sábado, 23 de noviembre de 2013

En los desórdenes de junio (fragmentos 2 y 3)

La playa de los muertos-Couve


MONICIO

Monicio el incrédulo va cortando a su paso la sucesión de arcadas. Lleva el breviario abierto, pero recita de memoria. Como el vals de Chopin que aprendió el poeta de la bufanda de lana, sin volverlo a estudiar, haciendo de los errores del latín un nuevo latín, un nuevo vals. El padre Monicio tiene los primeros síntomas de la vuelta de las vueltas. Duda, no hay duda. Matías lo ha escogido como su confesor. Le preguntara a quemarropa cuando el santo varón lo lleve a su cuarto: :”¿Cree usted, padre?” Monicio tiene dos tarros grandes, uno con galletas, otro con pastillas. Mil pastillas de colores pegadas de tal forma unas con otras que hacen una grande. Al entrar en la pieza hay que subirse en unos trozos de felpa para cuidar el encerado. Matías sobre estos esquíes resbala con destreza. Encima del escritorio está la madre del sacerdote. La fotografía tiene todo el aspecto de ser de una persona muerta.

ANGELINO

Las ciudades crecidas al borde del océano se han hecho indiferentes a tal inmensidad. Y los hombres que las habitan son silenciosos a causa de las habladurías del mar. La infancia de Angelino fue saberse al servicio de otros y mucho antes de competir con sus amigos, vació su bolso de bolitas y tesoros, huyendo lejos de la rivalidad.



Entonces encontró asilo en un banco anclado en medio del patio y remó mil ensueños, porque a la navegación libre, solo bastan los vientos propios. Su atención era mediocre y había que llamarlo tantas veces y tan fuerte que su nombre se hizo célebre entre los demás.



(de "En los desórdenes de junio", ed Zig-Zag, Santiago, 1970)

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