viernes, 8 de julio de 2022

Sobre Perder la cabeza, de Francisco Cruz, por Felipe Joannon.



A pesar del fervor que ha suscitado desde el inicio la obra literaria de Adolfo Couve en algunos lectores de renombre (Alone, Valente, Cerda, Valdés, Aira, Zambra, Merino, entre otros), existen muy pocos estudios que den cuenta de una visión global, acertada y rigurosa, del total de su producción. Como señala Leonidas Morales, autor del primer libro dedicado exclusivamente a Couve (publicado recién en 2018), buena parte de la crítica sobre su obra literaria no sobrepasa la profundidad periodística. Tal vez el único caso excepcional es el de Adriana Valdés, quien no necesitó publicaciones extensas para instalar una lectura coherente y plenamente vigente sobre el recorrido literario del autor. Por otra parte, algunas publicaciones académicas de la última década resultan esclarecedoras de ciertos aspectos de su narrativa (las de Felipe Toro, por ejemplo, sobre la infancia, o aquellas que escribió junto a Pablo Chiuminatto en base a los manuscritos de La lección de pintura y de Balneario). Pero tratándose en la mayoría de los casos de artículos de revistas académicas, la brevedad del formato impidió un trabajo de largo aliento, que supiera convocar el valioso material de no ficción que dejó el autor (sus Escritos sobre arte, dos prólogos, un par de conferencias y casi medio centenar de entrevistas) e inscribirlo en una lectura panorámica de su evolución como artista. Esta es, ni más ni menos, la deuda que Francisco Cruz se propone saldar con su libro Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve, publicado en abril de 2019.

Sabemos, gracias al doble espacio que separa los capítulos en el índice y a las imágenes del mar intercaladas en medio del libro, que el texto está divido en tres partes. Una lectura completa de esta obra confirma que cada sección gira en torno a un tema cuidadosamente delimitado por el autor, quien logra, además, dar una impronta de fluidez en los umbrales que separan una parte de otra.

La primera parte, compuesta por siete capítulos, está consagrada al proyecto pictórico de Couve. Ante la falta de estudios previos sobre su obra plástica, aún más escasos que los que abordan su literatura, Cruz, en lo medular, construye su interpretación sobre la base de los testimonios que el propio Couve dejó sobre sus ideas estéticas. Y estos no son para nada escasos. Para un pintor que alcanzó en vida un éxito moderado con formatos pequeños y un escritor cuya obra narrativa completa no sobrepasa las quinientas páginas, las más de cuarenta entrevistas que dio durante su vida aparecen como un material casi vasto. Obsesionado, además, con el carácter impersonal que debía tener su obra, Couve evitaba a toda costa referirse a su vida privada, de modo que casi todo lo que dice en sus entrevistas gira en torno a su concepción del arte. Cruz exhibe un dominio inusual de estas fuentes. Cita veintitrés entrevistas y dos conferencias (que se extienden entre 1967 y el año de su muerte), pero se ve que conoce todo el material. Además de dos o tres interpretaciones acertadas sobre temas específicos de la obra de Couve, a las que me referiré más adelante, el principal mérito de este libro consiste en el buen juicio para seleccionar y profundizar en las nociones que mejor dan cuenta de la evolución artística del pintor escritor.

Conceptos como el de “traducción poética”, por ejemplo, que Couve emplea a lo largo de toda su vida artística, y al que Cruz le consagra un capítulo (pp. 27-42), resultan capitales para entender su peculiar noción de realismo. Lo mismo respecto al frecuente uso de la palabra “castigo”, cada vez que se refiere a los excesos de las obras de arte que no respetan la “ecuación” entre forma y contenido. El libro de Cruz logra dar cuerpo a las frases un tanto epigramáticas de Couve, inscribiéndolas en un marco conceptual más amplio, con la ayuda de teóricos ya clásicos como Roland Barthes (La cámara lúcida) o Wolfgang Kayser (Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura), pero también de pensadores locales, como Pablo Oyarzún y Nelly Richards. Esto le permite situar su obra y sus afirmaciones en la tradición artística occidental para luego ir acercándolas al contexto histórico chileno en que Couve entra en escena (a inicios de la década los 60). El tránsito desde el contexto general, marcado por la crisis de las artes plásticas ante el advenimiento de la fotografía, a la realidad local de los pintores de su generación, sucesores inmediatos del Grupo Signo (Balmes, Barrios, Pérez, Martínez), incluye valiosos testimonios que profundizan las ideas de Couve y permiten comprender mejor la crisis de su proyecto plástico. Dos ejemplos notables son las anécdotas que recoge sobre sus principales referentes chilenos, los pintores Juan Francisco González y Pablo Burchard, a través de escritos de Augusto D’Halmar y Enrique Lihn (páginas 18 y 44 respectivamente).

La primera parte cuenta, por último, con una interpretación convincente de una selección de cuadros de Couve (Casa tras un muro, El Mapocho y La playa), los que coteja con obras de los referentes ya citados. La visión de la obra pictórica de Couve como una propuesta que acentúa la vía abierta por González y continuada por Burchard (“inmediatez frente al motivo, rapidez del gesto pictórico y el formato pequeño”, p. 18), está bien fundada y permite comprender por qué la adscripción a esta tradición constituía un “camino sin salida” (57), en el contexto de una disciplina que estaba incorporando materiales no estrictamente pictóricos e incluso, como en el caso de Brugnoli, cuestionaba su principal soporte: el cuadro. A partir de esta filiación de Couve a González y Burchard, Cruz apunta una reflexión interesante: el problema del primero, a diferencia de sus predecesores, se desarrolla en una encrucijada distinta. Si Juan Francisco González tuvo que enfrentar, literalmente, la irrupción de la fotografía, el contexto artístico que Couve debe sortear es el de la imagen ya enraizada en la sociedad del espectáculo. De ahí que su respuesta consista en una radicalización de la técnica y de los temas de sus dos maestros: objetos aún más nimios, una gama de colores más restringida, un recorte más limitado de la naturaleza cotidiana (El espectáculo como encrucijada, 58).

La segunda parte del libro, que consta también de siete capítulos, está dedicada principalmente a una parte de su producción literaria: aquella que comprende las cuatro novelas que posteriormente aparecerían reunidas bajo el título de Cuarteto de la infancia. La transición de la primera parte a la segunda, el desplazamiento (en términos de Cruz) del problema artístico desde la pintura a la literatura, queda resuelta cronológicamente: Couve decide dejar los pinceles mientras escribe la primera de las cuatro novelas, El picadero, publicada en 1974. Y aquí el procedimiento es similar. Las ideas estéticas de Couve, esta vez extraídas con mayor frecuencia de los dos prólogos que escribió el autor (a La lección de pintura en 1979 y a Cuarteto de la infancia en 1996), sirven de guía para orientar su itinerario artístico y precisar su inscripción en la tradición literaria occidental. Si en la sección precedente Cruz, en base a alusiones del pintor, desestima la filiación realista de Couve a la escuela francesa contrastando sus cuadros con los de Gustave Courbet, ahora cotejará sus cuatro novelas con las del escritor realista francés que Couve admira más: Gustave Flaubert.

Hay dos capítulos completos dedicados al autor de Madame Bovary (“El culto de la forma”, pp. 101-109 y “La corrección infinita”, pp. 110-117), que bien podrían leerse de manera independiente de su relación con Couve y que dan cuenta de un conocimiento profundo de Cruz sobre Flaubert. Pero su inclusión queda justificada, en tanto iluminan los capítulos sucesivos, dedicados a uno de los puntos menos evidentes del ideario estético de Couve: la representación del problema latinoamericano. Se trata de un aspecto algo opaco, si se considera, por una parte, las escasísimas referencias a escritores y artistas latinoamericanos (exceptuando a Darío y a Borges), y por otra, las frases en las que Couve afirma que se trata de un núcleo fundamental de su escritura: “Hay tres cosas que me interesan, por eso escribo: el lenguaje, el aislamiento de Chile y el problema de América” (entrevista de Beatriz Berger, 1993). Para Cruz, lo típicamente latinoamericano en la narrativa de Couve es una mezcla de dos ingredientes: la melancolía del artista moderno, que tiene como símbolo a Flaubert, y un sentimiento de compasión que heredaría América de los tiempos de la Colonia y que despojaría a sus novelas de la náusea existencial que transmiten las de Flaubert. Cruz cita a continuación uno de los pasajes más emotivos de las entrevistas de Couve:

La melancolía es una enfermedad que tiene que ver con la música, con enamorarse por lástima –cosa muy mala–, por piedad. Y esta es una propensión muy chilena. Aquí la gente se enamora al revés, nadie lo hace por admiración. Y esa pena, esa lástima, nos viene de la Colonia. Pero eso también es bonito (126, a través de Cruz).

La tercera y última parte de este libro viene a completar el itinerario artístico de Couve mediante el análisis de sus dos últimas obras narrativas: La comedia del arte (1995) y Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000, póstuma). Aunque en esta sección Cruz también sigue de cerca los juicios que Couve hizo de su propia obra (sobre todo en lo que se refiere al supuesto carácter arquetípico de sus personajes), esta tercera parte es más audaz que las anteriores pues sustituye el carácter un tanto descriptivo de sus interpretaciones por una perspectiva psicoanalítica. La propuesta de la tercera parte puede resumirse en una frase: el ejercicio de escritura de las dos comedias, que tienen como protagonista a un viejo pintor fracasado, es la repetición del trauma que significó para el joven pintor Adolfo Couve la falta de reconocimiento de su obra.

Sin embargo, a pesar de que ciertos pasajes de las comedias adquieren sentido bajo el lente psicoanalítico de Cruz, el análisis en esta parte no puede evitar el contagio de la forma de las obras que analiza: la fragmentación. Por supuesto, la discontinuidad no alcanza el nivel de la novela Cuando pienso en mi falta de cabeza, pero sí puede constatarse que esta tercera parte es la más breve (consta de 50 páginas, veinte menos que las anteriores) y la que cuenta con más capítulos (nueve contra siete). De modo que así como las comedias piden al lector un esfuerzo de concentración suplementario respecto de las novelas anteriores, algo similar puede decirse, aunque en menor grado, de la última parte de este libro en relación a las precedentes. Puede destacarse en esta tercera parte, en cambio, la inclusión que Cruz hace de lecturas que se contraponen a la suya (la de Cristóbal Joannon, p. 166, y la de Roberto Merino, pp. 165-166, por ejemplo), dando muestras de un proceder argumentativo que tiene como uno de sus objetivos que el lector pueda formarse un juicio propio.

De todas formas, Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve, constituye un hito importante en los estudios sobre la obra couveana. Se trata del segundo libro dedicado exclusivamente al autor y del primero que logra dar una visión general convincente de su devenir artístico. En estas páginas hay algunos hallazgos interesantes, pero sobre todo se aprecia una labor de selección y profundización en las pistas que el propio Couve dejó al referirse a su obra y a sus preferencias estéticas. Pistas que, por demasiado conocidas (su nexo con Flaubert, la filiación de su pintura a la de Burchard y González, entre otras), la crítica hasta ahora había indagado de manera parcial o incompleta, y que encuentran, en este libro, un alcance explicativo definido dentro del total de su producción artística. Por último, la sólida documentación que sostiene el hilo conductor de este libro y su carácter monográfico, permitirá a los futuros investigadores ahondar en aspectos más concretos de la obra de Couve, remitiendo, cuando se requiera precisar aspectos generales de su concepción artística, a este valioso libro que acaba de publicar Francisco Cruz.

Reseña del libro Perder la cabeza. Ensayo sobre la obra de Adolfo Couve, de Francisco Cruz. Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2019. 22 de julio de 2020.


Felipe Joannon (1985) es estudiante doctoral de literatura de la Universidad París VIII. Realizó estudios de Economía en la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde obtuvo el título en 2009. En 2017 obtuvo el grado de Master en la Universidad París III (Sorbonne-Nouvelle) con una investigación sobre las crónicas urbanas de Roberto Merino. Trabaja su tesis doctoral sobre la obra narrativa y los soportes no fictivos de Adolfo Couve.

domingo, 3 de julio de 2022

ALAMIRO : Operación novelesca del trauma, por Héctor Hernández Montecinos.


Pensando en tres modos, tres agenciamientos, tres materialidades en que puede ser leída la novela. Primeramente, como objeto cultural, es decir, la novela como constructo genealógico con sus tecnologías inherentes al género, con su propio sistema y horizonte de expectativas. La novela como la conocemos y conoceremos a pesar de los cambios estructurales, editoriales e incluso comerciales. Luego, la novela como obra, esto es, la estilización de alguno o algunos de sus elementos llevados al desborde de su propia normalización bajo una premisa o coeficiente estético determinado, incluso al límite de dejar de parecerse a sí misma. Finalmente, la novela como conjunto de operaciones donde el texto más bien es una excusa para, punto uno, suspender lo más posible la idea de autoría, género y estilo; punto dos, perder al lector en un laberinto en el cual él es una operación ficcional más; punto tres, se des-representa incluso como género y permite un vértigo textual en el cual no hay afuera ni adentro, ni verdad ni mentira: la operación excede al libro, al autor y al lector. Se convierte en una performance de escritura, un devenir-novela que no es la novela en sí.

Así, separando la novela en estas tres materialidades, acotando su densidad de ficción e intervención se me ocurre que es posible no sólo armar una nueva cartografía sino que a la vez un nuevo barómetro del desgaste de la ficción como tal, de la mera historia, la anécdota y pensar en los insólitos alcances a los que se podría llegar cuando dichas operaciones pudieran converger en flujos más amplios hasta poder subvertir la historia como discurso lineal, la economía como cuerpos en deuda y la moral como discurso no tan sólo de lo bueno y lo malo, sino de lo verdadero y lo falso. La novela, creo yo, al igual que el museo es la síntesis de la modernidad. Como de algún modo la fotografía lo es de las identidades. Dispositivos de auto-lectura, auto-intervención y por lo demás, auto-vaciamiento.

En este flujo novelesco, que en sí es una novela de la novela, podemos no sólo pensar fenómenos paralelos al de su propia historia desde Cervantes sino que a la vez sintomatizar procesos constitutivos al de la propia modernidad que sin exagerar podemos reconocer en esta triple fluctuación: la modernidad como objeto, como obra de sí (autoreflexiva: contemporaneidad) y como operaciones, ésta última posiblemente entendida como posmodernidad. Es en estas tensiones que el propio modo de entender, y leer, la literatura ha cambiado. La novela es el rostro de esas transformaciones. No son lo mismo las novelas de Rulfo que las de Reinaldo Arenas, o las de D’Halmar y Mario Bellatin, pero sí lo son. Es en esas intermitencias que una obra como Alamiro (1965) de Adolfo Couve plantea varias cuestiones interesantes.

Manuscrito, 1965.



Desde las escasas reseñas sobre la obra hasta la venta de la primera edición en páginas de anticuarios su clasificación es esquiva. Se habla de poema largo, de relato, de novela corta e incluso de cuento. César Aira[1] señala que Alamiro hace “de la fragmentación un efecto del laboratorio de la prosa” y es justamente pensando en ese sentido de laboratorio, más lo dicho previamente acá en cuanto a la operación novelesca, que no rehúyo de ciertas metáforas que podríamos llamar médicas. Es más, Gilles Deleuze en Crítica y clínica[2] dice que “la salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias”.

¿Cuál es el enfermo? ¿Cuál es el pueblo? ¿Cuál es la novela? Las tres cuestiones que se desprenden para preguntar de fondo por el triple eje del cuerpo, el territorio y el discurso respectivamente. Suponemos que Alamiro es el nombre de quien enuncia, con esa A desdoblada en la sinécdoque del autor. Suponemos que sus recuerdos son la explicación de un presente, no obstante ada uno de esos recuerdos es un trauma. El enfermo, el sicótico, es el que no cierra la herida, el que selecciona las viñetas de su memoria, de su vida, para perpetuarlas. Cada una de las experiencias desde las más infantiles hasta las de púber tienen que ver con un fracaso de cierta expectativa. Caerse de la bicicleta, temerle al sapo, la zapatilla y la miga de pan que sus padres le arrojan, las vergüenzas vividas en la escuela por orinarse, la muerte, el alejamiento de la casa familiar, el atropello de la mascota, el miedo al primer beso, la censura del sacerdote por leer, la censura del padre por escribir en la ventana contra él. Cada una de las vivencias tiene que ver con la simbiosis del miedo y el deseo, fusionándose y creando un estado de desajuste que se expresa en su imposibilidad de comunicación con los humanos y en la identificación con las flores y árboles que menciona con fruición o con la yegua Aurora, el perro Copetín o los bueyes Florido y Clavel, únicos con un nombre, es decir, una identidad. Hay un tal N. de quien no se sabe más que su propio secreto. Este mismo devenir no humano, de despersonalización, de renuncia a ser un sujeto, y a estarlo: su incomodidad es el punto que Deleuze menciona en torno a un pueblo, Llay-Llay; luego el balneario. Un pueblo que se pregunta por su naturaleza y naturalidad en cuanto a la trasformación a pequeña urbe. La historia familiar que se narra en su negativo es a la vez la historia de una modernidad que incomoda metaforizada en el teléfono y el telegrama como portadores de malas señales. El paso de una economía agrícola a una semi industrial es también el paso de una infancia nostálgica rural a una tecnologización que adolece. Ese es el presente desde donde se recuerda el trauma de dicha modernización, la enfermedad de la modernidad que para Couve será ciertamente una obsesión.

Esta es la materia textual, el lenguaje enfermo sobre el cual se efectúan ciertas operaciones novelescas como, por ejemplo, el cambio de persona gramatical, el registro de sub géneros como el epistolar, la sinestesia narrativa y sobre todo la metatextualidad que se traduce en el hecho del castigo por leer novelas como Los tres mosqueteros o Bellarion de Rafael Sabatini que es la referencia de donde aparece la princesa Valeria. Alamiro no se ajusta a la novela como genealogía del género en pleno boom del Boom en los años sesenta, como tampoco por las estructuras más menos constitutivas y menos ante las expectativas del lector. Si hubiese que pensar en una obra paralela a ésta sería Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas que se concluye en 1964 y se publica tres años más tarde. Un niño, Celestino, es el protagonista de una vida en primera persona en un mundo de adultos ante el cual no encaja y ese desajuste se convierte en lenguaje a tal modo que algunos han leído el libro también como un poema largo, épico, una microepopeya.

El escritor como un desadaptado es ya un lugar común, pero ciertamente común para muchos quienes en la escritura encontraron la posibilidad de estos nuevos pueblos imaginarios o estas lenguas menores para seguir con Deleuze. Alamiro como primera obra publicada de Couve no deja de ser el síntoma traumático de toda su obra posterior. Una primera visión de sus obsesiones y manías, pero sobre todo la herida de una infancia que tuvo que buscar en la de otros poder reparar la suya, o de algún modo poderla volver a vivir no tan sólo en su literatura. Sintomático es el final, “Los epílogos”, que no es más que la reiteración de ciertas frases, tal como una vida es la reiteración de ciertos hechos. Toda obra es un cadáver exquisito, pero en este caso lo es mucho más.

Proyecto Patrimonio— Año 2016.