miércoles, 20 de noviembre de 2013

Adolfo Couve- Alamiro (1965)



I

Nací en uno de los cerros de Valparaíso. No sé bien en cuál. En todo caso, todos miran al mar.

¿Es luz, corredor o lugar?





II

Llueve contra la ventana de la pieza. Tu jardín y tu calle están mojados. Es el primer plano el que hiere mi corazón; el vidrio golpeado por el agua.

Una voz a mis espaldas; alguien me ofrece una mermelada muy oscura y azucarada. La mermelada me sugiere una larga distancia. Es mi abuela quien la ha enviado desde el sur: Mermelada para el invierno.

Siempre el sur será un día de lluvia y mi abuela, un personaje lejano de invierno.



III

A alguien he amarrado al poste del parrón. No estoy solo, somos varios. Su madre ha venido por él, se lo lleva y nos dice algo duro.

No puedo volver sobre el asunto; lo olvido en este instante al recordarlo con tanta intensidad.





IV

Mi padre me lleva a pasear en bicicleta.

«Abre bien las piernas».

Olvidé el consejo y estoy accidentado, llorando. Todo transcurre bajo un portal. Mi padre telefonea. He puesto el pie en los rayos de la rueda. Mi madre nos recibe gritando desde un balcón y lanza una zapatilla al herido.

Esta imagen se conserva perfectamente nítida, todo está inmóvil, es sólo la zapatilla que dibuja un arco al caer y muestra el jardín.



V

¡Pasará la noche a mi lado! Es un sapo. Está en un frasco y salta sin cesar. Alguien le ha puesto pasto. Mancha verde a través de un vidrio empañado. Han apagado la luz y alternativamente veo manchas verdes en todos los rincones. ¡Tengo asco!, ¡el sapo es mío!, ¡tengo miedo!



VI

Mi padre almuerza. Lo observo atentamente. Soy muy pequeño, no alcanzo a sobrepasar la mesa.

El diálogo que mis padres sostienen parece ser una acusación en mi contra.

La mano de mi padre amasa una bola de miga de pan que sorpresivamente me lanza en un ojo.



VII

Yo niño, niño, que pedalea una bicicleta grande de mujer por una calle oscura sobre el puente. Pongo los pedales a nivel en la pendiente y contra el viento voy tocando la campanilla. Entro en la quinta con gran velocidad, una ampolleta en el parrón, otra ampolleta en el parrón, uvas en el suelo. Con un palito me saco las suelas de barro y paja de mis zapatos.



VIII

Llay‑Llay en araucano significa «viento‑viento». Cae sobre el valle, arremolina las palmas de la calle y se remonta al cielo para dispersar la Vía Láctea.

Nadie le opone resistencia. Sólo un arrogante padre de la patria que hay en medio de la plaza desenvaina su sable y apunta al cielo en un ademán de bronce.



IX

La hilera de coches de arriendo que dormita al sol. Mi madre los llama «azotados».

Manchas de moscas oscurecen sus ancas, pero el viento las toma y lanza contra un parlante que canta sin cesar.



X

Ahí está la estación, el lugar del adiós. Alguien me aprisiona fuertemente la mano. Mi hermano se sienta en una maleta; sus calcetines los tiene pegados con jabón.

Escucho venir la campana sonora y tranquila. Todo es cuestión de un segundo. Adentro es oscuro y mucha gente alterada parece pensar en lo mismo.

Mi padre es un impermeable blanco en el andén.



XI

Como de costumbre el domingo es un día increíble. Tiene un sol impertinente, tan distinto al de nuestros lunes soñolientos.

Palpitan mis oídos, me los han lavado con pasión.

Estoy atento a un grito de combate que pronto se dejará oír en toda la casa. Grito que subirá escalas y escarbará cajones:

«A misa, a misa, a misa».

Me encojo y veo desfilar cabelleras peinadas, vestidos, perfumes, velos y libros negros.



XII

La iglesia es de color rosa. Afuera está la luz. Dentro un claros‑curo asfixiante. Una vieja toda de negro, incluso con anteojos negros, introduce una bolsa de terciopelo carmín por entre los feligreses.

Distraído me siento sobre las monedas y me cubro el rostro con las manos. Observo. Entre nosotros hay un diálogo horrible que se repite cada domingo.

El armonio se desinfla por todos lados. Me arrimo a mi padre que de rodillas exclama en voz alta: «Señor mío y Dios mío». ¿Por qué no lo dirá más despacio?



XIII

«Mamá, esta chaqueta me queda muy grande».

«Verás que todos tus compañeros tendrán uniformes crece dores».

Primer día de eso que llaman colegio.

Muy temprano me han llevado al fotógrafo; así la enorme chaqueta siempre será «crecedora».

Lo que sigue es una reja que se cierra y un grito de dolor.

Penetrante olor a gomas, lápices y cuero. Carreras interminables al baño y accidentes de este tipo en plena clase. Veo venir a la señorita profesora, que me toma por el cuello y mostrándome al curso, pregunta:

«¿Dónde lo pongo, fuera o dentro?».

«¡Fuera, fuera!», exclaman mis compañeros y con justa razón.

Alguien se compadece y me lava en una artesa. Telefonean a mi madre, quien viene a buscarme:

«¿Y por qué no avisas? ¿Acaso la señorita no te da permiso para ir al baño?».

«Mamá, hay que pedirlo en inglés».



XIV

Tenía siete años cuando fui depositado en casa de mis abuelos.

«Yo ya he criado a los míos», decía mi abuela.

Entumecido de miedo en una enorme cama, escucho las voces lejanas que suben del comedor. Mi hermana en camisón atraviesa la noche y me trae el viento que hacía temblar los paltos.



XV

La luz se cuela dorada a través de las celosías.

«N. teme un desenlace»; el telegrama está en la pieza de vestir. De noche suena el teléfono.

«¿Está en su cabeza? Ah... entonces ha muerto. Gracias».

Toda la familia está reunida, todos enlutados. Uno de los mayores sufre una fatiga en el baño. Vuelvo a mi cuarto; el ceibo no deja ver el cielo.



XVI

5 de febrero.

Querida mamá:

Le voy a escribir esta carta para decirle que mañana le van a ir un cajoncito con huevos empaquetados por mis manos y también le irán un cajón con un pavo y pollos. Aquí se están muriendo todas las aves.

Dele muchas memorias a todos mis parientes y no se olvide de mandarme unos dulces como ser chocolates. Amén.



XVII

«Ven acá compadre».

Es mi abuelo que me llama para enseñarme una camelia.

Nos rodean los queltehues y un perro negro escocés. Somos dos puntos mínimos bajo un gran cono de luz.

«Que enganchen el auto».

Hoy correrá su yegua Aurora; blanco y cereza en rueda, sus colores.

Un cable eléctrico le cae en una pata; corre mi abuelo por la cancha junto al animal. La lluvia tenue mojaba el pasto. Su mano enguantada acaricia al caballo.



XVIII

La muchacha del cuadro que zurcía y me miraba. Te acordarás de mis llegadas del colegio arrastrando el bolsón. ¿Mantenías los ojos abiertos en la noche?

Rematan.

Tú tienes un número en tu brazo.

«Y si nadie da más lo adjudico en...». «Y si nadie da más lo adjudico en...».

Adiós a tu sol, tu jardín, tu día, inmóviles.



XIX

Los elásticos de las hondas se estiran y lanzan puñados de piedras contra el cielo. Vuelan los pájaros. El potrero. Rodeamos un sauce. Doy en el blanco. ¡Tengo la obligación de encontrarlo!

Aparto las ramas. No lo quiero ver. De espaldas, las alas abiertas, el tordo sangra. Vivas y gritos, pero el tordo muere.



XX

Los sauces terminan en columpios sobre el río.

También sé algo de la fatiga del mediodía, que enciende el estómago, cierra los ojos y ríe en balanceos del cuerpo.

Coros de risas van y vienen sobre el río.



XXI

¡Matabas conejos, comías gallinas!

Por esto lo lanzaron a la línea del tren.

¡Copetín!, ahí te encontré y bauticé. No quiere quedarse conmigo. Hay que amarrarlo al naranjo y darle de comer.

«¿Vamos a buscar leña, Copetín?».

Es lanudo, pequeño, incoloro y su cola una pluma al viento.

Lo aplastó un camión.



XXII

Las montañas circundantes se vuelven púrpura y lila. La luna luminosa está anclada a merced del viento. Los perros estiran sus patas y rozan el suelo con sus vientres. Los paltos entonan canciones. Se prenden las luces de los hogares. Danzan las mariposas y polillas alrededor de la ampolleta. Es la noche. Surgirá de las acequias el hombre‑perro. No vayas al puente. Alguien dibuja calaveras con tiza en los muros.



XXIII

Mi vejiga mojó mi cama de niño noche a noche. Me despertaba sobresaltado, cerraba los ojos como para volver al sueño en que íbamos. Pero ya mi conciencia estaba enterada de los hechos y mi cuerpo mojado desde la cintura a los pies se enfriaba lentamente.

«Voy a encender la lámpara».

Restregábamos la lámpara del velador contra la poza hasta que ésta se secaba. Un vapor tenue subía a las alturas, a través del cual recuerdo los ojos negros de mi hermana que observan el proceso.

Al amanecer, la mano de mi padre que se introduce en nuestras camas y revisa.







XXIV

«¡Florido... Clavel!»; el grito‑canto se oyó en la arboleda. Así se llaman los bueyes. Cruje el puente y la carreta se silencia en el polvo. La siesta. Las nubes. Se desgarran los cielos narrando historias. «¡Florido... Clavel!».



XXV

La fábrica trabaja como un corazón joven. Mi padre se pasea entre poleas y motores. Atravieso calderos y ácidos hediondos.

Hay que gritar fuerte:

«Papááá...».

Pero mi voz la trituran los émbolos. Múltiples carritos corren por sus rieles. Hay bolsas grandes que se inflan y cuelgan de los techos.

Del overol de mi padre asoma una regla de cálculo que no cae jamás.



XXVI

¡El amigo de mi madre!

Su cabellera era un casco engominado. Tenía una lapicera que escribía verde. Verde como la hoja del repollo. Fui su amigo y también su enemigo. Amigo aprendí a pegarme el pelo y escribí verde. Enemigo esperé bajo el puente y le lancé un durazno deshecho en el cuello. Me golpeó. Caí al agua. La tarde nos cubrió a todos.



XXVII

Le daban muchas vueltas a la manivela del teléfono para hacerlo sonar con estridencia.

«¿Aló, me comunica con el pueblo?».

Momentos después aparecía un coche cerrado que venía envuelto en polvo.

«¡Al dentista!».

Subíamos todos.

El cochero fustigaba a los cuatro vientos para derribar a los niños que se colgaban de los pescantes. Partía.

Vibran fuerte los cristales de las portezuelas.



XXVIII

No pude leer la novela. Comienza así:

Es una mezcla de Dios y de bestia había dicho la princesa Valeria.

«¿Papá, qué significa esto?»

«Que es una mezcla de Dios y de bestia».

«No entiendo».

«¿Qué es lo que no entiendes?»

«Lo que decía la princesa Valeria».

«¿Valeria? ¿Qué Valeria? Pregúntaselo a tu madre, yo no te lo puedo explicar».

Volvía a abrir el libro con la esperanza de comprenderlo.

Era una mezcla de Dios y de bestia.



XXIX

«Irás interno, te portas demasiado mal».

Mientras mi madre marca mis sábanas con números rojos, yo escribo en el marco de la ventana una larga protesta.

Mi padre, un día al abrirla, encontró las frases y éstas fueron material de anécdotas.

Pero estoy seguro de que la lluvia cariñosa lavó mi voz con persistencia durante la noche.







XXX

Al caer la tarde del domingo, mis padres y hermanos iban a dejarme al internado. Me compraban siempre un cartucho de calugas. Llorando las comía en el silencio de ese extenso dormitorio. Pasada la medianoche un sereno revisaba las camas enfocándonos con una linterna. Ahí se encontraba con mi mirada desolada. Me cargaba en sus hombros y me conducía a su cuarto en donde había unos grandes acuarios iluminados. Los peces me dormían.



XXXI

En la caseta de un medidor de gas, dejé mi primera carta de amor. Al día siguiente en el mío encontré la respuesta.

«Bésame como artista de cine», me explicó.

Apreté mis labios contra los suyos con fuerza.

«Si me mandan a un colegio fuera de la ciudad, ¿vendrás

a verme los domingos?».

Sentí pavor.

«Ven, vamos al baño».

«No quiero».

«Ven, por favor».

«¿Y para qué?».

«Quiero saber si...».

La llegada de mi madre impidió toda investigación.



XXXII

«El demonio hila fino», nos advierte el jesuita.

Por ese tiempo, durante la misa, comienzo a diferenciar a Beethoven de Mozart.

«¿Cuánto hace que no te confiesas?».

«Una semana».

«¿Y de qué te acusas?».

«De leer libros prohibidos».

«¿Cuáles?».

«Los tres mosqueteros».

«Quémalo».

«No puedo».



XXXIII

El teatro es una caverna sin fondo y que respira atenta. La directora me da las últimas recomendaciones. Mi papel es de oso.

Tengo un disfraz todo de piel. Zapateo y doy volteretas por mi cuenta. Esto hace reír al público. Envalentonado vuelvo a repetir estas variaciones fuera de texto. Al finalizar la representación, el público me llama y aplaude. La directora calcula a través de la cortina en donde se encuentra mi cabeza y me asesta un fuerte golpe con una inmensa llave de fierro.

Amor y desamor.



XXXIV

La casa está frente al mar. La playa vacía. Desde un extremo, en donde hay un camión, viene una muchedumbre. Son puntos negros que traen carpas, perros y canastos. Se instalan frente a mis ojos. Sorpresivamente aparece un policía que galopa a lo largo de la arena. El caballo caracolea entre las gentes. Hay desorden en la playa. Los empujan. Levanto la vista y descubro el mar. Es infinitamente más poderoso que el jinete. Sonrío. Lo veo protestar en el roncar de las olas.









LOS EPíLOGOS

Salí tras de ti, clamando, y eras ido.

Se sucederán inviernos. ¿Qué puede aquel que navega en el alba y sueña con la noche? Aquí vengo a liquidar imágenes:

5 de febrero:

«Se están muriendo todas las aves».

La luz se cuela dorada a través de las celosías.

El ceibo no deja ver el cielo.

«Ven acá, compadre».

«M. teme un desenlace».

Bésame como artista de cine.

¿Dónde lo pongo, fuera o dentro?

Mi voz la trituran los émbolos.

«El demonio hila fino».

¿Cuánto tiempo que no te confiesas?

«Señor mío y Dios mío».

Yo niño, niño, que pedalea una bicicleta grande de mujer.

«¡Florido... Clavel!».

Hay desorden en la playa.

Dibujan calaveras con tiza.

El sapo es mío, tengo miedo.

Mermelada para el invierno.

Copetín.

Vibran los cristales de las portezuelas.

«Y si nadie da más».

El sapo..., el sapo; es mío..., mío.

Una mezcla de Dios y bestia.

«No se olvide de mandarme unos dulces como

ser chocolates. Amén».



Santiago, 1960‑1965.


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