lunes, 12 de mayo de 2014

CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA (La segunda comedia) Segunda Parte




II. CUARTETO MENOR





CABEZA MALA




Cuando Marieta la modelo perdió a Camondo, un año antes de su muerte, ya no estaba en su sano juicio. Quizás por soledad o simplemente por pena, se trastorno, volviose irreverente, impúdica, ella que siempre había demostrado un carácter dulce, una personalidad abnegada y cautelosa, le dio por hacer morisquetas, sacar la lengua, arrastrar el quitasol por la terraza, decir palabrotas, improperios que durante toda su vida solo escucho de otros, pero que almacenados uno a uno en su conciencia, una vez perdido el control, dejó afluir sin orden ni freno.

Las enfermeras que la asistían renunciaron a ello a causa de sus empellones; la acusaron de brusca, áspera, pesada de mano, violenta, amén de otros detalles con la cantora, una lapicera de palo que le clavo a la Sonia como dardo en el brazo y ese afán de desnudarse donde le daba la gana.

Desahuciada y en cueros, quedo al cuidado de Juanito, un antiguo repartidor de gas a quien le decían el Mote; pacientemente, éste la llevaba en micro a las transfusiones de sangre en San Antonio.

Sola, en el segundo piso, invento maldades. El hombre se desempeñaba abajo, el teléfono lo tenía en el jardín o en el repostero con un alargador interminable, porque Marieta cuando lo respondía, siempre decía lo mismo: soy Pacalito o mete bien el dedo, o métetelo mejor, o ¿no han visto la película del hombre que se mordió la espalda?, o ¿churris bundis ónde está ocho polito de papá? Ideó dejar cosas en la calle frente a la casa y observar oculta, tras la ventana de su cuarto, la reacción de los transeúntes.

Primero fue su costurero, bajo, lo colocó en la vereda y se escondió, le apasionaba mirar a la gente detenerse, dudar, otear circunspectos en todas direcciones, continuar viaje, algunos más resueltos, regresar, coger el objeto y emplumárselas.

Luego del costurero vino la plancha - Juanito ignoraba el juego-, después una muñeca negra, un vestido que lo presentó estirado, un abrigo a cuadros, la cartera, un espejo. Pero su entusiasmo llegó a mayores cuando abandonó allí una silla. En esa ocasión, el desconcierto callejero adquirió relevancia, más de un peatón estuvo tentado de tocar el timbre y denunciar el hecho, la mayoría pasó de largo; sin embargo, no faltó el avezado que primero la cambió de sitio, la probó y echándosela al hombro, se le hicieron pocas las piernas.

Marieta actuó entonces con el velador de su pieza, aprovechó que Juanito estaba de compras y acarreó como pudo el mueble escaleras abajo, lo ubicó en medio de la calle, incluso le colocó encima la lámpara de noche. La reacción fue similar a la de la silla, en la lámpara no estuvo el problema, fue en el velador que dcmoró un tanto, pero igual se lo llevaron entre dos.

Cuando Juanito regresó con la bolsa del pan, la vereda se encontraba limpia, sin nada.

AI día siguiente, Marieta sí que la hizo en grande, desnuda como Dios la enviara al mundo, se colocó ella misma, un montoncito de carne acurrucado. La rodearon los mirones -uno de ellos era el que se había birlado el espejo-, discutieron si llamar a la Asistencia Pública o a la Policía, optaron por esta última.

Interrogada en la Prefectura, mientras Juanito la cubría, no le sacaron palabra.

En el parte oficial se dejó constancia de lo que asevero el jardinero: que estaba enferma, que había quedado sola, que su profesión consistía en trabajar sin ropas, que al parecer, al abandonarse de ese modo en la vía pública, abrigaba la secreta esperanza de que así como se habían llevado sus cosas, alguien se la llevara a ella.





PERDER LA CABEZA



La mujer del tony Bombillín se cargó de niños. Vivía la familia al cuidado de una casa veraniega; esta vivienda permanecía cerrada y los Bombillín amontonados en el sótano, el cielo raso encima, la cocina en el patio, el baño también fuera.

La mujer lavaba en una maquina sonora que brincaba a la sombra de un emparrado.

En invierno se colocaba las medias que su esposo lucia en la pista, gruesas, de color zapallo, con pelos grandes de goma, y cuando se inundaba el patio y el viento echaba por tierra los cordeles, se metía en los zapatos descomunales de circo y recogía la ropa.

Bombillín armó casa en otro lado.

Lo sorprendieron comprando un terno fino donde Javier; lo mantenía una mujer rica, entrada en años, quien le prometió un camión si se portaba bien. Se decía poetisa; escribiría en su diario íntimo:



¿Quién, quién me pregunto es esa sombra que por las noches estaciona un camión en la esquina y desconoce mi nombre?



El par de mujeres se enfrentó en una ocasión en que las micros en que iban, una hacia Cartagena y la otra rumbo a Llo-Lleo, a causa de un taco, quedaron ventanilla con ventanilla.

Se conocían de vista.

En el diario, unos versos de la solterona sintetizaron la escena:



Fuimos dos peces espada

dos peces perro

acuario contra acuario

redoma contra redoma.



La mujer de Bombillín tenía problemas para guardar las gallinas por las tardes, las contaba una y otra vez antes de enviarlas al travesaño, o le faltaba una o sobraban tres.









CABEZA DE NIÑA



En los años en que Sandro, el joven discípulo de Camondo, paisajeaba en Playa Chica, una tarde de diciembre la ventolera le trajo hasta el caballete a una vieja intrusa, especie de espantapájaros, velamen de seda negra adherida al mástil de sus huesos. Miró el cuadro, y para sorpresa del artista, le hizo atinadas sugerencias; conocía el oficio, habló de transparencias y del uso de los empastes.

Estupefacto, observo Sandro ese rostro enjuto como un algo desinflado; los ojos turbios se sumaban al derrumbe físico del resto. Le habló ella de su padre, el célebre pintor Moya, luego se refirió al conocido retrato de niña que este le hiciera y que hoy cuelga en el Museo de Bellas Artes; una cabeza sublime, el ovalo enmarcado por graciosos rizos castaños, las mejillas pletóricas de tonos cálidos como los labios, encajada toda esa lozanía en un cuello de Flandes, bordado a pinceladas diestras y sabios efectos, el traje de terciopelo tan bien solucionado que se siente la consistencia del paño.

Una infancia rescatada a tiempo.

Volvió la vieja a insistir sobre su cabeza de niña realizada por su padre. Aunque Sandro la conocía de sobra, negó su existencia, incluso fingió ignorar a su autor. Increpó ella con odio y se alejó arrastrada por el viento.

Un esperpento a la deriva en la soledad de la playa.





ROMPERSE LA CABEZA



A la Jovita, la mujer de don Lucho que trabajaba en la cocina del liceo, en cierta ocasión se le cayó, dentro de la noria, un chancho chico que merodeaba por la orilla. La Jovita daba gritos, no tenía fuerzas para alzar la soga y retirar el balde desde esas profundidades y con el animal muerto encima.

Gastón Aosta, el fotógrafo playero, que pasaba por esos andurriales, escuchó a la cocinera.

El liceo queda justo en el vértice de una costra abrupta de tierra.

Aosta accedió a asistirla. Era un día tórrido de verano, el sol en su apogeo no les otorgaba ni un centímetro de sombra. Gastón se aferró a la barandilla y descendió por ese cilindro negro y húmedo hasta dar con el animal y el cubo. Al levantar la cabeza y mirar hacia arriba, se encontró con un cielo completamente estrellado, miríadas de astros, una noche esplendida en pleno día.

i Qué se iba a imaginar Aosta que el rescate de un cerdo le enseñaría las estrellas fuera de la noche, lejos de su cielo! i Un negativo a gran escala!

Jamás antes, ni en sus mejores momentos de fotógrafo, su cámara oscura lo recompensó de esa manera.





PERDER LA CABEZA



Ese día jueves, la Negra contaba las horas para dejar su casa y emprender un largo y reparador viaje que bien se merecía.

Las maletas abiertas sobre la cama mostraban su anhelo. Habían sido innumerables años de cautiverio al cuidado de una madre que en un comienzo fue dominante y luego lo siguió siendo cuando cayó en cama enferma, invalida; cuya sola movilidad consistió en agitar la campanilla del velador para pedir socorro por un sinfín de nimiedades.

Ese badajo estridente dejo en la soltería a su única hija, y en la histeria a la Rosita, la sirvienta de toda la vida.

En la calle Centenario de San Antonio, cerca del puerto, se veía durante buena parte de la noche una ventana encendida: el cuarto de misia Mercedes, insomne, moviendo sin cesar los labios, orando, maldiciendo, el velador repleto de libros y recordatorios píos, y remedando su corazón gastado un reloj sonoro de grandes números romanos, que debió estar en la cocina, además de esa campanilla, negra, de mango suavizado como el cuesco de una lúcuma.

La Negra ya tenía sus años, la Rosita otros tantos, las tres mujeres no conocían otra cosa que la rutina hogareña, un triángulo exento de hombres, con excepción del abogado, el señor cura, el cobrador de la luz, el repartidor de gas, el doctor Benítez, varones que entraban allí tal como salían, con la mente puesta a lo que iban, saltándose a esas hembras pasadas en limpio.

La madre poseía sus ahorros, había sido la mujer de un intendente en los años de los gobiernos radicales, pero, austera hasta la avaricia, obligó a su hija Marta a ganarse la vida y solventar sus gastos personales, lo que hizo que esta ocupara su tiempo en hacer copias a máquina, trabajo duro por el que pagaban incluso menos que por tejer chalecos de lana, otro oficio con que matizaba el primero. Encaneció temprano, no salió de un traje de sastre abotonado con rigor sobre una blusa discreta, las medias pasaron de la transparencia a la opacidad color carne muy característica de la soltería, y los zapatos recios, de tacón firme, confirmaron que no conocía varón.

Era la Negra una mujer abnegada no sólo ante las mañas de la anciana, sino en la parroquia, donde asistía a un grupo de feligreses pobres. Con el pretexto de recibir clases de catecismo, estos exteriorizaban sus falencias y problemas, para los que la Negra tenia siempre un consejo juicioso, un discurso apropiado a los asuntos de embriaguez, alcoba y dramas pasionales por los que ella jamás había transitado.

La madre murió sin que la hija ni la sirvienta se lo esperaran. Esta última, con la bandeja del desayuno, al aproximarse a descorrer la cortina de la ventana, se encontró la campanilla en el suelo y a la inválida fría, tiesa, y en una actitud indescriptible.

Las exequias se realizaron a pie, el puerto entero de San Antonio acompañó a la veterana. Pasados unos días, cuando las visitas de pésame menguaron, la Negra saco sus cuentas, visitó al contador, al abogado y dispuso que, a los cincuenta arios, bien se merecía un viaje a Europa; ella, una persona culta, que no sólo conocía a Rodin y Miguel Ángel por reproducciones, sino también, la desnudez de los hombres de carne y hueso de esa misma manera. Así es que ese día daba instrucciones a la Rosita respecto del cuidado y mantención de la casa, mientras echaba dentro de un par de maletas ropa de mas, prendas pesadas, calculando que en el hemisferio norte estaban en invierno. Tenía un concepto añejo del Viejo Mundo, ignoraba que nadie acarreaba dos abrigos, dos paraguas, tres pares de botas de goma y una bolsa de agua caliente.

El taxi que la llevaría al aeropuerto vendría recién a las ocho de la noche, porque el avión zarpaba al día siguiente, y la Negra dedujo que convenía pernoctar en Santiago en un hotel decente, para que las cosas se hicieran en forma más relajada.





Para una poetisa, porque ese era su verdadero oficio, un viaje significaba una fiesta, sobre todo para su diario íntimo, cuaderno secreta que cada día colmaba de rimas, aforismos, pensamientos, prosa llena de semblanzas y dobles lecturas.

Había sido esta práctica su gran consuelo, adoraba a la Mistral, Neruda en su primera época, Rubén Dario, Gaspar Núñez de Arce, en fin, se nutría de un parnaso de lo más variado.

Pensaba visitar en Italia la casa de Keats y Leopardi - aunque nunca los había leído- y dejarse llevar en el Pére Lachaise cual una viuda inconsolable, una musa sola, de tumba en tumba, descubriendo sin guía, al azar, el lugar donde yacía Wilde, la verdadera Dama de las Camelias, Musset, Chopin, Berlioz, Proust, esos seres sobre cuyo reposo inmortal iría esparciendo flores, para luego, en la intimidad del hotel, al referirse a cada uno en particular, estampar juicios, experiencias, sensaciones, que quedarían como testimonio singular en los renglones de su diario.

Ese era su proyecto.

Su nerviosismo no le daba tregua, a cada instante miraba el reloj y se iba a la ventana, faltaba buena parte del día para que Daniel, el chofer que había contratado, se estacionara frente a su puerta.

En una de esas veces, medio cuerpo fuera, en que se asomó a la calle, advirtió que a una cuadra el circo Andes contrastaba su carpa, banderola y pancartas contra el mástil y las tones de los barcos.

No lo pensó dos veces, notificó a la galopina que mataría la jornada de cualquier modo y, sin mas explicación, cogió su cartera, embadurnó sus mejillas e hizo pacientemente la cola frente a la boletería del circo.

Dentro, la lona tamizaba diferente la luz de esa tarde de enero, confiriéndole al espacio un recogimiento, una expectativa muy mágica.

La boca de ingreso a la pista estaba hecha de una cortina de tocuyo dividida en dos, en la que habían pintado el rostro gigante de un clown.

El viento y los que la transitaban partían medio a medio esa cara imponente.

La Negra se sentó en preferencia, encima del ruedo.

Los tonys, para distraer al público de la tediosa espera, se dedicaban a vender golosinas, provistos de unas grandes bandejas colgadas a unas gruesas correas.

Bombillín, el tony que capitaneaba al resto, se acercó a la solterona y le ofreció un cartucho de cabritas. Fue cosa instantánea; la poetisa, sin mayor experiencia en el asunto, intuyó reciedumbre, complexión atlética, musculatura tras ese traje holgado de hombreras desproporcionadas y parches por todos lados.

El pantalón enorme, suspendido bien abajo de la cintura por unos tirantes floreados, no fue impedimento para que a la solterona le funcionara la libido. Lo miro a los ojos, tomó el cartucho. Jamás comía maíz inflado. Canceló con un billete grande, y al momento de recibir el vuelto, sin saber la razón, lo rechazó, haciéndole ver al payaso que se lo guardara.

Bombillín, esa máscara de colores estridentes, la miró serio, como si Raúl Ramírez se asomara tras el hombre de fantasía.

Entonces acercándose al oído de la Negra, le dijo una frase que no sólo la desarmó, sino que la dejó clavada en la silla durante las tres funciones sucesivas que consignaba el programa:

-Quiero estar a solas contigo.

Durante todas las funciones, Bombillín realizó la rutina de la abeja lejos de la solterona, favoreciendo al sector opuesto del ruedo. Lo hizo por cuidar las apariencias. Temía la indiscreción de sus colegas: al tony Zanahoria, pero por sobre todo a Carterita, quien era conocido de su esposa y tenía una lengua afilada.

La solterona, en su mente, que todo lo reducía a metáforas v paradojas, vió en el aro en llamas que atravesaba la leona su propio riesgo, identificó las proezas del trapecio y de la cuerda floja que el destino le tendía. Cuando salió de la carpa, intuyó que Bombillín se haría presente.

En el paradero de micros lo encontró, irreconocible, de terno y corbata normal.

En tanto, el chofer y la Rosita indagaban en los hospitales, los carabineros, el paradero de una mujer que se caracterizaba por lo responsable y por prevenir y controlar hasta el más mínimo detalle.

Así se lo hacían saber al jefe de guardia de la comisaria. A esa misma hora, en una de las cabinas que circundaban la carpa, frente a una mesa de luces, con pomos y frascos de colorete, narices de goma y pelucas, junto a un camastro maloliente, la solterona se paseaba en paños menores, dispuesta a entregarse en brazos de un hombre que ante la situación se llenaba de expectativas.

-Tengo tan feo cuerpo - dijo ella, animándose a esa confesión sincera y descarnada.

-Para eso me tiene a mí - respondió el hombre, convencido de que la carne se paga, y que si todo iba bien, lograría cambiar su destino.

Le habló de deudas, de su anhelo de adquirir un camión para fletes y así combinar la pista de serrín con otra actividad más rentable.

Esa noche regreso la Negra transformada, unas ramas que pendían de un árbol de la acera la acariciaron al pasar, y ella sintió que por primera vez se integraba a la vida y la naturaleza.

La Rosita, en plena calle, en cuanto la vio, corrió a socorrerla, pero se encontró con una patrona diferente, relajada, que subió lentamente hasta su dormitorio, y cerrando la tapa de las valijas, le dijo:

-Rosita, desocúpalas, no voy a ninguna parte, se acabó el viaje, dile a Daniel que me disculpe, que igual le cancelare la carrera.

Esa noche escribiría en su diario:



Virgen era, tiene amado

olvidando su pasado

un día se descuidó

vino Cupido aplicado

en la contienda ganó.



En los meses siguientes, un camión sigiloso, que sobre el techo de la cabina ostentaba un letrero azul, enclenque, y que rezaba fletes, detenía su motor a un costado de la casa de la solterona.

No sólo la pareja se encerraba bajo llave, las ropas de ambos revueltas, hechas un bollo al pie de la cama, sino que Rosita, amurrada, se negaba, luego de que Bombillín se iba, a servir la comida.

Si supiera, decía la Negra, que además de gigoló, es tony, que a escasas cuadras de aquí se coloca dos ridículas alas de lana a la espalda y efectuaba la rutina más trillada del repertorio circense, la de la abeja: “dame la miel, dámela toda”.



¿Quién, quién me pregunto

es esa sombra que por las noches

estaciona un camión en la esquina

y desconoce mi nombre?



i Qué manera la mía de perder la cabeza !





CABEZA MALA



El espejo que birlara el transeúnte frente a la casa de Marieta era de porte mediano, ovalado, con un marco sencillo, sin grandes adornos.

Había estado siempre en su dormitorio; tantos años frente a la cama, que la modelo, al quitarlo de su sitio, vio que las flores del empapelado habían conservado su color original y no sólo parecían diferentes del resto de los ramos roídos por la luz, sino que simulaban una ventana.

El hombre que lo tomó fue el mismo que un mes después sugirió, al ruedo de curiosos que se preguntaba qué hacer con la modelo, desnuda, hecha un ovillo, allí en la vereda, que lo más apropiado era llamar a la policía. Fueron los demás quienes sugirieron la Asistencia Pública.

Luego que los carabineros se la llevaron a la Prefectura, se disolvió el circulo de mirones.

Enrique - así se llamaba el personaje de quien nos ocupamos - regresó a su casa muy preocupado de darse una ducha y cambiarse de ropa para asistir a una reunión social, un aniversario de algo intrascendente.

Dejó la bicicleta, en la que ese día se movilizaba, junto a su puerta; ingresó a la vivienda, encendió el cálifont y se dio un baño prolongado; luego se embadurno el rostro con jabón y se dispuso a rasurar sus mejillas.

Había colocado el espejo de Marieta sobre el lavatorio, así es que debió quitarle el vaho con que el agua caliente lo empañara, restregándolo con una toalla.

Entonces creyó morir: la luna biselada mostraba el dormitorio de su antigua dueña, el lecho en desorden, sus cortinajes, la ventana que daba al jardín.

Al fondo, sobre una consola, un casco de diosa reluciente; los ojetillos de la visera, muy expresivos, miraban de frente con una intensidad inusual.

Volvió el hombre a restregarlo con el paño una y otra vez como queriendo borrar ese reflejo porfiado, equivocado de lugar, pero fue inútil. Su rostro no se reproducía, así es que con la barba de jabón intacta, descolgó el espejo y lo cambió de sitio. Fue inútil. Siempre el dormitorio de Marieta reaparecía.

Llamó a su mujer, quien, al verlo desnudo y con la cara cubierta de espuma, dio un grito, se alarmó y buscó algo con que cubrirlo. El hombre hizo un cúmulo de musarañas, e importándole un bledo hallarse en esas condiciones, salió a la calle, cruzó la calzada y tocó el timbre de la casa de enfrente. Se sumaron los curiosos, que lo rodearon. Entonces, alguien sugirió llamar a la policía, aunque no faltó quien pensó en la Asistencia Pública. No llegaron a tanto y, apaciguados los ánimos, resolvieron ponerlo en manos de su esposa, quien logró Ilevárselo consigo.

Una vez más tranquilo, el hombre le narro los hechos. Ella, luego de escucharlo, acudió a la sala de baño a comprobar tan insólita historia.

Encontró la ducha corriendo, la navaja de afeitar hundida y el hisopo flotando en el lavatorio, que sonoro cual una fuente se derramaba.

El espejo reprodujo el rostro consternado de una mujer que por primera vez tuvo noción de lo frágil que resultaba ser el jefe del hogar, su sostén, el pater familias, el guía de sus hijos, ese empleado de hoja de servicio impecable, juicioso, que para todo tenía una respuesta acertada. Costó trabajo conducirlo nuevamente a su lugar, lo llevaron entre varios. Una vez dentro, ella quiso que le repitiera con lujo de detalles el motivo de tanto escándalo. Entonces el hombre, al comprobar que el espejo había vuelto a la normalidad, tergiversó los hechos, inventando una excusa trivial que dejó a todos contentos.

Quebrar un espejo trae mala suerte. Prefirió Enrique correr ese riesgo a encontrarse otra vez a solas con lo mismo.

Esa noche lo destruyó a pedradas, lanzando los trozos en medio de la calle.

Nunca supo, mientras intentaba el sueño, que la luna que recorría lenta el cielo, vanidosa como nadie, se sorprendió de no reconocerse duplicada varias veces.





CABEZA DE NIÑA



La hija anciana del célebre pintor Moya, que como una sombra llevada por el viento había dado sabios consejos a Sandro, vivía en Santiago, en el barrio Bellavista, rodeada de un cenáculo de admiradores de su padre, jóvenes y no tanto. En un ambiente bohemio, se sometían a que esta mujer les tirara las cartas, les leyera e interpretara lo que el tarot indicaba como suerte y destino. En esa casa, que se había quedado alhajada en los años sesenta, amor libre, la rebelión de las flores, las cabelleras largas, la pata de elefante, las corbatas de payaso, ella, ante una chimenea que no podía encender por culpa de la contaminación, y sobre cojines encima de alfombras de estera, servía un vino caliente famoso al que en las noches de vigilia le prendía fuego como se estilaba antiguamente para destacar el espíritu del alcohol.

Uno de los asiduos, un tal Claudio, que le seguía el amen, se había convertido en su paje incondicional.

Mozalbete mucho menor, que acompañaba a esta hija de artista -conocedora por lo tanto, de todos los avatares de ese “calvario de lo bello”, como decía, sin asumirlo en carne propia - al mercado, al cine, donde ella dispusiera pasar el día y tener la oportunidad de opinar de todo y exponer sus teorías, adoraciones y rechazos. Así llegó la pareja en una ocasión al Museo de Bellas Artes, templo y preferencia de la vieja hija de Moya. Como era su costumbre, se iba directamente a recorrer la colección de maestros nacionales, y ante cada cuadro, repetía como loro lo escuchado a su padre, o cuentos de su propia cosecha.

Pero cuando se detenía ante su retrato de niña, enmudecía, las lágrimas brotaban descendiendo por esas mejillas ásperas y recogidas como un papel usado.

Luego de ese minuto de silencio, de ese acto de recogimiento, siempre le decía a su acompañante:

- Claudio, si alguna vez quieres hacerme feliz, regálame este retrato.

Desde luego, esta frase era sólo un piropo al cuello de Flandes, al terciopelo azul, sus bucles de oro, los ojos vivaces, el fondo sublime.

El mozalbete, para congraciarse con esta mujer que admiraba sin límites, ignorando que ese decir solo significaba un halago hacia la obra paterna, ingresó al museo un día cualquiera de invierno, cuando esas salas no están en el pensamiento de nadie, ni siquiera de los guardias, que prefieren dormitar en los sillones de felpa gastada; incluso las telas se ensombrecen y pierden fuerza.

Claudio entró a la sala de pintores nacionales. En sus oídos, como una melodía pegajosa, llevaba la frase de su amiga. Miró en todas direcciones y como no había nadie, tomó el retrato, y lo arrancó violentamente del marco, haciendo saltar los escasos clavos que lo sostenían.

Una vez con la tela bajo el abrigo, salió tranquilamente a la calle.

La mañana siguiente era sábado, día de tertulia donde Victoria Moya. Lo primero que la vieja hacia era prepararse el desayuno, y en tanto sorbía un café cargado, leer los titulares del diario.

En la portada, a todo color y con letras de molde, leyó: “Robo en el Museo de Bellas Artes”, y sus ojos horrorizados vieron ahora el cuello de Flandes, el terciopelo añil y el resto no en el templo de la consagración, sino en papel de diario.

Se desmayó; solo volvió en si cuando Claudio, el primero en llegar ese día a sumarse a la ronda del vino caliente y las figuras del tarot, extraía de entre sus ropas la tela y se la ponía en la falda.

- ¿Te has vuelto loco?

- ¿Qué no es lo que usted más quería?

El trámite de la devolución fue otra obra maestra que superó con creces al objeto en cuestión.

Se debió consultar abogados, muchos se declararon incompetentes, un juez de la Corte Suprema se tomó la cabeza a dos manos. Finalmente se resolvió que el mismo Claudio acudiera hasta el departamento del director del museo y dejara el cuadro muy bien envuelto junto a su puerta, tocara el timbre y huyera.

Así se hizo.

AI día siguiente, la hija de Moya, que por la completa soledad en que vivía acostumbraba a cenar con el noticiero de la televisión, se atragantó con la sopa de letras cuando el locutor enfatizó:

- Como una recién nacida, envuelta en pañales, un desconocido dejó al pie de la puerta del director del Museo de Bellas Artes la obra recientemente sustraída.

Claudio pensó que, para no dañar la tela, lo mejor era arroparla entre pañales, así los trajines que debía soportar estarían resguardados por ese envoltorio muelle que la eximiría de posibles accidentes y trastornos.





ROMPERSE LA CABEZA



La Jovita sufría de asma. En cuanto Gastón Aosta le colocó el chancho muerto al borde de la noria, sintió que le faltaba la respiración.

Encontrándose culpable, acarreó como pudo el cerdo hasta la cocina, y aprovechando que la maestra y los pinches estaban ocupados en el repostero y los comedores, faenó el animal y lo echó en un fondo de agua hirviendo.

Ignorante el personal del modo tragico como el cerdo había muerto, colaboro con la Jovita en el proceso.

Ella, para congraciarse con las autoridades, dedicó tiempo extra a decorar la cabeza, la que cocida, pero intacta, puso sobre una bandeja

En el hocico, introdujo una zanahoria, dos rodajas de huevos duros fueron a dar a las cuencas de los ojos como monóculos, las narizotas las relleno con aceitunas, sobre la frente peinó un flequillo de perejil e hizo un turbante con cáscaras de limón; de las orejas prendió unos ajíes verdes como brincos de manola, y al cuello un collar de habas tiernas que tuvo la paciencia de enhebrar como cuentas.

Terminada esta monada, la exhibió en la vitrina del comedor de los profesores, junto a los emparedados, postres y platos del día.

La señorita Lineo, maestra de ciencias naturales y miembro de número de la Sociedad Protectora de Animales de Llo-Lleo, que por su postura ecológica se negaba a descuajeringar felinos en clases para enseñar el pulmón, corazón y vísceras a sus alumnos, envió una protesta por escrito al director del establecimiento. La denuncia contó con la aprobación del profesor de matemáticas, quien, aunque indiferente al asunto de “el modo cruel y grotesco de ridiculizar la dignidad de un animal que se merece un debido y mínimo respeto”, no escatimó la ocasión de congraciarse con su seductora colega y amiga.

Realmente la Jovita no estuvo en su mejor día.

CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA (La segunda comedia) Primera Parte

Amaya Bozal


I-CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA



EL HOMBRE DE CERA



Landas áridas, sinuosidades del secano costero, hierba hirsuta, como sobrepuesta, dando la impresión de que el viento pudiera cambiar a su amaño.

Abajo, a distancia, el mar, Cartagena.

De sobra es sabido que, tiempo atrás, mi ambicioso e iluso ser pactó con el Olimpo y sus dioses anacrónicos, caídos hoy en el olvido y el descredito; divinidades que, sin embargo, tienen aún cierta solvencia, ya que gobiernan y disponen de nosotros los artistas: pueden dictar sentencias, dar ejemplificadores castigos, dejar a alguien mutilado como fue mi caso; pero a la vez son incapaces de hacerse cargo a fondo de nuestra muerte y llevar el alma a un definitivo refugio y sosiego.

Cuando la cera reemplazo mi carne, atrapó mis huesos y detuvo el flujo de mis venas, cuando aquella musa tomó la apariencia ajena y condujo a Marieta, mi vieja modelo, hasta el altillo de la residencial, permitiéndole arrancar mi pesada cabeza de mis hombros, yo permanecí en esa torre aún con vida. No me lo puedo explicar; mi emoción, es cierto, no la sentía centrada en el pecho, pero así y todo no me abandono.

i Cuántas veces antes no la tuve desviada, apuntando hacia las penas y 10s recuerdos!

Algo similar me sucedió al quedar allí decapitado; todo indicaba que era imposible el más insignificante atisbo de vida en tan categórico despojo, y sin embargo, en ese montón de cera, esta porfiaba y subsistía, como la tibieza adherida a los muros luego que el sol se ha ido.

Las historias de Marieta, Sandro, Bombillín, los vecinos de mi casa, incluso las comparsas del Olimpo, siguieron otro derrotero, y como camino bifurcado, yo tomé este atajo y el curso de este relato continuó tras mis pasos, alejándose del que imprimían ellos.



Esa noche, la más aciaga que recuerdo, el oleaje retinto...sólo imaginé de él un funcionamiento pesado y regular. A eso accedía en ese momento mi limitada fantasía.

Anduve a trastabillones, las manos palpando las irregularidades, los accidentes de los viejos muros de este balneario antiguo. Este deambular me condujo hasta las rocas del Capri, atravesando las negras arenas de la Playa Chica, la que reconocí por su reducida distancia.

Cuando me volví sobre el terraplén que lleva a la terraza, me aferré a la baranda de los balaustros carcomidos y esta me puso al pie de la escala inconclusa con tramos de cascotes, donde los perros se erizan tras la verja de la primera casa; su agresividad me notificó que merodeaba la iglesia del Cristo Pobre.

Conocía su puerta lateral, su picaporte vencido. Fue cuestión de manipular ese candado flojo y estuve en las hundidas baldosas de la pequeña sacristía.

Una honda aflicción me cogió al entrar a la nave lateral y acercarme a ese rincón, bajo el retorcido acceso al coro, donde se acostumbraba a colocar y velar los féretros la noche antes del responso.

En esa ocasión no había nada; los velones eléctricos estaban guardados como los caballetes y el carro mortuorio; sin embargo, tuve un presentimiento, una fecha cercana, una sensación imposible de dilucidar en ese momento.

Di vueltas al templo vacío, ignoro si mis pasos retumbaban; esa antesala sagrada estaba vedada a mi destino. De no ser así, mi fin se habría ceñido a la lógica que dictaban esos muros. Yo era allí un completo extraño; a los dioses que me habían dejado en ese estado miserable, y al parecer irreversible, no 10s sentía cercanos. Mi desubicación era tan completa que ni la muerte sabía cómo asumirme, y de la vida solo me restaba ese insignificante vestigio, que apenas me servía para refugiarme allí con menos derecho que un incrédulo, un hereje o un perseguido.

Volví a la sacristía y en mi desesperación, hurgué en el armario grande bajo los vitrales deslavados, a tientas en los cajones donde se depositan los ornamentos, hasta dar con una vieja vestidura que no debió estar mezclada con casullas, albas y estolas. Se trataba de un hábito de San Francisco, prenda de algún hermano tercero, manda, voto, una hechura para mortificación de un penitente, una reliquia.

Para mí fue la solución, el disfraz, la única forma de completar mi figura, ya que una vez dentro de esas ropas, eché hacia adelante el holgado capuchón y suplí, con las sombras que este encerraba, la cabeza, los rasgos, las facciones, mis ojos, la boca, el mentón, la frente.

Completo al menos en apariencia, salí otra vez a la avenida La Marina; dejé a propósito la puerta del templo abierta: un socavón os- curo como el que recogía la capucha, una esperanza de retorno, de calzar con ese credo familiar y conocido, aunque el precio de tal identidad fuese la sucia muerte.

i Qué lagrimas ni nada, si yo no tenía cabeza!



Me encaramé a las micros y sujeto a la baranda de los asientos, debí soportar el éxtasis que continuamente me cogía.

Atenciones y fiestas que se le hacían a esa sotana.

Como sabía de sobra que no era esa elevación horrible invitación divina a mi persona, ni compensación a horas de flagelo y adoración, entonces me provocaba náuseas verme así tratado por los cielos; y este estado que en otros habría significado jolgorio y noticia de dicha, en mi volvíase de lo peor: sólo deseaba que me abandonara a esa abertura, ese convite a la ingravidez malsana.

Con que hambre observaba las rocas inamovibles que el mar en su inútil asedio trataba de arrastrar.

Descendía de esos vehículos destartalados, y cogido por la luz cegadora, me adentraba en ella corno quien recorre un túnel.

A pesar de tanta luminosidad, ese verano se me negaba; el calor rehusaba tocarme y un desapego del entorno impedía vincularme al mundo.

Las calles se me aparecían como las dejara el último sismo: el pavimento amontonado exhibiendo sus aristas y una viejecita enclenque, canasto al brazo, trepando esos bloques dispuestos sin orden.

Me perdí un tiempo en las noches del puerto, en albergues, cuartuchos subterráneos y arcos de puentes, a veces empapándome de perfumes más apestosos que mi suerte.

Cuando pienso en mi falta de cabeza, recuerdo que siendo niño, en mi primer viaje a Italia en compañía de mi abuela, luego de visitar el imponente castillo de Ferrara, descendimos hasta una pequeña plaza, en donde se levanta un monumento a Savonarola.

AI aproximarnos al pedestal que soporta al monje con las manos en las mangas y la cabeza algo inclinada, descubrimos que dentro del capuchón no había absolutamente nada, sólo tinieblas.



Ignoraba mi abuela que yo me encontraba en Florencia la noche del 17 de noviembre de 1494, cuando Carlos VIII forzó las gigantescas puertas de San Frediano y los argollones que mordían los leones se cayeron al suelo.

Me pregunto ¿cómo era en ese entonces mi apariencia? ¿Acaso la misma que hoy luzco aquí en San Antonio, merodeando por los muelles del puerto?

De esa fecha recuerdo aquel desfile dantesco, al Rey bajo el dosel movedizo, guardamalletas y borlas, la caballería de miedo, sin orejas ni rabo, los belfos hechos una ruina por el maltrato de los frenos, mariscales, guardia suiza, gascones, nosotros simples comerciantes con la bolsa oculta en las faltriqueras sin fondo; unas cuantas monjas del convento de Las Murates se descolgaban en sogas y canastos desde la altura de sus celdas.



Yo estuve allí ante esa interminable sucesión de antorchas, resplandor de armaduras, alabardas, culebrinas trabadas en el lodo, falconetes, arcabuces, torres de asedio, caídas las celadas de los yelmos y tanto distintivo horrendo; la joroba del monarca cincelada con primor en el espaldar de acero, los guanteletes ensortijados ocultando las membranas de sus dedos de pato.

Suerte la mía haber sido testigo de cómo el medioevo añejo expiraba en las calles del Renacimiento.

Qué profunda relación la de estos hechos con el evangélico solitario que vocifera bajo los balcones de la San Julián de Cartagena.

Habla de Israel, el mar le remeda como loro, guitarrones encintados, panderetas apocalípticas.



Yo estuve en Florencia cuando la redondez de la Tierra se impuso y la línea del horizonte cayó por los suelos, todo se volvió profundidad, conocimos la distancia, la atmosfera permitió el volumen y la luz tomó contacto real por primera vez con las cosas, mostrándonos en su roce la esencia de las mismas.

Por fin pudimos en la bottega, nosotros, meros aprendices, pagar unos florines a unos cuantos marineros de Indias para que posaran como apóstoles y como Cristo.

Roma saqueada, no les bastó pasear a los frailes en cueros, a horcajadas sobre el lomo de mulas escuálidas.

Grave fue en la ciudad eterna exhibir a la chusma el cielo raso de la sala de baño del cardenal Califano, pintarrajeado con delfines y náyades absurdas, y esas llaves de oro -no las de San Pedro - de los vanitorios repletos de sangre.



Alguna vez estuve tentado de retroceder hasta Cartagena, tomar un colectivo y aproximarme de noche al cementerio que queda en el fondo de una quebrada: unos muros pobres sobrepasados por hileras escuálidas de álamos.

Saltar la verja y forzar la puerta del único mausoleo importante de ese camposanto rural, donde la familia Ormeño accedió a cederle a Marieta un lugar en la bóveda húmeda.

Con una palanca he pretendido tantas veces levantar la losa y dejarme caer en ese recinto de sombras, patear ataúdes y reducciones, hasta dar con el féretro de mi modelo. Quitarla de ahí y estrecharla contra mi pecho. Nada hubiera sido hallarla inerte, porque yo le enseñé a lograr ese abandono. ¡Cuántas horas de peroratas para dejarla fláccida, inmóvil, inexpresiva, como de seguro ahora la encontraría!

Hablarle a esa dejadez, a esa mujer dormida era mi costumbre; así tendría por un segundo la feliz ilusión de que entre nosotros no había ocurrido percance alguno, que quien me quería de veras volvía a mis brazos a compartir conmigo antiguos diálogos.

iLa echo tanto de menos! ¡Me hace tanta falta!

Pero me refreno, más vale que pose bien la muerte, que se gane la vida, que permanezca obediente a su actual dueño.



A un costado del cementerio se yergue un cerro de gastado perfil. Un surco profundo marca su falda como una herida. En esa hondonada se inmiscuye la tiniebla y de ella brota, a modo de recompensa, una tupida verdura, inmune al parecer a los cambios a que obligan las estaciones.

Un vendedor de porotos de la calle Centenario me dio albergue en su casa.

Por ese entonces yo ya había recuperado la cabeza; dejé atrás la cera, y la sotana se volvió un mero recuerdo, una prenda olvidada en el probador de una tienda de ropa usada.

Era un verano tórrido, setecientos mil turistas colmaban las playas; en lugar de arena había cabezas, i tantas cabezas!

¿ Dónde había Marieta dejado la mía de cera? ¿En algún museo o bajo tierra?

¿Han visto mi cabeza?, me daban ganas de gritar en el mercado, la garita de los buses, la terraza, los muelles del puerto; indagar en los prostíbulos: capaz que una cabrona vieja me tuviera en cama, el cuerpo armado con una almohada.





CONFESIÓN DEL INFIEL



Sentí pavor cuando Cecilia, la garzona del Lucerna, me saludó con un mohín como a un desconocido; entonces me asistieron horribles dudas sobre mi apariencia; no vaya a ser cosa, me dije, que el cielo y el Olimpo trabados en quién sabe qué litigio eterno me hayan enviado por apuro de vuelta en un envoltorio cualquiera -el mío traspapelado- y yo me esté paseando muy orondo por Centenario sin advertir el equívoco y nada menos que en el cuerpo de otro; me aterré de sólo imaginar que de un automóvil aun en marcha descendiera una mujer ya de sus años como loca y a gritos me llamara por otro nombre, me besara con fruición, me dijera monito, perrito, dónde estabas, me Ilevara a una casa desconocida con familia y parentela completa; aunque se tratara de un palacio, la sola idea de pernoctar con una señora que aseguraba ser mi esposa me hizo correr hasta la vidriera de la esquina y plantarme ante el espejo que allí tienen empotrado en el escaparate; cerré los ojos, no me atrevía a abrirlos por temor a enfrentar a un atlético varón o un burgués adinerado con camiseta que, presa de una profunda depresión, se hubiese lanzado de bruces a un despeñadero; los abrí, felizmente ahí estaba el Camondo de siempre, ¡tanto que había difamado mi físico y sin embargo al reconocerlo me dio una inmensa alegría, hasta me encontré apuesto, era el mismo, no me habían devuelto en otro!

Mi primera reaparición en público, mi estreno en sociedad, fue en la fiesta de disfraces de la calle Pedro Montt. Todos los años las Madres del Amor Misericordioso efectúan allí una kermesse a beneficio de los niños huérfanos; era tradicional que este evento fuese con disfraces, actualmente sólo se acostumbra a llevar máscaras, en el bazar adquirí una, me llamo la atención que entre tantas caras de carton-piedra, animales, personajes célebres y de ficción hubiera uno o dos que representaban a un señor y a una señora cualquiera; me divirtió sobremanera cambiar mi rostro por otro similar y así, con mi sombrero sobre estas facciones corrientes, me fui a la kermesse de la monjas; en la micro la gente me miraba, era impresionante al parecer ver a un señor de rasgos un tanto exagerados pero con expresión normal: cejas pobladas, ojos redondos, nariz prominente, labios sensuales y mentón firme; iba pensando en esos faraones que ante la avidez y las expectativas del arqueólogo del intruso nos reciben recubiertos de oro, sonrientes, magníficos, ocultando la realidad de sus despojos. Esa kermesse de los huérfanos fue el último intento que hice en el litoral por reinsertarme entre los demás; fui tal vez un tanto ingenuo al creer que de vuelta del castigo y ya en mi consistencia normal, podía rehacer mi vida. Regresé a la Playa Chica, escenario de tantas historias, como quien tiene cita con un amigo; el peñón de la caleta se recortaba plano, nítido, a medida que la tarde lo envolvía, y pensé en el perfil de los barcos; abajo, en la minúscula rada, la sonajera de piedras que el mar intentaba remolcar hasta la orilla se hacía más patente; la marea alta sumergió al malecón desdibujando ese terraplén de cemento; al observar aquellas transparencias, éstas fueron esbozando retazos del inicio de mi historia, como si en una larga noche de San Juan, con velas vueltas y ante un lavatorio con agua, alguien indagara su remoto pasado: linda tu mamá, ¿no es cierto?; el espejo del ropero de tres cuerpos, la cama normanda, la Virgen de la Silla, la fotografía de la reina de la primavera, las damas de honor y a ambos costados dos pajes afeminados con esclavina y medias de seda, la cartera, el costurero, las escobillas inglesas, la ventana recogiendo a duras penas la luz gélida que antes invadía malamente el patio trasero; linda tu mamá, ¿no es cierto?; enfundada en un traje sastre, negro el corbatín de la blusa, unas iniciales de fantasía que ella había encontrado en la calle. Aparte la vista de esas aguas, espejo revelador del recuerdo, no podía soportar aquella nitidez, de vuelta de la muerte, el presente me insinuaba una existencia solapada, va no entraría en historias; todo indicaba que debía ocultarme, abordar el silencio y el olvido.



¿Quién se acuerda del tiento, la sanguina, la grisalla, la cotona, el atril portátil, la sombrilla, el piso plegable?, nadie, nadie, sino mi corazón. Cuando niño no tuve juguetes, sólo libros con estampas para mayores; a veces mis ansias de viajar e introducirme en esos remotos parajes me hacía tijeretear a escondidas las láminas, dejando entre las letras y los párrafos ventanucos vacíos, un verdadero desafío para esas deficientes descripciones: ¡vámonos, Camondo, acá ya no nos quieren, acá todo está terminado! ¿qué será de ti a la hora de mi muerte? Una sombra, un deleite de la envidia, un montón de ruina, como esos pájaros cautivos que de pronto se escapan y, aterrados, solos, hambrientos, las plumas vueltas, llaman a gritos desde la copa de los árboles, para que sus amos los encuentren, y sometan otra vez al cariño de sus jaulas; te llevaste, Camondo, lo mejor del desfile, no hubo clavel que no rebotara en tu pecho, tu pecho hueco, peto de mala resonancia, latón de fantasía festoneado con ese par de leones rampantes baratos hechos en molde; Camondo al proscenio, yo al último rincón del paraíso; ese teatrucho destartalado del Colon de San Pablo con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre; habían alzado la mortaja del telón ... la fachada ploma de ese coliseo de barrio, la marquesina sin cristales y dos hornacinas vacías a los costados, donde los padres sentaban a sus hijos y les abrochaban los zapatos; en un sitio eriazo en el que venden materiales de demolición he visto las butacas de ese cine, en rumas como pirámides, las baldosas del foyer, que Berrios bruñía con esmero, amontonadas por docenas y a precios irrisorios, y así, los urinarios, los tramos de la escala, que adosada al muro llevaba de la platea al paraíso, sus peldaños, la baranda, los descansos, que bien recuerdan los condenados que la subían.

De Tiziano a Warhol por Gonzalo Millán



Escritos sobre arte recopila ensayos sobre algunos pintores, esculturas y cuadros famosos: Tiziano, «La ronda nocturna» de Rembrandt, «El Perseo» de Cellini, «El Retrato de León X» de Rafael, «Las Meninas» de Velázquez, «La Gioconda» de Leonardo, la estatuaria ecuestre del Renacimiento, una breve opinión sobre Warhol, y algunas notas sobre el pintor chileno Pablo Burchard. El volumen añade consideraciones sobre la crisis de la pintura, a partir de su propia novela La lección de pintura (1979), y dos prólogos: uno del reciente Premio Nacional de Arte Gonzalo Díaz, quien fue su alumno, ayudante y amigo, y otro del crítico Guillermo Machuca, quien asistió también a sus clases en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile.

Los ensayos de Couve fueron redactados a partir del año 1976 en un periodo en el cual había abandonado temporalmente la pintura por la escritura —lapso que duró unos diez años—, y se publicaron en el entonces Suplemento Cultural de «El Mercurio» y después en la revista universitaria «El Arco y La Lira». Estas lecciones fueron utilizadas como bibliografía para sus clases de Estética y Teoría del Arte, y aún conservan un tono didáctico, apasionado y rotundo, aunque hoy puedan ser leídas con interés y placer como si fueran el discurso experto de un guía conocedor por el Museo de la Pintura Eterna.

Estos textos tienen además un interés adicional ya que Adolfo Couve, el pintor imparcial y el narrador objetivo, revela su subjetividad opinando libremente sobre pintura al exponer sus gustos y disgustos, admiraciones y rechazos. Considero también que la experiencia de Couve con los maestros antiguos no representa solamente un comentario teórico, erudito y de especialista, desligado de su creación, sino que se constituye en un aporte imprescindible para el esclarecimiento y profundización tanto de su obra narrativa como pictórica. Por ejemplo, en su lectura de «La ronda nocturna» de Rembrandt, encontramos una importante fuente para la comprensión no solo técnica sino simbólica del claroscuro en sus narraciones. En su novela El tren de cuerda (1976), el autor contrasta el interior de una casa oscura con una naturaleza luminosa. En una de sus novelas más celebradas, La comedia del arte (1995), el protagonista, el pintor Camondo, en una escena instruye a su modelo Marieta sobre los tres valores del claroscuro: luz, sombra y media tinta, relacionándolos con La Divina Comedia del Dante, y atribuyendo a cada uno los valores de paraíso, purgatorio e infierno. El problema del claroscuro interpretado en forma tradicional como el antagonismo metafísico entre el bien y el mal, el día y la noche, la vida y la muerte, no representaría solo una clave formal dentro de su obra, sino que sería, como fue señalado por el sacerdote (ex compañero de curso en los Jesuítas) que celebró el servicio fúnebre del artista suicida en 1998, como el debate moral de toda su vida.

Otro ejemplo de sus Escritos sobre arte que nos permite profundizar en sus cuentos y novelas es su lectura del «Perseo» de Cellini. En El pasaje, a mi entender la mejor narración de Couve, aparece la escultura citada en abismo como una de las láminas del álbum famoso en la década de los sesenta, «Bellezas de Italia» de Ambrosoli. La miniaturización lleva a plantear una analogía entre Couve y el maestro italiano pues ambos son cinceladores, maestros de la reticencia formal (es decir de la simplicidad sugerente), artífices del fragmento. Las historias y pinturas de Adolfo Couve son óperas reducidas y laboriosas, hechas a escala, con figuras que parecen juguetes y muñecos de teatro de títeres. Por otra parte, en este mismo texto se puede apreciar el debate ético subyacente en la creación de Couve, debate que contrapone la belleza al pecado, asumiendo que ésta no puede redimir el mal. (Recordemos que él siempre afirmaba "la belleza es poca cosa"). Es preciso remitirse a Vita, la autobiografía del escandaloso Cellini, para descubrir a qué se refería Couve en detalle.

El último texto de Escritos sobre arte, "Burchard", compuesto por textos breves de corte lírico que acompañaron una antología temática de reproducciones de Pablo Burchard en un volumen de homenaje de 1966, junto con el libro de prosas poéticas Alamiro (1965), me llevan a sostener la hipótesis que además del Couve pintor y narrador existiría el Couve poeta. Alamiro, la biografía de un niño nacido en un cerro de Valparaíso, fue un notable libro poético publicado en la década de los sesenta, con prólogo del poeta José Miguel Vicuña, omitido hasta el día de hoy por la crítica. Persiste todavía en mi memoria este fragmento: "En la caseta de un medidor de gas dejé mi primera carta de amor. Al día siguiente en el mío encontré la respuesta. 'Bésame como artista de cine' ". La veta poética recorre toda la pintura y la narrativa de Couve, como podemos apreciar en estos ejemplos escogidos al azar. Cito de Balneario esta comparación: "La alfombra gastada como un jardín sin riego". Y de El pasaje: "varias personas se introdujeron en sus casas, como bolas de billar en las troneras", y en la misma novela, la descripción del patio junto a la escalera: "Sin embargo, allí donde nunca un rayo de sol encendió vivos colores ni destacó finos materiales, una riqueza mayor se lograba, como si ese tamiz que era el patio, destinado a iluminar sólo la miseria, premiara ese recinto, imprimiendo a cada objeto del pasillo, a los viejos utensilios, la loza, el pan que ahí se guardaba, los implementos del aseo y numerosos tiestos y macetas, un peso, una calidad y una presencia casi sagrada".

De acuerdo con mi propuesta, Adolfo Couve, como el marinero de trapo del niño de su novelaLa lección de pintura, tendría tres caras: la del muñeco que llora, la del muñeco que ríe, y la del muñeco que duerme y sueña con los ojos cerrados.


(Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 29 de Julio 2005)


domingo, 11 de mayo de 2014

Velázquez por Adolfo Couve

Velázquez " Infanta María Teresa" 1651


-Velázquez hace la mancha y esa mancha representa a la cosa y tu vas de la cosa a la mancha y no hay más riqueza que esa.

Este vidrio, esta copa, este papel; Velázquez es capaz de traducir todas estas cosas, esta diversidad de cosas, con el óleo.

-¿Cuál sería la esencia?

-Todos estos elementos tienen la misma iluminación, ¿no es cierto?, a la misma hora, ¿no es cierto?; pero cada cual tiene su color local, su color propio; entonces están respondiendo a la iluminación de distinta manera, porque están respondiendo con el color que tienen; un color que no sabemos cuál es, porque el color local de las cosas no sabemos cuál es. Si yo apago la luz este rojo desaparece.

Entonces la ecuación entre el color de las cosas y la iluminación que reciben se traduce, milagrosamente, en que podemos percibir el vidrio, el papel, el cartón, la madera, ¿comprendes?; un pintor malo como es Camondo ("La comedia del arte") lo hace todo al óleo.




(Fragmento de la entrevista que realizó Cristián Warnken a Couve, en 1998 para "La belleza de pensar")

martes, 6 de mayo de 2014

Un recreo por Adolfo Couve

"Las grandes bañistas" Cézanne

La imposición de Cézanne, cimentada en un retorno forzado a la bidimensionalidad, descompaginando volúmenes que rigieron a la pintura por casi quinientos años, levantando la línea del horizonte, eliminando la atmósfera, dio como resultado una reforma drástica que derribó a la academia decimonónica y estableció una nueva, donde el tema se volvió en la exposición abierta, a la vista, del lenguaje pictórico.

Resultado de ello fue el cubismo, Picasso, el expresionismo abstracto, autores que no pudieron sustraerse a esta reforma.

"Flowers" de Warhol

Andy Warhol es un rebelde a esta dura imposición, una opción diferente, su arte no combate a la fotografía, como en el caso de Cézanne, sino que se le rinde. Termina con los adminículos tradicionales de ese oficio: caballete, óleos, paleta, pinceles. Interviene la imagen fotográfica, la iconografía popular y colectiva, esconde el original, adhiere a la reproducción en serie ( antecedente que encontrábamos en el afiche del siglo XIX), el protagonismo libresco del autor también se resiente, el museo es la calle, el metro, el restorán; el taller es de puertas abiertas.

Warhol representa una solución transitoria al terremoto fotográfico, un descanso momentáneo, un respiro, un recreo, un tentempié porque las reformas profundas, como la de Masaccio (quinientos años) y la de Cézanne (cien años) son imperios más largos de lo que pensamos, responden a exigencias muy serias, a academias prolongadas, son rescates forzados de algo que llamamos la pintura pero que en realidad no sabemos qué es ni lo que significa.


Retrato de un joven de perfil (Masaccio) 1425

(en “Artes y Letras” de El Mercurio, Santiago, 30 de noviembre de 1997, en “Escritos sobre Arte” EUDP, 2005; y el “Obras Completas” , Tajamar Editores,2013)

sábado, 3 de mayo de 2014

BURCHARD por Adolfo Couve




Introducción


El sol de Burchard alumbrará sus telas por mucho tiempo.
Inmortalidad, es lenguaje de hombres; en cambio, el mar ¿no es acaso tan nuestro como de los pájaros?
¿Son valederas las palabras frente al mar?






La pintura tiene la intensidad de la mirada y Burchard miró y pintando inició un largo diálogo que lo llevó a la verdad. Esos diálogos son obras de gran contenido plástico, ya que un hombre que es creador auténtico se vale de una forma que en nada contradice las leyes del oficio.





Muros


El muro es la reafirmación del concepto del plano en sus dos dimensiones. El artista exagera su altura para concretizar su contenido y lograr, en toda la superficie de la tela, una traducción de la calidad del adobe. Contra el muro se apoyan una vaca y ternero para establecer el contrapunto  fondo-figura. Pero hasta este muro llega el problema lumínico y se produce el claroscuro; la sombra se extiende al motivo y lo funde, en tanto que la luz emerge, poco a poco, a través de una mediatinta y logra su plenitud en una violenta mancha de sol. La síntesis tan plena nos revela  la realidad cómica y el silencio; poesía y soledad han contribuido a lograr la abstracción.


 Otoño


Las ramas cargadas de color caen con gravidez rompiendo el aire. Las hojas, convertidas en bronce, cobre y oro, sumidas en esa delicada atmósfera de Santiago, nos parecen una contradicción. Pero no es así, se trata en realidad de un contrapunto. Mientras más diáfana la atmósfera, más densa y metálica la rama dorada. En estas telas, la luz es impulsada por la música. Vuelo audaz. No se piense que una brisa puede mecer alguno de esos árboles, ya que el sol está detenido.



Sol



Se dice que el sol se representa. Burchard lo pinta. Tanto insiste, con tal vehemencia, que el óleo-sol se enciende.


 Atmósfera


Tenía conciencia de que la atmósfera puede existir en la pintura, siempre que los objetos que diluye mantengan su gravedad.
Así ese inmenso muro que rodea la ciudad conserva su peso a través de esa atmósfera blanquizca que viene en oleadas a morir en el primer plano en donde se levantan, concretos, los campos de yuyo y oro.
Cordillera de los Andes, muro de Santiago, que contiene esa atmósfera única, blanca.



Noche



Y Burchard se sorprendió ante esa nueva realidad sin sol: la noche.
Dice su mujer que tomaba el farol y salía a la oscuridad con la intensión de pintar. Sabía que sin sol las formas se recortan entre sí, y un color sordo, sin vibración, llena el total.
El maestro colgaba el farol, en reemplazo del astro, contra un portón; pero la luz no llegaba a los muros ni a los campos, sino que la llama concentrándose en sí misma palpitaba en medio de la oscuridad.
Esas telas añoran la luz y señalan que el espíritu del maestro no dormía, abstraído en una perpetua vigilia.



 Flores


El maestro fija su atención en ese mundo tan próximo a la tierra que son las flores, pastos y arbustos. Ese clima de intimidad le hace crear toda una serie de obras elaboradas en un amor  despreocupado. son obras de cámara, sencillas, pero de gran interés plástico. Cuartetos de color.
Si el mundo que nos rodea es monocromo, no por eso deja de tener manchas de intenso color que la luz no logra correr. Así, la amapola, el cardo, la begonia, el cardenal, el lirio, la flor de vilanos, derrotan a la luz y crecen trepando el muro que las encarcela y funde violentamente en el plano.
Vibración de color incrustada en la cal del vano.



Sombra


Lo mágico, lo tenebroso, lo demoníaco, lo imaginativo tentó también a este artista.
Contra el muro se derramó la sombra o contra el suelo insinuando el árbol que no vemos, una figura que no está en la tela. Pavor de lo desconocido. Presencia inmaterial.
Pero no lograron cautivarlo en definitiva.
La morbosidad fue derrotada por el abandono total de su persona en medio de la Naturaleza.





 Objetos


En invierno el sol está sin acudir. Gris. El maestro se recoge en su taller y la luz plata le hace estudiar: una taza, un florero, un limón, una semilla de amapola. Toda la vida le viene por la ventana.



Puertas


Los ancianos alcanzan sabiduría.
Burchard pintó una puerta en el vano. ¿Una puerta significa siempre que se puede abrir y que comunica con el secreto?
Todos sabemos que una puerta-pintura no se abre, sino con el amor.










(Editorial Universiraria, Santiago, 1966.


Ed. Universidad Diego Portales, 2005. )