martes, 10 de marzo de 2015

El desorden de Adolfo Couve por Alejandro Zambra Infantas

Playa chica norte - Cartagena



En los pasajes finales de La Comedia del Arte
[1], de Adolfo Couve, Camondo, viejo pintor fiel al paisaje y al desnudo que ha decidido colgar los pinceles definitivamente, solicita y recibe la atención de los dioses del Olimpo -quienes desde siempre han regido sus acciones- para realizar su mayor creación: transformarse él mismo en una obra de arte. Camondo pasa a ser una copia exacta de si mismo a través de su conversión en una estatua de cera, cuya perfección malogra Marieta -su modelo desde siempre, su mujer o su idea de una mujer-, al sustraerle la cabeza para conservarla. Cuando pienso en mi falta de cabeza[2], refiere el derrotero de Camondo al darse cuenta de que esta transformación no ha significado su muerte, porque las deidades olímpicas a las que se confió “son incapaces de hacerse cargo de nuestra muerte”. El personaje, sorprendido de ejercer un completo control sobre el cuerpo que creía muerto (el cual, a pesar de hallarse incompleto, le permite abrumadoras cavilaciones), se ve en la situación del extraño en su propio mundo. Deberá emprender una trayectoria desordenada y carnavalesca en la búsqueda de si mismo porque ha perdido la cabeza y con ello la cordura, la identidad y el arraigo. Cuando pienso en mi falta de cabeza prolonga, regresa y detiene algunos de los movimientos que habíamos conocido con La Comedia del Arte y, sobre todo, lleva a sus extremos una reflexión en torno a las relaciones que mantienen entre si el arte, la vida y la muerte. Una reflexión que encuentra un origen vacilante, complejo, en los trabajos anteriores de Adolfo Couve.

REGRESOS

Desde la publicación de sus primeras novelas -breves, recortadas, violentamente sintéticas- la prosa de Couve subraya su marginalidad con respecto a la escritura de sus contemporáneos. En vez de incorporar los recursos expresivos heredados de las vanguardias históricas (montaje, fragmentariedad, stream of consciousness, etcétera), Couve parece optar por el regreso a una descripción depurada, intensa, a veces velada del paisaje (hay instantes en que los trazos se pierden por exactos y devienen puntos: hay que alejar la página para leer). Con este tipo de descripciones el autor busca aproximarse a cierta plenitud esporádica, nacida de la impresión, narcisa y valiente, de haber construido objetos de arte con las mismas herramientas con las que se habla y, por cierto, de haber logrado un tono distintivo, personal, no obstante el peso de la tradición literaria. La prosa del realismo francés resultó la plataforma idónea para iniciar el desarrollo, en tanto, como el propio Couve explicita, es una literatura que valora profundamente el equilibrio entre la necesaria universalidad de una obra de arte y su fidelidad con respecto a los paisajes que la motivan y hacen posible. Del acercamiento riguroso a este paisaje especifico resultan solo algunas imágenes que el escritor dispone en el texto, consciente de la extrema fragilidad del ejercicio y del resultado.

REALISMO LÍRICO

La exactitud es concebida en términos similares a los teorizados por Ezra Pound, quien ante los ambages literarios reclama que el objeto natural es siempre el adecuado
[3]. La exactitud, sin embargo, siempre entraña la enorme opacidad del objeto. Los rostros, por ejemplo, son descritos como un conjunto cerrado, aunque solo para constatar que este conjunto posee filtraciones y espacios vacíos, apenas conjeturables. Esto ocurre en la descripción de Rogelio, el niño protagonista de El Pasaje: “A pesar de ser un niño modesto, vestía con cuidado excesivo, y la arrogancia que denotaba infundía cierto respeto. Llevaba los cabellos rubios muy cortos, y el mechón de pelo que por lo general cae sobre la frente de las personas de su edad en él estaba cuidadosamente engomado, formando un gracioso copete. El rostro era ovalado pero no terminaba en punta, sino en un mentón inusitadamente firme para sus cortos años. Los ojos celestes y rápidos permanecían entrecerrados por la fuerte luz de la calle. La agudeza de esa mirada contrastaba con la inexpresividad aparente de sus rasgos. La nariz respingada y el labio superior fino hacían al rictus curvarse, lo que le daba un aire despectivo, casi insolente, como de alguien profundamente herido que ya no espera nada de nadie”[4]. Es la exactitud lo que permite esta última imagen, demasiado vaga y sugerente, lírica, en medio de párrafos igualmente macizos y opacos. El rigor no arroja caracterizaciones previsibles, huecas o esquemáticas, sino más bien procura esa ambigüedad que Couve tanto admiraba en sus “padres” franceses. También puede hablarse de la “humanidad” o incluso de la “realidad” de estos personajes complejos, inescrutables, ajenos al maniqueísmo y la homogeneidad, vulgares y hermosos.

Los planteamientos del escritor francés Marcel Schwob arrojan alguna luz sobre este tipo de personajes. En el prólogo a susVidas Imaginarias, Schwob sostiene que el territorio propiamente artístico no es el de las ideas generales, sino, por el contrario, el de lo individual. No se trata, por cierto, de lo “excepcional” en el sentido grandilocuente o mesiánico del término. Para Schwob no hay hombres notables a priori, porque el arte, lejos de clasificar, desclasifica
[5]. Couve atiende a este proceso de desclasificación y por eso sus personajes son marginales, contradictorios. “Desviación de la norma” y “norma” tienden a desperfilar su antagonismo tradicional, estático, para relacionarse, en cambio, problemáticamente. Los lugares ostentan un nivel similar de protagonismo con respecto a los seres humanos, en un entramado de correspondencias y divergencias también dinámico, oscilante, nunca fijado del todo por las palabras.

PUENTES

Por eso los hiatos, las pausas demasiado largas, las fracturas apenas perceptibles de la limpieza expresiva, terminan por prevalecer en la lectura de las primeras novelas de Couve. El extremo orden no puede sino encubrir un desorden flagrante, que se revela en la medida en que la prosa del autor va adquiriendo una sostenida fragmentariedad (como corroboramos a1 leer El Cumpleaños del Señor Balande
[6], novela sobre la decadencia y la hipocresía de las relaciones humanas; cada uno de sus brevísimos y concentrados capítulos parece querer sustituir unas doscientas páginas de prosa). Esta fragmentariedad se condice con la descomposición del espacio, tema que Couve intenta constantemente abordar, más no en el relato de las demoliciones masivas de las grandes ciudades, sino en la expectación del desmoronamiento paulatino de las construcciones de provincia.

La geografía buscada por Adolfo Couve llega a definirse y a adquirir su mayor peso con la publicación de Balneario
[7]. Couve entonces entrega a la literatura chilena el balneario Cartagena, espacio que resulta propicio para el desenvolvimiento de una decadencia lenta, de un “deterioro infinito” que entra en secreta complicidad con las vidas de sus habitantes (Las casas de Cartagena -cuyos únicos soportes parecen ser las tablas de una madera húmeda y carcomida- nunca fueron demolidas y reemplazadas por hoteles de más de una estrella, porque, según Couve, el progreso simplemente no llegó a Cartagena. El tiempo hizo su trabajo solitariamente, a vista y paciencia de los pocos hombres y mujeres que permanecen allí una vez finalizado el verano).

LA COMEDIA DEL ARTE 

La Comedia del Arte no significa un vuelco en el proyecto “realista” de Couve sino más bien su necesario desarrollo. El autor intenta cierta frontalidad sobre los asuntos que han movido su reflexión desde un comienzo. Acaso siguiendo un consejo de Borges -para escribir es mejor pensar que se está redactando un resumen de algo ya escrito-, Couve deja en voz del narrador una “confesión” sobre los mecanismos narrativos implicados en la escritura de la novela, la cual es presentada como el simulacro de un texto previo, fracasado, porque “la significativa alegoría del argumento desequilibraba el texto”
[8], según leemos en las primeras líneas y aun en la portada. El narrador incluso parasita de este original fracasado, citando de memoria uno que otro párrafo: “Recuerdo que en esta parte hice antes una detallada descripción de este lugar venido a menos: su situación actual en oposición a como era a comienzos de siglo, el destino de los bancos de hierro, el estado deplorable de los árboles y una meditación sobre el horrible busto del Padre de la Patria, desdibujado por los repetidos brochazos de reluciente purpurina”[9]. El narrador aparece cargado de una distancia de calidad inédita hasta entonces en la prosa de Couve, quien logra una perfecta parodia de su propia obra (y de si mismo) sin renegar del estilo que había minuciosamente forjado, conservándolo fantasmalmente. La novela La Comedia del Arte -cuyo titulo multiplica especularmente sus connotaciones, en el devenir de lectura y relectura- se articula, se constituye y busca su legitimidad en su carácter de simulacro. En la medida en que el narrador se aleja del modelo de la escritura realista ocurre la realización o, al menos, el no-fracaso de la obra de arte.

ROSTROS EN BLANCO

Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia) sigue el derrotero del simulacro, en un nuevo gesto de cuestionamiento a la estructura, la cual debe reformularse para permitir que los personajes pasen de una novela a otra. La relevancia de la copia frente al original permite pensar en que el alejamiento del original es progresivo y nos hallamos ante la copia de una copia, una imagen “infinitamente degradada”, como apunta Gilles Deleuze
[10]. La novela genera un nuevo marco para la comprensión de La Comedia del Arte y, por cierto, del conjunto de la obra de Couve.

Se advierte un aspecto onírico de la narración que sintoniza adecuadamente con la utilización de aquellos recursos expresivos que más arriba citábamos como completamente ajenos a la primera prosa de Couve: el montaje, sobre todo, permite la lograda intromisión de un pasado temporal y espacialmente lejano. El humor que puebla estas páginas corrobora su calidad (a medio camino entre la caricatura y la tragicidad destemplada) en el capitulo intermedio. Así, por ejemplo, Marieta pierde la cordura y, sin despertar las sospechas de Juanito, el jardinero que la cuida, comienza a dejar algunos objetos frente a su casa (el costurero, la plancha, una silla, el velador) para contemplar el momento en que algún transeúnte se los apropie. Al igual que Camondo, la modelo también guarda un deseo de transformación, pues termina por plantearse ella misma, desnuda, como el objeto perdido: “En el parte oficial se dejó constancia de lo que aseveró el jardinero: que estaba enferma, que había quedado sola, que su profesión consistía en trabajar sin ropas, que al parecer, al abandonarse de ese modo en la vía pública, abrigaba la esperanza de que así como se habían llevado sus cosas, alguien se la llevara a ella”
[11].

El capitulo inicial y el final tienen como narrador a1 propio Camondo, quien desde una posición indiscernible relata su tránsito hacia una muerte a la que nunca accede del todo. Como sucede en muchos relatos de Borges, la muerte aparece como la instancia cuya llegada permite al hombre lograr una imagen concreta de si mismo, comprender el enigma de su paso por la tierra. La diferencia es que aquí la muerte (que devolvería su cabeza a Camondo, además de llenar el rostro con sus rasgos definitivos) se demora. Precisamente la dilatación de ese momento de postrero orden determina que Camondo emprenda una peregrinación extraña que nos es entregada fundamentalmente como una sucesión de paradojas (de “un placer paradójico” habla Adriana Valdés en el prólogo, lleno de observaciones especialmente valiosas, desmitificadoras del carácter supuestamente inactual de esta prosa). Si La Comedia del Arte es la novela sobre el deseo del hombre de convertirse en obra de arte, evaluando, para estos fines, una posible renuncia a vivir, Cuando pienso en mi falta de cabeza problematiza aún más el cuadro, por cuanto la propia muerte aparece alejada de sus disfraces previsibles; se ha vestido para el carnaval, con los ropajes de lo absurdo. El hombre experimenta la necesidad de cultivar la muerte propia de la que hablaba Rilke, de prever la forma y las circunstancias en que ésta llegará y, por lo mismo, constituirla como una última posibilidad de realización. Se entrega entonces a un juego brutal con lo absoluto, motivado por la intuición del fundamento que ha perdido.

Entre las muchas imágenes que permanecerán de la obra de Couve, se destaca una en que, confundido con la penumbra de su estudio, vemos el gesto ostensible de insatisfacción que hace el pintor ante la tela, su amago de renuncia y un nuevo gesto de inmotivado entusiasmo a1 retomar su labor. Sus ojos, a fuerza de concentrarse en el objeto, procuran ver claro entre el desorden y no lo logran. Hasta que el pintor vuelve sobre si mismo para intentar esta vez un acercamiento concreto al desorden, a las luces y a las sombras a la vez, haciendo constar sus imprecisiones, dejando huellas de su intento, haciendo significar la redundancia de su deseo.

CARTAGENA

El lector llega tarde, como siempre, pero no hace abstracción de que la escritura de esta novela antecedió a la muerte de su autor. En abril de 1998, los ruidos menores de Cartagena después del verano fueron interrumpidos por el suicidio del escritor Adolfo Couve. No sabemos si entonces cumplió o malogró su proyecto literario.






* * *

Notas

[1]Couve, Adolfo. La Comedia del Arte. Santiago. Editorial Planeta, 1995.
[2]Couve, Adolfo. Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia). Santiago. Editorial Planeta, 2000.
[3]Cf. Pound, Ezra. “A few dont’s” en Pavannes and Divisions. New York. Alfred Knopf, 1918
[4]Couve, Adolfo. “El pasaje” en Cuarteto de la infancia. Buenos Aires. Seix Barral, . 1996, p. 234.
[5]Cf. Schwob, Marcel. “El arte de la biografia” en Vidas imaginarias. Buenos Aires. Emecé Editores, 1998, pp. 25-33.
[6]Couve, Adolfo. El cumpleaños del señor Balande. Santiago. Editorial Universitaria, 1991.
[7]Couve, Adolfo. Balneario. Santiago. Planeta, 1993.
[8]Couve, Adolfo. La Comedia del Arte. Op. cit, p, 19.
[9]ibíd., p. 21.
[10]Cf. Deleuze, Gilles. “Platón y el simulacro” en Lógica del sentido. Barcelona. Seix Barral, 1970, pp. 321-337.
[11]Couve, Adolfo. Cuando pienso en mi falta de cabeza. Op.cit., p. 53.

(Revista Chilena de Literatura. Santiago de Chile N° 58 Abril de 2001)