domingo, 29 de noviembre de 2015

Indicios del notario (una lectura de La Tercera Mano) por Gabriel Martino

     
                                  

  El fantasma del realista se nos muestra a retazos, vislumbres poderosas y breves.

  El ojo traduce en verbo una luz amorosa e implacable que construye el propio tema de su forma.

  Adolfo Couve, personaje de su misma tentativa de desaparición tras la obra, difumina aún más, precisándolos, los contornos de su mito personal, mediante la concesión privilegiada de observaciones que luego parecen obvias.

  Porque tenemos la sensación de que no sólo estamos frente a las manifestaciones de alguien que ha aceptado el riesgo de lo real, sino que ha dedicado su vida a eludir las distracciones de la facilidad para afinar el instrumento de su notación.

  El pequeño libro que, con devoción artesanal, han urdido Catalina Porzio y Macarena García, tiene mucho de subrayado personal. Imagino que frente al bruto de la investigación ha sido una tarea que las ha llevado, como se deja entrever en la introducción, a adoptar el sayo obsesivo del propio autor, desbrozar y desbrozar.

  El comentario del paratexto editorial bien podría haber sido: “Un Couve esencial”.

  En un formato, que como sus libros, y por casualidades de la colección de la que pasó a formar parte, poco tiene de “volumen”, se nos abre el abanico de su ideario estético, su laboriosidad, su infinita fraternidad con los nadies, y la cualidad única de un humor que no deja títere con cabeza.

  ¿Quién es Couve? ¿Dónde está? La naturaleza impalpable del tiempo expone indicios del hacedor de fantasmas, como piedras desenterradas por la lluvia;  pero las manos del pesquisante permanecen vacías de su sombra; no es cosa que poner en un estante.
A pesar de ello, siempre he tenido la sensación de que los escritores realistas –Balzac, Flaubert, Couve-   se perfilaban más mediante los pases ilusionistas para ocultar el yo, que aquellos que se enterraban bajo una pila de escombro autorreferencial.


  Culmino esta breve devolución agradecida, aparición innecesaria, pudorosa y sobreadjetivada, con decir que me he reído, me he emocionado, lo he leído en voz alta, de cabo a rabo y me queda esa sensación de cosa cada vez más necesaria, imprecisa y que parece haber estado siempre allí sin que lo notaran.

                                                                                             * * *

(Agradecimiento especial a Catalina Porzio por hacerme llegar el libro, en forma segura, a través de la cordillera, y por sus colaboraciones con este blog.)


sábado, 28 de noviembre de 2015

El Verbo Yo por Macarena García M.

    
-Don Adolfo Couve. –Sí, soy yo”. 



 Imagino que a Couve no le habría gustado recibir un libro hecho con fragmentos de las entrevistas que concedió. Era aprehensivo con los periodistas, que transforman las palabras dichas en palabras escritas, y se oponía firmemente a una literatura que hermana, sin complejos, la escritura y la oralidad. De seguro tampoco le habría gustado leer un libro donde el único protagonista es él, que tanto insistió en que “nadie tiene derecho a escribirse a sí mismo” y que se mantuvo firme en su defensa de una escritura en tercera persona, aun en tiempos en que el yo recuperaba buena parte del terreno perdido y aunque él mismo se haya tomado la libertad de traicionarse en su última novela, La comedia del arte, que está contada desde el yo.
    Para Couve hablar de sí mismo, y más aún escribirse, era todo un tema. Cuidaba en extremo las preguntas que respondía, reaccionaba duramente ante aquellas que juzgaba frívolas y para él frívolo era, al parecer, todo cuanto aludía directamente a su vida personal. Tal vez por eso hasta el día de hoy se sabe poco sobre su vida privada, apenas lo necesario para desarmar el mito levantado en torno suyo. Un mito que fue ampliamente consumido por un sector más bien afectado y entusiasta de la cultura local, que a menudo confundió el color de sus ojos con la ensoñación romántica de un creador y con el cual Couve, de cierta manera, coqueteaba, sin por ello mantenerse a salvo de las contradicciones propias y de su tiempo, que no eran pocas. Natalia Babarovic se refirió alguna vez a una suerte de “opereta” que él mismo habría creado “para reírse y para protegerse” y “que · era un modelo si no ajustado a la realidad, por lo menos tan errado como cualquier otro”. Puede ser. Como buen conocedor de la tradición artística decimonónica, Couve sabía que el arte y la vida no volverían a correr por carriles separados y que todo dispositivo formal lleva implícita una ética cotidiana. Creía, asimismo, que la práctica artística comienza por una actitud, aunque no con la misma actitud pueda enfrentarse la vida entera: “No hay próstata de artista”, decía; la enfermedad, la vejez y la muerte amenazan cualquier estilo. Como sea, lo cierto es que esa contradicción entre la vida y el arte se ubicó en el centro de sus preocupaciones, y quizás un modo de lidiar con ella fuera empeñarse en la construcción de un personaje que se revela, a fin de cuentas, contradictorio también. Como la casa que escogió para pasar los últimos años de su vida: una villa toscana con papel decomural inglés, inserta en medio de un balneario decadente. Allí vivió rodeado de un jardín que regaba durante cuatro horas diarias. Cuidó a un perro y también a un loro. Si mal no recuerdo, Freud decía que la casa es uno de los escenarios predilectos para las imaginerías del yo. 

    No lo conocí -cuando murió yo todavía era muy joven-, pero quienes sí lo conocieron tienen a menudo versiones distintas sobre su personalidad. Sus alumnos de la Universidad de Chile, por ejemplo, lo recuerdan como un profesor serio, escéptico, que guardaba distancia. Varios relatos lo describen como alguien que pensaba el Arte con mayúsculas todo el tiempo y que se definía a sí mismo como un Artista, sin titubear. Lo que imagino debía ser intimidante, sobre todo si el artista era, por definición, una persona distinta a las demás, una persona obsesionada con hacer cosas y con hacerlas bien, porque una obra de arte mal hecha no es arte, decía, y punto: el arte exigía, para Couve, un alto costo que pagar, y ese costo debía cargársele, en buena parte, a la vida. Él se lo cargó. Todavía dicen que se oyen por las noches sus bastonazos en las cercanías de su antigua oficina en Las Encinas y que nadie duda que es Couve que anda penando. Quienes fueron tal vez sus más cercanos lo recuerdan, en cambio, como un gran conversador, severo en sus juicios y apreciaciones sobre el arte, pero mucho más divertido de lo que en general se piensa. Me han contado que era bueno para la talla, que le encantaba el cahuín y que no se perdía las teleseries. También que se pasaba horas pegado al teléfono. Todos coinciden, cercanos y lejanos, en que era un hombre inmensamente bello, que tenía una especie de aura en torno suyo, que su mirada, que su barba, que su sombrero: su imagen parecía hecha de una serie de elementos que no variaban. 
   La mayoría de las entrevistas que concedió permanecen fieles a esa imagen, a la vez que se debaten entre una y otra versión. Aparece por un lado un Couve que se aferra a sus definiciones tajantes acerca del arte y la vida artística en general, insistiendo una y otra vez en los mismos tópicos –el arte como religión, la vida consagrada a la belleza, el rechazo al aspecto mundano de la creación–, como si muy tempranamente hubiese configurado una visión unitaria e invariable del mundo y, más aún, de lo que significa ser un artista. Para ese Couve, que desmiente lo que decía Montaigne sobre que ningún hombre es capaz de mantener una sola mirada de las cosas en distintos momentos de la vida, se me ocurre la imagende un pintor que a la hora de autorretratarse acorta la paleta y se prohíbe las medias tintas, entonces las variaciones entre un boceto y otro no son demasiadas, o tal vez sólo puedan buscarse en los matices, en los detalles, en leves cambios de tono que acaso testimonian el paso del tiempo.
   En el reverso de esa imagen, aparece un Couve más próximo a las variaciones, a esos cambios de tono que pueden ser cambios en la iluminación o simplemente cambios de humor. Un Couve si no abiertamente dicharachero, sí al menos divertido, irónico, agudo y en ocasiones chispeante. No sólo cuando se deleita repasando su anecdotario, lleno de pasajes ligeros y sabrosos. También cuando habla de cosas serias como la vida y la literatura –que son cosas graves y serias para él– e inesperadamente saca del sombrero una imagen delirante. Couve oscila todo el tiempo entre una suerte de “artista del no” y un tipo más bien inseguro, que duda y porque duda se ríe. Recuerdo una entrevista que le hizo Cristián Warnken en La belleza de pensar, en la que tras referirse con cierta timidez a los valores que él considera fundamentales en un artista, en oposición a otros que no lo son, se detiene para preguntarle a su interlocutor si está saliendo bien la entrevista, si sus respuestas le parecen adecuadas. La misma vacilación se repite en otras entrevistas. Para esas fracturas que componen y a la vez complejizan su figura, Gonzalo Millán acertó una vez con la imagen de las tres caras del marinero de trapo del niño de su novela La lección de pintura: la del muñeco que llora, la del que ríe y la del que duerme y sueña con los ojos cerrados.

      Tres caras de Adolfo Couve o una sola cara hecha pedazos: sin duda su poética, sobre la que se han escrito cosas muy buenas, tiene bastante que ver con eso. Una poética del fragmento, situada en la vereda opuesta de la opereta, en cualquier caso detrás de las bambalinas aterciopeladas que a menudo acompañan al espectáculo de la creación. Sus pinturas eran vistas fragmentarias, siempre interrumpidas, siempre rehuyendo la totalidad del motivo. Su mirada se fijaba en escenas insignificantes, muy cotidianas, que prescinden del detalle en beneficio de la experiencia que se tiene frente a las cosas. En ese sentido -no en todos–, su obra plástica se parece mucho a su obra literaria. Adriana Valdés proponía leer esta última de acuerdo con dos etapas: una que va del fragmento a la construcción, que comienza con Alamiro (1965) y termina con El pasaje (1989), y otra que, a la inversa, va de la construcción al fragmento, de El cumpleaños del Señor Balande (1990) a los pedazos de Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000). También puede pensarse el conjunto de sus textos como si conformaran uno al lado del otro una gran novela, la historia de un tipo que intenta traspasar el muro que lo separa de la realidad, que pasa del registro de la memoria a la búsqueda del tema universal y del tema universal a la alegoría, y lo que primero es un niño que ve llover tras la ventana acaba siendo un hombre vestido de monje que deambula por la ciudad ocultando su falta de cabeza. Lo que permanece, sin embargo, es el dolor de la separación, un dolor que con el tiempo se vuelve amenazante, al punto que los recuerdos fragmentarios de la infancia se transforman en los fragmentos de un cuerpo que amenaza con despedazarse. “Couve no fue el primer artista, ni será el último, que encontró imposible la vida”, escribió César Aira: “El arte se hace con las paradojas de ese imposible que sucede a pesar de todo”. 
     Tal vez un modo de no traicionar esa imposibilidad de la que Couve, dicho sea de paso, fue profundamente consciente, sea reconstruir su propia imagen como si se tratara de un puzle imposible, hecho de piezas y pedazos de piezas que ya no calzan. Él insistía mucho en que no hay diferencia entre aquello de lo que un libro habla y la manera en que está hecho. Sostenía que una obra debía componerse de lenguaje y de tema y que la belleza acontecía únicamente en el momento en que ambas cosas se equilibran. Ese equilibrio, decía, “supone castigar un poco estos dos elementos en función de lograr el todo”, por eso prefería mantenerse alejado del pintoresquismo de postal y de lo que él llamaba “realismo anecdótico”, que son dos maneras de construir totalidades cerradas sobre sí mismas, al igual que el cuento, que consideraba “un género muy frívolo”, en el que “el verbo trabaja para un desenlace”. Couve detestaba el cuento y adhería en cambio a la novela corta; sus relatos no apuntan a un desenlace sorpresivo, sino que van desenvolviéndose en el tiempo que les pertenece. 
    De acuerdo con esa lógica, este libro invita a leer a un Couve que se rehúsa a la construcción de una imagen total de sí, cerrada, unitaria, de retrato fotográfico para revistas. Un yo fragmentario, que no trabaja para un titular sino que, por el contrario, se despliega en una temporalidad distinta, histórica, pero también arquetípica. Un yo caleidoscópico, si se quiere, capaz de “representar la vida múltiple y la gracia moviente de todos los elementos de la vida” (Baudelaire), incluso aquellos que por contradictorios resultan inconciliables. Un yo que, en definitiva, no podría haber salido de la mano de él, pues el espejo nos devuelve una sola cara a la vez. 
    El retrato que resulta de estas páginas no puede ser igual al que Couve varias veces pintó; tampoco puede ser igual al que se asoma en el espejo deformante del costado autobiográfico de su imaginario literario. Es un autorretrato hecho por otro, por una mano ajena. Después de todo, como dijo también el doctor Freud: “El yo no es amo ni en su propia casa”. 


                                                                      * * * 

Comenzamos este libro el año 2010. Catalina Porzio había compilado las mejores entrevistas realizadas a Adolfo Couve, y yo, con un incipiente emprendimiento editorial en mente, le propuse que las publicáramos tal como estaban, ordenadas cronológicamente e intercaladas por algunos datos biográficos relevantes que su investigación había levantado. Pasó el tiempo. El emprendimiento editorial se deshizo, pero el proyecto del libro no. Mientras Catalina engrosaba la lista de las fuentes, desclasificando y algunas veces desgrabando entrevistas que hasta entonces no aparecían referidas en ninguna parte, yo me hice a la tarea de seleccionar y montar algunos pasajes de acuerdo con un criterio puramente empático. Nos interesaba un Couve actual, un Couve capaz de interpelar a nuevas generaciones de lectores, sobre todo un Couve cuyas palabras iluminaran su obra como si las oyéramos por primera vez. El trabajo se fue enriqueciendo de mano en mano, volviéndose en un momento obsesivo. Parece que la manía de Couve por corregir y corregir se nos pegó. Matamos el libro, en un momento, con un montaje demasiado estructurado, y luego lo revivimos siguiendo algunos consejos acertados de Guido Arroyo.
    Entretanto, visitamos un día a Dino Samoiedo, un galerista viñamarino que fue amigo de Adolfo Couve, suponiendo que él conocería algún material inédito. No sabía de entrevistas, pero tenía fotos que él mismo sacó. En una de ellas aparece Couve en la reja de su casa recibiendo al cartero, firmando lo que parece un documento que acredita su identidad… 
-Don Adolfo Couve. –Sí, soy yo”. Lo imaginé recibiendo este libro en sus manos, como quien recibe noticias de un amigo que hace mucho tiempo que no ve. 


(Introducción a La tercera mano. Extractos de entrevistas de Adolfo Couve, Macarena García y Catalina Porzio ed., Alquimia ediciones, 2015)

viernes, 27 de noviembre de 2015

LOS PEQUEÑOS LIBROS DE COUVE (o el problema del lomo) por Catalina Porzio de Angelis




En el año 2004, editorial Planeta publica la Narrativa completa de Adolfo Couve en una edición que reúne quince obras concentradas en 479 páginas, es decir, el número de páginas que naturalmente podría tener cualquier novelón de moda. A propósito de esta publicación, aparece en El Mercurio una reseña del escritor argentino César Aira que da pie a una pregunta por la historia de las ediciones y recopilaciones de lo que llama los “minúsculos libritos” de Couve, tan difíciles de encontrar. Quienes llevan tiempo interesados en la obra de Adolfo Couve, saben perfectamente que dar con los títulos que anteceden a La comedia del arte es una verdadera proeza. Esos pequeños y algo precarios libritos de formatos alargados que en muchos casos no superan las sesenta páginas y que baten su existencia en milimétricos lomos, quedaron diseminados en una que otra librería de viejo, acreditando quizá la idea que enunciara Aira: se trata de “...un escritor fantasma cuyas materializaciones en papel impreso fueron accidentadas, difíciles, y siempre envueltas en una discreción de medianoche”. En buenas cuentas Aira le atribuye a Couve una especie de papel under en el contexto de las letras chilenas. Y en cierto modo su percepción no es tan desviada si consideramos que la exposición retrospectiva de su obra pictórica en el 2001 seguida por la publicación de su obra narrativa, fueron hitos significativos que lo despojaron de esa marca espectral, ampliando un reducido círculo de seguidores.



Recomponer una historia de estas ediciones es una tarea demasiado ambiciosa para esta ocasión y tampoco viene al caso hacerlo. Pero después de leer y releer las entrevistas completas salta a la vista la preocupación que Couve manifiesta por las contrariedades que le suscitan la triple figura escritor-editor-lector; siendo innumerables las veces que refiere al asunto del lomo como la gran traba que las editoriales oponían al momento de publicar sus libros. La postura de Couve hacia las editoriales y editores es bastante categórica (y dolida):


“En cuanto a editoriales y editores quiero ser enfático al señalar que no hay editores con fe y visión suficientes para promover al escritor de talento. Hay editores comerciantes. No hay editores con esperanzas.” (Marzo, 1979)

“Las editoriales me han publicado, también rechazado. Pero nunca han creído en lo que hago.” (Marzo, 1976)


Este escollo técnico que distingue libros con lomo de libros sin lomo o sin visibilidad en los estantes, se traduce en un conflicto profundo: es la disputa entre la manera en que Couve desarrolla y entiende su escritura, propensa a la síntesis, a la economía de medios, y el mundo editorial de las décadas en que publicó, que privilegiaba la salida de novelas abultadas o marcadas muchas veces por una estética kitsch, criterios que lo privaron de instalarse en el mercado alcanzando un mayor número de lectores. En otras palabras, esta preocupación externa, marquetera o comercial, fue hostil al género que Couve cultivaba: la nouvelle; o sus “escritos”, como los llamaba inicialmente diferenciándolos del cuento, género que detestaba:

“Yo detesto el cuento, es un género muy frívolo, es como los chistes: el verbo trabaja para un desenlace. A mí, en cambio, me gusta ser el engranaje entre el lenguaje y el contenido, un trabajo muy difícil. Por eso no puedo escribir una obra de quinientas páginas y adhiero a la novela corta.” (Octubre, 1993)

“Yo creo en la novela corta. Creo que es el género de la Bombal, de algunas cosas de Maupassant. Es un género muy importante, porque quita el miedo a leer. La novela corta obliga al escritor a la síntesis, a la economía de medios.” (Octubre, 1995)

“Hay gente que escribe Por siempre Ambar, por ejemplo. Es un libro que tiene varios centímetros de grosor y como parece un pisito, si le pongo al lado Lo que el viento se llevó, se arma el amoblado completo.” (Octubre, 1996)


El aislamiento de Couve en este sentido se asocia al fenómeno de una industria editorial controlada y exigua. Hay que situarse en un Chile que durante años mantuvo vetado este desarrollo; donde no existía la proliferación actual de editoriales pequeñas o independientes que abordan sin reparo los formatos reducidos e incluso privilegian la salida de libros de pocas páginas, ya sea por los bajos costos de producción o por la idea de que hoy nadie tiene el tiempo ni las ganas de perderse en un texto demasiado largo. Ya lo adelantaba el propio Couve para referirse a su libro En los desórdenes de junio:

“Es un libro muy denso. Hay muchas cosas que no publiqué para no engrosarlo más. Para que no cansara. Para que fuera posible leerlo en este mundo de hoy. Creo que el nuevo tiempo hay que tenerlo presente. Un gran escrito no se puede leer, por eso hay que decir sólo las cosas ‘posibles’ para que sea realmente útil.” (Octubre, 1970)




Es sabido que muchas editoriales recelan en exceso la corpulencia de sus libros suponiendo –con cierta razón– que el lector-consumidor va a experimentar un efecto satisfactorio al transar pesos (moneda) por peso (cuerpo-libro) y Couve entendía perfectamente este problema, ironizándolo:


“Mira, lo que pasa es que en Chile no hay editoriales para una literatura de vanguardia donde, por ejemplo, vayas con tu manuscrito de pocas páginas y te publiquen. Lo que ahora vende en materia literaria es la novela y mientras más páginas mejor... y mientras más parecida la portada a una caja de chocolates, mejor todavía... Bueno, ahora si la tapa tiene formas en relieve es fantástico, ¡éxito total!” (Ene., 1998)


El cumpleaños del señor Balande, la más breve de sus obras o el libro con menos lomo (apenas 3 milímetros), aparece en 1991 bajo el sello de editorial Universitaria con prólogo de Adriana Valdés. Estas páginas complementarias del prólogo, más algunas decisiones gráficas como el uso de una tipografía grande con mucha interlínea y mucho margen, ayudaron a darle cuerpo a la pequeña edición:

“Lo que pasa es que esta novela es un pedazo de vida, un meterse en ese comedor e inmiscuirse en ese momento. Por eso dura lo que dura. Pero es una novela corta, ¡es una obra enorme! Y digo que es una novela y no un cuento, porque tiene muchos planos, descripciones de ambiente, personajes. Salió en ese número de páginas, pero eso no importa. La Bombal también tiene novelas brevísimas que son más grandes que la cordillera. ¡Infinitas! (...)Una novela con conciencia del lenguaje, con equilibrio del lenguaje, no puede tener cien páginas.”


Couve, se vio exigido y rechazado por estas circunstancias. Partiendo en circuitos más alternativos tuvo que inventarse la manera de ser publicado, ya fuera uniendo dos o más títulos en un mismo volumen o aumentando el texto a la fuerza como pasó con su último libro Cuando pienso en mi falta de cabeza o La segunda comedia, publicado por editorial Planeta, al igual que La comedia del arte, con mayor tiraje y mejor nivel de circulación. Aunque estos títulos corresponden a otra etapa en la escritura de Couve, más suelta por decirlo de algún modo, siguen disputándose el problema del lomo. Como cuenta a continuación, en el caso de Cuando pienso…, llegó a la editorial con dos capítulos acabados y sólo por la reducida cantidad de páginas que llevaba le exigieron escribir un tercer capítulo, que resultó ser el segundo en el libro: “El cuarteto menor”:


“Si no hago la segunda parte de La Comedia del Arte estoy liquidado. Para eso trabajo. Y me salen unas cosas así de chiquititas. Un día entero para un párrafo. Pero es. Ya llevo como 20 páginas. Y a lo mejor ya está terminado el libro... Claro que si voy con 20 páginas a la editorial, me van a decir que es imposible, que lo publique con otra cosa, pero yo no puedo añadirle nada. Hasta he llegado a pensar que se vendan juntas las dos partes. Porque aquí los gallos se ponen frente a los computadores y hacen unas novelas eternas, que las escriben, las explican.” (Noviembre, 1996)

Cuando pienso en... consta de dos capítulos que en total suman unas 60 páginas. Fui a la editorial y me dijeron que no podían publicar una novela tan corta, ¡pero la novela era eso! Finalmente, decidí agregar una tercera sección de ‘notas’. En ella se explica el destino de cada personaje, desde Marieta, la modelo, hasta el fotógrafo. Se trata de los otros dos arquetipos que junto al pintor Camondo conforman el triángulo de La Comedia... En total, el nuevo texto tiene ahora la misma extensión que el anterior.” (Enero, 1998)


***

Quizá como diseñadora, de libros principalmente, esta idea me cayó encima una vez que tuve entre mis manos la edición de Alquimia. Este pequeño formato que se le ha dado al libro de Couve (por casualidad ya que es parte de una colección) funciona casi como un homenaje a la serie de frustraciones que padeció por el tipo de escritura que ensayaba, en un medio editorial que le fue hostil.
Curiosamente el formato dado a La tercera mano se empareja perfectamente con las características de la mayor parte de sus libros. Es bonito que después de tantos pesares se imprima un libro pequeño, con 8 milímetros de lomo, sin ningún miedo a perderse en las librerías.

(Texto leído el 29 de octubre de 2015 durante la presentación de
La tercera mano. Extractos de entrevistas de Adolfo Couve  Macarena García y Catalina Porzio ed., Alquimia ediciones, 2015  en la Galería Modigliani de Viña del Mar)

miércoles, 18 de noviembre de 2015

La Tercera Mano por Rodrigo Pinto



Adolfo Couve es un raro dentro del canon narrativo chileno, tanto por la excentricidad de su obra -de la que él estaba muy consciente- como por la discusión en torno a su figura: hay quienes lo consideran imprescindible y otros, entre los que me incluyo, que lo consideramos sobrevalorado. Se suele alabar su estilo, sin tomar en cuenta que ganaba en comas y rigidez con cada nueva obra (las comas son un tema: “como nadie sabe dónde poner una coma, porque es una cosa de respiración personal, hay que jugársela por ellas”). No obstante es un escritor interesante, que se movió toda su vida entre dos polos expresivos: la pintura -donde tenía una facilidad admirable- y la escritura, que, según señaló, le costaba más (y eso se nota). Couve no dejó, que se sepa, diarios, y escribió pocos artículos sobre su manera de entender el arte y la literatura. Este libro viene a reparar, en parte, esas ausencias. Se trata de una recopilación de frases, ordenadas por temas, pero en apartados sin título, de las entrevistas que dio a lo largo de 30 años. El procedimiento es el mismo que llevó a cabo Andrés Braithwaite en la sección “Balas pasadas” de Bolaño por sí mismo y, tal como en ese caso, el conjunto así expuesto gana en claridad y densidad; y complementa muy bien el monumental trabajo de la editorial Tajamar, que publicó las Obras completas de Couve.

Y es así, porque Couve da cuenta de cómo entendía él las artes, la literatura de su tiempo, la narrativa chilena, el impresionismo (al que desprecia), los best sellers (aunque no los llama así). Valora muchísimo la poesía y su poder de síntesis, al que trató de acercarse, dice, en sus novelas, siempre cortas y partes de un tejido mayor que no se ve (“la gran literatura es fragmentos nomás. Uno debiera ser tan valiente como para publicar solo fragmentos”). Revela toda la conciencia y la deliberación que puso en sus libros, así como su (relativa) distancia con la pintura (“¿Por qué pinto en verano dos o tres cuadritos y no pinto más en todo el año? Porque siento ese llamado de la luz”). A fin de cuentas, La tercera mano reafirma el carácter excéntrico de un escritor que afirmaba ser vanguardista porque huía de las vanguardias a través de un clasicismo muy ceñido en las formas. Acá habla, naturalmente, con más soltura y libertad. Y se muestra más que en sus obras de ficción: más contradictorio, más tajante, más entusiasmado, incluso, con la luz, con la palabra, con la materialidad de la escritura y las manchas de color.

 (ed. de  Catalina Porzio y Macarena García) Alquimia Ediciones, Santiago, 2015. 


(En  revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 19 de septiembre de 2015)