur 399-411)[2]. En las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX el “progreso” del capital alcanza niveles tales que la alta burguesía, enriquecida, vive una suerte de epifanía como clase social (mientras los que hacen posible esa riqueza, la clase de los trabajadores, viven sus peores miserias[3]). Su euforia la traduce en un estilo de vida paralelo de gran refinamiento, ostentoso, que define un período histórico al que nos referimos con la frase la “belle époque”, es decir, la “bella época” de la burguesía.

La Primera Guerra Mundial pone fin a la euforia y la hunde en medio de la agitación vanguardista en el arte y revolucionaria en lo social, ambas tras una misma utopía antiburguesa y anticapitalista. En las vanguardias, el sueño de una sociedad donde fuera posible una relación de inclusión e implicación recíproca entre arte y vida cotidiana, y en los movimientos sociales revolucionarios, el sueño de una sociedad donde no haya lugar para la explotación del trabajo y los trabajadores. Pero ya lo sabemos: después de la Segunda Guerra Mundial comienzan a producirse transformaciones en el sistema capitalista que, al cabo de poco más de tres décadas, harán que la opciones sociales y artísticas utópicas pierdan las condiciones históricas de su posibilidad, en beneficio de otras: las que harán posible el imperio del capital y de la mercancía, ahora “globalizados”. El imperio de nuestros días “posmodernos”.

Obviamente, el lector de las novelas de Couve reconoce siempre en sus personajes unas construcciones literarias manifiestamente modernas. Sin embargo, el tiempo de sus historias, tan esencial para comprenderlos, no es exactamente el tiempo lineal de la modernidad. Algo singular lo vuelve anómalo: es un tiempo moderno, pero de alguna manera mutilado. Lo mutilado salta a la vista: es un tiempo a cuya estructura le falta el futuro, y el futuro siempre ha sido el supuesto de la linealidad del tiempo. Esta falta de futuro es, en mi lectura de Couve, lo que justamente alegoriza la “falta de cabeza” del pintor Camondo.

Ahora, ¿qué mundo específico es el de Couve? Todos los diversos planos que pueden distinguirse en sus narraciones, espacios o escenarios de las acciones, identidad de los personajes, vestimentas, “atmósferas” y hasta modos del lenguaje, cargan consigo connotaciones de época. ¿De qué época? Las connotaciones apuntan en una dirección inequívoca: reconocemos en el de Couve el mundo de la belle époque, de la alta y la baja burguesía en su versión chilena, capitalina y provinciana, de las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Un mundo que sin saberlo vive en el tiempo de su fin. Desde la perspectiva de un saber de la historia de la sociedad moderna es, obviamente, un lugar común el acontecimiento al que yo mismo me refería antes: que la belle époque concluye, en Europa y derivadamente en todas partes, con la Primera Guerra Mundial. Por eso mismo la decisión de Couve de incorporarla a sus relatos tiene un sentido evidente a la luz de nuestra hipótesis de lectura: hace de la “belle époque” una metáfora del tiempo sin futuro de su propio mundo: del tiempo descabezado.

Me parece que una construcción crítica como ésta, junto con permitirnos asignarle un significado coherente a la alegoría del pintor convertido en estatua de cera y al final descabezado, hace posible al mismo tiempo una lectura retroactiva omnicomprensiva de la producción narrativa de Couve, desde Alamiro. Dicho al revés es igualmente cierto: desde el comienzo, las novelas de Couve van reiterando un modo de ser en el tiempo que encuentra en las dos últimas, La comedia del arte y Cuando pienso en mi falta de cabeza, la alegorización de su sentido como el habitar un tiempo descabezado, sin futuro. Así es el mundo de los personajes de Couve: una eterna reiteración de sí mismo. Más exactamente: una eterna repetición de sí mismo como ruina del pasado. El pasado no es más que su presente. O también: un movimiento sin movimiento. Es justamente éste el significado, apenas cifrado en una metáfora, de lo que nos dice el narrador cuando Marieta descubre a Camondo convertido en estatua de cera: “Además, ¿volverse una copia inanimada, fría y perfecta no había sido el constante empeño de Camondo durante toda su vida?” (p. 152). Lo dice el narrador, que lo sabe, pero el lector siente que lo dice como si tradujera una imagen del inconsciente de la misma Marieta. Un mundo como “copia” reiterada de sí mismo. ¿Una “compulsión a la repetición”? (Freud)[4].

Hay una operación crítica pendiente en mi análisis, de importancia no menor. La siguiente: si la figura del descabezado es la alegoría de un tiempo sin futuro, no puede dejar de ser también, y simultáneamente, la alegoría de la particular identidad con que se nos presenta la forma interior que la narrativa de Couve va dejando a la vista en su desarrollo. Cada una de estas formas debería ser tema de otros ensayos que me gustaría escribir. Por ahora me limito a dar cuenta sumaria de algunas de ellas. Dejo sí formulado el imperativo de “verdad” literaria al que responden: todas ellas hacen suyo el tiempo descabezado.


5

Una de estas formas, que compromete de manera episódica a varias de sus novelas, se encuentra ejemplarmente en Una lección de pintura (Couve 1979): la forma genérica del cuento de hadas. En ella las acciones, los personajes y sus identidades se nos aparecen como recortados en un tiempo “otro”, uno donde el narrador no se siente obligado a dar “razón” de lo que cuenta, o, si la da, responde a otra lógica. No debe engañarnos pues el marco “realista” de esta novela, con escenarios de ciudades o pueblos existentes en Chile. En efecto, si bien el narrador sitúa a sus personajes en el “barrio Morandé”, un lugar próximo a la ciudad de Llay Llay, los personajes y sus acciones no son “realistas”. Una característica de los cuentos de hadas es la indeterminación del tiempo y del espacio. En Una lección de pintura esta indeterminación es la regla. Un día cualquiera, que recuerda el “érase una vez” de los cuentos de hadas, una madre vestida de luto con su hijo recién nacido en brazos llega al barrio Morandé, a una casa “que no colindaba con nada ni con nadie” (p. 11 y s.). Nunca se supo de quién era ni “cómo había conseguido esa casa que por tanto tiempo estuvo desocupada” (p. 13). El propio narrador le informa al lector que la madre y su hijo han ingresado a un espacio de transfiguración: “Así como las almas escogidas al atravesar la puerta del paraíso se transforman en seres traslúcidos y alados, del mismo modo Elvira Medrano, al cruzar de luto frente a la veintena de casas y boliches de Morandé con un crío en los brazos, se volvió de madre soltera en viuda respetable, y los vecinos sintieron en sus corazones, no el repudio a que obliga lo primero, sino la compasión que despierta lo segundo” (p. 13).

Una vez instalados en su casa, se suceden las indeterminaciones y los indicios de que nos encontramos en un mundo donde lo imposible ocurre. De pronto descubrimos que ese niño al parecer recién nacido o de pocos meses, queda solo en la casa. Mientras ella sale a hacer trámites, lo deja en el interior de un “barril”. Imposible no asociar de inmediato el barril con el motivo de “el héroe en el tonel”, estudiado por Propp en los cuentos maravillosos, y con el sentido general de tránsito o “pasaje” (Propp 357-360)[5]. En el barril, el niño juega con un marinero de trapo o duerme. Sin decirnos cuánto tiempo había pasado, “Una noche (…), al inclinarse para rescatarlo, advirtió que el niño no estaba; tampoco el muñeco” (p. 14). ¿Dónde estaban? En la cocina, “parloteando alegremente”… Y “a medida que el tiempo transcurrió” (no sabemos cuánto), ya el niño ayudaba a su madre “realizando pequeñas tareas como barrer, lavar la loza, ordenar la ropa” (p. 14 y s.). La culminación de esta asombrosa serie de indeterminación se produce “el día” en que el niño, “envuelto en un chal”, sale de su casa, cruza la calle principal de Morandé “tirando resuelto un cochecito con el marinero dentro” (p. 15). Solo a la luz de la lógica del tiempo indeterminado de los cuentos de hadas es posible reducir el asombro del lector a la complicidad de una aceptación de estos pequeños sucesos.

La novela es inagotable en su disponibilidad para ofrecer nuevas sorpresas del mismo orden. Solo quiero llamar la atención sobre una más, sin duda la de mayor visibilidad, la más llamativa de todas porque gira en torno al personaje central del relato, el niño, de nombre Augusto. Se nos aparece un día, provocando expectación en la tertulia de Aguiar, el farmacéutico que reúne en su casa, donde también trabaja la madre de Agusto, a un grupo de amigos interesados en oír y compartir las noticias culturales y las charlas sobre pintura impresionista de Aguiar. Rápidamente el farmacéutico toma al niño bajo su alero, dispuesto a poner a su alcance lo que debe aprender. Augusto se concentra y aprende rápidamente. Aguiar comienza a interesarse por lo que nadie le ha enseñado al niño y sin embargo hace perfectamente: sus dibujos. Dibuja una carretela y ante la incredulidad de Aguiar, le dice que él también puede copiar el cuadro de un alquimista colgado del muro. Acepta incrédulo el desafío y le proporciona una caja de acuarela. El niño, después de terminar su copia, se va. Aguiar da vueltas, demorando el momento de ver la hoja dejada sobre el mesón. Finalmente se acerca y mira: “¡Dios mío, este niño es un genio!”, dice (p. 38 y s.). Viaja con él a Santiago, a visitar el museo. Más tarde, luego de que Augusto le hiciera un retrato perfecto solo con betún de zapato y pasta de dientes, tomó la decisión mayor: llamó a Viña del Mar a una profesora de pintura conocida para que aceptara en su curso al joven, y luego a unos primos que vivían allá para que acogieran al alumno. La “lección de pintura” dejó desconcertada a la profesora. Augusto hacía todo bien, perfecto, pero no como resultado de un proceso de aprendizaje, sino porque él ya sabía hacerlo. Está claro entonces: Augusto no es un personaje “realista”. Es un personaje del mundo de los cuentos de hadas donde las identidades de cada uno están dadas de una vez para siempre, sin “historia”: se es bruja, hada protectora, o un pintor genial.

También en la novela El pasaje (Couve 203) se cruzan constantemente los límites de lo verosímil realista, tanto en los objetos como en los espacios de vida y en la identidad de los personajes. Rogelio, un niño asimismo de edad indeterminada, pero presumible un preadolescente, vive con su madre en una casa junto a otras dentro de un mismo pasaje. Una casa gastada por el uso, más bien vulgar, con la excepción de un pequeño patio de luz interior, junto a la escalera, que recibía una luz tamizada por los vidrios empavonados del techo, dotada de una condición tal que le daba a los objetos que ahí se encontraban (pan, macetas, loza, tiestos) “un peso, una calidad y una presencia casi sagrada”[6]. Esa iluminación “regida desde lo alto” rescataba de la pobreza circundante al mismo Rogelio dotándolo con “la apariencia de un ángel” (p. 229).

No solo el espacio: personajes y objetos repiten el mundo de los cuentos de hadas. A la casa de Rogelio estuvo viniendo por algunos meses una joven tísica a bordar un gran mantel de su madre. Para él, la joven, Sofía, era “hermosa” y la acompañaba mientras tejía. Un día ella le trajo un regalo en una vieja caja de madera barnizada. Ella misma la abrió: “En el fondo, agazapado, un pequeño conejo plegaba sus orejas contra el lomo. Era blanco y temblaba” (p. 230). Rogelio lo sacó y lo llevó al patio de luz, es decir, a un espacio de la misma naturaleza del regalo: maravilloso. Sofía, el hada buena, se fue “como una sombra”. Otra joven, Melania, “sólo un año mayor que él” (¿qué edad tenían?), llegó a vivir con su familia a una casa del mismo pasaje. Entre Melania y Rogelio surge algo así como una atracción mutua, un idilio sin palabras. También Melania llega un día con un “obsequio, envuelto en delicado papel de seda blanco, atado por una hebra de plata”. Después de decirle “Toma”, se va. Rogelio, sorprendido y ansioso, lo abre, “examinando alborozado entre sus manos un hermoso alfiler de corbata que tenía, sobre una barra dorada, un pequeño revólver de nácar” (p. 242). No hace falta convencer a nadie para abrirse a la certeza de que ese conejo y este alfiler no son objetos de este mundo, pero sí del fabuloso de las hadas[7]. Oblicuamente, el regalo, por su refinamiento, evoca la “belle époque”, vivida desde el espacio de una pequeña burguesía pobre.


6

Para dar con el camino que conduce a la segunda forma presente en la configuración del mundo narrativo de Couve, resulta revelador en este sentido descubrir la frecuencia con que en distintas novelas se nos aparecen los espejos, sobre todo en las dos últimas. El espejo en que nos miramos nos devuelve nuestra imagen como la de un otro. Cuando es el niño el que por primera vez se mira, y ve otro que es él mismo, estamos frente a la “estadio del espejo” (Lacan, 11-18), cargada de narcisismo, punto de partida del complejo proceso de la construcción del yo, del sujeto como diferenciación. Pero la construcción del sujeto también puede fracasar, y la imagen en el espejo puede llegar a ser entonces el símbolo de una fijación temprana en la fase del llamado “narcisismo primario” (Freud, p. 235). Es de esa fijación que resulta la forma del doble: el otro es yo, yo soy el otro. Una forma descrita por el psicoanálisis[8], presente asimismo en cuentos de la tradición oral.

La forma del doble es común en la narrativa de Couve. Desde luego, la estatua de cera no solo es la estatua del pintor Camondo: es su doble. Por eso aquí, más que en ningún otro lugar son tan reveladoras las palabras del narrador de La comedia del arte, dichas después de que Marieta le sacara la cabeza a la estatua. Palabras ya citadas pero que ahora adquieren un nuevo significado: “Además, ¿volverse una copia inanimada, fría y perfecta no había sido el constante empeño de Camondo durante su vida?”. Una vida, pues, empeñada en ser obstinadamente una “copia” de sí mismo, es decir, ser su propio doble.

De las novelas de Couve donde la forma del doble es perceptible, El picadero[9] es la que lo introduce y desarrolla de manera más sistemática. Los dobles y desdoblamientos hacen un tejido de personajes y sucesos que cubren toda la narración. Es necesario distinguir en esta novela los desdoblamientos de los dobles. Los primeros ocurren por contigüidad: un mismo personaje se vive como uno dividido en dos. Así ocurre con el señor Sousa, que se mueve entre una vida disoluta y otra sometida a las normas de su clase social: “la doble vida del señor Sousa llegó a dividirlo en dos partes iguales (…). Esta situación de equilibrio entre el mundo que se atrevía a exhibir y aquel otro clandestino, hizo creer al señor Sousa que lo poseía todo. Pero como sucede en ese juego en que dos partes tiran de una cuerda para atraerse a la otra, el señor Sousa no pudo, llegado el momento, armonizarlos” (p. 99). Otro caso es el de las dos hermanas, Raquel y Diana, cada una un reflejo invertido de la otra, una portadora de lo que la otra no es: “Las aventuras de Raquel necesitaban de la resonancia que en Blanca alcanzaban, y ésta sentía una secreta alegría de saberse la estabilidad que su hermana no era capaz de lograr. En realidad, Blanca vivía de los acontecimientos de Raquel, y ésta tenía su seguridad en el zurcido cotidiano de su hermana” (p. 82).

Los personajes de esta novela, sus vestimentas, el ambiente en que se mueven y la arquitectura de las casas que habitan evocan claramente el mundo de la “belle époque” y el lujo de una burguesía enriquecida. El relato comienza en un picadero donde un joven, cuyo relato leemos en primera persona, hace impecablemente sus ejercicios de equitación, vigilado y aplaudido por su padre. De pronto, informada por el padre de las proeza del hijo, hace su aparición en el picadero una dama, de luto, hermosa y bien montada. Es Blanca Diana de Sousa. Ella lo invita a visitarla y a que le enseñe el arte de la equitación. Pronto la relación va atrapándolos a ambos en una secreta complicidad erótica. Un día en que el joven entra sorpresivamente al dormitorio de Diana, la descubre en camisón. Se arroja junto a ella en la cama e inicia un acercamiento cada vez más sensual que se entremezcla con los recuerdos de la madre: “¡No sigas, Angelino!” ¿Angelino se llama el joven equitador? Angelino es el nombre del hijo de Diana, también equitador, muerto no hacía mucho arrastrado por su caballo en una arriesgada demostración de pericia. ¿A quién se dirige Diana? ¿A su hijo, para que no continúe con esa peligrosa demostración? ¿Al joven equitador que en su cama junto a ella también intenta una maniobra peligrosa? A ambos. Estamos aquí frente a la figura del “doble”. El joven equitador es el doble de Angelino, o éste es el doble de aquél. Y Diana, al seguir el juego erótico con él, se pone al borde de un incesto sublimado. El episodio de la cama termina con una advertencia de Diana: “¡Yo te hago daño, esto no puede continuar!”, y con una reflexión reveladora del joven narrador: “Si mis labios hicieron justicia a tanto desvelo e imprimieron en los suyos un beso, fue sólo en sueños. Sueño dentro de otro sueño, hijo dentro de otro ajeno, viejo amor dentro de uno nuevo” (p. 63).

De nuevo estamos ante un tiempo que se vuelve sobre sí mismo: el pasado se repite en el presente, el presente de un pasado, en un movimiento de circularidad donde los personajes viven sus vidas como vidas encapsuladas, sin una verdadera apertura. La única apertura que conocen, y que al final confirma el encierro, es la del yo que se desdobla en mitades contrapuestas que mantienen entre sí una relación de implicación recíproca, o la del yo que es él y al mismo tiempo otro, el doble de otro.


7

Hay una tercera forma, en otro plano de las narraciones, visible como el lugar donde transcurren las historias de personajes fundamentales de Couve: un lugar ficticio, aun cuando aparezca investido de una identidad aparentemente real. Es el caso de Cartagena, un balneario del litoral central de Chile, espacio urbano escenario de vida de muchos personajes en varias novelas de este narrador, entre ellas las dos novelas últimas. Aquí, por razones temáticas (las de mi ensayo), pondré el foco en La comedia del arte. Tal como en Llay Llay de La lección de pintura, el realismo del nombre, igual que el de Cartagena, ubicados sin problemas en el mapa de Chile, es desmentido rápidamente por la índole del mundo narrativo que se despliega en ellos o desde ellos. Un mundo éste cuyo tiempo cotidiano es imposible traducir, sin mediación crítica, desde la lógica o el código del tiempo cotidiano del lector.

Estos lugares ficticios son bien conocidos en la narrativa hispanoamericana. Antes y después de William Faulkner (1897-1962), el novelista estadounidense que introdujo el imaginario Condado de Yoknapatawphak y su capital, Jefferson. En otro ensayo me referí a estos espacios llamándolos “macrofiguras narrativas”[10]. El primero fue Misiones, creado por Horacio Quiroga en su libro de cuentos Los desterrados (1926). Le siguieron Santa María, una ciudad ficticia a la que remiten algunas novelas de Juan Carlos Onetti (La vida breve, 1956, El astillero, 1962, Juntacadáveres, 1964). Luego el pueblo fantasma llamado Comala, de la novela Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Por cierto, el más conocido de esta clase de lugares es Macondo, de la novela Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez. El más conocido, pero no el último. A la serie hay que agregar Santa Teresa de la novela 2666 de Roberto Bolaño, publicación póstuma (2004). Si bien ficticia, el lector no puede dejar de asociar Santa Teresa con Ciudad Juárez, de México, y su referente implícito, famosa por ser escenario emblemático de los crímenes atroces, sobre todo contra mujeres, perpetrados por los narcotraficantes.

Cartagena se suma pues a esta tradición, de una manera sin duda particular. Una de las constantes que la distingue es el ser una ciudad detenida en el tiempo, o mejor, una ciudad cuyo tiempo cotidiano, el que viven los personajes principales, es un tiempo a todas luces terminal: presente como ruina del pasado. Fácil de observar en La comedia del arte. Los habitantes de la pensión San Julián, observábamos antes, son en este sentido una metáfora de este tiempo terminal: mujeres viejas, las dueñas y las pensionistas, que habitan ese lugar como el último de sus vidas. Cuando mueren las dueñas, los patrones llegan a rescatar a sus viejas sirvientas para llevarlas a otro lugar de término. La San Julián, confirmando su condición de metáfora, no volverá a ser habitada, y quedará entregada ya a una existencia que hace visible su propia fantasmagoría. Solo recibirá la visita escondida de la musa disfrazada de mujer barbuda, acompañada del pintor Camondo, llevado allí por la musa para ser convertido en estatua de cera, y la de Marieta, que se llevará la cabeza del pintor.

La San Julián, lugar de vidas terminales. Camondo descabezado en ella, es decir, tiempo descabezado: terminal. Metáfora sobre metáfora: la San Julián, Camondo descabezado son también metáforas de un mundo social y cultural sin continuidad (sin futuro), cerrado sobre sí mismo: el de la “belle époque” (de la alta y la baja burguesía). El juego con ese momento de la historia moderna tiene en la narrativa de Couve una base histórica local que él explota desde una gran intuición literaria, artística, para levantar su propio mundo. En efecto, Cartagena fue, desde las últimas décadas del siglo XIX hasta las primeras del XX, el balneario belle époque de la burguesía chilena, que viajaba a Europa y regresaba con modelos y materiales para construir y decorar sus casas, para vestirse y exhibir el lujo, la riqueza. La Cartagena de Couve, la del presente de sus relatos, no es ya más que su propio recuerdo, el de un tiempo pasado devenido en puro vestigio.

Las metáforas del tiempo terminal no se agotan con el descabezado y la San Julián. A éstas debemos sumar pues las playas de Cartagena, la Chica y la Grande. No son solo los lugares que hacen de Cartagena un balneario. En La comedia del arte parecen haberse convertido en espacios de representaciones rituales. Ya habíamos hablado de cómo el pintor Camondo elige la playa para montar su “abjuración” ritualizada y paródica. También la playa es una superficie de borde, orilla donde el movimiento del mar se detiene y sobre la cual arroja cuerpos y desechos. Si el movimiento del mar es el movimiento del tiempo, entonces la playa metaforiza el lugar donde el hombre vive su presente como tiempo terminal. Es decir, el hombre es aquel que ha quedado “varado” en la playa del tiempo, en su presente. Hay una figura en la que podemos leer una representación patética de este significado metafórico. La de una mujer loca que recorre la playa mirando al mar y esperando empecinada que el mar le devuelva a su pareja, víctima de un naufragio. Su locura parece consistir en que no sabe que su espera es vana y que ella misma es otro náufrago. O mejor: ella misma es el náufrago que somos.

La ciudad de Cartagena imaginada por Couve es el espacio donde toma cuerpo y se vuelve más visible la naturaleza de su mundo narrativo como un mundo de tiempo descabezado, terminal. Y aquí es necesario dar cuenta de otro juego de espejos, uno entre ficción y realidad, entre tiempo narrativo y tiempo biográfico. En 1986 se fue a vivir a Cartagena. A la luz de sus novelas, especialmente las dos últimas, y de cómo murió, puede uno conjeturar que no solo se fue a vivir a Cartagena sino que asumió su historia como si fuera propia. Y de una manera total y radical: allí, en su casa de Cartagena, se suicidó en 1998. Su suicidio: ¿metáfora póstuma de un tiempo terminal, “descabezado”?


8

En 1996, a dos años de su muerte, Couve reunió cuatro de sus novelas y las publicó bajo el título de El cuarteto de la infancia. Las narraciones incluidas aquí, en muchos aspectos, son de gran importancia para definir el arte de Couve. Pero ahora nos interesa solo el prólogo de la compilación. Es del mismo autor y contiene lo que podría llamarse su “proyecto” de escritura narrativa. Según Couve, su proyecto tiene modelos, nombres que lo encarna. No duda en identificar su proyecto como “realista” y en situarlo en el tiempo como heredero de la “escuela” realista europea, francesa en verdad, del siglo XIX. Cita los nombres de Stendhal, Balzac, Flaubert y otros. No profundiza en las razones de su adhesión, en los principios que podrían estar en juego. Pero sí informa de la génesis de su admiración por los prosistas franceses: sus ancestros franceses. Un gesto difuso además de esnob. Lo que nos importa en todo caso es la filiación que él confiesa y la verdad de la misma.

¿Es “realista” el arte narrativo de Couve? Y si lo es, ¿sobre qué bases lo sería, sobre qué principios? Una manera de abordar estas preguntas, la que aquí adoptaré, consiste en partir de lo que los estudios sobre el realismo francés del XIX han definido como sus principios, junto con las diferencias perceptibles en la obra de sus protagonistas, para luego examinar en qué medida la narrativa de Couve podría insertarse en ese paisaje de principios y diferencias. Esos principios y diferencias los derivaré del libro clásico de Erich Auerbach, Mimesis: La realidad en la literatura[11], y de las páginas que le dedica al análisis de la producción novelesca de Stendhal, Balzac y Flaubert, para Auerbach los “fundadores del realismo moderno” o “contemporáneo”.

En diferentes pasajes de su ensayo Auerbach insiste en que las novelas de Stendhal, Balzac y Flaubert se abren a la realidad social de su momento, a la vida cotidiana de familias burguesas de clase media o baja, e intentan por esta vía dar cuenta de un presente “histórico”. Balzac “concibe el presente como historia, o sea, el presente como algo que ocurre surgiendo de la historia” (p. 452). Los tres comparten lo que Auerbach considera “los dos signos característicos del realismo moderno”: 1. “se toman muy en serio episodios reales y corrientes de una clase inferior, de la pequeña burguesía de provincia”. 2. “los episodios corrientes son engarzados exacta y profundamente en una determinada época histórico-contemporánea” (p. 457).

La “realidad” cotidiana como materia de las narraciones de estos escritores franceses es pues estrictamente “histórica”, corresponde a un momento, el presente, dentro de la historia de una sociedad moderna. ¿Se repite este principio en Couve? Tajantemente, no. Sí, sus personajes, de clases medias, bajas o altas, parecieran exhibir las marcas de una cotidianeidad, o en todo caso atisbos, pero en cualquier caso no es la cotidianeidad de un presente “histórico”, que viene de una “historia” cuyo movimiento, o proceso, lo trascenderá. El presente en Couve no puede ser sino fantasmagórico: es el presente de una historia detenida en el tiempo. O también: es el presente de su propia historia, o es una historia que coincide con su presente. Es verdad, a veces, tal como en Balzac, el personaje y su espacio de vida (por ejemplo, su habitación, sus relaciones de amistad o familiares) mantienen entre sí una relación de mutua confirmación: son el espejo uno del otro. Simetría que podemos ver en la novela El pasaje (la señora Carter, Perla Muro) o en La lección de pintura (los dos hermanos a cuya casa es enviado Augusto por su protector). Pero en Couve esta correspondencia no crea ningún presente histórico, ningún momento de continuidad o tránsito del tiempo: es una imagen en estado de flotación, de suspensión temporal. La metáfora de la belle époque evocada en algunas narraciones (El picadero, una de ellas) vendría solo a confirmar la discontinuidad temporal, el presente entregado a sí mismo.

Sí hay cierta consonancia, cierta afinidad entre Couve y Flaubert, no desde luego en sus narrativas como un todo, sino en determinados puntos. Siguiendo también el análisis de Auerbach, son aquí especialmente pertinentes algunas observaciones suyas. En una de ellas afirma que con Flaubert “el realismo se hace imparcial, impersonal y objetivo” (p. 452). Destaca en él tanto su absoluta confianza “en la veracidad del lenguaje” (p. 457) como su voluntad de “obligar al lenguaje a entregarle la verdad sobre los objetos que caen bajo su observación” (p. 462). Una tarea cuyo cumplimiento solo tendrá lugar imitando “los procedimientos de la Creación” (p. 458). En su prólogo a El cuarteto de la infancia, Couve formula una poética similar. Siempre, dice, tuvo una meta: “alcanzar una prosa depurada, convincente, clara, distante, impersonal (…), castigar el contenido y el lenguaje, intentar ese engranaje que da como resultado, más que un libro, un verdadero objeto” (p. 8). En sus entrevistas solía repetir esta misma idea. En cuanto a la imitación de los procedimientos de la Creación, es ejemplar en este sentido un gesto del personaje central de su dos últimas novelas, Camondo, pintor de caballete. En La comedia del arte lo vemos de regreso de una sesión de pintura con una tela donde pintaba el mar. Miró el mar y miró su pintura y arrojó al viento esta última como si así declarara su fracaso en la imitación de los procedimientos de la Creación. Ya vimos a dónde lo conducirá posteriormente cuando “abjure” de sus talentos ante el dios Apolo.

Pero hay todavía otro lazo con el novelista francés. En la obra de Flaubert, señala Auerbach, “se pone de manifiesto algo así como una amenaza oculta: es una época en la que su sombría falta de perspectivas parece cargarla de materia explosiva” (p. 462). Aun cuando la obra de Couve carezca de manera inmediata de un anclaje “histórico”, cosa que sí tiene la de Flaubert, comparte con la de éste esa “amenaza oculta”. En efecto, el mundo de las novelas de Couve, asentado en un tiempo indeterminado, sin futuro, abierto a lo irreal y fantástico, también carga consigo una soterrada “amenaza”: una pulsión de muerte, una latencia de catástrofe, una inminencia trágica[12].


9

El presente del lector no puede ser nunca ajeno a la seducción que un gran escritor ejerce en él. En el caso de Couve y el interés renovado del lector actual en sus novelas, ¿qué componente de nuestro presente podría de alguna manera estar interviniendo en esa adhesión? Más directamente: ¿qué relación de complicidad habría entre el mundo narrativo de Couve y el mundo de su lector, el nuestro, nuestro mundo “posmoderno”? O también: ¿qué relación entre ese mundo de Couve y la sensibilidad nuestra? No estoy hablando desde luego de simetrías, de imposibles paralelismos. Lo que hay son ciertas correspondencias, ciertas afinidades, ciertos juegos en espejo, signos que operan como zonas de tránsito.

Un primer punto de encuentro pasa por imágenes recurrentes en la narrativa de Couve pero que también forman parte de la identidad de lo moderno, es decir, del capitalismo y su cultura. Me refiero a las imágenes que instalan el espectáculo de la ruina. De algunas de ellas ya habíamos hablado: la pensión San Julián y sus viejas, de los primos de Aguiar que reciben al joven pintor Augusto (La lección de pintura), los ambientes venidos a menos de El pasaje, el propio Camondo y su modelo Marieta en el ocaso de sus vidas y oficios. No es posible reducir el sentido de la ruina aquí a procesos “naturales”, propios de las cosas y del hombre. Dijimos: los personajes de Couve, sin saberlo, viven el presente de un tiempo cotidiano como ruina del pasado. Completemos ahora ese juicio. En realidad, lo que Couve hace no es sino proyectar sobre los personajes y sus ambientes una condición constitutiva del capitalismo y su funcionamiento histórico. El capitalismo vino para producir mercancías (materiales, culturales) y la mercancía no puede renovar su oferta al consumo sino dando “de baja” a la anterior y entregándola al horizonte de su ruina.

Así lo vio tempranamente Benjamin en sus “Tesis de filosofía de la historia”[13]. En la tesis Nº 9, reflexiona sobre un cuadro de Paul Klee, Angelus Novus. Es el “ángel de la historia” que “ha vuelto el rostro hacia el pasado” y lo que ha visto se traduce en la expresión de pasmo de su rostro y en la rigidez de sus alas. ¿Qué ha visto? “Donde a nosotros se manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies”. Quisiera “detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”, pero se lo impide un huracán que “le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso” (Benjamin 183). Sin embargo, en el pensamiento de Benjamin había todavía un lugar para el futuro, una esperanza mesiánica en la “redención” de los sometidos. En Couve, ese lugar ya no existe: sus personajes viven pues simplemente en un presente como ruina del pasado, en un tiempo descabezado.

El nuestro, nuestro tiempo cotidiano de la era del consumo posmoderno, gira sobre sí mismo, es decir, sobre su ruina. Esperamos que el mañana confirme el presente, que nos reponga como consumidores de mercancías y como testigo de su ruina. Más de lo mismo. Nuestra vida cotidiana, igual que la de los personajes de Couve, está habitada por signos que nos hablan de ella misma como un punto terminal, de resolución y cumplimiento de un orden, de un sistema. Signos que hacen posible imaginar un futuro incierto y a ratos apocalíptico, un horizonte poblado de clones y drones, o un horizonte de desastre climático o ecológico. Están por todas partes y son leídos desde distintos órdenes disciplinarios: antropología, sociología, filosofía, historia del arte y de la literatura. En este sentido hay nombres de pensadores contemporáneos que se nos han vuelto familiares: Deleuze, Baudrillard, Agamben, Vattimo, Bauman, Virilio, Augé, etc. El sistema capitalista no puede dejar de responder a su esencia: está diseñado solo para producir y seguir produciendo nuevas mercancías, es decir, acumulando ruinas, destruyendo sin parar la naturaleza, haciendo del hombre cada vez más un no humano. En síntesis: un mundo así, un tiempo cotidiano así, no puede sino sintonizar con el tiempo “descabezado” de Couve.




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NOTAS

[1] Los textos a los que me refiero formarán parte de la bibliografía de otro ensayo mío sobre Couve por publicar.
[2] También es pertinente señalar que junto al tiempo lineal dominante subsisten asimismo “otros tiempos”, como lo destaca el estudio de Sigfried Kracauer, Historia. Las últimas cosas antes de las últimas.
[3] En Chile, Baldomero Lillo ofrece una imagen desoladora de los mineros del carbón en su inolvidable libro de cuentos Sub-terra (1904).
[4] En un ensayo aparte abordo el problema de la “compulsión a la repetición”.
[5] Vladimir Propp, Las raíces históricas del cuento. Ver el apartado sobre “El héroe en el tonel”, pp. 357-360.
[6] Cito por Narrativa completa, op. cit.
[7] Además del libro de Propp ya citado, he tenido en cuenta, al escribir este apartado sobre el cuento de hadas, algunos libros: Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Jack Zipes, El irresistible cuento de hadas, Sarah Hirschman, Gente y cuento. ¿A quién pertenece la literatura?
[8] Sobre todo, Otto Rank, El doble. También sobre el doble, el ensayo de Freud “Lo ominoso”. En Obras completas. Vol. XVII, pp. 234-238. En este ensayo hay un comentario de Freud que puede aplicarse perfectamente a Couve. A los significados del doble cabe también incorporar “todas las posibilidades incumplidas de plasmación del destino, a que la fantasía sigue aferrada, y todas las aspiraciones del yo que no pudieron realizarse a consecuencia de unas circunstancias externas desfavorables, así como todas las decisiones volunta rias sofocadas que han producido la ilusión del libre albedrío” (p. 236).
[9] Esta novela forma parte de El cuarteto de la infancia, pero aquí la citaré por Narrativa completa.
[10] Nota de la Revista Chilena de Literatura: con el fin de salvaguardar el anonimato de este trabajo, hemos omitido provisionalmente información que refería explícitamente al/ a la autor/a del mismo.
[11] Erich Auerbach, Mimesis: La realidad en la literatura. México, Fondo de Cultura Económica, 1950.
[12] Lo mismo podría afirmarse de la pintura de Couve. Véase el libro de Claudia Campaña, Adolfo Couve: una lección de pintura. Santiago, Ediciones Metales Pesados, 2015, pp. 17-102.
[13] Walter Benjamin, “Tesis de filosofía de la historia”. En Ensayos escogidos, pp. 43-52.





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BIBLIOGRAFÍA


-Erich Auerbach. Mimesis. La realidad en la literatura. México: Fondo de Cultura Económica, 1950.
-Benjamin, Walter. “Tesis de filosofía de la historia”. En Ensayos escogidos. Traducción de H. A. Murena. Buenos Aires: Editorial Sur, 1967.
-Bettelheim, Bruno. Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Trad. Silvia Furió. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2012.
-Campaña, Claudia. Adolfo Couve: una lección de pintura. Santiago, Ediciones Metales Pesados, 2015.
-Couve, Adolfo. La comedia del arte. Santiago: Editorial Planeta Chilena, 1995-
________Cuarteto de la infancia. Buenos Aires: Editorial Seix Barral, 1996.
________ “Prólogo al Cuarteto de la infancia (citado por Couve, Obras completas. Santiago: Tajamar Editores, 2013).
________ Narrativa completa. Santiago: Editorial Planeta Chilena, 2003.
-Freud, Sigmund. “Lo ominoso”. Obras completas. Vol. XVII. Buenos Aires: Amarrortu Editores, 2009.
-Hirschman, Sara. Gente y cuento. ¿A quién pertenece la literatura? Trad. Julio Paredes. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2011.
-Kracauer, Siegfried. Historia. Las últimas cosas antes de las últimas. Trad. Guadalupe Marando y Agustín D’Ambrosio. Buenos Aires: Las Cuarenta, 2010.
-Lacan, Jacques. “El estadio del espejo como formador de la función del yo (“je”)”. Escritos. Trad. de Tomás Segovia. México: Siglo XXI Editores, 1971.
-Morales T. Leonidas. Figuras literarias, rupturas culturales. Santiago: Pehuén Editores, 1993.
________Conversaciones con Diamela Eltit. Santiago, Editorial Cuarto Propio, 1998.
-Propp, Vladimir. Las raíces históricas del cuento. 1974. Trad. José Martín Arincibia. Madrid: Ediciones Fundamentos, 2008.
-Rank, Otto. El doble. Traducción de Floreal Mazía. Buenos Aires: Ediciones Orión, 1976.
-Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. 2004. Trad. Agustín Neira. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010.
-Stendhal. Rojo y negro. Trad. Antonio Vilanova. Bogotá: Pinguin Random House, 2015.
-Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Trad. Luis Legaz. Barcelona: Ediciones Península, 1994 (13ª ed.).
-Zipes, Jack. El irresistible cuento de hadas. Trad. Silvia Villegas. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014.

Publicado en Revista Chilena de Literatura. N°96. Noviembre de 2017

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