viernes, 25 de septiembre de 2015

"La Ronda Nocturna" por Adolfo Couve





    LA LUZ

  Hace unos meses, un desconocido que recorría el Rljksmuseum de Amsterdam apuñaló con saña esta tela dañándola seriamente. Luego se entregó a la policía. Hoy la obra maestra del claroscuro se exhibe otra vez al público prolijamente restaurada. 
   Este hecho, lleno de significado, obliga a meditar en la atracción desmedida que ejercen algunas obras de arte en ciertas personas y, asimismo, en el rechazo profundo que las mismas les provocan al ver quizás en ellas retratada la propia conciencia, y expuestos a la vista de cualquiera, secretos del alma. cuya delación les resulta intolerable. 
  Curiosa facultad la del artista que, a través de una búsqueda intuitiva, logra la belleza en obras resueltas, en formas plenas que a unos encantan y a otros hacen perder la razón. Estos últimos, más lúcidos tal vez que el resto, reaccionan con inusitada violencia al ver ante sí reproducido el espectáculo mismo de la creación. Sobre todo, si se trata de una obra magistral como ésta de Rembrandt en que el pintor holandés ha plasmado la eterna dualidad entre la luz y las tinieblas, asunto que preocupara a tantos artistas ilustres como Milton, Leonardo, Masaccio, Durero, Turner, Georges de La Tour o al último de los trovadores, el Dante, obligado a alternar entre Infierno y Paraíso.
 "La Ronda Nocturna" es la representación más lograda de este antagonismo, y en ella la luz se deja caer con toda su violencia sobre la poderosa sombra, disputándose ambas a un grupo de arcabuceros que pierden su corporeidad de la noche a la mañana, se arrebatan a ese puñado de personajes a los que les es imposible mostrar los ricos paños de sus uniformes, la consistencia de sus armas, el lugar donde se encuentran e incluso el rostro que poseen, ya que la luz enceguecedora no respeta ni las calidades del vestuario, corroyendo la materia, violando las formas, abriéndolas, perdiendo lugar en ellas al entregarlas al dominio de las sombras que quieren poseerlas. Sólo pueden oponer resistencia al poder del claroscuro los metales, que devuelven destellos cuando la luz los alcanza. En esta obra no sólo se pierden un tanto las formas, sino también los colores, y todo lo que no pertenece al dominio de las sombras adquiere un tono dorado, un color local homogéneo. 
   No obstante, la Ronda Nocturna de Rembrandt, no deja de ser un todo coherente al abordar tan sólo uno de los problemas del oficio de la pintura, como es éste del claroscuro. Desde el punto de vista estrictamente plástico, es de una realización impecable. Este ejercicio del claroscuro está sustentado en una extensa media tinta, base sobre la que ha elaborado Rembrandt un sinnúmero de sombras y de transparencias sin densidad, para dar a las luces finales grandes empastes y texturas que las destacan. A las sombras, por el contrario, las hunde en el fondo de la tela. Los pasajes y pantallas que muestra la obra son magistrares, y así, por medio de formas abiertas, logra la unidad de esta composición.
    También ha querido simbolizar alegóricamente a la luz y a la sobra, las que si se observan, encarnan los dos personajes centrales: aquel vestido de negro que vemos en primer plano representa a la una, y el que le acompaña y empuña el espontón corto, a la otra. 
  Ha mantenido Rembrandt, a pesar de la audacia que le significó colocar a sus personajes inmersos en la inestabilidad del claroscuro, los gestos hieráticos que contribuyen a dar intemporalidad a la forma, condición de lo bello. Por esto, el capitán que posa al centro acciona de manera inoperante, y su ademán como el del Marco Aurelio del Campidoglio, no corrersponde a ningún movimiento trivial e intrascendente. A quien está dirigido no conmueve, ya que el teniente, el segundo personaje importante, no le atiende, absorto en su propia actitud que a su vez lo inmoviliza. Quien ha hecho una demostración sublime de estos ademanes, al parecer inútiles, es Leonardo en La Última Cena, en la que los apóstoles gesticulan sin comunicarse entre sí, preocupados sólo de lograr la armonía. 
  Los gestos sin posibilidad de cambio que se advierten en Rembrandt elevan a este gran artista por sobre los maestros barrocos holandeses de su tiempo. Las actitudes en Vermeer de Delft, por ejemplo, son de tipo cotidiano, no logrando éste pintar sino escenas de la vida diaria, testimonios de las costumbres y hábitos de una época. 
  Por el contrario, jamás en Rembrandt hallaremos un solo gesto que no responda a una intención superior, a una voluntad de atemporalidad que busca en sus obras. De allí que la mayoría de sus temas sean bíblicos y no costumbristas, como lo son los de los pintores Ter Borch, Pieter de Hooch, Jan Steen o  Franz Hals. Y cuando se trate de encargos, retratos Individuales o colectivos, desestimará el interés del cliente para utilizar los modelos, como en el caso de la Ronda, de pretexto para resolver la realidad de un problema plástico. Debido a esto, el maestro descuidó en esta obra la jerarquía de los personajes, y ellos, al encontrarse mal situados, la objetaron. Había costado 1.600 florines: por lo tanto, cada uno de los representados ahí debió pagar alrededor de 90, cantidad exigua para la época.
   "La Ronda Nocturna" marca el fin del apogeo de Rembrandt. Este fracaso le significó la pérdida de su prestigio. Más tarde, arruinado, solo e incomprendido, iniciará el camino sin retorno hacia la luz que encandila. Para enseñarnos ésta transformación interior nos lega una numerosa colección de autorretratos patéticos, mordaces, irónicos, en que nos advierte que se ha convertido en un mendigo voluntario.
   El tema, los arcabuceros al mando de Cocq saliendo del cuartel para iniciar una ronda, es eminentemente realista, como en muchas de las obras del pintor, pero, como su interés radica en el problema lumínico, éste sublima en la tela ese carácter y lo transforma. Por ello, el cuadro del buey desollado, tratado por un maestro de la escuela realista propiamente tal, no adiestrado en el problema del claroscuro, nos resultaría insoportable. La luz transforma a la res y espiritualiza el tema. Asimismo, si observamos la niña que, en la Ronda Nocturna, cruza tras el primer plano de arcabuceros, veremos que lleva un gallo muerto atado a la cintura, detalle que adquiere otro sentido al recibir, como el vestido de su dueña, una iluminación dorada que hace homogéneos a ambos objetos y los enciende.
   A pesar de lo estático de sus obras, Rembrandt sabía que al abordar el problema del claroscuro incursionaba en el del tiempo. Es a la pintura de un maestro de la misma escuela, a un paisaje de Vermeer de Delft, adonde acude Marcel Proust en reiteradas ocasiones para meditar sobre lo transitorio e irrecuperable de la condición humana. Se entiende esta afinidad del novelista francés con el autor de La Dama del Cavicémbalo, ya que a ambos les interesaba la recuperación del detalle, de los pequeños actos, trascendentes en cuanto a perdidos. 
  Rembrandt. por el contrario, lleno de violencia y desasosiego, enfrenta el tiempo presente, la luz del momento. Es a ésta a la que inmoviliza, y así, exento de melancólicos recuerdos, se adentra en la acción de la luz en el caos. Su averiguación es arriesgada, y en "La Ronda" acciona y promueve una energía que hace a la materia transformarse, cediendo las sombras ante su avance. El secreto de la vida se cierne sobre esta pintura magistral y sus personajes, sustentados por aquello que la otorga y la quita, la energía y la muerte, no caen en el desgaste al refugiarse en ademanes Inmóviles donde la síntesis, la economía de medios, la exactitud y amabilidad de las formas, la composición perfecta, vuelven a esta experiencia de vida en indiscutible obra de arte. Digo "la amabilidad de las formas”, ya que este cuadro podría caer por ello en lo anecdótico, en lo Ilustrativo, fenómeno que suele sucederle a toda obra maestra por no distorsionar y alejarse de la armonía, de lo natural, como ha ocurrido con el expresionismo irrespetuoso, gratuitamente agresivo de los últimos tiempos. 
   Cuanto artista menor que hoy se refugia en técnicas forzadas y busca ir más allá de los modelos de la creación, debiera meditar cuidadosamente en la lección, por ahora interrumpida, de algunos grandes maestros del siglo de Rembrandt, como Velázquez, Caravagglo, Poussin, Rubens, Bernini y otros. La madurez del barroco no ha sido aprovechada. Abiertos están los caminos del realismo de Velázquez y del claroscuro de Rembrandt, como tantos más. 
  Al comienzo intentaba explicar la actitud que había tenido un visitante frente a este cuadro y la agresión de que fue objeto la obra. No se justifica de ninguna manera un arrebato semejante. Pero creo, en todo caso, que la indiferencia o la falsa interpretación de una pintura es casi peor.


  LOS PERSONAJES DEL CUADRO 

  El tema deja obra es la salida de la Compañía de Tiradores de Amsterdam a través de las puertas de la ciudad para ir al encuentro de la Reina de Francia, María de Médicis. Entre arcabuceros, jóvenes, damas de honor, sargentos, alabarderos, alféreces, abanderados, escuderos, lanceros, cómicos, tamborileros, mosqueteros, guardias de corps. y otros, se cuentan más de treinra personajes, incluyendo, desde luego, a las dos figuras centrales, el capitán Cocq y el teniente Willemn van Ruytenburch, y al perro. 
  La tela, originariamente, fue más grande y tal vez contenía otras figuras, pero por desgracia, después de las guerras con España, al decaer la Sociedad de Tiradores y pasar el cuadro a manos del Ayuntamiento, sufrió mutilaciones en los extremos y la parte inferior.
  En el primer capítulo hemos visto Incidir la luz (el personaje invisible del cuadro) sobre el grupo de arcabuceros, mostrando como ellos le sirven sólo de pretexto. En este capítulo es necesario invertir el punto de vista e intentar ver la obra a partir de los personajes, aun cuando el problema del claroscuro es el tema mismo, y la subordinación de las figuras a éste es completa. 
  Sin embargo, podemos recorrer los personajes uno a uno y ver de que manera cada cual participa y contribuye, ya sea por medio del color o de la forma, a lograr ese gran movimiento estático­-escénico, inmaterial, que es la Ronda de Rembrandt. Digo el color y la forma, ya que estos elementos primordiales de la pintura son aquí también relevantes, aun cuando el primero pierde un tanto su intensidad por la sobrexposición a que se lo ha sometido, y el segundo, la forma, es un tanto abierta, no guardando los contornos originales, obligada a fundirse—ya sea en las zonas Iluminadas o en las paredes oscuras— con formas vecinas, lo que da como resultado otras nuevas, de imprevisibles contornos.
    La figura central, el capitán Cocq, señor de Purmelant e Ilpendam, viste de negro, y en la insustancialidad de ese color flota una gorguera blanca, aislada, con mucho empaste que, como el puño, la mano que ordena, y el rostro, contrasta con el sombrero y el traje. Ambos detalles hacen perder el contorno a esta figura, la que continúa en el muchacho que corre detrás con la trompeta, y en los arcabuceros que tiene a sus espaldas. Tercia una banda roja sobre el pecho para no hacer tan rotundo el contraste del blanco del cuello y el negro del traje. El gesto hierático de la mano Iluminada determina una actitud corporal estética, en tanto que la otra descansa en un bastón de mando que colabora a establecer los ritmos de la composición. La figura se sostiene en la parte inferior por el vano iluminado que vemos entre las piernas, trayendo el fondo a primer plano. Este capitán simboliza a la sombra. 
   La segunda figura importante es el teniente Willen van Ruytenburch, señor de Vlaerdinger, quien aparece recibiendo indicaciones del capitán. Viste un llamativo traje amarillo, muy empastado, en donde no sólo se ve representada la luz, sino que también el volumen. La figura del capitán es, por el contrario, plana. La mano enguantada del teniente empuña un espontón corto donde la luz encuentra resistencia y queda subordinada al acero. Detalle de hermosa solución de contraste y escorzo. 
  Es curioso que el tratamiento del teniente sea en todo antagónico al del capitán, lo que sucede también con los vanos de entre las piernas. Mientras el capitán se construye con la luz de éste, en el caso del teniente el vano es oscuro, destacándose iluminada una de las botas y la otra fundida en las sombras que se extienden hacia atrás. 
   El otro personaje que envuelve la luz es la niña, dama de honor que lleva un vaso y un gallo atado al cinto, símbolo heráldico de Cocq. Figura que a pesar de estar en tercer plano, acude al primero, contribuyendo a la bidimensionalidad de la tela, aun cuando este cuadro es absolutamente tridimensional y atmosférico. 
  También sobresale, al Igual que el capitán, el sargento Kemp, al extremo derecho del cuadro. Es quien aparece detrás del tamborilero, con la pica al hombro. El tambor hace un fuerte contraste de volumen a este personaje plano, y la actitud del que lo toca devuelve la atención del espectador hacia el centro de la obra.
   El resto de los soldados configura una extensa mediatinta que sustenta la concavidad de las sombras y los empastes de las luces.
   Destacan los dos tiradores de rojo, el que se inclina detrás del tentente para soplar la pólvora, y el de la izquierda que camina cargando su mosquete. Entre este último y el capitán, sobre la muchacha, se yergue la figura del alférez Jan Visscher Cornelisz enarbolando la bandera. Rembrandt usa en él colores fríos, para contrapesar en él la gran profusión de cálidos. La actitud del abanderado, con la mano en la cintura, es típica de la escuela holandesa del s. XVII. A su lado aparece un escudero con casco. 
  Siempre los metales ­ el pintor era un gran coleccionista de armas y objetos preciosos ­ detienen la acción devastadora de la luz, la que realza el trabajo de orfebrería que en ese tiempo tenían los cascos, corazas y petos. A continuación, y sobre el sombrero de fieltro de anchas alas del capitán, se observa un extraño personaje con chistera, gracioso que divierte a esta compañía de arcabuceros. No olvidemos que estos militares eran simples ciudadanos, burgueses que prestaban servicio voluntario y se complacían en portar armas y vestir vistosos uniformes en ocasiones como la representada. Este personaje está resuelto con gran economía de medios y es una lección de síntesis. Sobre el perfecto equilibrio de luz y mediatinta del rostro, el pintor ha puesto de manera precisa la mancha oscura de los ojos. Es un rostro patético, plásticamente muy bien logrado. Hace recordar a Goya y a los pintores románticos. 
  Para finalizar, el perro que ladra al tamborilero se confunde con el color local de la acera y está construido tan sólo por las líneas del lomo que se contrasta con el negro que envuelve al sargento. El resto de su cuerpo se vuelve ingrávido, como el de un fantasma. 
    La luz resalta yelmos, alabardas, escudos, cascos, birretes, carabina, ricos paños, atuendos, antiguos trajes y armas que el pintor coleccionaba. 
  También se ha querido descubrir al propio autor entre los rostros del segundo plano, aquéllos menos importantes. 
  Después de la reciente limpieza a que ha sido sometido el cuadro, se sostiene que no se trataría propiamente de una Ronda Nocturna alumbrada por antorchas, sino de un desfile de arcabuceros que van saliendo del cuartel en pleno día. Especulaciones ociosas como ésta demuestran cuan lejos están ciertas personas que analizan obras de arte, de comprender su verdadero sentido, ya que este cambio de horario no altera la intención de la obra. 
  También se declara que este cuadro, por su gran despliegue escénico y alboroto de los tiradores que parecen estar ordenándose para iniciar el desfile, superaría la rigidez de los cuadros colectivos anteriores, contribuyendo así a “movimiento” en la pintura. El movimiento de un cuadro es siempre aparente, ya que las formas, por dinámicas que se muestren, deben resolverse en la quietud de la intemporalidad. Esta contradicción, este misterio, este intento de detener, al menos fugazmente, el tiempo, es lo que hace al arte ajeno a los fenómenos transitorios. Hablar de "movimiento” dando a entender que los arcabuceros se desplazan por la tela, es tener un sentido literario de la pintura y un desconocimiento profundo del oficio. Nada se mueve en una gran tela, nada se cae. 
   Claro que estas confusiones se deben en parte a la libertad e imaginación con que está concebido este gigantesco retrato colectivo. Comparado con los de su época nos resulta una verdadera ópera por su amenidad, por los ademanes y actitudes de sus personajes. Cada rostro es un retrato sobresaliente, cada gesto está cargado de teatralidad. Y cuando nos familiarizamos con la escena, con estos arcabuceros que poco a poco se van ordenando en una composición magistral dentro de un aparente caos. emerge el real protagonista, la luz que esfuma, disuelve, desmaterializa y arrebata a tan decididos personajes para mostramos por sobre ellos su formidable consistencia, su inmenso poder.


CONCLUSIÓN

   La mayoría de los pintores barrocos, exceptuando a los de la escuela francesa, conmovidos por la lección y el legado de Da Vinci de iluminar aisladamente los volúmenes en un espacio que emula al infinito, distribuyeron dentro de la superficie de la tela varios puntos de interés. Así, el Renacimiento, después de dos siglos de investigaciones y descubrimientos. permitió al hombre continuar en la conquista interior y exterior del secreto de la existencia. En el siglo del barroco pudo encontrar la solución a sus aspiraciones el gótico, que se vio interrumpido a fines del siglo XIV. 
  Ya no es catedral medieval la que aspira a las estrellas. Es ahora, entre otras manifestaciones importantes, la pintura de Rembrandt, la que calca en una superficie la geografía del cielo. Los puntos luminosos aislados de la tela representan a los del firmamento. y entrecerrando los ojos vemos galaxias radiantes, polvo de estrellas, abismos, energía, sonoridad, formas que engendran otras nuevas, sombras que invaden, sombras que retroceden, zonas frías y lejanas, otras cada vez más incandescentes que derrotan, y se muestran palpitantes o serenamente iluminadas.
    El firmamento, el infinito que no colinda, la ambición de luz que ciega a Milton y deja fuera de sus dominios a Virgilio, que arrebata a Elías y envía a Ezequiel, trastorna a Rembrandt, desciende hasta la Ronda Nocturna y en ella reproduce lo que sucede en todo lo que vive y muere.



(Suplemento Cultural El Mercurio, Santiago, 16 enero 1977; en El Arco y la lira III, Universidad de Chile, Santiago, 1979; en Adolfo Couve, Escritos sobre arte, ed Universidad Diego Portales, Santiago, 2005 y en Obras Completas, Ed Tajamar, Santiago, 2012)

lunes, 21 de septiembre de 2015

La literatura como artilugio demoníaco o La segunda comedia de A. Couve por Francisco Cruz

       
   



                                                         “Construir una obra hacia la catástrofe” Nietzsche




  Se me ocurre que una posible lectura de la novela póstuma de Adolfo Couve, sería entenderla en la perspectiva de lo que Hal Foster llamó —en El retorno de lo real y a propósito de las imágenes perturbadoras de Andy Warhol— una conmoción de segundo orden.(1) En el caso de Adolfo Couve, se trataría de la conmoción producida por la escritura de La comedia del arte, por el tejido de una historia en la que los agujeros proliferan, en la medida en que se multiplican las lenguas, allí donde la voz del narrador sigue la lógica del extrañamiento. Primero, al distanciarse lúcidamente de sus viejos recursos: en la confesión del fracaso del arte de narrar, en el apelar a la argucia lingüística del habla común, en el ejercicio de la autoparodia; y luego, al complicar en forma ambivalente la figura del sujeto narrador en un progresivo efecto (artilugio demoníaco) de descontrol y automatismo de su voz.

   Este proceso de la lengua se consuma en La segunda comedia: “…hay una voz que le dicta su tarea al escritor”,(2) dice Roberto Merino. Según la necesidad de este dictado, en Cuando pienso… se apura también el desplazamiento progresivo del narrador de La comedia hacia la materia viscosa de su propia ficción. El recurso a la primera persona y, luego, al personaje que cuenta su historia, rematan en el hundimiento definitivo del narrador en el cuento, al hablar desde el inicio por la boca de la ominosa figura de cera. Queda claro que el doble de Camondo no era Sandro (el pintor talentoso),(3) sino el propio escritor que, de esta forma, sanciona la turbadora complicidad de los proyectos rotos. La figura siniestra que adopta, al confundirse con el pintor de cera, no es más que la cifra de su voz: 

                               
    
   Cuando la cera reemplazó mi carne, atrapó mis huesos y detuvo el flujo de mis venas, cuando aquella musa tomó la apariencia ajena y condujo a Marieta, mi vieja modelo, hasta el altillo de la residencial, permitiéndole arrancar mi pesada cabeza de mis hombros, yo permanecí en esa torre aún con vida… todo indicaba que era imposible el más insignificante atisbo de vida en tan categórico despojo, y sin embargo, en ese montón de cera, ésta porfiaba y subsistía… 


   Es este un motivo recurrente en el arte y la literatura que explotan el registro estético de lo grotesco y siniestro. Las figuras de cera, las muñecas inteligentes, los autómatas, los ataques de epilepsia y los accesos de locura, enseña Freud4 . Todas variaciones sobre una misma confusión entre lo animado y lo inanimado, lo natural y el mecanismo artificial. ¿Acaso el narrador de Cuando pienso en mi falta de cabeza también padece esta confusión, perturbado ante su ominosa lengua mecánica? 

   En términos de Foster, y en la línea de Freud y Lacan, la lengua mecánica o el sujeto conmocionado lo que hacen compulsivamente es repetir el trauma, sin poder recordarlo y así dominarlo como algo del pasado, desde la acorazada distancia de la memoria. Basta con leer tan sólo los títulos de la segunda parte de Cuando pienso… para observar que el mecanismo de la repetición se intensifica en La segunda comedia: “Cabeza mala”, “Perder la cabeza”, “Cabeza de niña”, “Romperse la cabeza”, “Perder la cabeza”, “Cabeza mala”, “Cabeza de niña”, “Romperse la cabeza”. La conmoción de segundo orden, en este caso, supone la duplicación e intensificación del “mismo” trauma que, en principio, se trató de conjurar. Por eso es que en su novela póstuma Couve retoma la historia del pintor Camondo, pero dejándose arrastrar por esa alteración que desató en el narrador la escritura de La comedia del arte: el pánico ante su perfecto desplome como narrador. El juego paródico, irónico e hiperlúcido de la primera Comedia se le fue de las manos al sujeto de la voz, hasta el límite de su propia disolución o extrañeza de sí en la apuesta por la libertad.(5)

    De ahí que La segunda comedia no cuente la historia de un escritor fallido. Porque el narrador ya no puede contar nada más: sólo puede repetir el fracaso del pintor, cuya historia ha producido su propio naufragio. Para este narrador conmocionado, ya no hay nada que tramar. Sólo queda repetir una y otra vez el trauma duplicado e intensificado. Así, fondo y forma, ahora, parecen apuntar a la estructura misma de todo trauma: el infinito descalce entre sujeto y mundo y, en consecuencia, la inevitable pérdida del quicio de la identidad. 

  Por eso, desde el principio, a Camondo se le sustraen todas las posibilidades de calzar con un mundo. Al entrar en la iglesia del Cristo Pobre:

    Di vueltas al templo vacío… esa antesala sagrada estaba vedada a mi destino. De no ser así, mi fin se habría ceñido a la lógica que dictaban esos muros. Yo era allí un completo extraño… 

   Pero no sólo el mundo de Dios, también el orden de las potencias a las que el pintor había servido durante toda su vida, ya es una pura lejanía espectral: 

    …a los dioses que me habían dejado en ese estado miserable, y al parecer irreversible, no los sentía cercanos. 

   Si aparece el motivo del Mundo (el Dios y los dioses), es porque Camondo, semejante en esto al cazador Gracchus de Kafka, ha quedado atrapado en el umbral de la vida y la muerte, al equivocar el camino hacia el definitivo descanso, quizás por “un momento de descuido del piloto”.(6)

    Mi desubicación era tan completa que ni la muerte sabía cómo asumirme, y de la vida sólo me restaba ese insignificante vestigio… // ¡Qué lágrimas ni nada, si yo no tenía cabeza! 

  En el templo desierto, Camondo ya sólo puede encontrar la posibilidad del disfraz, un hábito de franciscano, cuyo holgado capuchón le sirvió para ocultar en las sombras y el vacío todo lo que le faltaba: “la cabeza, los rasgos, las facciones, [los] ojos, la boca, el mentón, la frente”. Hay que atender también a la ausencia de lágrimas; porque es el índice de un sujeto extraño incluso a la melancolía; a esa pena que se respira en la castigada atmósfera de gran parte de la obra anterior de Couve. 

   El Mundo, todo mundo, aparece roto, quebrado, extraño y distante:

    …ese verano se me negaba; el calor rehusaba tocarme y un desapego del entorno impedía vincularme al mundo. / Las calles se me aparecían como las dejara el último sismo: el pavimento amontonado exhibiendo sus aristas y una viejecita enclenque…trepando esos bloques dispuestos sin orden.

   Pero la imposibilidad de calzar con el mundo, desde el peor al mejor de todos los mundos posibles, es también el trance de la desrealización del propio sujeto. Es a lo que visiblemente apunta la figura de la pérdida de la cabeza. Cuando el pintor es devuelto —como por accidente— a la vida de carne y hueso, nunca más lo abandonará la fijación obsesiva por las cabezas y, en particular, por la suya perdida de cera:

    Era un verano tórrido, setecientos mil turistas colmaban las playas; en lugar de arena había cabezas, ¡tantas cabezas! / ¿Dónde había Marieta dejado la mía de cera? ¿En algún museo o bajo tierra? / ¿Han visto mi cabeza?, me daban ganas de gritar… 

    En La segunda comedia se repite una y otra vez el pavor (la conmoción) ante la desrealización del yo. Es la angustia que siente el narrador, por ejemplo, al imaginar que podía haber sido devuelto “en el cuerpo de otro”; y su alegría al ver frente a un espejo que “era el mismo”. Ominosa autoironía. Porque esta identidad se estrena, inmediatamente, como máscara, “en la fiesta de disfraces de la calle Pedro Montt”. Pero no es tanto el motivo de la máscara lo que atenta contra la identidad; más significativo es que el pintor haya elegido la máscara de “un señor… cualquiera”, de todos y de nadie en particular. Con la máscara de nadie, Camondo reaparece en público, en “una kermesse a beneficio de los niños huérfanos (…) fue el último intento —dice su voz— que hice en el litoral por reinsertarme entre los demás”. 

  Hacia el final de la primera parte, el narrador toma distancia del personaje. Pero no para recuperar su puesto, ya definitivamente dislocado: 

   ¡Vámonos Camondo, acá ya no nos quieren, acá todo está terminado! ¿Qué será de ti a la hora de mi muerte?... te llevaste, Camondo, lo mejor del desfile, no hubo clavel que no rebotara en tu pecho, tu pecho hueco, peto de mala resonancia, latón de fantasía… Camondo al proscenio, yo al último rincón del paraíso; ese teatrucho destartalado del Colón de San Pablo con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre… 

 El recurso al desdoblamiento, sólo viene a subrayar la complicidad de los proyectos rotos. Es cierto que en este pasaje el narrador retoma su lugar. Pero ese lugar es el último rincón de un viejo teatro ya devastado. Quizás pudiera decirse que es el teatro de una memoria también fragmentada y en ruinas, en cuyas tablas actúa Camondo, observado por el narrador desde la altura del paraíso. Porque es el teatro donde el sujeto pintor fue celebrado. Sería, entonces, el mismo teatro de la memoria que estalla en pedazos, como trauma y repetición, en La comedia del arte: la pantalla rota que desmonta al narrador. A ese cuyo puesto en Cuando pienso… es el paraíso, el lugar donde subían “los condenados”. 

   El trastorno de la identidad aparece asociado a la experiencia de un desquiciamiento temporal. Camondo, al pensar en su falta de cabeza, no sólo recuerda su primer viaje a Italia (y, en particular, el monumento a Savonarola: “dentro del capuchón no había absolutamente nada, sólo tinieblas”), sino que también afirma haber vivido en otro tiempo:

   Me pregunto ¿cómo era en ese entonces mi apariencia? ¿Acaso la misma que hoy luzco aquí en San Antonio, merodeando por los muelles del puerto? / Suerte la mía haber sido testigo de cómo el medioevo añejo expiraba en las calles del Renacimiento. / Yo estuve en Florencia cuando la redondez de la Tierra se impuso y la línea del horizonte cayó por los suelos, todo se volvió profundidad, conocimos la distancia, la atmósfera permitió el volumen y la luz tomó contacto real por primera vez con las cosas, mostrándonos en su roce la esencia de las mismas. / Por fin pudimos en la bottega, nosotros, meros aprendices, pagar unos florines a unos cuantos marineros de Indias para que posaran como apóstoles y como Cristo. 

  ¿Dónde está la cabeza de Camondo? En otro espacio y otro tiempo (“En algún museo o bajo tierra”). La desrealización o extrañamiento del yo, están patéticamente ligados a un sentimiento de descalce en el tiempo; pero también a la ominosa impresión de que el propio lugar de origen es u-tópico.(7)

   

  Observa Roberto Merino acerca de la lengua dislocada en La segunda comedia: “La presencia de esta voz inconsciente resulta tan ominosa como la de uno de los personajes del libro, un inquietante anticuario que recorre pueblos chicos, inefable como el demonio y a cuyo paso se incendian las zarzas de los campos costeros”.8 ¿Cuál es el vínculo entre este personaje demoníaco (Albrecht) y la voz del narrador? 

   Su entrada en el relato, hacia el final de la novela, intensifica no sólo el recurso a lo fantástico, sino también la aceleración de la lengua. Pero el fondo siempre es el mismo: la obsesiva fijación del narrador por su cabeza perdida. Así, lo que viene a contarle el anticuario es nada menos que el destino de la cabeza de cera; pegada a un muñeco representa, ahora, a San Tarcisio, en el templo del pueblo de Cuncumén. El efecto del cuento sobre Camondo es perturbador: su cabeza perdida en el cuerpo de otro, de otro que, a su vez, no es más que la réplica de una identidad ya muerta.

   Creí desfallecer, sentí que se reducían mis piernas, que el camino se volvía pantanoso, me tomé de un brazo, me transpiraba la frente a borbotones… // ¡Mi cabeza, mi cabeza! Me cubrí los ojos, no quería oír más sobre el asunto… ¿Quién lo diría? Vendida, transportada, como la de Holofernes, la del Bautista, la de Medusa, la de Dioniso, Sorel, Dantón, Capeto y tantas otras; al abrirlos, mi sorpresa fue todavía mayor, el comerciante en objetos antiguos no estaba en ninguna parte, se había hecho humo… 

  El demonio se oculta, para reaparecer en distintas formas inquietantes: el fuego, un toro negro, la figura del hombre con “las cuencas vacías, la boca verde, pútrida, las manos al revés y feas”, una rata monstruosa. En esta escena grotesca, la potencia del signo cristiano se sustrae al destino de Camondo. Por eso, en vez de crucifijo, su mano mecánica recoge un boleto, que le había estirado el mismo demonio:

    No supe más, perdí el conocimiento, el control, una fuerza violenta me llevó con una velocidad inaudita hasta depositarme bajo la marquesina de nuestro primer coliseo. 

    La pérdida del conocimiento, del control, la sensación de ser arrastrado por una fuerza violenta y a una velocidad inaudita, son todas cifras del devenir de la lengua en La segunda comedia. Pues la lengua de Camondo (de quien dice aquí perder el control) no difiere de la voz del narrador. Además, ¿hacia dónde lo arrastra esta fuerza violenta? Otra vez al teatro y, más específicamente, a la Ópera, nada menos que a la matriz de la voz que se empieza a desatar en La comedia del arte (9) y cuyo oscuro potencial se agota en Cuando pienso… 

  Quizás pudiera decirse, entonces, que el ominoso anticuario, cuya entrada intensifica la aceleración y multiplicación de la lengua (en el recurso a lo fantástico y a otras voces fuera de tiempo y lugar: “Yo, Marcos Crassus…”), es algo así como el doble de la voz del narrador. La figura que refleja, en su juego de espejos, al enigmático sujeto del lenguaje de La segunda comedia. En un punto del camino, sanciona esta inquietante familiaridad, cuando se acerca como rumor hasta el dislocado e inefable puesto del narrador:

  A mis espaldas sentía la voz del comerciante que no cesaba de susurrarme incoherencias, suciedades, sandeces, la lengua tan revuelta que expulsaba todos esos horrores a medias. 

   El episodio de la Ópera apuntaría en la dirección de esta lectura. No hay que olvidar que marca el retorno a la matriz del lenguaje. En este lugar, eso sí, ya es una voz que transita hacia su agotamiento. Al escuchar la obertura, el gesto del narrador es muy elocuente:

   La reconocí de inmediato, me era familiar, tanto, que alcé la voz para repetir, intentando dejar el lugar: ¡El Fausto, de Gounod! Pero me rendí… 

  Todo el devenir del lenguaje en La comedia del arte podría estar cifrado en estas líneas. El violento impulso de alzar la voz para repetir algo tan familiar como inquietante. El intento de dejar el lugar (la matriz de ese lenguaje; se recuerda la tentación inicial del narrador) (10) ante el progresivo extrañamiento de lo familiar. La rendición del cautivo. 

  Es altamente significativo que sea la mano de fuego del siniestro amigo Albrecht, lo que retiene al narrador en su puesto de espectador cuando durante el entreacto intenta dejar el palco por segunda vez. Sabemos que este narrador es espectador y personaje al mismo tiempo. Pero ocurre que “todo el segundo acto” es cantado por el demonio “(el barítono legítimo amordazado en el camarín)”. Otra vez, la ominosa figura del anticuario le roba el puesto al sujeto de la voz en el segundo acto de La comedia del arte: “Cuando pienso en mi falta de cabeza”. 

  El personaje demoníaco parece reflejar, entonces, al sujeto del lenguaje como una potencia extraña, inexplicable e incontrolable; esa fuerza violenta que arrastra al narrador a una velocidad inaudita, y cuyas metamorfosis (fuego, toro, rata, etc.) apuntan, de nuevo, a la catástrofe del propio yo. Porque el juego de las apariencias del demonio, inefable y dinámico, no es otro que el de la desidentidad. Así, se repite en su figura, como doble del impresentable sujeto de la lengua, la obsesiva fijación del narrador por su falta de cabeza. 

  En el templo de Cuncumén, frente a la cabeza de cera vestida de otro:

   –¡Ése soy yo, soy yo!– grité a voz en cuello... / –Ésa es mi cabeza… ése soy yo… / –Ése soy yo, es mi cabeza… 

   Se observa la repetición del trastorno de la identidad. Y se intensifica con la ridícula y atroz incertidumbre frente a esa réplica inerte, oscura parodia del sí mismo perdido: “Lo cierto es que desde que vi la cabeza tras el vidrio, tuve serias dudas de que fuese la mía; pero así y todo insistí en ello por el inmenso deseo que tenía de encontrarla”.

   Hay algo de la antigua fe que parece retornar en la figura del Tarcisio. Pienso, bajo el nombre de fe, en una de las grandes obsesiones del trabajo literario de Couve. Lo que Flaubert llamó: “la religión de la belleza”. Pero si retorna en este punto, ya no puede ser más que como descalce. A las dudas del narrador acerca de que esa cabeza fuera la suya, se suman las palabras de la sombra de Marcos Crassus: “…sus facciones son tan distintas, este rostro nada se asemeja al genuino… es que Tarcisio era tan diferente”. El descalce mayor, sin embargo, es el de la infinita distancia entre el comediante y el viejo papel que le tocó representar en el pasado. Casi como en versos extraños al relato, dice el narrador: 

   Os dieron su nombre, os lo han prestado, como cuando el actor mejor, escéptico y vicioso, maquillado, se transforma e interpreta un papel modelo. 

  Hacia el final, la figura de una Musa vuelve como la última cifra del viejo papel; pero tan desrealizada como el propio narrador. Es la hermosa joven que, con alas de cartón, hace de ángel en un cuadro plástico de Navidad. La figura reaparece en el sueño de Camondo y actúa como tentación del retorno, de la vuelta atrás, a los espejismos del Arte. La Musa es tan artificial —ángel de cartón y sonámbula dentro del sueño de otro—, como inquietante. Ante el inevitable rechazo de Camondo:

    …no la volví a ver, sólo una lechuza dio un grito de muerte y cruzó el vano del cielo entre el follaje, con ese vuelo acompasado característico de esas aves de rapiña. / Iba sobre mi cabeza, llevando en sus alas la luz de la luna, la espuma del mar, las nieves eternas, todos los blancos que resisten la oscuridad de la noche… observé el vuelo de esa última musa, insistente como ninguna, lejana, para siempre desilusionada de mi persona…

    La Musa se parece al demonio: en el acto de tentar, en la metamorfosis de su apariencia y en lo inquietante de la figura de la lechuza que anuncia la muerte. Y es que el demonio —lo mismo que el Apolo castigador en La comedia—, no sería más que la potencia invertida de la violenta y antigua fe del narrador —“los dioses se tornan demonios una vez caídas sus religiones” (Heine). Dicho de otra manera: la potencia traumática de la pérdida del marco (modelo, lenguaje, recursos) dentro del cual se había construido y orientado este sujeto. 

   Para el narrador no sólo el Arte, el mundo entero deviene espejismo, artificio, ilusión. Un baile de sombras. ¿Y más allá? Nada. Así el palacete, lugar del baile: “una simple fachada de utilería, una maqueta, repleta es cierto de toda suerte de ornamentaciones, pero sujeta por atrás con soportes y tirantes de madera”. 

   Es el espectáculo de “la opulencia [y] el poder”. En la imaginación de Camondo, se acercaba todavía más a la irrealidad del sueño que su anterior encuentro con la Musa, los dioses, el Arte, el demonio. En la gran escalera, “iban y venían verdaderos maniquíes, figurines…”. 

Notas 

(1) Cfr. Hal Foster, El retorno de lo real, Akal, Madrid, 2001, pp. 133-140. Para ser justos, la ocurrencia del modelo fosteriano de lectura aplicado a la obra de Couve pertenece originalmente a Adriana Valdés, quien en el Prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza ofrece varias iluminaciones en esa dirección. Mi trabajo toma como punto de partida algunas de esas iluminaciones y se propone explorar otros posibles desarrollos. En este sentido, es altamente deudor de todo el ejercicio crítico que Adriana Valdés ha dedicado a la obra de Couve. 

(2) Roberto Merino, “Adolfo Couve desde la última fila”, en Luces de reconocimiento. Ensayos sobre escritores chilenos, Ediciones UDP, Santiago, 2008, p. 122.

(3) El doble en el sentido de la materialización del aspecto exitoso del pintor, frente a su figura fallida. Así leyó Couve a estos personajes: “Camondo es el pintor que hay en mí y que pinta sin ganas. O sea, pinta mal. Y Sandro es el pintor bueno que hay en mí y que no tiene necesidad de escribir”; en “Los artistas son monjas”, entrevista realizada por Claudia Donoso, Revista Caras (ed. extraordinaria), 1995. Podría pensarse que el “pintor malo” es el destino hacia el que necesariamente transita el “pintor bueno” (ajeno a la literatura), producto de la violenta inhibición que sufre. Más aún, sería el “pintor malo” lo que hizo al narrador. La inquietante familiaridad entre ambos es tan intensa que éste, finalmente, tuvo que repetir y elaborar en La comedia del arte el “desgano” de aquél, produciendo así su propio naufragio. 

(4) Cfr. Lo siniestro, Olañeta, Barcelona, 2001, p. 18 y ss.

(5) Enseña Kayser que las configuraciones artísticas y literarias que se mueven dentro del registro estético del grotesco tienen un carácter lúdico que, sin embargo, supone riesgos: “[El juego] Puede comenzar con alegría y casi con libertad tal como Rafael quiso jugar con sus arabescos. Pero también puede arrastrar al jugador, robarle su libertad y colmarlo de estremecimiento ante los fantasmas frívolamente conjurados por él”. En Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura, Nova, Buenos Aires, 1964, p. 228. 

(6) Franz Kafka, “El cazador Gracchus” en Relatos completos, Losada, Madrid, 2004, p. 472. En un tono muy kafkiano, el narrador de La segunda comedia atribuye el equívoco, más adelante, a “un Caronte impago, ya sin voluntad siquiera para mover los remos y completar la barca con sombras sin vuelta”.

(7) Ha sido Adriana Valdés quien ha reparado en esta relación escéptica o melancólica de Couve con sus grandes modelos. Es cierto que lo hace a propósito de su literatura. Pero ya he sugerido, por más que de manera insuficiente, la complicidad entre ambos proyectos. El texto sobre el que llama la atención Adriana Valdés es el Prólogo de Couve al llamado Cuarteto de la infancia, antología de cuatro novelas ejemplares que, entre otras cosas, sirve para medir la sintonía de su trabajo literario de cara al programa literario que abiertamente asumió. En el Prólogo se observa la permanente ambivalencia emocional que quizás podría definir la compleja relación de Couve con dicho ideal literario. Por una parte, retorna el fantasma flaubertiano de la “religión de la belleza” (el texto es de 1996, posterior a La comedia del arte), del realismo decimonónico como cuestión de fe o pasión inevitable: “La escuela realista a la que adhiero, más que una porfía o lo que podría pensarse como un anacronismo, es en mí un sentir profundo”. Por otra parte, queda cifrado todo el escepticismo en el carácter utópico que Couve le atribuye al mismo objeto de culto: “Una vez conocidas estas obras, me gustaría retornaran a su utópico lugar de origen a través de la traducción al francés, enriquecidas con la profunda experiencia americana”. Escribe Adriana Valdés: “Hay mucha tristeza en este reconocimiento de un lugar de origen ‘utópico’ –ya no está allí, y tal vez jamás lo estuvo. Tal vez, o ciertamente, el lugar de origen es una creación del deseo; esa Francia decimonónica no le era propia ni tal vez era tal como se la imaginaba”. En Prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza, Seix Barral, Santiago de Chile, 2000, p. 14. 

(8) Roberto Merino, “Adolfo Couve desde la última fila”, en Luces de reconocimiento. Ensayos sobre escritores chilenos, ed. cit., p. 122. 

(9) Es sabido que Couve reconoció, por primera vez, el tono y la atmósfera más cercanos a la vida de su “hallazgo” (el tema de La comedia del arte), mientras escuchaba Don Giovanni de Mozart: “...lo escribí, después pasaron seis meses y lo volví a escribir de nuevo, lo quemé, lo hice dos veces y la tercera vez me seguía este tema y estaba escuchando Mozart, me acuerdo, estaba escuchando Don Giovanni que también es un arquetipo y me di cuenta lo aéreo que era, lo transparente, porque los personajes de los arquetipos no tienen huesos, no tienen carne, no tienen nada, son símbolos no más. Entonces yo dije, no soy Mozart, voy a escribirlo así no más, voy a contarlo de qué se trata. Y ahí entonces resultó el libro y más o menos se armó”. Encuentro con Adolfo Couve en La Sebastiana, 13 de junio de 1997. Transcripción de audio. 

(10) “Tentando estoy de olvidar mi intención descuidada de ‘hablar’ sobre mis protagonistas y, en cambio, sumirlos en el relato convencional…”. La comedia del arte, en Narrativa completa, p. 365

(Istmo, Revista de literatura y psicoanálisis/ año 5/6 / 2011 número especial: narrativa chilena p74-81)

(https://revistaistmo.files.wordpress.com/2011/03/descargar-pdf_revista_istmo_56.pdf)

domingo, 20 de septiembre de 2015

Escenas de Adolfo Couve (estudio en cinco miradas) por Fernando Pérez Villalón






   La reciente aparición de la Narrativa completa de Adolfo Couve (Santiago: Seix Barral, 2003), con prólogo de Adriana Valdés, (1) y la exposición retrospectiva de su pintura en el Museo de Bellas Artes el año pasado (junto a la publicación de un excelente volumen que recoge su obra plástica) (2) son una oportunidad para volver con calma a leer y mirar sus trabajos, dotados ahora de esa completitud aparente que el tiempo confiere de modo retrospectivo (y que a la crítica le corresponde cuestionar, poner en crisis).(3) Más que hacer juicios globales sobre esa obra, para lo cual tal vez estamos todavía demasiado cerca, las siguientes páginas intentan retomar ciertas ideas esbozadas en un texto propio de hace algunos años (4) y, a partir de unos pocos pasajes de la obra de Couve que me siguen rondando, buscar qué hay en sus libros que hace volver a leerlos e invita a persistentemente interrogarlos.

   Las obras literarias de Adolfo Couve, escritor y pintor, suele señalarse, están llenas de "cuadros", ya sea como citas o parodias de la tradición pictórica, ya sea como imágenes literarias cuya fuerza proviene de su conversión a términos visuales en la imaginación del lector (o, mejor, de la tensión entre escritura e imagen que su descripción suscita). Adriana Valdés habla de la "perfección cincelada de una imagen, que permanece en la memoria", de esos pasajes compuestos como cuadros que "se recuerdan en una súbita imagen que condensa el transcurrir de las historias" (5), formulación que no en vano recuerda las "imágenes dialécticas" descritas por Walter Benjamin. Ahora bien, en realidad más que de imágenes (cuadros estáticos, pinturas), creo que se trata de escenas, en el sentido dramático de la palabra a la vez que en su sentido psicoanalítico, es decir, imágenes que forman parte de un relato, cuadros que sirven de emblema a un conflicto, y que por tanto implican ecos de otros cuadros.

  Los mejores momentos de su obra tienen que ver, a mi parecer, con ese dramatismo, con la escenificación de situaciones que sintetizan conflictos, más que con la maestría estilística que suele atribuírsele. Tienen que ver con esa impostación de la voz, esa impostura que permite el nacimiento de la ópera renacentista, involuntaria parodia de un modelo ya perdido irremediablemente.(6) Encuentro huellas de esta concepción en el texto de la contratapa del segundo de sus libros (En los desórdenes de junio), que no puede haber escrito sino él: "¡Cuán distante está el hombre de la figura que le toca representar! Esta paradoja hace sentir a nuestro autor lo más profundo de la tragedia humana como histriónico. Estos seres de pantomima gustan cambiar a menudo de disfraz. ¿Dónde termina el disfraz? ¿Dónde comienza el hombre? Como Mercucio, calzándose la careta para ir a la fiesta de los capuletos, parece decirnos Couve: 'Una máscara para otra máscara'."

No me interesa aquí encontrar el rostro tras la máscara, ni levantar el velo con que voluntariamente se disfraza Couve. Me interesa, al contrario, demorarme en la lectura de esa superficie enmascarada, descifrarla contemplándola insistentemente, deteniéndome en las grietas, describiendo sus contornos y entendiendo a qué refiere ese disfraz: qué otras máscaras la circunscriben y obsesionan, a qué moldes nos envía su factura. "Aquí vengo a liquidar imágenes", declara Couve al final de su primer libro, Alamiro. Yo no vengo a liquidarlas, sino tal vez a desencadenarlas, como se desencadena una tormenta. Soltarlas, dejar que salgan del marco. Leerlas, verlas, transcribirlas. Leer los cuadros de Couve como un libro, mirar sus libros al sesgo, demorándose en los pliegues de la tela o de la página. Ver no lo que está entre líneas, sino lo que está más acá, los límites de la escena.


La cabeza cortada

  La comedia del arte, última obra publicada en vida por Adolfo Couve, concluye con una escena en la que Marieta, la ajada modelo, lleva la cabeza cortada del pintor Camondo sobre su falda. La continuación de esa novela,Cuando pienso en mi falta de cabeza, retoma el tema de la cabeza cortada, que Adriana Valdés relaciona en el prólogo con "la pérdida del rostro, la desidentidad" [21], y cuya repetición interpreta como intento de crear el "equivalente visible de un encuentro irrepresentable: el encuentro de la locura como trauma." [25] El mismo Couve, refiriéndose a la escena final de La comedia..., (7) la relaciona con el final de Rojo y negro, la novela de Stendhal, en el que Matilde (Marieta) lleva en un carruaje (el taxi) la cabeza cortada de Julien Sorel (Camondo). Sin embargo, hay otra cabeza cortada que se superpone a ésta en mi lectura: la de Juan Bautista.

  Flaubert describe la escena en uno de sus Tres cuentos("Herodías"): la hija de Herodías, amante de Antipas, danza para él. Enardecido, Antipas le ofrece cualquier cosa: "¡Ven! ¡Ven! ¡Tendrás Cafarnaún! ¡La llanura de Tiberias! ¡Mis ciudadelas! ¡La mitad de mi reino!" La bailarina, entonces, se detiene. Tras un momento breve de suspenso, con voz infantil, enuncia su deseo: "Quiero que me des, en un plato, la cabeza de Iokannan (Juan Bautista)." La cabeza llega, al poco rato. El verdugo la pasea, puesta sobre una bandeja, por entre los invitados.

  Oscar Wilde, más adelante, escribió una obra de teatro sobre el mismo tema, que a su vez sirvió de base al libreto de una ópera de Richard Strauss. Mallarmé, Laforgue y Apollinaire hicieron cada uno un poema a partir de esa escena. Gustave Moreau la pintó innumerables veces, y es impresionante la cantidad de veces en que se la ha representado sobre la tela. ¿Qué confiere a esa escena un atractivo irresistible? (8) No sé. La seducción de las imágenes no puede traducirse simplemente a términos verbales. Se me ocurre que hay alguna solidaridad entre el destino del artista y el de ese hombre que predica en el desierto, se me ocurre que componer variaciones en torno a esa mutilación puede ayudar a soportarla. Se me vienen a la mente otras cabezas cortadas: la de Orfeo, en Monteverdi; la de Holofernes cortada por Judith (también pintada numerosas veces, entre las que me parecen especialmente importantes las varias versiones de Artemisia Gentilischi); la de la Medusa, que sostiene el Perseo de Cellini (una obra a la que Couve se refirió en varias ocasiones con gran interés).

  Probablemente una interpretación psicoanalítica de esta escena no dudaría en ligarla al miedo a la castración. (9) Como es sabido, cualquier mutilación puede interpretarse así, y más aún una ligada al mito de Medusa. (10) Sin embargo, si esta escena remite a la castración, no es sino a través de la compleja red de imágenes que acabo de evocar. Ya no importa tanto entonces la restitución de un sentido a la escena, sino el itinerario, los meandros que describe el recorrido de uno a otro.

  (La mirada de Medusa, petrificadora e inmovilizante, que sólo puede enfrentarse de modo indirecto, reflejada en un escudo. Italo Calvino, en la primera de sus Seis propuestas para el próximo milenio, propone a Perseo como emblema de la levedad, esa virtud que nos permite apartarnos de la pesadez al contemplarla desde un ángulo diverso, oblicuamente. ¿Qué se sentirá al saber que todo aquél a quien se mira es condenado a la inmovilidad, que la propia mirada petrifica?)


Autorretrato pintando
  Hay una escena memorable en La lección de pintura: cuando se revela la genialidad de Augusto, el pequeño protagonista. Es Aguiar, el farmacéutico del pueblo aficionado a la pintura, quien lo descubre, con una mezcla de estupor y de alegría. La escena del descubrimiento de un talento precoz se repite casi igual en La comedia del arte. Sólo que en ese caso es un pintor en decadencia el que descubre al niño más dotado: "Mostraba facilidad innata para encontrar el tono preciso, sus manos hábiles sabían oprimir lo justo los pomos y sin exagerar la cantidad, la hacía rendir. / Nada ensuciaba, no sobraba tampoco nada y los colores llevados a la tela, volvíanse imediatamente de pasta en manchas y éstas, superando la materia, se convertían en una nueva e increíble realidad. / No fueron sus amigos los que ese día lo sorprendieron experimentando por primera vez la interpretación de la naturaleza; fue el viejo Camondo que en su paseo matinal, desde lejos, identificó la convencional figura: un pintor ante el motivo." (Narrativa completa, p.405) (11)

  Creo que Couve debió reconocerse en ambos personajes: el artista frustrado y el genio precoz.(12) Se trata de una variante del tema romántico del doble, el doppelgängerque Freud asocia a lo siniestro, como en el cuento de Julio Cortázar "La flor amarilla", en el que un hombre conoce por casualidad a un niño en el que se han reproducido, de manera sólo un poco divergente, todas las vicisitudes de su vida. Volver simultáneos dos momentos sucesivos es una estrategia para obviar lo irreparable que implica el paso del tiempo. (13) Couve fue el niño precoz y es el pintor en decadencia. Siempre comentó que había renunciado a la pintura porque le parecía demasiado fácil.(14) Sin embargo, no tenía tantas dotes para la literatura como para la pintura. Estaba condenado a ser un escritor frustrado. Escribir le costaba enormemente. No sólo le era difícil, sino que implicaba como costo un agotador desgaste que no guarda siempre relación con los resultados. Pese al penoso esfuerzo que significaba para él la corrección de un libro, su estilo no es para nada perfecto. Eso confiere a su obra, sin embargo, una cierta dignidad de que carecen otras más 'logradas': "...yo ya no triunfé, declara Couve, pero es bonito no haber triunfado y me enamoré de eso también. (...) Todo el mundo está obligado al triunfo, pero yo descubrí que era mucho más difícil el fracaso. El fracaso total en que yo estoy es bien arduo de lograr, pero eso también trae, a mi juicio, importantes beneficios artísticos. El que triunfa cree que ha podido plasmar su talento que siempre retrocede ante esos esfuerzos. A mí me interesa ir del intento a la solución aunque sea fallida." (15)

  Hay numerosos cuadros de Couve en los que se retrata a sí mismo pintando. Se trata de un motivo clásico en pintura, que tiene en Las meninas de Velásquez uno de sus desarrollos más conocidos y logrados. No hay, sin embargo, personajes escritores en sus obras literarias que nos hicieran pensar en un "autorretrato escribiendo". Al contrario, los protagonistas de sus relatos suelen ser pintores o tener afición a la plástica, como si en cierto modo Couve no hubiera nunca conseguido verse a sí mismo verdaderamente en tanto que escritor. Tal vez hay algo en eso que caracteriza a la literatura: no podemos nunca describir la propia escena sino en otras, no podemos vernos a nosotros mismos reflejados en ella, nuestra imagen siempre huye, o aparece a pesar nuestro.

  (La mirada de Narciso, fascinada por sí misma, ensimismada, absorbida, hundida en su propia imagen. La mirada empantanada en el espejo. Por otra parte, esa ninfa que huye en el poema de Lihn -"No hay Narciso que valga"- nos enseña que, si se licúa el espejo, hay un punto de fuga, un momento en que la propia imagen se vuelve irreconocible porque da paso a otra cosa, a ese eco alterado, esa voz que repite nuestras palabras de manera de volverlas diferentes de sí mismas, ¿la figura del lector, de la lectora?)


El balcón

  El cumpleaños del señor Balande fue escrito tras un largo periodo de silencio. Como Couve mismo relata, la escritura de El pasaje lo había dejado extenuado: "Ese libro me significó cinco años sin poder leer ni escribir ni siquiera un telegrama." (16) Tal vez por eso mismo su reducidísima extensión, pese a la cual Couve insistía en calificarlo de "novela". Por lo demás, los textos de Couve no fueron nunca extensos: sus dos primeros libros están hechos de fragmentos breves, casi sin sustancia narrativa, jirones de prosa poética, y estos fragmentos reaparecen en Balneario. Couve se quejaba de que la editorial le había devuelto su última novela pidiéndole que la extendiera, porque de modo contrario el libro no tendría lomo, tan breve era la obra. Adriana Valdés habla en su prólogo a El cumpleaños... de una "novela contrahecha, una novela enana", de una miniaturización que "vuelve monstruoso el género de la gran novela burguesa, y sus cuadros de costumbres" al mismo tiempo que permite "echársela al bolsillo". Veamos más de cerca sus escenas.

  En El cumpleaños del señor Balande se retrata una celebración burguesa, mostrando la frivolidad de la vida social, los detalles del decorado, la importancia de las apariencias, los fragmentos de conversación insulsa y superficial. Sin embargo, tras el decorado terso y apacible, se insinúa el drama de los secretos guardados bajo llave, las pasiones olvidadas, la herida, lo traumático (en suma, otra vez la muerte: la muerte roja en el cuento de Poe, o el hada mala en "La bella durmiente", la inesperada invitada que irrumpe de pronto). Adriana Valdés habla de "un misterioso trasfondo de incomodidad: como si el desastre fuera inminente, siempre; como si los personajes fueran en cualquier momento a salir de las perspectivas y los marcos de referencia, como si detrás de cada bibelot acechara una posible monstruosidad."

  ¿Cuál es el punto en que el telón del decorado se desgarra y deja entrever otra cosa? Hay un momento, tras las fotos familiares, en que Julia, esposa de Balande, se escabulle de la fiesta y se desliza hacia el balcón, apretando una llave entre sus manos. "El amor, tal vez no sea más que un encargo del recuerdo" (Narrativa completa, p.301), piensa resignada, y regresa al interior, retomando el disimulo. Sólo un tío viejo, ya del todo ido, presencia la escena (además de los lectores, acaso tan inofensivos e impotentes como el personaje anciano).

  Esta escena me recuerda dos relatos. Uno es La señora Dalloway, de Virginia Woolf. La novela narra un día de Clarissa Dalloway, un día que concluye con una elegante recepción dada en su casa. La llegada de un antiguo novio la hace recapitular toda su vida, y preguntarse si eligió correctamente. Casada con otro, lleva una vida rutinaria y desprovista de pasión. Durante un momento de la fiesta, Clarissa entra a una pieza vacía y mira por la ventana. En la casa de al frente, una mujer se acuesta. Se apagan las luces. Clarissa duda un segundo antes de regresar a atender a sus invitados, convertida nuevamente en "la perfecta anfitriona".

  El otro es el cuento "Los muertos" de Joyce, incluido en suDublinenses. Terminada ya la fiesta de año nuevo que se narra, el protagonista, mientras su esposa duerme, mira la nieve cayendo a través de la ventana: "Su alma se desvaneció lentamente mientras escuchaba la casi imperceptible caída de la nieve a través del universo, cayendo imperceptiblemente, como el descenso del final definitivo, sobre todos los vivos y los muertos." Ese personaje acaba de enterarse de que, cuando su mujer era joven, un hombre murió por ella, por su amor, y se da cuenta de "él nunca había sentido nada semejante, pero estaba seguro de que ese sentimiento era el amor." Su mujer había guardado por años la imagen de ese joven diciéndole que no deseaba ya vivir si era sin ella.

  "El amor, tal vez no sea más que un encargo del recuerdo". Couve confiesa en alguna entrevista que se trata de su frase favorita entre las que ha escrito, una de las pocas frases que rescataría de su obra, una de las pocas frases que considera logradas. Un encargo, carga, un peso: "lo que realmente amamos nos es esquivo, difícil de recomponer en la memoria". Una exigencia terrible, entonces, la elaboración de escenas. Bella y terrible, tal vez, como un ángel. Como ese ángel que pasa al final del relato, o como la doncella de alas de cartón que persigue al pintor en Cuando pienso en mi falta de cabeza...

  (La mirada que ha entrevisto alguna vez al otro, aunque sea fugazmente, que ha vislumbrado, al desaparecer, el rostro de la singularidad -como en "À une passante", de Baudelaire-, queda para siempre como ida, como herida por el brillo de ese shock, esa experiencia. Esa mirada queda deslumbrada, opaca. ¿Qué ocurre, en cambio, con esa otra mirada que se obstina persiguiendo los ojos huidizos de otro rostro, que se escabulle sin dar nunca la cara, sin nunca volverse a él ni para despedirse? La mirada de esos ojos se queda perdida, estrábica y extraviada, "como traje de fiesta para fiesta no habida.")


El balneario

  "Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, aleros repletos de murciélagos, ventanas sin postigos, abiertas al mar que las habita como a los recovecos entre las rocas. Balcones carcomidos, escalas de servicio, clausuradas, que se han venido al suelo, veletas oxidadas y atascadas, pájaros de fierro que porfían en la persistencia del viento. Llovizna que aparta de las olas a las gaviotas hambrientas, bandadas organizadas de pidenes que incrustan su paso presuroso en la arena negra, y las calles retorcidas con letreros que chirrían y agitan graves faltas de ortografía." (Narrativa completa, p.307)

  Ese fue el primer párrafo de Adolfo Couve que leí. Me sigue pareciendo uno de los mejores de su obra. Es el inicio del cuento "Balneario". El personaje de ese cuento, Angélica, una mujer mayor, alegoriza de modo evidente la suerte de la ciudad. Balneario aristocrático venido a menos, derruido, en decadencia. El cuerpo de la anciana, degradado, refleja ese deterioro. Como fondo de su historia, el decorado teatral (ese escenario, esa apariencia) de una ciudad en ruinas. En la primera y la segunda parte de La comedia..., ese decorado se vueve irreal, invadido por los dioses de una mitología de cartón piedra. Recuerdo imágenes de la película que hizo Bergman con La flauta mágica de Mozart (otra vez la ópera). Filmaba a los cantantes en el intermedio: el dragón dejaba su máscara enorme a un lado para jugar al ajedrez con la princesa, uno de los pajes hojeaba una tira cómica. Dije en otra parte que me molestaba la construcción como de cartón piedra de los escenarios y los personajes de Couve. Me pregunté también si no sabría tal vez lo que hacía: fabricar copias de yeso con el material al descubierto, frágiles y quebradizas. Todavía no resuelvo la pregunta.

  Couve vivió por largos años "exiliado" en Cartagena. Volvía a Santiago sólo para dar sus clases en la Universidad de Chile. De vez en cuando aceptaba recibir visitas. Esta opción de alejarse de Santiago tiene no poco de huida: "Yo me replegué aquí porque tenía que salvarme. Como no me puedo subir a los aviones, no podía irme a ninguna parte. Entonces, para salir, partí a Cartagena, que es un lugar muy distinto a Chile. (...) Me encantaron las casas, las papas fritas, las radios prendidas, pero no porque yo quisiera ser popular ni marginal, sino porque quedé metido en una realidad que no controlaba ninguna autoridad. En Cartagena me sentí en democracia. / Toda mi poética está en estas calles con sus casas europeas destartaladas, con palmeras y en playas chilenas. Me encontré con que todas mis descripciones se habían concentrado en este lugar." (17)

  Couve se refiere en varias entrevistas a su miedo a la vejez. (18) Habla de su deseo de "ser un viejo bonito, como Pound". En cierto modo, Angélica es el viejo que él nunca llegó a ser. Rodearse de ruinas era un modo de escenificar su propio cuerpo en su temida decadencia. Era en contraste con esas ruinas que recordaba Florencia, la cúpula de Brunelleschi, con cuya descripción iniciaba sus clases de historia del arte, y cuya evocación cierra el libroBalneario. El cuento del mismo nombre concluye con un párrafo casi igual al del inicio: "Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, perdida entre la muchedumbre como un despojo a la deriva."

  (La mirada que va y viene de un lugar a otro, la mirada desgarrada entre el aquí y ahora y un otro lugar, un tiempo diferente. La mirada melancólica, que vuelve ruinas todo lo que la rodea, en el grabado de Durero. La mirada del hastío, desgastada, que ya sabe que nada se gana con viajar y se contenta con escrutar el horizonte desde la costa, observar el balanceo de los barcos en el puerto...)


Escena ausente

La última escena falta, no ha sido escrita, no está. Es una falta: delito y ausencia. La última escena está ida, velada, como foto sobreexpuesta. La última escena es lo que oculta el muro; lo que refleja, borroso, el espejo: la espalda del violonchelista ("mirrors and fatherhood are abominable..."), la habitación de límites difusos. (19)

"La presencia del ausente es la peor de todas", escribió Couve en un pasaje de El picadero. Límite de la presentación, zona en silencio. El trasfondo político de suCuarteto de la infancia, por ejemplo. (20)

La última zona tiene que ver con esa zona en blanco en un autorretrato, con dejar la tela cruda, intacta, tiene que ver con ese punto en que la mano, al salir de la tela, se difumina y borronea, se hace turbia. Tiene que ver con el vacío en el sillón desde donde nos mira un perro, solo. Yo no consigo escribrir esta escena. Escribo que no lo logro. Me elude. La circunscribo, la elido, la aludo apenas.

(Mi mirada se demora entre las líneas de este texto, parpadea perpleja frente a la pantalla del computador, va y viene de los libros a las teclas, de mi mano a mi reflejo en la ventana, se hunde en las imágenes, regresa una y otra vez a ciertos rostros, ciertas zonas. Bocetos de la falta de cabeza, fotos del autor en Cartagena, sus retratos y paisajes, sus naturalezas muertas. La silueta deslavada de unas tazas blancas sobre fondo azul, el marco de una ventana, los manchones de la playa o la figura de botellas reunidas sobre una superficie como cuerpos en la acera, apresurados, a empellones. La mirada de Orfeo, cuyo objeto desaparece tan pronto como uno se vuelve a él, esa mirada que no aferra del otro sino su huida, desvanecimiento, interrupción su ausencia).

Santiago, marzo 2000-julio 2003


NOTAS

(1) Las ideas de este ensayo le deben a los diversos textos de esta autora sobre Couve y, en general, a sus escritos sobre literatura, mucho más de lo que las notas al pie y referencias puntuales indican. Quede aquí, pues, huella de esa deuda y del agradecimiento por las numerosas pistas encontradas en sus textos.

(2) Claudia Campaña, Adolfo Couve: Una lección de pintura. Santiago: Eco, 2002.

(3) La idea es de Henry James, en The Tragic Muse: "The towers had never been finished, save as time finishes things, by perpetuating their incompleteness."

(4) "Adolfo Couve: diario de una lectura (Apuntes para un réquiem)", Vértebra nº3, septiembre 1998.

(5) Prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza, Ed. Seix Barral, Santiago 2000, p.12.

(6) El mismo Couve nos da un pista al señalar que Don Giovanni, de Mozart, le permitió dar con el tono adecuado para La comedia del arte.

(7) Entrevista con Alejandro Kandora, p.4 del suplemento "Literatura y libros de la época, 3 de diciembre de 1995.

(8) Sobre la seducción que ejerce esta figura en la imaginación moderna, cfr. el capítulo "Salomé ou la scénograhie baroque du désir", en La raison baroque. De Baudelaire à Benjamin, de Christine Buci-Glucksman. (París: Galilée, 1984).

(9) "Sin hablar de la obvia lectura que vincula toda mutilación a una castración", anota entre paréntesis Adriana Valdés en su prefacio a Cuando pienso a mi falta de cabeza. No hablar hablando que señala con más fuerza lo dejado a un lado, la obviedad oculta a fuerza de patencia.

(Narrativa completa, p.404) La amenaza del silencio, de la lengua (y ya no la cabeza) cortada, se conjura imaginando que no es una sino varias, tal como las variaciones sobre el tema de la cabeza cortada funcionan, según AdrianaValdés, como una forma de acercarse a lo intratable a fuerza de aboradarlo desde diferentes perspectivas, una y otra vez.

(11) Me señala Juan Manuel Garrido que, en otro nivel, la escena remite a La muerte en Venecia, de Thomas Mann, a esa fascinación de quien se encuentra cautivado en el ocaso de su vida por la hermosura de un adolescente o niño. Me parece acertado el comentario, aunque no lo desarrolle aquí.

(12) "Camondo es el pintor que hay en mí y que pinta sin ganas. O sea, pinta mal. Y Sandro es el pintor bueno que hay en mí y que no tienen necesidad de escribir." ("Autorretrato de artista, p.62")

(13) Benjamin alude reiteradamente a esa 'espacialización' en El origen del drama barroco alemán.

(14) "...soy un gran conocedor del oficio. Pinto bien. La literatura me cuesta más" (36), declara en una entrevista (revista Ercilla 2204, 26 de octubre del 77). También le declara a Claudia Donoso, refiriéndose a su opción por la literatura: "Mi vida ha sido esta seguridad insegura, pudiendo yo haber tenido seguridad total en la pintura, donde no tengo problemas." ("Autorretrato de artista", p.61)

(15) "Los artistas son monjas", revista Caras, nº especial, 17/7/95, p.63

(16) Citado por Claudia Donoso en "Couve, autorretrato de artista", Paula Nº176, abril 1998.

(17) Idem, p.63.

(18) En la entrevista citada para la revista Ercilla, cuando lo interrogan sobre su miedo a la muerte, declara: "Le tengo mucho miedo. Pero más miedo le tengo a la vejez." (37)

(19) Las imágenes a las que aludo en ese párrafo y los siguientes son cuadros de Couve.

(20) Habría que poner en relación los silencios de Couve con las acertadas observaciones de Adriana Valdés en su "Escritura y silenciamiento" sobre las consecuencias de la dicatadura para el lenguaje literario de esos años (enComposición de lugar. Santiago: Universitaria, 1995).


(Revista de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, Cyber Humanitatis Nº28, Primavera 2003)