miércoles, 18 de junio de 2014

"SOBRE LA CUERDA FLOJA (un itinerario)" Prólogo a "La comedia del arte" por Claudia Donoso



               


SI POR EXCÉNTRICO se entiende a aquel que vive lejos del centro, en la barriada, entonces Adolfo Couve se recorta como tal en el mapa cultural chileno. No sólo porque se acogió al exilio interior y escogió un balneario de provincia que no figura entre los que están de moda para vivir, sino porque además y desde que empezó a publicar a fines de los 60, su literatura marcó una completa diferencia respecto de sus pares de generación.

Como señaló el crítico Martín Cerda “Con El picadero (1974), la novela chilena se desentiende de ese interminable monólogo interior en que la habían precipitado algunos coetáneos suyos, emulando ritualmente a los repetidores criollos de un Joyce mal leído.”.

Perteneciente a la generación post-boom latinoamericano, Couve tampoco adhirió a esa filiación vanguardista y, por el contrario, desarrolló una escritura ajena a modas y tendencias afincada en la tradición de la novela realista francesa del siglo XIX y especialmente en Gustave Flaubert.

Sus relatos, siempre acogidos a un formato breve, son concentrados y precisos engranajes mediante los cuales pone en movimiento personajes y mundos sumidos en atmósferas de fugacidad y melancolía.

Tras el artificio de una descripción que se atiene a una supuesta “objetividad”, el narrador da cuenta de la callada catástrofe envuelta en lo cotidiano. Mientras los personajes cursan los deslucidos lugares comunes propios de toda existencia, las casas, los objetos y los personajes recogen como imanes toda la subjetividad, a la vez que anuncian la perturbación y la extrañeza.

El picadero (1974), El tren de cuerda (1976), La lección de pintura (1979), y El pasaje (1989) forman la tetralogía de Couve. Son cuatro infancias: la primera en tanto íntima epopeya en torno al origen, la segunda como instantánea bajo el sol de la provincia, la tercera al modo de un dibujo neoclásico y la cuarta como opresivo recuerdo de unos tacos femeninos –los de la madre que regresa, tarde en la noche- sobre el asfalto.

Como si hubiese terminado una pesada tarea, el escritor sufrió una larga crisis después de emitir la última de estas narraciones. En el marco de una fantasía formal donde, como sostenía Flaubert, “los sinónimos no existen”, y tras haber nominado las cuitas pendientes con su memoria de la niñez, el autor llegó a un callejón sin salida. Es probable que otro gallo le hubiese cantado si en vez de buscar –como él dice- la dificultad en la literatura se hubiera contentado con administrar el talento que le sobra como pintor. Artista por partida doble, prefirió arriesgar su expresión en el territorio de la delgada palabra y apostó a ella lo que tenía. “Como vivo en medio de una total precariedad en materia de creencias, necesitaba agarrarme de algo. Eso lo encontré en la literatura y especialmente en la descripción realista porque ahí se acaba el “yo” y como yo no me quiero mucho, si dejo de ser yo, empiezo a poder estar vivo. Si escribo creo una realidad paralela en cuyo estricto código me puedo sostener. Es una alegría muy grande cuando sientes que vas armando un organismo fuera de ti y eso da una seguridad tremenda –aunque sea por algún tiempo- que a mí no me da ninguna otra cosa. Mi vida ha sido esta inseguridad-segura. Pero con El pasaje fue tal la introspección, tanto me desgasté, que más que una novela lo que hice fue un objeto y eso significó llevar las cosas demasiado lejos. Me acostumbré a vivir en la casa de ese pasaje donde transcurre la novela y olvidé cómo salir. Cuando la terminé, el texto me expulsó y quedé en una tierra de nadie”.

Entonces se refugió en la pintura y no volvió a publicar hasta fines de los 80. Lo hizo primero con La copia de yeso –novela que emplea el recurso epistolar- y luego con El cumpleaños del señor Balande, narración esta última de exiguas cuarenta páginas. A partir de entonces empezó para Couve una nueva indagación en el lenguaje que hoy arroja, con La comedia del arte, su emancipación respecto del formato realista y después de Balneario (1993) representa una etapa inédita en su escritura. 

En el prólogo a El cumpleaños…Adriana Valdés apunta con agudeza que la miniaturización formal elegida por Couve es “un recurso de caricatura, carnavalesco” respecto de la novela burguesa como género canónico, “una forma también de poder echársela al bolsillo”. Pero para eso, advierte la prologuista, “el miniaturista debe dominar el oficio hasta sus más mínimos detalles (…). Poner dos frases, una al lado de la otra, es aquí un procedimiento tan cargado como la poesía, o como las imágenes en secuencia de una buena película”.

Dicho sea de paso: al leer las novelas de Couve un “ve” todo. Tema, argumento y personajes se acoplan en escenas que se montan, unas sobre otras, como “tomas” perfectamente engarzadas. Aún no se ha hecho un filme, por ejemplo con La lección de pintura, pero sería quién sabe si una buena manera de soslayar la compulsión que afecta a la cinematografía nacional por coser con respuestas generales la tarea de resolver el falso dilema de la identidad nacional que, como decía Borges, “es una fatalidad o una máscara”.

La seducción de su propuesta estética es más sutil y por cierto nada tiene que ver las lágrimas que lloran los cocodrilos del realismo mágico de masiva venta en el mercado metropolitano de lo exótico.

Con el foco apuntando hacia una intimidad irreductible, Couve aborda en sus escritos un problema estético donde entre otras cosas se evocan particulares ecos de un mestizaje cultural cuyos movimientos se registran sobre todo en el lenguaje. Por eso Couve ha soñado con devolver a París, desde Latinoamérica y a partir de un tiempo y un espacio diferidos, la impronta literaria del realismo decimonónico francés.

Pero muy suyo es también el no haber abordado el avión al que recientemente casi se subió con el fin de llevar a cabo su empresa: “Estuve a punto de caer en la tentación de la maleta. Me podría haber comprado una pequeña pieza en París, pero una vez me arranqué a Cartagena y Hacerlo de nuevo hubiera sido rejuvenecer de mentira. Habría perdido mi lugar y lo habría mirado en menos. ¿A qué puedo ir yo a París? ¿A triunfar? Ya no triunfé, pero es bonito no haber triunfado y me estoy enamorando de eso también. Tengo un perro y un loro. ¿Qué hago con ellos? Y les debo harto porque no son literatura. Es un problema grande. Estoy enredado con el loro. El loro me quiere y dice mi nombre. Entonces yo no podría ser feliz en París sabiendo que el loro va a estar diciéndole “Adolfo” a alguien aquí en Chile. Porque el loro me ha acompañado diez años y no lo puedo hacer leso”.

Couve vive en Cartagena desde hace diez años en una casa que se le asemeja y que mira sobre el mar. Al sentarse entre el desorden de heliotropos, lantanas y suculentas se escucha al loro que lo llama. Ese loro es todos los loros, el de Tabatinga, el de Robinson Crusoe, el de Felicité; el ave parlante que acompaña a los náufragos y que Edgar Allan Poe suplantó por la solemnidad de un cuervo que, con la certidumbre de un oráculo y la precisión de un reloj, contesta a todas las preguntas con un “Never more”.

Con La comedia del arte lo que hace el escritor es cobrarse una libertad merecida tras haber hecho una rigurosa tarea literaria durante tres décadas. Como en otras de sus obras, también aquí está presente la pregunta sobre la verdad en el arte. Pero en esta ocasión el “tema universal” es superado por el mito y la parodia y los personajes ceden para dar paso a los arquetipos. Como en una ópera de Mozart, la farándula cartagenina se despliega como telón de fondo para el drama o la comedia protagonizada por Camondo, el patético pintor realista, Marieta, su modelo y musa que aprovecha los momentos de pose para desgranar porotos en su casco de Afrodita, Sandro, el joven artista dotado por los dioses con todos los atributos que le faltan a Camondo, un fotógrafo de playa, el coro de viejas de una residencial, un performer que dibuja efímeros Patos Donalds sobre la arena, los artistas del hambre que trabajan en una tirillenta carpa de San Antonio y la mujer barbuda encargada de ejecutar la implacable sentencia de los dioses del Olimpo.

Novela contra la capital y sobre la provincia farandulesca, La comedia del arte es una rara pieza literaria mediante la cual el escritor como funámbulo efectúa, sin red protectora, una prueba radical sobre la cuerda floja. “Yo creo que el miedo a la muerte se le quita a alguien que trabajó en algo muy difícil. Me interesa ir del intento a la solución aunque sea fallida, merodear y merodear en torno a lo que quisiera hacer. A la perfección no se llega nunca porque como decía un amigo mío: nadie escribe bien”.



Claudia Donoso

Santiago, julio, 1995.



(“La comedia del arte”, Adolfo Couve, Ed Planeta Biblioteca del sur, setiembre 1995, Santiago, Chile)

martes, 17 de junio de 2014

"El Picadero" por Ignacio Valente



 Adolfo Couve (1940) había escrito dos libros de cuentos: "Alamiro" y "En los desórdenes de junio". No, no eran cuentos: eran estampas herméticas, instantáneas donde el pretérito -la infancia o el pasado hist´rico colonial- se recreaba mediante una escritura prolija e impersonal, y los pequeños gestos de antaño eran rescatados del olvido por una suerte de "poesía de la memoria", tan exacta como triste.

       He aquí su primera novela, breve y melancólica, genial e imperfecta. Su obsesión sigue siendo el pasado, la memoria, la irremisible nada de todo lo que fue, y por tanto, de todo lo que será. Los avatares de una familia de la aristocracia criolla, un puñado de vidas crepusculares, cargadas de pasado, que se disipan en un tiempo sin horizontes, son la materia de este ejercicio retrospectivo. Los capítulos, casi independientes levan nombres de personas -Blanca Diana, Zapiola, Condarco...- y forman una espléndida galería de retratos, entre exactos y vaporosos -estilizados- de la acaudalada familia porteña. El asunto -la grandeza y miseria de nuestra clase alta y su declinación- estáya trillado en nuestra narrativa; pero el lenguaje y el estilo -y por tanto la visión- son completamente distintos, personalísimos y quizá únicos en la literatura nacional. Estamos aquí muy lejos de todo ensayo de realismo social o psicológico; las coordenadas de espacio y tiempo de esta novela son extrañamente vaporosas, indeterminadas. El medio social, aunque fácilmente reconocible, es lo de menos; el lenguaje, sutilmente trabajado y preciso, es de por sí un mundo y un modo de mirar la vida; y los personajes, en su conmovedora fugacidad, transitan llenos de misterio por las páginas de este obituario. A la postre no sabemos nada de ellos, sino que cumplieron ciertos actos, casi rituales, desde luego insignificantes, en el gran teatro del mundo. Couve se aplica a su reconstitución con un arte eximio, con una serenidad desesperada. Su manera es la de Flaubert, impersonal y objetiva, elaboradísima, precisa y distante; la visión que ese estilo trasunta podría decirse con las palabras del Eclesiastés, aquel maestro bíblico: "He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos".

    Hay que precisar bien la índole de este radical pesimismo. Nada especialmente trágico sucede en la novela ; no hay ni sombra de un hado o destino que, después de todo, proyectaría cierta sublime grandeza sobre los gestos aquí recreados. Más bien hablaríamos de lo tragicómico, si no fuera que eso hace pensar en intenciones críticas del autor, cosa del todo ausente en esta novela. Los personajes viven, aman fugazmente, se sujetan a las convenciones sociales o las rompen, recibe de la vida su módica cuota de placer y dolor, de ilusión y tedio: Blanca Diana misteriosa y distante, hermosa y enfermiza; su hermana Raquel, melodramática y vital, dichosa y desgraciada; el señor Sousa, trivial en su rol doméstico y en sus amoríos; Angelino, adolescente y débil, indeterminado. La enorme tristeza de estos destinos consiste en que sus protagonistas están hechos de pequeños gestos, de pasiones inútiles, de ritos impotentes, cuya inanidad se hace sentir ya difusamente en su propio inicio: el autor, a la distancia, no espera nada de ellos. Y la novela misma es una colección de fragmentos, de esmeradas miniaturas o medallones, tan prolijos que parecen eximirse del tiempo; un intento de salvar estos residuos del naufragio de la nada, una melancólica reminiscencia de esos gestos vacíos, un esfuerzo solidario por recrearlos a pesar de todo, como diciendo: estos ademanes naúfragos, que el tiempo no perdonará, son, a fin de cuentas, todo lo que tenemos: esto es la vida; todo es vanidad y atrapar vientos.

       Tras el lenguaje sereno de este relato se oculta un apasionado apego del autor -autentico amor- por esos pequeños seres gesticulantes, por sus mínimos ademanes, por su carencia de destino. Es una solidaridad conmovedora, tan grande, que el autor no vacila en dar a su propia novela la forma de estas vidas: su estructura fragmentaria, y sobre todo su terminación evanescente, ese progresivo deshilacharse de los personajes y de los capítulos, de la novela misma, que en realidad no termina, no se cierra, sino que simplemente se evapora en el vacío. La primera impresión del lector es que faltaron arte, unidad y cohesión narativa; pero una lectura reflexiva revela esa dispersión formal como el único lenguaje posible para expresar esta clase de destinos.

          El autor ha sido fiel a sus sombras, a sus obsesiones, a su melancolía de la vida; ha creado el montaje exacto -imperfecto y disperso como sus propias criaturas- para revelar esa dispersión existencial. "El picadero" es unanovela intrépida, sin impostación de voz, sin trucos formales, artística en el mejor sentido, llena de una secreta sabiduría, de una serena tristeza, con páginas de una penetración magistral en el misterio de las relaciones humanas, en la inanidad de los destinos humanos. Su desencanto es su verdad, es su calidad literaria, es su belleza.

   Creo percibir el origen de esta visión melancólica del mundo. Es un sentimiento pagano, pero sólo posible en un medio bíblico y cristiano. Pues sólo en este medio alcanza tales proporciones la "tristeza de este mundo", la fugacidad del tiempo, la inanidad del ser finito. Cuando el contrapeso de este sentimiento -la fe en la eternidad, la alegría teologal- se pierde, los hombres buscan sustitutos, mitos, ideologías, causas terrenas, que de algún modo remeden la fuerza de la religión, su entusiasmo creador, su esperanza. Couve mira desde fuera, desde las tinieblas exteriores, la luz de la fe, intensamente sentida como el único sentido posible de la existencia. Pero, desde esa distancia, escéptica, ha optado heroícamente por no sustituirla con mito alguno, ni siquiera con la blasfemia o la rebeldía. Entonces asume esta vida imperfecta, este mundo vano, con serena lucidez: con amor. Ama a esos despojos que se llaman Blanca Diana o Sousa, recrea sus pequeños gestos con un arte exquisito, como formas valiosas qe brillan un segundo antes de hundirse en la nada. Reconstituye esos pobres destinos en un ejercicio ascético y humilde, enormemente conmovedor en su deseperanza y en su lealtad.

    Nada semejante a Couve se encuentra en la narrativa de su generación. Entre los novelistas de su edad los hay ciertamente más hábiles; pero ninguno tan serio en la elaboración de su arte, ninguno tan honesto, tan lúcido, tan fiel a sí mismo, tan exacto en la expresión de su propio mundo como lo es Couve en la revelación de su melancólico sentido de la existencia. Y, dentro de ese rango, pocos personajes recuerda uno tan perdurables en su humanidad y tan nítidos en su expresión narrativa como los seres misteriosos, precisos en su vaguedad, reales en su insignificancia, que pueblan esta extraña novela.



en El Mercurio, Santiago 27 octubre 1974

Prólogo a "Cuarteto de la Infancia"







La escuela realista a la que adhiero, más que una porfía o lo que podría pensarse como un anacronismo, es en mí un sentir profundo. Tal vez por mis ancestro franceses, siempre he mirado el arte de la prosa como un desafío de exactitud, donde el contenido y el lenguaje deben restringirse en beneficio de un todo armónico, que intente la controvertida belleza.

De ahí que mis modelos hayan sido los escritores galos, sobre todo los del período que va entre los dos Napoleones. Admiro en aquellos las búsqueda de lo universal, la economía de medios, el culto por la provincia y lo que encierra esta verdadera escuela; y ese humor difícil de definir, entrañable, que se mofa de situaciones y personajes cotidianos encerrando al mismo tiempo un profundo amor por ellos. Me refiero a Balzac, Stendhal, Flaubert, Maupassant, Merimée, Michelet, Rénan y tantos otros.

Con el naturalismo de Zolá esta prosa entro en concesiones, se desequilibró y el todo sufrió mermas hasta hoy irrecuperables. Han sido los poetas norteamericanos como Pound, Eliot y los novelistas como James, Truman Capote y Scott Fitzgerald quienes han perseverado en este empeño.

El período aludido contó también con grandes pintores; la desconfianza de la Revolución y la pervivencia del Imperio requirieron de testimonios convincentes como el de David e Ingres, o sea una escuela, la neoclásica, quizá un tanto escenográfica pero cargada de poesía, ingenuidad y afán de organizar un mundo autónomo, un arte por el arte, no contaminado ni expuesto a situaciones que, por muy justas y justificables, debilitaran tan dramática ensoñación: la de permanecer en el tiempo.

Guardando las distancias, cuando comencé a escribir me tracé una meta, hacerlo como un hijo de la Revolución y del Imperio, no me importaron ni las vanguardias locales ni las modas; quería alcanzar una prosa depurada, convincente, clara, distante, impersonal, unos renglones donde tuviera que corregir y corregir, aprender a hacer bien la tarea, leerlos en voz alta, castigar el contenido y el lenguaje, intentar ese engranaje que da como resultado, más que un libro, un verdadero objeto.

En el año 1974 publiqué mi primera novela: El picadero, epopeya familiar tantas veces narrada por los míos que intenté llevar al cuaderno. Como soy reacio a las confesiones personales, exaltar asuntos de familia y caer en memorias, enfrenté este desafío como una composición: seis capítulos con el nombre de igual número de personajes, intercalando racontos al estilo colonial y ocultándome tras la voz de un narrador anónimo. Dio como resultado, para mi sorpresa, el problema de la búsqueda del padre, un hijo de familia, un retoño terminal que daba tumbos ante seis caras del amor. La crítica me favoreció: Alone, Ignacio Vlente, Martín Cerda y otros. Había sido capaz de acercarme a un clásico, al borde de un tema universal, escrito con distancia, con “la tercera mano” como en esa época afirmaba.

Lo difícil era continuar, lograr la segunda nouvelle, sobre todo después de la primera, atrayente por el tema y los escenarios.

Los narradores saben del reto que significa intentarlo por segunda vez.

El año 1976 publiqué El tren de cuerda en una edición restringida; el libro no conoció librerías. Esta vez trabajé el claroscuro, la luz, el sol, fui a la provincia y opuse a sus panoramas y descripciones de la naturaleza una oscura casa, un interior un tanto sombrío y lúgubre. El segundo niño, la segunda infancia, transitaba de la profunda y transparente sombra a la luz radiante. Tuve que echar mano de la descripción-pilar de los realistas- y trasvasar más protagonismo, por ejemplo, alas zarzamoras a horcajadas sobre las lindes que a la interiorización de los personajes. Lo logré. El aprendiz de realista dejaba de serlo. Se me tildaba de inclasificable, anacrónico y todos los epítetos para desacreditar a alguien que estaba fuera de contexto y de la moda.

En el año 1979 publiqué la tercera novela corta: La lección de pintura. Tenía más conciencia y manejo de lo que pretendía; obtuve del neoclasicismo una novela de preciso diseño, un arabesco estricto, una forma cerrada, un formato asfixiante, como si una máquina neumática hubiese extraído el aire. El tema de la tercera infancia lo dediqué al arte, un niño pintor que muestra a sus mayores y al mundo sus innegables dotes. Tanto el asunto como el lenguaje se requerían mutuamente, la sincronización no tenía excusa de tropiezo.

El libro alcanzaría varias ediciones y el Ministerio de Educación lo propuso como lectura en los colegios. Sin embargo, mis intentos no rompían un círculo cerrado, eran soslayados, el formato pequeño y los convulsionados días que vivía el país no se prestaban al decantado trabajo que mostraban estos textos.

El mismo año de la publicación de La lección, escribí la cuarta y última novela que cierra el ciclo, “mi tetralogía” como suelo llamarla; esta vez llevé la infancia a la ciudad de Santiago, al cemento, vislumbrando la sordidez de la calle. Así nació El pasaje, probablemente una des obras más logradas; apuré en ella el rigor, la hice dentro de una exigencia peligrosa, un tanto exagerada; todo sucedía en un tiempo y espacio propios. El intento me hizo mal, me asusté, dejé de escribir unos años y no publiqué el texto.

En 1989, el entonces editor de Planeta leyó este manuscrito, se entusiasmó y lo publicó. El libro tuvo éxito de crítica y premios, pero el público no le prestó mayor atención.

Después de este cuarteto han venido otros libros, El cumpleaños del señor Balande, La copia de yeso, Balneario, La comedia del arte, etcétera.

Desde hace años vivo retirado en Cartagena, un viejo balneario del litoral central. Sin embargo, ha sido a raíz de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires que nuestros colegas argentinos se han interesado por dar a conocer estas cuatro novelas cortas.

Una vez conocidas estas obras, me gustaría retornaran a su utópico lugar de origen a través de la traducción al francés, enriquecidas por la profunda experiencia americana.



Adolfo Couve



Cartagena- Chile, mayo de 1996.


("Cuarteto de la infancia" Seix Barrall, Biblioteca Breve, Buenos Aires, Octubre 1996) 

viernes, 6 de junio de 2014

CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA (La segunda comedia) Tercera Parte


Odilon Redon "Beatrice" (1885)


 POR EL CAMINO DE SANTIAGO





EL DEMONIO HILA FINO



Iba rumbo a Cuncumén.

¿A quién no se le ha presentado un compañero cuando transita un largo camino solitario? Fue mi caso. Cerca de Sepultura, en la cuesta de Los Tordos, un hombre de edad incierta, piel tostada, cabellos igualmente oscuros, barba hirsuta, apuntando en ella el destello de las primeras canas, me interceptó el paso. Vestía un terno virado, también negro, zapatos que evidentemente no andaban con su número; me habló de sus hermanos, con quienes vivía, dijo llamarse Albrecht, sólo Albrecht, evitó el nombre de pila. Un vaho a alcohol emergía de sus palabras. Como advirtiera que yo notaba ese detalle, se justificó argumentando que venía de un bautizo, que la fiesta había durado la noche entera.

Su ocupación consistía en buscar muebles antiguos en las casas de campo, los balnearios viejos, las iglesias rurales, cualquier sitio donde el tiempo se hubiese detenido. Nada inquirió sobre mi pasado, y yo, para impedirlo, indagué. todo lo que se me antojó, sobre su oficio. En medio de estos interrogatorios, me habló de un aparador con cubierta de mármol, una mesa frailera, la piña central, otra de correderas, los tableros adicionales, una de alas, dos sillas enjuncadas, un mueble chino, y siguió enumerando la lista completa de hallazgos que yo escuchaba con deleite, como un poema.

De pronto, luego de un velador Imperio y coronaciones, se refirió a una cabeza de cera de factura impecable, una verdadera obra de arte.

Creí desfallecer, sentí que se reducían mis piernas, que el camino se volvía pantanoso, me tomé de un brazo, me transpiraba la frente a borbotones.

-¿Una cabeza de cera? - le dije.

-La adquirí en una botillería de Barrancas, estaba rebanada en el cuello, el pelo natural, los ojos de vidrio, mas vivaces que los suyos - al mirarme presentí le turbaba el parecido, pero se sobrepuso y continuó su historia-. La envolví en unos pañales, la metí en una bolsa, me la llevé y la vendí al cura de Cuncumén, quien, al verla, la adquirió pensando que con ella podía armar un santo e introducir entre sus ropas una reliquia de tiempos inmemoriales que no había encontrado su lugar apropiado en el templo.

Reunió el cura a un grupo de mujeres, beatas todas, encargadas del altar, del cambio del agua de los floreros y el remiendo de los ornamentos sagrados; entre todos acordaron confeccionar el muñeco, un San Tarcisio, abrir un espacio bajo el altar mayor y allí reclinar tras un vidrio, en un cojín de felpa, al santo, o sea, la cabeza de cera vestida. Tuvieron problemas con las manos, pero una de las feligresas, la encargada del armonio, les sugirió enguantar unas de madera que andaban sueltas por la sacristía. Hicieron un traje de mártir romano; como la cabeza les pareció un tanto adulta, le rebajaron un poco las mejillas, dulcificaron la expresión de la boca, cubrieron las arrugas de la frente, afilaron la nariz, todas estas reducciones efectuadas con sumo tino. De ello se encargó el sacristán, viejo amigo mío, que fabrica las velas sumergiendo cordeles en cera hirviendo. Una vez que estuvo con su traje rojo, toga viril de mangas acuchilladas, la cota de malla y las sandalias, le abrieron el costado y allí dentro cosieron la astilla del fémur, traída directamente desde Roma en tiempos de Benedicto XV. Ciñeron sobre la frente una corona de laurel, también de cera, tan perfecta la imitación de las hojas, tan igual el color, que parecía real.

El mantel del altar, que antes llegaba hasta las mismas gradas, lo acortaron para dejar a la vista el santo tras la vitrina, y como la misa ahora no se oficia como antes, nada perturba su exhibición; además, dentro de ese nicho han conectado una ampolleta eléctrica para realzar sobremanera el efecto del cuadro plástico.

i Mi cabeza, mi cabeza!

Me cubrí 1los ojos, no quería oír más sobre el asunto, pensé suspender el viaje, ¿quién lo diría? Vendida, transportada, como la de Holofernes, la del Bautista, la de Medusa, la de Dioniso, Sorel, Dantón, Capeto y tantas otras; al abrirlos, mi sorpresa fue todavía mayor, el comerciante en objetos antiguos no estaba en ninguna parte, se había hecho humo, me pareció increíble. Acudí a un bosquecillo que corre paralelo al camino, nada: el hombre había desaparecido. No soplaba una brisa y, sin embargo, un arbusto comenzó a agitarse como si lo remecieran. Temblé, paralogizado, lívido, vi de pronto una rama que colgaba sobre el sendero, incendiarse sola, una llamarada que hizo crepitar las hojas y el gancho, como si un rayo le hubiese caído encima.

Sobreponiéndome, eche a correr, sin mirar atrás, jadeante, llegué hasta donde el camino se bifurca, lugar desde el que se percibe el valle.

Un toro negro, salido de no sé qué escondrijo, me cerró el paso. Me santigüé, el animal se desinfló cual si se tratara de un globo, cogí un par de ramas, las até en forma de cruz y, con ella en alto, continué el viaje.

A mis espaldas sentía la voz del comerciante que no cesaba de susurrarme incoherencias, suciedades, sandeces, la lengua tan revuelta que expulsaba todos esos horrores a medidas. No me atrevía a volverme, sólo pensaba en llegar al bajo. Cuando divise las primeras casas de Cuncumén, se me puso por delante, las cuencas vacías, la boca verde, pútrida, las manos al revés y feas, le acerqué la cruz, arriscó los labios en un gesto de repulsión indescriptible, se volvió una rata grande y sarnosa. Me estiro un boleto, como no lo cogiera, lo dejó caer al suelo. De nuevo se esfumó, mi intención fue pasar de largo sin mirar ese papel que me atraía como una proposición deshonesta; al fijar los ojos en él, mi mano soltó el crucifijo y en su reemplazo tuve esa entrada. No supe más, perdí el conocimiento, el control, una fuerza violenta me llevó con una velocidad inaudita hasta depositarme bajo la marquesina de nuestro primer coliseo.

El gentío me empujo, me vi vestido como jamás en mi vida, hasta descubrí en mi diestra unos anteojos recubiertos de concheperla. El acomodador me abrió un palco de cueva.

Dentro, ese espacio bullicioso y perfumado me tranquilizó; las luces a medio encender mostraban difusos los bandejones repletos de público que cargaba una docena de ángeles dorados sobre el doblez de sus alas.

Todo fue muy repentino, tras el último timbre se oscureció esa inmensa herradura. Sólo permanecieron encendidos los ventanucos de los palcos como una fila de Polifemos atentos. El interés se centró en la obertura. La reconocí de inmediato, me era familiar, tanto, que alcé la voz para repetir, intentando dejar el lugar: ¡el Fausto, de Gounod! Pero me rendí; junto a mí se sentó el amigo Albrecht, afeitado, de etiqueta. Vengo de bacán, me dijo. Anclándome al apoyar su mano como una plancha sobre mi muñeca, me quemó. La representación ni siquiera era con los cantantes traídos desde fuera, se trataba de la versión local, criolla, así es que los trajes usados por el tenor, la soprano y el barítono se veían adaptados a la ligera en sastrería, brujones, pliegues, alforzas, recogidos, pespuntes, bastas, pinzas, ruedos de más, un par de zapatos de tacón rojo, que Mefistófeles usaba con dificultad y que torcía al dar el tranco, las puntas rellenas con papel de diario. Durante el entreacto, al intentar dejar el palco por segunda vez, la mano hirviendo me sujeto. Entonces me topé con un rostro congestionado por las Iágrimas, llanto copioso que se evaporaba al correr por sus mejillas.

La escena del jardín. El público no advirtió que Albrecht cantó espléndidamente todo el segundo acto, tan notorio el cambio, que el paraíso alborotado interrumpía a cada instante con vítores y aplausos (el barítono legitimó amordazado en el camarín). Aproveché que el diablo estaba en escena, con Fausto y Margarita, y salí al pasillo, pero al llegar a la puerta rotatoria de cristales, esta se transformó. Los grandes espejos del foyer no reflejaron mi persona; las estatuas y alegorías de mármol movían los labios. Perdí nuevamente el sentido y al despertar me encontré en medio de la plaza de Cuncumén. No tuve el valor de ingresar al templo y comprobar si realmente me encontraba de espaldas bajo el altar mayor.

Agotado de tanto ajetreo, me recosté en un escaño y me dormí. Al despertar, la tarde había avanzado, las puertas del templo aparecían abiertas, tuve temor de entrar y ver el San Tarcisio; desde mi lugar escuchaba el cántico ingenuo de los feligreses de un pueblo aún colonial, perdido entre cerros solos. Mientras me aproximaba, el sendero se iba volviendo polvo y viento entrelazado encima de ese terraplén pobre.

Entré, todo era penumbra, pátina en los muros, plintos de terciado, figuras de yeso, flores de papel; al fondo el altar sobre escalones y desniveles de madera.

Efectivamente, tras un vidrio, mi cabeza rejuvenecida reposaba, vestida de mártir sobre un cojín carmesí, las manos enguantadas junto al pecho. Entonces me volví y enfrenté a los fieles que, recogidos muchos de ellos, creían aquello un cadáver incorrupto, un milagro.

- i Ese soy yo, soy yo! -grité a voz en cuello.

El sacristán acudió en busca del párroco, un hombrecillo menudo, comedido, que se restregaba las manos; se acercó y me condujo mansamente hasta la puerta.

-Esa es mi cabeza -le dije-, ese soy yo -el cura asintiendo pensó que al llevarme el amén, el escándalo no pasaría a mayores. Me despidió frente a la plaza.

- Ese soy yo, es mi cabeza -el párroco me observó a través de sus gafas, unos ojos inmensos, y guardó silencio. Esa noche, cuando intentaba dormirse, rememoró el incidente. Intrigado cogió una linterna, fue hasta el templo y enfocó al mártir. Presa de un susto de proporciones, dio un grito y no se azotó contra las baldosas, ya que un feligrés rezagado emergió de las sombras y alcanzó a tomarlo.

Desmayado, el camisón arremangado, las canillas al aire, lo arrastré, hasta introducirlo en un confesionario. Una vez que lo acomodó, se hincó tras la ventanilla perforada y exclamó en medio de grandes risotadas:

- i Me confieso, padre mío, de ser el mismo coludo, el conocido diablo, el avieso, el malo!

Si en lugar de una linterna, el párroco hubiese llevado una palmatoria, de seguro que ese templo hubiese ardido como yesca por los cuatro costados.

Lo cierto es que desde que vi la cabeza tras el vidrio, tuve serias dudas de que fuese la mía; pero así y todo insistí en ello por el inmenso deseo que tenía de encontrarla. ¿Sugestioné al cura con mi vehemencia? i Y eso que la duda no era su fuerte!

- i Me duele tanto la cabeza!

-Ponte dos rodajas de papas en las sienes y una hebra de lana alrededor de la muñeca.





SAN TARCISIO



Todo sucedió de este modo:

Yo, Marcos Crassus, que por ese entonces frisaba los catorce años, fui quien inició a Tarcisio, algo menor, en el aprendizaje del oficio de acólito. Ambos éramos hijos de familias senatoriales, así es que nuestra fe cristiana debíamos disimularla, y muchas veces, Tarcisio como yo, estuvimos obligados a arrojar bolas de incienso o reverenciar el lar de la capilla familiar.

Sin embargo, al caer la tarde, las sombras favorecían nuestra huida a los escondrijos donde bajo la tutela del sacerdote, ayudábamos en la Santa Misa a escanciar el vino y el agua en el cáliz.

De mis labios aprendió Tarcisio las respuestas al oficiante, y a alumbrar con la lámpara el recorrido de Nuestro Señor, cuando iba al corazón de los hermanos; pero sabido es que no sólo los allí presentes tenían necesidad de la comunión, sino también los enfermos, y sobre todo los prisioneros que durante tantos meses el Cesar encerraba en las bóvedas de la planta baja del Coliseo.

Me refiero a los tiempos en que Celadus aglutinaba gran algarabía de público en el circo.

Tarcisio era un joven de complexión algo frágil, aunque flexible, debido a su desarrollo prematuro.

A pesar de ser dos años menor, me superaba en porte. Era loco por los perros, y con habilidad prodigiosa amaestró uno que le seguía a todos lados. Llevaba sus iniciales en un collar, prolijamente cinceladas por él.

Me aventajaba en la escuela. Sus tablillas eran dignas de un maestro, sabía de números, de poesía e historia, y con paciencia infinita recuerdo que reparó el mosaico del peristilo de su casa, que se encontraba deteriorado. Representaba los trabajos de Hércules. Yo, bajo la columnata, observaba su habilidad y gusto. Como el lucernario era mezquino y la puerta de entrada estrecha, escogió colores vibrantes para que en esa penumbra resaltasen.

A veces la pileta rebalsaba y el agua se escurría, lo que aflojaba las piezas recién ajustadas del diseño, pero Tarcisio jamás demostró impaciencia; por el contrario, sonreía y otra vez armaba la escena pagana y sus figuras, que el polvo y el trajín de los suyos habían estropeado.

Sucedió, en una de esas sesiones de restauración, que me pidió, conocer los Evangelios, como si ese afán, esa curiosidad fuese más fuerte que su propia voluntad de aprenderlos.

Me pareció una fe ciega, que pugnaba por volverse viva. Así es que muy luego que tomó el bautismo, hizo su primera comunión y desde ese día insistió en permanecer junto al altar y asistirlo en sus pormenores. Se ofrecía de voluntario para llevar al Santísimo donde quiera que lo requerían.

Innumerables veces los esclavos conversos de su casa mintieron cuando sus padres indagaban por su paradero. Sacrificó horas de recreación por asistir de ese modo a los ancianos y los enfermos; con que unción lo vi ocultar entre los pliegues de la toga el pan bendito, que sabía conducir con un primor y al mismo tiempo con una diligencia y astucia que superaba a los ojos que vigilan la calle.

Atravesaba Roma de noche cuando sus padres lo creían profundamente dormido, o se capeaba la temporada de los baños, de las cacerías, del mercado o los juegos de la plaza.

Incluso muchas veces descuidó la escuela para realizar esa encomienda urgente.

Esa tarde íbamos los dos; yo atrás, Tarcisio adelante, pero a corta distancia. Nos habían encomendado llevar el Señor al circo.

Era él quien entre sus ropas lo guardaba. Todo recogimiento. Una silueta agazapada, nítido su recorte ante el encendido y deshilachado ocaso del día.

La Vía Apia es dura de transitar por la irregularidad de su adoquinado. A diario dan cuenta de ello las legiones y los carromatos de provincia.

De una fiesta privada retornaban ebrios unos músicos tocando flautas de caña y trompas de bronce. Una mujer de aspecto ordinario y lenguaje soez nos interceptó el paso. Golpeaba los crótalos y bailaba al son de una flauta doble que tañía uno de ellos, que era ciego. Fue entonces que un gigantón mal vestido se plantó enfrente de Tarcisio, y provisto de unos címbalos de bronce, comenzó a amedrentarlo, ensordeciéndonos, impidiéndole continuar el camino.

Yo, debo confesarlo con vergüenza, me desligué un tanto de la situación, hice creer a esa comparsa delirante que recién me sumaba al bochorno.

Entonces la bailarina se acercó a Tarcisio y creyendo que este escondía algo de valor entre sus ropas, ya que contra el pecho oprimía ambas manos, intentó quitárselas de allí, pero Tarcisio no cedió, intensificando la protección al Señor.

La mujer llamó al hombre de la pandereta, algo le susurró al oído, y este le dio un empellón a mi amigo. Tarcisio vaciló entre esas peñas desiguales, pero se mantuvo en pie, las manos siempre custodiando con mayor ahínco aun lo que guardaban sus ropas. A esta agresión se sumó el de los címbalos, que parecía soldado, quien le propino otro empujón, esta vez desmedido, que hizo caer a Tarcisio contra el adoquinado. Como lo hiciera sin abrir los brazos, se azotó la cabeza y bañado en sangre, intentó levantarse, pero los músicos lo patearon sin tregua y en pleno rostro, tan sin freno, que la mujer en un momento intentó disuadirlos, pero ellos, enceguecidos, le daban al cráneo una y otra vez con la esperanza de que Tarcisio abriera los brazos y exhibiera el botín que con exagerado celo llevaba junto al pecho.

Sólo muerto los abrió, en tanto un hilo de sangre se escurría lento por entre esos desniveles.

Los delincuentes se abalanzaron como bestias hambrientas a hurgar entre sus ropas, pero no hallaron nada: el Señor ya no estaba ahí, había desaparecido junto a la vida del mártir.

La comparsa se miró desconcertada y huyó, dejándome solo con el cadáver.

Consternado lo cargué, y con la ayuda de un desconocido, y sin decir nada a nadie, lo llevamos hasta el cementerio de Calixto, donde esa noche le dimos sepultura.

Desde esa fecha y sin interrupción, he visto carros detenerse ante el sitio donde cayó Tarcisio, aurigas descender y mirar fijo esas cuatro piedras, mercaderes que al amanecer transitan la Vía Apia desviar las bestias al extremo opuesto, jinetes soslayar igualmente aquel tramo, carrozas, sillas, nunca pisar esas peñas, norma que muchos ignoran, pero que igual cumplen.

Esas piedras no se dejan tocar. Ni la más compacta de las legiones, o vistosa comitiva de un patricio, o el paso de los centuriones, deja de desorganizarse allí. Hasta los bueyes se desentienden de la picana, el caballo se encabrita y la mula ni siquiera con la cabeza cubierta con la capa y a tirones de la brida, adelanta el paso.

Todos hacen un rodeo, como yo, que lo realicé en el momento en que debí estar a su lado. Nada me consuela, no hay día en que no acuda hasta la Vía Apia, donde los animales me señalan, con su reverencia, mi imperdonable cobardía.



Esto me narró una sombra que acongojada solía yo encontrar de rodillas ante el Tarcisio de cera:

“No sabe usted, amigo Camondo -me decía-,cómo envidio el hecho de que su rostro de cera haya servido de doble a tan entrañable figura. A mí en cambio, los cielos me han asignado el Purgatorio, donde ni siquiera el dolor tiene fuerza. En mi estado neutro, sin embargo, encuentro un relativo consuelo en sentarme ante esta réplica, le hablo, me justifico, le imploro perdón, a veces pienso que girara la cabeza hacia el lugar donde me encuentro y perdonara mi traición. Pero sus facciones son tan distintas, este rostro nada se asemeja al genuino, no se ofenda usted, amigo, es que Tarcisio era tan diferente. Cómo será de grave mi culpa, que hasta esta falsificación burda hace oídos sordos, y no obstante, aquí es donde suelo permanecer la mayor parte de mi tiempo. Así es el Purgatorio, amigo Camondo, una mediocre replica de lo auténtico”.

Os dieron su nombre, os lo han prestado, como cuando el actor mejor, escéptico y vicioso, maquillado, se transforma e interpreta un papel modelo.





CUNCUMEN



Me instalé de allegado en casa de Filomena Salas, la Chica Nana, una vieja diabética que me encontró en el mercado de Cuncumén.

Ni siquiera me dirigió la palabra, se entendía con el resto por medio de musarañas, pero muy expresivas. De ese modo me invitó a lo suyo.

Vivía a las afueras del pueblo, en unos terrenos baldíos que enfrentaban una cancha de futbol, hundida, siempre anegada, y el cementerio. Este último, pequeño, circundado de muros bajos, que guardaban además de las tumbas, unos cipreses tristes, gachos, de luto, exentos de pájaros y viento.

La vivienda de la Filomena casi no se diferenciaba del lodazal que la sostenía, como si al barro le hubiesen añadido techo, puerta y ventanas. Se componía además de unas piezas con piso de tierra, un corredor de postes desiguales y un reducido jardín, el que por señas me indicó desmalezar y ocupar para partir la leña.

Estaba muy enferma, así es que antes de que el sol prendiera las lomas de Cuncumén, un practicante ingresaba a la pocilga, aromatizando el corredor con olor a alcohol, friccionando ese culo fláccido que pinchaba fríamente.

Hablaba a solas, al parecer se dirigía a sus padres cuyos retratos oblongos pendían a la cabecera de su cama.

En uno de los cuartos había un sofá victoriano cubierto el respaldo con un mantón de Manila. Ambos detalles contrastaban con el resto del mobiliario: media docena de sillas heterogéneas, cuyos travesaños servían de sostén a las gallinas, y una mesa rústica hecha como a cortes de lezna más bien que de guadaña.

Una serpiente en un frasco, que ingería leche y otras inmundicias, era el único animal doméstico de la casa.

Tal vez el sillón y la mantilla fuesen herencia de un pasado remoto que se hacía allí presente por medio de esas embajadas.

Comía en silencio papillas insulsas, manzanas, verduras, a lo lejos un trozo de carne, evitando una serie de alimentos que le estaban vedados. Tuve que adaptarme al régimen, porque era eso con lo que llenaba los platos que disponía sin ningún orden ni primor sobre la mesa.

Cuando almorzaba dejaba la puerta de calle abierta, y en lo que exhibía el vano, un peladero de piedras y un arbusto gacho, fijaba la vista.

Un día me explicó que sólo tenía ojos para ver el pasado y que mientras comíamos se entusiasmaba con evocar un verdadero corso de fantasmas.

Por las noches tampoco cerraba su puerta, y cuando me dirigía al dormitorio la veía siempre insomne, de espaldas, mascullando incoherencias, la mirada fija en el cielo raso de coligües.

El practicante se llamaba señor Reyes, usaba un parche en un ojo y acarreaba la jeringa en un maletín aporreado, cuyo broche sonoro me indicaba lo que estaba aconteciendo a esas nalgas escuálidas.

Mi trabajo consistía en picar leña y atar pequeños haces que iba acomodando bajo la alacena.

Además, barría el patio, podaba y en el tiempo libre, que era excesivo, me sentaba a la mesa, inmóvil, temeroso de que esa mano, de pellejo traslúcido y venas montadas sobre huesos, me mostrara la salida.

No me atrevía a echarme a dormir en el camastro. Al aproximarse la Navidad, me indicó por señas que bajáramos al pueblo. Como advirtiera que no estaba vestido en forma, sacó debajo de la cama un baúl y de éste una chaqueta de hombre, arrugada, hecha una ruina, con las solapas pasadas de moda, y me obligó a que me la pusiera.

Así lo hice, y descendimos, ella con un sombrero de pita picoteado en el ala, y yo con ese enorme vestón que me llegaba a las rodillas y me cubría las manos.

Me Ilevó a la iglesia, evité hablarle del San Tarcisio, lo que habían hecho con mi rostro, la historia del comerciante en muebles.

Llamó mi atención que afuera del templo, donde se inician las gradas, habían instalado un cuadro vivo del pesebre, una ramada de hojas secas de palmera. Bajo esa sombra, y sobre paja esparcida, una joven, alumna predilecta del liceo, permanecía inmóvil, un tanto gacha, las manos en actitud teatral haciendo el papel de María. A su lado, un joven con barba postiza y apoyado en un palo, también estático, representaba a San José. El niño Dios era un delicado muñeco de loza que, según el comentario de los curiosos, pertenecía a la mujer del alcalde.

En un corralón aparte, unas cuantas ovejas pastaban impávidas.

No había reyes, ni pastores.

En el momento en que la Filomena me tironeaba de una manga para regresar a casa, vimos con sorpresa a una joven hermosísima, envuelta en una túnica blanca que, portando un par de alas de cartón bajo el brazo, atravesó las varas y se integró al grupo.

San José se las colocó a la espalda de inmediato, y ella a su vez sosegó sus cabellos con un cintillo dorado en el que refulgía una estrella. Una vez completo su atuendo, se ubicó tras el niño en una actitud tan entregada que me sobrecogió.

Jamás había visto beldad semejante.

Se comentaba allí que se trataba de la hija de Pompeyo Carranza, millonario de la zona, que vivía también como nosotros un tanto a las afueras, pero en un verdadero palacete, cercado de imponentes muros, que no sólo guardaban a la vivienda, sino a un parque majestuoso, silencioso y sombrío donde convivían las más heterogéneas muestras de una naturaleza exótica.

Como la anciana advirtiera mi embelesamiento, me dejó y sin decir nada, regresó sola a su casa.

Cuando Ilegué, advertí que ya no era un huésped grato, la puerta de su dormitorio permanecía cerrada. A la hora de la merienda sólo desparramó pan duro en mi puesto. El señor Reyes se sumó al desprecio, la pinchó en medio de susurros que no cabía duda se referían a mi persona.

Incluso la vieja quitó del respaldo del sillón victoriano el mantón de Manila, también de los muros unos abanicos pintados, como queriendo dar a entender que me había perdido la confianza. Además, ella misma cogió el hacha y doblados en dos esos huesos, cortaron la leña.

Me impresionó la fuerza, la violencia con que efectuó la maniobra.

Al dirigirse a los retratos de la cabecera, lo hizo a voz en cuello, detalle que me obligó a enfrentarla. Entonces, sin darme una explicación satisfactoria, me dijo que necesitaba la pieza, y que allí se trasladaría una sobrina muy enferma, procedente de San Antonio.

Como no tenía defensa, un buen día me largué. Antes puse a horcajadas sobre el respaldo de la silla la chaqueta prestada.

Al enfrentar el cementerio, comencé a adivinar el trasfondo de estos insólitos hechos. La visión de esos pinos piramidales, que como deudos se sumaban a la desolación del entorno, me los explicaron. ¿No te das cuenta, Camondo, que has convivido a diario con la misma muerte?, ¿que te sirvió la mesa, que pernoctaste en un cuarto contiguo, que te vistió con la chaqueta de un difunto? ¿No sospechas acaso quién era ese tal Reyes, y si realmente pinchaba a la vieja, o sólo hacían el simulacro cuando se encerraban bajo llave? ¿No te intriga que se presentara con un parche en un ojo antes de que el sol asomara por sobre las blandas lomas de Cuncumén? La muerte te dejo ir, Camondo, estuvo a punto de traerte a este sitio húmedo, que hace que el viajero solitario que lo transita vuelva la cara, evite mirar las cornisas de las tumbas y parte de las cruces que asoman por sobre el muro desplomado y mezquino que, como a nosotros, las encierra. iCuántas veces no hemos visto de noche a esa vieja mala, esa tal Filomena, merodeando entre las lapidas!

La muerte al parecer no toleró que me prendara nuevamente de la vida, representada en ese cuadro plástico de Navidad, a las puertas de la iglesia.

Esa noche, una vez que el Ángel dejo el pesebre, lo seguí hasta la mansión sombría que guardaban esas gigantescas y solemnes rejas.

AI aproximarse la joven a esos barrotes, la alcancé. Ella no manifestó ningún temor ni rechazo; por el contrario, como si me hubiese conocido desde siempre, me pidió le sostuviera el par de alas mientras tiraba del cordón de la campanilla.

El mayordomo, vestido de uniforme, abrió y la condujo por un sendero enmarañado por el que ambos desaparecieron. La joven había olvidado sus alas, y yo con ellas en la mano, no atinaba a nada.

Rehusé dejarlas tras los barrotes, sentí unos deseos irresistibles de probármelas, así es que para evitar que me vieran, me oculté tras un enorme castaño que se levanta enfrente y me las coloqué a la espalda.

Apenas lo hube hecho, escuché otra vez la voz de la joven, que de vuelta en la reja, las solicitaba a gritos. Como vio que nadie le respondía, abrió y salió fuera. Permanecí agazapado contra el árbol, las alas apuntando al firmamento. Luego de transcurridos unos minutos, dio con mi escondrijo, me miró severa, dándome a entender que se las devolviera. Algo me retuvo, me resistía a quitármelas, pensaba que con ellas me cambiaría la vida. Entonces el ángel se retiró y regresó con dos matones, un par de bellacos que a empellones me despojaron no sólo de las alas, sino de la camisa.

Cuando quedé solo, vino hasta donde me encontraba un jilguerito saltarín que movía insistente su penacho, insinuando que me cedía las suyas, que eran mucho más efectivas que las del ángel, no tan ostentosas tal vez, pero más reales, que también servían para dejar la tierra y remontar el cielo.

“Soy Pacalito, soy Pacalito”, se dijo.

¡Marieta!



iOh réplicas de un destino, de una pena, de la decisión heroica de haber dejado atrás arte y belleza! Qué soy sino un sobreviviente de un castigo a medias, incompleto: la cera, artimaña fallida de un cielo vencido, Apolo, Zeus, las tantas musas, un Caronte impago, ya sin voluntad siquiera para mover los remos y completar la barca con sombras sin vuelta!

Conozco de vista el puerto de ese averno anacrónico, sus escalones de hierro pulidos, como nuevos, que baña la laguna, la puerta baja siempre abierta que llaman de la aduana, desde la que desciende un terraplén que abrupto se sumerge en quién sabe qué abismos. A la orilla de esa playa seca se vislumbran túmulos de ladrillos, grutas vacías, un gran espejo. Esos volúmenes, me explicaron, son simulacros de tumbas, hay criptas de familia, pirámides egipcias, pagodas chinas, moles que los diablos levantan con un dedo y distribuyen donde les place, armando cementerios de utilería. Se cuidan de las cruces y de las medias lunas, pero igual las fabrican con una cantidad impresionante de palos de fósforos que cubren con papel mantequilla.

Había un diablo joven al que se le iban las manos, y en lugar de esos símbolos ajenos, fabricaba aeromodelos; los había visto en las jugueterías ricas. Ellos desconocen los aviones. Carón se indignó porque sobre un panteón de alcurnia, encima de la cúpula, un helicóptero agitaba sus aspas como un remolino.

Ese panorama es el que se vislumbraba desde el portón abierto, junto a la escalera donde desembocaba el Aqueronte. iQué de sorpresas no habrá más adentro! iCómo saberlo si es un río que nadie puede atravesar dos veces!

Con el ejemplo de Flegias, convulso de ira y de orgullo, me basta. No quisiera yo hundir la barca, los traslúcidos no pesan. Flegias hizo de Marte rey de los lapitas, indignado de la afrenta que Apolo había hecho a su hija, incendió el templo de este Dios en Delfos y fue condenado al infierno.

Yo, Camondo, fui menos lejos, sólo osé devolverle respetuosamente su talento. Entonces me hizo de cera y me mostró la orilla del fétido pantano, la puerta de ese averno que tal vez en otra época habría yo traspuesto en el tránsito de la barca de los malos sobre el oleaje de las aguas estancadas.





LA SONÁMBULA



Me duermo, alguien que me remezca, mi pulso mengua, a trastabillones me arrimo otra vez a la reja inmensa que guarda ese parque solitario, imponente, sombrío; aferrada a los barrotes me aguarda el ángel, la joven bellísima, con el camisón blanco, el cintillo coronando sus sienes. Nos tomamos de las manos en un dúo de lágrimas, yo, el viejo Camondo, ella, la beldad sin par del pueblo.

-¿Me pintas mi retrato? -me dice como si una musa postergada susurrara esto al oído de su artista preferido.

- ¿Un retrato?

- ¡Inmortaliza mi parecido!

- Hace tanto que no tomo un pincel, ni embadurno el lino.

- ¿Acaso por mí no lo harías? - y su voz es tan tenue que no se bien si sale de sus labios o se trata de ráfagas del céfiro que silba entre los árboles.

- Un retrato, Camondo, ¿me lo prometes?

Sentí que esas manitas se amoldaban perfectamente a las mías.

Me dio curiosidad conocer su casa escondida entre el follaje, tras el primer recodo del sendero.

-¿Pintar yo de nuevo?, ¿negar algo a esa beldad, a esa virgen, esa sonámbula celestial que me lo pedía? A punto estuve de asentir, caer en tentación, pero tuve la suficiente entereza de oponerme, moviendo la cabeza en uno y otro sentido. Entonces me encontré solo de nuevo, los brazos estirados al vacío tras los barrotes. Nadie, la joven no estaba, apenas el sendero de grava; hasta el viento se había recogido.

AI darme vuelta y enfilar hacia Cuncumen, vi a la niña de mis sueños a mi lado, esta vez seria, sin el cintillo, el pelo suelto, siempre vistiendo la túnica liviana.

Se me echó al cuello, no me la podía quitar, la rodeé con mis brazos, la hice coincidir con mi pecho hecho una ruina. Ella, la ingravidez misma, la cintura de nada, el roce de sus senos, sus labios que buscan un beso, nuevamente me rogó una pintura, esta vez de cuerpo entero. Negarse ahora era hacerlo a unos ojos encima, a una palpitación que unía dos corazones.

-No puedo, rompo un propósito que responde a un pasado ya resuelto. No insistas, pídeme lo que quieras, menos que transforme la superficie de una tela.

Desapareció, me hallé perplejo, la verja estaba abierta, sobre los goznes chirriaron ambas hojas, una insinuación a transitar el parque y conocer la mansión.

En lugar de aceptar esa invitación temible, avance en dirección al pueblo. Entonces la joven volvió a interceptarme el paso, completamente desnuda, el par de senos en sus manos, el cuerpo más armónico y decidido a todo que he visto en mi vida, no se trataba de la actitud de una modelo, era la hembra que se insinuaba con una necesidad imposible de no satisfacer; iba a aceptar, ponerme bajo sus órdenes, quitarme la ropa, ir a su carne, sentarme al caballete, manchar, bosquejar y completar el boceto.

- i No -dije-, aparta, no puedo! -y la reja se cerró de golpe, no la volví a ver, sólo una lechuza dio un grito de muerte y cruzó el vano del cielo entre el follaje, con ese vuelo acompasado característico de esas aves de rapiña.

Iba sobre mi cabeza, llevando en sus alas la luz de la luna, la espuma del mar, las nieves eternas, todos los blancos que resisten la oscuridad de la noche.

Se alejó veloz hacia otros derroteros, vastas lejanías, en dirección quizás del entusiasta Sandro, que a esas horas, desvelado en el camarote de un barco, pensaba que con su arte deslumbraría al mundo.

Cuando observé el vuelo de esa última musa, insistente como ninguna, lejana, para siempre desilusionada de mi persona, retrocedí hasta la verja, empujé sus barrotes, me introduje en el parque, Ilegué hasta el recodo y pude ver el palacete, una simple fachada de utilería, una maqueta, repleta es cierto de toda suerte de ornamentaciones, pero sujeta por atrás con enormes soportes y tirantes de madera. Adelante órdenes, columnas, hasta un balcón sobresaliente encima de esa puerta principal que se abría hacia ninguna parte.





EL BAILE DE LAS SOMBRAS



De ese sueño insólito, la virgen en las rejas, la lechuza en su vuelo sigiloso, me despertó el ruido ininterrumpido de una caravana de automóviles que iban ingresando al parque. Me acerque de árbol en árbol para no ser visto, y pude observar atónito, como Ali Babá ante la cueva secreta, el esplendor con que Carranza recibía esa noche en su casa.

Cuatro mozos de librea daban las instrucciones a los choferes donde debían estacionar dentro del imponente parque.

Tras las ventanillas, un tanto desfigurados por la rapidez, vislumbre invitados de gala, peinados sofisticados, diestras enguantadas aferradas a las manillas.

Un mayordomo con un elegante candelabro facilitaba el acceso, aunque sobre las mochetas donde giraban las rejas, un par de farolas iluminaban como de día esa noche sin luna.

Ese recibimiento sí que parecía un sueño; el que recién había tenido con la joven en un dúo tras los barrotes, carecía de la irrealidad del que estaba presenciando. Había conocido dioses de otros cielos, las vicisitudes del arte, la intensidad de la provincia, la majestad del mar, al mismo diablo, el martirio del Tarcisio, el pasado histórico, muchas situaciones, pero era la primera vez que me encontraba ante la opulencia, el poder, la seguridad que otorga el dinero.

Nunca antes sentí vergüenza de mi modesta apariencia, el descuido de mis ropas, mis cabellos en desorden, un montón de trapos lejos de la moda.

Pompeyo Carranza era sin lugar a dudas el hombre más rico de la zona y como tal no se media en gastos cuando abría su casa.

Bajo el porche existía un terraplén techado donde los automóviles se detenían. Un botones abría la puerta y Carranza, erguido, enfundado en un smoking encintado, una camelia en el ojal, se precipitaba con la amabilidad estudiada de un príncipe a recibir al que ingresaba.

Más atrás Cynthia, su mujer, y su hija única, de cabellos dorados, recogidos; ahora había cambiado las alas y la túnica por un vestido de gala, discreto, pero en esa sencillez podía uno apreciar el gusto refinado de un diseñador experta. La guardarropía acumulaba pieles, capas, abrigos, sombreros, un hacinamiento que despedía un efluvio de perfumes revueltos e intensos.

La gran escalera era el punto clave. Sobre su alfombra, sujeta por barras de bronce, iban y venían verdaderos maniquíes, figurines, mujeres intocadas, cuidados escotes, generosas espaldas, sonrisas distantes, miradas soñadoras, frases hechas, un observarse sin poner ninguna atención alrededor. Una verdadera pasarela.

Cruzando los salones se salía otra vez a la intemperie, ahora nos invitaba un extenso long de pasto bajo un toldo amarillo que cubría a la orquesta, al buffet, un par de braseros gigantes encendidos, atenuado el fuego, y mesas interminables de largos manteles repletas de exquisiteces y centros engalanados interrumpidos por candelabros de varios brazos, velas prendidas por puro gusto que hacían a la cera de colores chorrear sin freno, adhiriendo a la plata o derramándose sobre la flamante mantelería.

Dentro, en los salones, deambulaban figuras de oscuro, personajes que con nitidez reflejaban los grandes espejos, duplicando el cansancio, la soledad que a veces acarrea una fortuna importante, un apellido de alcurnia.

Se fumaba, se bebía, se armaban ruedos entre íntimos, que de pronto se dispersaban.

La gente más alegre rodeaba a la orquesta bailando en forma discreta.

Carranza, para amenizar el evento, comenzó a dejar caer monedas de oro dentro de las copas de champan, una jugarreta mal vista por los hombres, pero que sin embargo excitaba la avidez de las mujeres, que olvidando la compostura, se atrevían incluso a introducir la mano enguantada en el licor cuando el anfitrión se unía a ellas con el puño cerrado, repleto de esa calderilla de relucientes quilates.

A medida que las horas avanzaban, los invitados, relajados y al son de ritmos más movidos, se cogían de las manos y formaban enormes ruedos o, tornados por la cintura como un tren interminable, recorrían la casa, saliendo a la intemperie, subiendo las escalas, reingresando al parque, atravesando los salones.

Los dormitorios eran itinerario obligado.

El grito de una dama que se torcía un tobillo, un beso furtivo dado en una espalda al cruzar la penumbra del vestíbulo, indicaban el punto álgido de la chacota.

La cera encima de la mantelería, el amanecer subrepticio anunciando su arribo, palidez nefasta para el retoque facial. El rostro a esas horas sostiene mal los afeites, el negro de los trajes de etiqueta exhibe visos verdes, más de un tul desprendido de su ruedo, el sueño circunda de oscuro las cuencas y los parpados, sobre el plisado de las pecheras manchas feas, las corbatas de rosa pierden el nudo. Pero la orquesta, a prueba de cualquier fatiga, redoblaba sus bríos, dirigida por un animador falso que tras una sonrisa alquilada, cuenta las horas para pagarse y dar la espalda a esas comparsas que desprecia.

A medida que la noche avanzaba, me fui acercando a ese resplandor que emergía tras la copa de los grandes árboles.

Otra vez me pegué a los barrotes, nadie reparó en mí. Visto desde dentro parecería un prisionero en plena libertad.

Entonces, sin querer, al afirmarme contra esa verja, esta, que estaba sin candado, cedió, se abrió, desafiando a los matones que la hija de Carranza el día anterior enviara a quitarme las alas. Entré.

El desorden me facilitó el recorrido; arribe hasta el porche donde me sorprendió ver dos cabezotas de mamut empotradas a cada lado de los arcos, trofeos de continuos safaris. La mampara de cristales estaba abierta; la traspuse, y ya en el amplio vestíbulo, observe a esos grupos de invitados que andaban tan en lo suyo que no repararon en mi atrevida irrupción. Incluso un mozo se me acercó con la bandeja y me ofreció una copa que rehusé. Envalentonado, crucé hacia la gran escala y en uno de sus peldaños, me senté. Un seguro escondrijo desde el que podía observar cómodamente sin ser visto.

Fue en ese momento que se escuchó la voz de Pompeyo Carranza, que golpeando las palmas ordenaba apagar las luces. No alcanzo a insinuarlo y nos vimos iluminados por los candelabros.

La orquesta redoblo sus sones y el dueño de casa, dando el ejemplo, se tomó de la cintura de Cynthia y otra vez se formó la cuncuna interminable a la que se iban integrando todos, tal así que una mano enjoyada de mujer me arrancó de mi lugar para sumarme a la cola. Me colgué de una cintura, en tanto la dama lo hacía de la mía y deslumbrado, fui circulando por esos ambientes mullidos, tapizados los muros de brocado rojo, los dinteles de las puertas recubiertos de carrara, los cielos pintarrajeados con escenas mitológicas de Marte, Venus, divinidades por mi conocidas, que al verme huían hacia unos escorzos solucionados a medias.

Los grandes espejos frente a los que atravesábamos, pesados, inclinados, sus marcos dorados con coronaciones complicadas, elevaban el piso, dándole un ángulo novedoso. El conjunto de retratos, la mayoría severos, almas en pena cuyos ojos nos seguían donde quiera que el alegre culebrón nos contorneaba.

Cansados, algunos renunciaban, y al salirse cortaban la cuelga, pero inmediatamente esta se proponía, y continuaba esa alocada carrera donde el tul de los vestidos iba quedando ahí, rezagado, lejos del ruedo como vendas, bruma artificial.

Para dar por terminado el juego, de pronto regresó la luz a las arañas de cristal y todos reaccionaron, evidenciando su cansancio.

Fue cuando me encontré frente a frente al dueño de casa, quien sorprendido me examino de pies a cabeza:

- ¿Y este pililo quién es?

Una mujer de sus años, muerta de risa, un tanto entonada por los copetines, cogiéndome de la barbilla, subrayo la interrogación con una frase mucho más caustica:

-Amigo, ¿es usted chancho que da manteca?

Busqué en ese momento un rostro al que pedir socorro, pero sólo vi expresiones solidarias para con el señor Carranza.

Entre los trajes negros y los de gran ruedo, la joven, el ángel, se abrió paso, me miró fijo y señaló con su índice acusador, forrado en cabritilla, un guante interminable que cortaba una pesada pulsera de oro de un antepasado. Ni siquiera abrió la boca.

Iban a cogerme del cuello, cuando ocurrió un hecho insólito. Irrumpió en el salón un invitado que recién Ilegaba, había perdido las señas del camino por la torpeza del chofer.

– i Aníbal ! -fue el grito unánime, y la atención viró hacia un robusto hombre, que bajo el dintel de la puerta que lo enmarcaba, parecía un retrato de época.



Se trataba del Cónsul General de Chile en Nueva York, destacado diplomático de vasta trayectoria internacional. Para deslumbramiento de la concurrencia, exhibía una condecoración terciada al pecho, y, a diferencia del resto, sus modales cuidados, y una cierta distancia que cautivaba sin disimulo, le otorgaban esa típica actitud del diplomático de carrera, que para todos tiene una falsa y estudiada sonrisa a flor de labios.

Carranza dio unos pasos hacia el importante invitado, mientras con la mano daba instrucciones por lo bajo para que me expulsaran de la presencia de tan excelso visitante.

Pero no sólo para mi sorpresa, sino para la de toda esa concurrencia, el cuadro se revirtió, ya que el Cónsul miro por sobre el hombro de Pompevo y fijándose en mi deteriorada apariencia, exclamó:

- iCamondo, vaya que orgullo, pero que haces aquí con toda esta burguesía! ¿Son acaso mecenas o sólo coleccionistas? ¿No sabes, Carranza, a quien cobijas bajo tu techo?

Terminando este sorpresivo elogio, se me vino encima, echándome los brazos, palmoteándome. Acto seguido, me tomó por los hombros, en tanto una doble fila atónita se formaba, por donde lentamente me condujo ante el desconcertado Pompeyo.

- Ahora usted, mi célebre Camondo, me va a explicar, uno por uno, los cuadros de esta casa. Estoy deseoso de escuchar de sus labios la interpretación juiciosa de los diferentes maestros y sus respectivos estilos.

Así, atravesamos esa corrida de mujeres y hombres sorprendidos. A medida que avanzábamos, iba mi vista inquieta, deteniéndose en piochas, broches, cuentas caras, perlas, pedrerías, aros, gargantillas, dijes, cadenas, solapas de seda, botones, pulseras, solitarios, diademas.

Dejamos atrás el salón absolutamente inmovilizado, en completo silencio, todas las miradas fijas en nosotros, que nos dirigimos al escritorio donde Carranza poseía una pinacoteca de conocidas firmas.

Pompeyo, aprovechándose de que el Cónsul indagaba sobre sus deseos, ordenó le prepararan una mesa aparte, donde con gran empeño se dispuso la mejor vajilla.

-¿Por qué no me acompaña usted, Camondo? No me agrada cenar solo -expresó el diplomático, obligando a Carranza a ordenar otro puesto.

Y así, cenamos como si un rey lo hiciera con su artista favorito, solos, rodeados de la corte estupefacta, que en completo silencio seguía cada corte del cuchillo en el pavo, los labios en el borde del cristal, la punta de los dedos en el aguamanil.

Como la fiesta languidecía, y ya no había modo de detener la luz diurna que irrumpía por cuanto orificio comunicaba el salón con el exterior, el Cónsul me ofreció gentilmente llevarme de vuelta en su limusina, que aguardaba la primera ante la puerta de la mansión.

Nos despedimos de tan selecta comparsa, y sin advertirlo, me vi sentado atrás en un coche de lujo, las cortinas corridas, un vidrio biselado aislándonos del chofer, quien, de riguroso uniforme, conducía.



- ¿Adónde lo llevo? -me preguntó cuando ya habíamos dejado el parque.

Como viera que le respondía con un prolongado silencio, los ojos bajos, tristes, tratándose de un hombre cauto, acostumbrado a saldar situaciones difíciles, acotó en forma muy natural:

-Descuide usted, mi amigo, ya me lo dirá, tenemos todo el tiempo del mundo. Piense que el camino es largo, se ve cansado, deberíamos aprovechar de dormir, “hacer un cachorrito”.

Y sin agregar más, se acomodó contra el respaldo de cuero. Cayó.

Por el camino de Santiago.

Cartagena, 1996-1997


martes, 3 de junio de 2014

Sombras del autor en la narrativa de Adolfo Couve por Andrea Garrido


"Copa de Huevo", 1967. 61x61 cms. Óleo sobre tela.


INTRODUCCIÓN

  En su libro Visions capitales (1998), Julia Kristeva estudia desde las máscaras funerarias y los cráneos tallados, hasta los retratos modernos, pasando por verónicas, cabezas de Medusa y la decapitación de san Juan Bautista, entre otros temas. Estas visiones capitales, estas cabezas producen a menudo visiones de horror y de muerte. La historia de estas cabezas cortadas, nos dice Kristeva, revelaría que la única resurrección posible sería la representación ; y que con o sin decapitación, toda visión no es otra cosa que una transubstanciación capital. En este recorrido al que nos invita Kristeva se cruzan pintura y escritura, los dos oficios de Couve, y Kristeva señala que : “L’histoire du portrait jusqu’aux écorchures modernes qui l’ont relayé nous montre ce que certains écrivains, voyageurs au bout de la nuit, essaient de faire entendre. Figé, mobile, échangé, vu du dedans ou du dehors, le visage échappe à la saisie.” (Kristeva : 1998, p. 141). Proponemos en las páginas siguientes abordar temas menos trabajados en la narrativa de Couve, que por lo general se han centrado en el realismo, anacronismo y marginalidad de su obra1. Poder leer todo Couve gracias a la edición de su narrativa completa, nos ofrece la posibilidad de abrir una nueva perspectiva, “al hacerlo [al leerlo de corrido],” dice Adriana Valdés, “veo una figura distinta de su escritura, y con ella más lecturas posibles, basadas en el despliegue de su narrativa en el tiempo.” (Couve : 2003 prólogo, p. 8). En efecto, su obra comienza en el año 1965 con la publicación de Alamiro, y se prolonga hasta el año 2000, con la edición póstuma de Cuando pienso en mi falta de cabeza. Treinta y cinco años donde se debe incluir un largo período de silencio : diez años, luego de la escritura de El pasaje (novela escrita en 1977-1978, y publicada en 1989).

   Nosotros también hemos creído ver otra figura en estas narraciones : una figura inaprensible. Hemos creído oír voces que nos llevan a pensar en el autor, en el narrador o los personajes. Rostros, sombras, ecos que aparentemente no serían más que una ilusión. Nuestras certezas no duran más que el lapso de unas cuantas páginas, unos cuantos párrafos : nuestra percepción parece estar constantemente puesta a prueba. En Couve, el pintor y el escritor siempre han estado unidos. Su narrativa, extremadamente visual, pareciera poder arrancar sólo una vez descritos los escenarios donde van a actuar los personajes. Lista la puesta en escena, la temática se centra, por lo general, en torno a la pintura, el arte, los recuerdos de infancia y experiencias adultas del narrador o de los personajes. Los textos han sido recibidos, a menudo, como confesiones libradas por Couve, olvidando el dominio de una profesión, la de escritor, y elevando al primer plano la figura del autor : el blanco de las críticas y el centro de las novelas. Nos parece que se ha tendido a sustituir al narrador o a alguno de los personajes por la figura del autor. A continuación nos gustaría intentar ver lo que en la narrativa de Couve produce ese efecto, ese enmascaramiento que conduciría a confundir las dos instancias (personaje y figura de autor o narrador y figura de autor). Para ello proponemos abordar principalmente la que es quizá su novela más leída, La Comedia del Arte y su novela póstuma Cuando pienso en mi falta de cabeza (la segunda comedia).
1. Estrategias de la ambigüedad

   ¿Qué puede conducir a un especialista en arte a concluir que La Comedia del Arte “es el relato de su propia farsa [...]” (Mellado : 1996, p. 45) ? Como testigo privilegiado de las conversaciones que Couve sostenía con sus colegas de la facultad de arte, el crítico nos entregaría la clave para entender que no sólo se trata de la condena y fracaso del protagonista de la novela, el pintor Camondo, sino que también del propio Couve. Nos revela que la intención del autor ha sido confundir al lector ya que el título no remitiría al espacio renacentista, sino a conflictos personales del autor con el medio plástico chileno. Claramente se ha visto aquí el retrato del protagonista como un equivalente del de Couve, su copia, su doble. En cierta medida eso es posible, pero no creemos que por las razones aludidas por el crítico, sino por la puesta en marcha de estrategias narrativas más sutiles. En La Comedia del Arte, Camondo, pintor fracasado, se traslada, acompañado de su modelo Marieta, a vivir a Cartagena, lugar donde vive el narrador a oídos de quien llega la historia que nos contará en las páginas siguientes. Las semejanzas saltan a la vista : el pintor, Cartagena (balneario donde vive Couve desde 1984), un narrador con estos antecedentes resulta tentador hacer la amalgama entre el personaje y el autor. Hasta ese momento sus novelas habían sido calificadas de “impersonales”, nunca de algo que pudiera parecerse a una autorreferencia o a alguna experiencia declaradamente autobiográfica, que es lo que en cierta medida hace el crítico ; a pesar de que en algunos artículos de prensa se había insinuado, pero menos violentamente, una semejanza entre el trío formado por el narrador, algún personaje y el autor. Lo paradójico es que sus narraciones han sido vistas como impersonales, escritas con la “tercera mano” (Sierra : 1970, p. 20) según decía Couve, pero muchos han encontrado semejanzas con la figura del autor. Entonces, sus relatos son ¿impersonales o autorreferenciales ?

   Philippe Gasparini en su libro Est-il je ? explica que la ambivalencia se articula en torno a la identidad del protagonista que a veces se puede identificar con el autor, lo que hace que se imponga una lectura autobiográfica, y en otras se aleja de él y la ficción recobra importancia. De este modo el texto está saturado de signos que llevan a la conjunción o a la disyunción de dos instancias. Dentro de las estrategias de la ambigüedad genérica (aquélla que conduce al lector a preguntarse si se trata del autor que cuenta su vida o bien un personaje de ficción) está la que consiste en dar pautas de lectura contradictorias. Es decir, el autor jugará con los operadores de identificación para amalgamar o para separar las instancias narrativas ; por lo tanto, las estrategias se distinguen según el grado de importancia otorgado a la ficción (Gasparini : 2004, pp. 14-25).

   En efecto, la figura del autor puede ocupar dos lugares en La Comedia del Arte : el del narrador y el del personaje. Por una parte, el narrador-escritor podría ser el reflejo de Couve-escritor que abre la novela evocando las dificultades que tuvo al escribirla, para poder encontrar el tono preciso, de las licencias que se ha tomado respecto de sus novelas anteriores (abandono de la narración en tercera persona, darle mayor importancia a la oralidad). Por otra parte, el personaje principal, el pintor Camondo, podría ser el reflejo de Couve-pintor. Dos oficios en común, dos apellidos con iniciales en común. Pero esto no es nuevo en su narrativa, desde un comienzo Couve empleó algunas de estas estrategias, como la de llamar a sus personajes con nombres que empezaran con “A”. Por las novelas desfilan : Alamiro, Angelino, Anselmo, Augusto, Angélica y Alonso. Recordemos igualmente que su primer texto Alamiro (1965) está escrito en primera persona y comienza así : “Nací en uno de los cerros de Valparaíso”. Inmediatamente se establece la relación con el autor que también nació en Valparaíso. La voz no se identifica, y, teniendo en cuenta que al lector no le gustan los vacíos, el espacio de esa primera persona gramatical lo completamos con el nombre que figura en el título : “Alamiro”. Este nombre tiene una consonancia poética. José Miguel Vicuña en el prólogo a la primera edición escribe : “Alamiro / Ala, para volar./ Miro, para ver.” (Couve : 1965, p. 7) ; y continúa estableciendo el parecido : “Delgado, firme y ágil, este sonido sugiere las cualidades vivas del creador que en este libro construye su organismo.” Ciertamente no es el nombre “Alamiro” que le ha evocado la figura de Couve, sino la lectura del texto que se compone de recuerdos de infancia que transcurren como imágenes de un sueño, fragmentos brevísimos, escenas. El indicio del lugar de nacimiento más el empleo de la primera persona, nos hace pensar primero en el autor, pero se trata de Alamiro. Un Alamiro que arrastra la sombra de Couve cuando continuamos la lectura y vemos que existen otros indicios biográficos pertenecientes al autor y prestados al protagonista. El error de recepción, la confusión de las instancias, diría Gasparini, provendría de “l’insuffisance de marques de fiction” (Gasparini : 2004, p. 26).



   Si avanzamos cronológicamente en su narrativa muchas veces tenemos la impresión de que Couve se deja entrever a través de personajes o circunstancias que recuerdan vivencias personales y que se repiten en varios textos : antecedentes familiares (llegada del fundador de la familia a Chile : “Méric” –1970–), experiencias personales (internado, estudios : El tren de cuerda (1976), “Mamparas del Sagrado Corazón” –1993–), oficios (relacionadas con el arte : La lección de pintura –1979–, Cuando pienso en mi falta de cabeza), el arte (pintores aficionados, coleccionistas : El tren de cuerda, El cumpleaños del señor Balande –1990–), lugares donde se desarrolla la acción (los mismos donde vivió el autor en su infancia o ya adulto : El tren de cuerda, La lección de pintura, La Comedia del Arte, Cuando pienso en mi falta de cabeza), viajes (los mismos que realizó Couve al extranjero : El picadero –1974-, “La cúpula de Brunelleschi” –1970–), etc. –ni la lista ni los ejemplos de los textos son exhaustivos–. Quizás podríamos intentar explicar este efecto de identificación a través de lo que Gasparini considera ante todo como “[...] un fait de réception, une hypothèse fondée non sur des règles mais sur un faisceau d’indices” (Gasparini : 2004, p. 34). Cuando los indicios se repiten en los textos de manera bastante parecida y, teniendo en cuenta que ya no necesitamos recurrir a nuestra memoria para notarlo, con la “lectura de corrido” que nos ofrece la Narrativa completalos indicios a los que hacemos referencia adquieren mayor fuerza y presencia y en esa repetición tienden a hacernos pensar que es el Autor que habla del Autor a través del narrador y los personajes. Si se trata entonces de un hecho de recepción, suponemos que así habría sido leído entonces : cada indicio “personal” habría sido interpretado para reforzar la hipótesis de que se trataría del narrador o del personaje que traducen la voz de Couve, como un alter ego2. A esto se agrega la repetición de la “A” que va a reforzar la hipótesis “autorreferencial”, por la identificación onomástica que evoca, de este modo sus obras parecieran tener más de “personal” que de “impersonal”. Podemos agregar igualmente que en ocasiones Couve ha prestado apellidos de su familia (directa o por alianza) a sus personajes como : Chabry (La copia de yeso, 1989) o Condarco (El picadero, 1974).

   En cuanto a La Comedia del Arte, esta ofrece una “concentración” de indicios que hicieron que el texto fuera recibido como “autorreferencial” : Camondo, pintor establecido en Cartagena tiene cincuenta años, no lejos de la edad de Couve en 1995, y un indicio más, Camondo entra en una grave crisis, y sabemos que Couve sufría fuertes crisis que terminaron en un suicidio. El pintor Camondo se llama Alonso, o sea las iniciales de Adolfo Couve y esto nos hace creer que el uno es el reflejo del otro : CA - AC, como en un espejo. O quizás esta “AC” de Alonso Camondo, sea lo que hace que veamos con más fuerza la “A” de Adolfo y su figura en las “A” de los relatos anteriores. A veces no resulta fácil determinar qué nos hace ver qué. Como si se tratara de un complejo juego de espejos en el que la imagen original se vuelve inaprensible como en un laberinto. Como si hubiésemos caído en una trampa : tomar los indicios personales y creer que se trata del autor, sólo porque esas iniciales evocan su nombre y su figura. La superposición de dos instancias en un relato en primera persona puede basarse, dice Gasparini, en otros criterios además del nombre y apellido ; la identidad no se define sólo por lo que señala el registro civil, sino también por el aspecto físico, los orígenes, la profesión, el medio social, la trayectoria personal, los gustos, las creencias, el modo de vida etc. (Gasparini : 2004, p. 45). Couve parece utilizar una estrategia de este tipo : no emplea indicios de primer nivel (aquellos antecedentes que figuran en el estado civil de la persona), sino que juega con esa segunda identidad, aquella que está en constante evolución. En las páginas finales de Cuando pienso en mi falta de cabeza, Camondo entra sin ser invitado a una fiesta debiendo ocultarse de los demás, hasta ser descubierto. Cuando se ve acorralado es reconocido por un invitado, un diplomático, que llega en ese momento a la fiesta e inmediatamente halaga su talento, su gran conocimiento sobre el arte, invitándolo a darle una visita guiada por la casa donde abundan las obras de arte. Camondo adquiere entonces otro rasgo del autor : el de profesor de arte. El invitado que lo ha salvado nos recuerda igualmente al pariente diplomático de Couve que lo recibió en Nueva York en el año 1962, cuando estuvo viviendo en esa ciudad. Y a su vez este personaje diplomático nos hace pensar en otro personaje-pariente diplomático : el tío del protagonista de la novela epistolar La copia de yeso (Couve : 1989) que es embajador de Chile en Francia. Volviendo al final de Cuando pienso en mi falta de cabeza, el diplomático se ofrece a llevarlo de regreso en su limusina. Camondo acepta y poco después de partir se duerme profundamente, un sueño que más se parecería a la muerte.

   Aunque es grande la tentación de considerar esta novela como “autor- referencial”, como una confesión disfrazada, esto nos haría olvidar la trayectoria del escritor. Lo que no nos impide pensar que la figura del autor se insinúa en las novelas ; pero como un reflejo, como una sombra, no como un retrato pictórico que se describe, ni como un retrato literario sino como un juego de claroscuros, de transparencias que permiten percibir y luego ocultan. Todo ese desfile de nombres, iniciales, apellidos que pensamos que le dan consistencia a los personajes más bien parecen llevarnos por caminos errados ya que finalmente lo que hacemos es oír voces o vislumbrar figuras que no logramos aprehender completamente. Pero más que la imagen, más que una materialidad deberíamos a lo mejor interesarnos en la voz. Maurice Couturier (1995, p. 73) dice que “Pour le romancier moderne, l’enjeu principal consiste donc à imposer son autorité figurale à un texte dont il feint se désolidariser. C’est de cette logique paradoxale que découlent les différents modes de dédoublement énonciatifs [...]”.





2. Voces, sombras, máscaras y vacío
   Ya nos decía Gasparini que existen otros indicios aparte del nombre para crear ese juego entre ficción y realidad. Esos nombres a los que tanto nos aferramos para determinar una identidad. Christine Buci- Glucksmann en su libro Tragique de l’ombre (1990), señala respecto de los nombres de algunos personajes de óperas barrocas que estos no son más que : “tracés d’ombres, projections et miroirs réfléchissants pour cette esthétique du spectral et de la délectation, qui de Shakespeare à Pessoa n’a cessé de faire retour” (Buci-Glucksmann : 1990, p. 16). Proyecciones, reflejos, sombras y en ellos creemos distinguir la figura de Couve. Esa trinidad formada por el autor el personaje el narrador se refuerza en las dos últimas novelas de Couve, donde una estética particular se impone. Las voces se confunden :

  Cuando niño no tuve juguetes, sólo libros con estampas para mayores ; a veces mis ansias de viajar e introducirme en esos remotos parajes me hacía tijeretear a escondidas las láminas, dejando entre las letras y los párrafos ventanucos vacíos, un verdadero desafío para esas deficientes descripciones : ¡Vámonos, Camondo, acá ya no nos quieren, acá todo está terminado ! ¿Qué será de ti a la hora de mi muerte ? Una sombra, un deleite de la envidia, un montón de ruina, como esos pájaros cautivos que de pronto se escapan y, aterrados, solos, hambrientos, las plumas vueltas, llaman a gritos desde la copa de los árboles, para que sus amos los encuentren, y sometan otra vez al cariño de sus jaulas ; te llevaste lo mejor del desfile, no hubo clavel que no rebotara en tu pecho, tu pecho hueco, peto de mala resonancia, latón de fantasía festoneado con ese par de leones rampantes baratos hechos en molde ; Camondo al proscenio, yo al último rincón del paraíso ; ese teatrucho destartalado del Colón de San Pablo con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre ; habían alzado la mortaja del telón [...] la fachada ploma de ese coliseo de barrio, la marquesina sin cristales y dos hornacinas vacías a los costados, donde los padres sentaban a sus hijos y les abrochaban los zapatos ; en un sitio eriazo en el que venden materiales de demolición he visto butacas de ese cine, en rumas como pirámides, las baldosas del foyer, que Berríos bruñía con esmero, amontonadas por docenas y a precios irrisorios, y así, los urinarios, los tramos de la escala, que adosada al muro llevaba de la platea al paraíso, sus peldaños, la baranda, los descansos, que bien recuerdan los condenados que la subían. (Couve : 2000, pp. 47- 48).


   Habla Camondo (que ha tomado la palabra desde el comienzo de la novela) y recuerda su infancia : niño solitario, como todos los demás niños de las novelas de Couve. Se habla de descripciones, tema muy abordado por la crítica respecto de su narrativa, y Couve, por su parte, declaraba estar muy interesado en buscar “una imagen no material : el verbo” (Correa : 1977, p. 37). Lo que nos llama la atención es el vacío y la imposibilidad de colmarlo que se destaca en estas primeras frases, donde la imagen aparece como superior al texto. Violentamente irrumpe una voz que interpela a Camondo invitándolo a partir. Una voz que no identificamos y que pareciera salir de la nada, para dirigirse a un lugar no definido. De esta voz depende la existencia de Camondo : “¿que será de ti a la hora de mi muerte ?” Descartamos que sea la voz del narrador ya que no sólo no conoce la infancia de Camondo, ni siquiera a Camondo, sino que no ha tomado a cargo el relato hasta ahora. Pensamos en otra voz de Camondo, como una voz interior, un desdoblamiento enunciativo. Pero al no tener la certeza de dónde proviene la voz, también tendemos a tomar como referencia al autor que se presenta como un punto de referencia cuando se produce, lo que podríamos llamar, un “flottement discursif.” (Couturier : 1995, p. 93)3. Couturier señala además que : “Le roman moderne sera donc habité d’entrée par plusieurs énonciateurs entre lesquels l’auteur réel distribuera ses effets de voix et aussi ses désirs, rendant ainsi le lecteur capable de reconstituer à coup sûr les contours du “sujet-origine” (1995, p. 73). Sólo que las fuentes de enunciación no son tantas en este caso, siempre la trinidad autor-personaje-narrador, de la cual el narrador se ha ido retirando. Finalmente los contornos no son fáciles de reconstituir, al contrario, tienden a “desdibujarse”, para emplear una palabra frecuente en las novelas de Couve.


   Esta voz aparece y presagia, para después de su muerte, el destino de Camondo convirtiéndolo en : “Una sombra, un deleite de la envidia, un montón de ruina”. Una “sombra”, un “deleite”, una “ruina” para introducirnos en una estética de decadencia, además del trágico destino que le espera a Camondo. Couve ya había trabajado anteriormente esta frontera donde sujeto y lugar se superponen convirtiéndose el lugar en una metáfora del sujeto ; recordemos Balneario (1993)4. Además, tanto enBalneario como en este texto Couve aborda la frustración de añorar algo que no se podrá lograr aunque la oportunidad se presente : Angélica Bow protagonista de Balneario, es una mujer de edad en busca de una aventura, de algo que se parezca al amor y la haga sentir que está viva, por una parte ; y en La Comedia del Arte estos pájaros que añoran su libertad pero sólo pueden vivir cautivos, por otra. Una decadencia que también se manifiesta en el festejo del premio obtenido por Camondo. Notamos un campo semántico propio de una representación teatral :proscenio, paraíso, telón, butacas, foyer, platea ; donde “paraíso” no es muy usual para referirse a “galería”, y nos recuerda el empleo de términos poco frecuentes característico en Couve, además de la oposición paraíso/infierno. Varias de las palabras relativas a la representación teatral tienen en el texto un lado negativo o despectivo : teatrucho, mortaja, coliseo, condenados.

   Para la celebración del premio de Camondo, la voz y él han debido separarse físicamente : Camondo en el escenario, la voz en la galería. Es a partir del momento de la separación que el lugar donde se desarrolla el evento comienza a aparecer como “una ruina” : el telón roto, la marquesina sin vidrios, las hornacinas vacías, un coliseo de barrio. Dos palabras nos llaman la atención. Primero, “mortaja”, que nos introduce en un ambiente de sombras y de muerte. Sentimiento que finalmente no ha desaparecido de estas dos últimas novelas y que se ha ido intensificando, ya que la figura de cera de Camondo ha sido decapitada al final de La Comedia del Arte y ha regresado en busca de su cabeza. En segundo lugar tenemos “coliseo”. Si bien “coliseo” nos remite a teatro, primero nos hace pensar en la Roma antigua : teatro de ejecuciones, teatro de muerte. La polisemia de algunos términos crea situaciones simultáneas : una para celebrar, la otra para condenar. De todo esto nos informa esta voz sin cuerpo. Es ella la que recuerda, pero somos nosotros los que vemos a esos niños convertidos en estatuas momentáneas cuando los padres los sientan en las “hornacinas vacías”. Es ella que nos dice que Camondo es un cuerpo vacío : “tu pecho hueco”. Entonces recordamos las estampas recortadas, el hueco dejado en las páginas y la imposibilidad de reconstituirlas a partir del texto. Y pensamos que de Camondo sólo tenemos una imagen, y además incompleta. Que finalmente esa figura de cera en que ha sido transformado, es lo más cercano a él. Retrato plástico, retrato literario tan vacíos el uno como el otro. Ya no parecen importar los nombres con “A”, ni los apellidos con “C”, ni las profesiones. Ya no vemos a nadie, o lo que creemos ver se desvanece y apenas si podemos atribuir una fuente a las voces. Y si la que podría ser la voz de Camondo funciona de manera independiente, parece hacerlo para constatar el estado de desolación, ruina, decadencia al que se está condenado. La Comedia del Arte comienza con el título “Camondo en los infiernos”, sigue “Abjuración de Camondo”, y “Metamorfosis”. Es en esta tercera y última parte que Camondo ha sido transformado en una figura de cera, en una réplica colosal, dice el texto. Esa figura de cera necesitó un molde, y el molde fue Camondo, ese Camondo hueco.

   En este ambiente de ruinas, los espectros parecen multiplicarse. Cuando Camondo abatido por su fracaso y el abandono de Marieta decide suicidarse, entra desnudo en el mar, pero el agua tan fría lo hace retroceder y sólo se recuesta en la arena y se duerme, entonces : “Una mano pálida como su rostro lo acariciaba cuando despertó.” (Couve : 1995, p. 45). Una mano pálida, ¿una mano fría ? La mano de Helena, una mujer que ha perdido la razón, que ha perdido la vida con la muerte de su marido, ahogado. Es como un fantasma que viene a despertar a Camondo. Esta mujer vestida de negro que no deja de recorrer la playa agarrándose la cabeza y que Camondo ya había visto : “esa figura de oscuro que constantemente se le cruzara frente al motivo” (Couve : 1995, p. 43). Más adelante, Camondo ve caminando tranquilamente por la playa a “una sombra, un espectro sutil, vestido de transparencias [...]” (Couve : 1995, p. 139). Una figura similar aparece en Cuando pienso en mi falta de cabeza, pero esta vez como una aparición a Sandro, el joven y talentoso pintor : “[...] una tarde de diciembre, la ventolera le trajo hasta el caballete a una vieja intrusa, especie de espantapájaros, velamen de seda negra adherida al mástil de sus huesos” (Couve : 2000, p. 56). Estas visiones o apariciones nos hacen pensar en fantasmas o en divinidades. La Helena de La Comedia del Arte es primero como una aparición, como esa figura, esa copia que París lleva a Troya, de acuerdo con una de las versiones de la historia. La Helena de Couve también nos hace pensar en las Parcas, al menos en dos de ellas : en Cloto, ya que en la playa es como si le diera un nuevo hilo de vida a Camondo tras su suicidio fallido ; y en Atropos, cuando se trata de la vieja intrusa que se le aparece a Sandro.

   A medida que avanzamos en el texto, este se vuelve más sombrío, donde predominan apariencias engañadoras, donde ya no tenemos la certeza de saber quién habla, y que parecen lugares detrás de los cuales se oculta el autor. Sombras que lo ocultan, sombras que lo delatan.

   ¿”L’auteur en fuite” ? (Couturier : 1995, p. 77). “Para mí fue la solución, el disfraz, la única forma de completar mi figura, ya que una vez dentro de esas ropas, eché hacia adelante el holgado capuchón y suplí, con las sombras que éste encerraba, la cabeza, los rasgos, las facciones, mis ojos, la boca, el mentón la frente.”, dice Camondo (Couve, 2000, p. 38). Nos llama la atención el juego entre los artículos definidos y los pronombres posesivos. “Mi figura” y “mis ojos”, el resto aparece como algo general, a distancia, como cuando se comenta un cuadro. Pero se trata de “mi figura” oculta tras un aspecto que no es el mío necesariamente. “Mis ojos” son la fuente de esta percepción. Entonces, uno se pregunta, la figura y los ojos de quién, ¿de Camondo ? ¿Del autor ?

   Cuando vemos algo, parecen ser máscaras y cuando creemos que se trata del autor, nos invaden las sombras. En el relato “Gastón del Sebo”, se dice que cuando un rey solicitaba un retrato, no sólo se necesitaba “un caballo relleno de estopa, sino además un lacayo obediente, que posara y soportara durante largas horas el peso de las vestiduras, emblemas y condecoraciones del monarca. El Rey tan sólo prestaba la cabeza”. La cabeza es lo que prima, no lo que hay detrás. Pero a su vez, las cabezas se transforman en máscaras, ya que finalmente están disociadas del cuerpo ; lo que lleva al personaje de este breve relato a comentar que “el retrato que exhibían tenía muy poco de su señor y en cambio de él, el cuerpo entero” (Couve : 1970, p. 59). Pero el cuerpo no es lo que cuenta, sino la cabeza, la visión capital. Las novelas de Couve parecen haber quedado marcadas “con su cabeza”. ¿Quién no ha visto acaso en el niño pintor deLección de pintura al niño pintor Couve ? Pero también quizás se pueda ver en el Niño de las láminas o en El niño de la chaqueta blanca, ambos óleos de Cosme San Martín, a otros niños-personaje que nos hagan pensar en el autor. Puesto así, el referente ya no se podría restringir a la sola figura autobiográfica de Couve, que por lo demás se presenta como una sombra.
Conclusión

   Acaso no hemos notado que una máscara aterra a los pequeños, incluso cuando sus rasgos sonríen nos pregunta Kristeva (1998, p. 117). Las máscaras producen extraños efectos y por nuestra parte recordamos un cuadro de Adolf Menzel, Mur d’atelier, (1872) en el que cuelgan de un muro, cubriéndolo completamente, máscaras, torsos, manos e instrumentos de geometría. Es decir, todo el material que acompañaba al artista en su trabajo durante el siglo XIX. Pero produce incomodidad ver esos fragmentos de cuerpo, esas reproducciones colgando. Sobre la intención de tal acumulación, Daniel Arasse dice que se ha dudado mucho y que más allá de toda intención, el cuadro “est révélateur en ce qu’il implique la mort d’un système au sein duquel il continue de se situer [...]” (1996, p. 181). Camondo y su partida a Cartagena, sus intentos fallidos por realizar un paisaje, su frustración ante la fotografía, la pérdida de su modelo Marieta, su tozudez por trabajar a la antigua, lo conducen a una crisis y a terminar convertido él mismo en un pseudo cuerpo mutilado. Camondo como su propia alegoría.

   Muchas veces creemos ver, pero no distinguimos. Imaginamos rostros, pero son máscaras : el pintor viejo, la modelo, el fotógrafo, el pintor joven ; imaginamos lo que hay detrás, pero están vacías. Sólo proyecciones. Couve nos pasea con gran habilidad por estos mundos que están siempre en el límite de la ficción y la autorreferencia, de lo pictórico y lo literario, de lo real y lo imaginario. Apareciendo en los textos y borrándose al mismo tiempo. La metatextualidad ocupa un lugar importante para confundir las pistas y permitir la fuga del autor. Desde los niños pintores, niños solitarios de las primeras novelas, hasta el viejo pintor Camondo, que igualmente fue un niño pintor y solitario, pareciera que el círculo se cerrara y que detrás estuviera siempre como tras un velo la figura de Couve. “Toda visión no es otra cosa que una transubstanciación capital” nos decía Kristeva (1998, p. 11).

Bibliografía


Arasse, Daniel. Le détail. Pour une histoire rapprochée de la peinture. París, Flammarion, colección “Champs”, 1996.

Buci-Glucksmann, Christine. Tragique de l’ombre. París, Editions Galilée, 1990.

Correa, Raquel. “El escritor dentro del baúl”. Ercilla n° 2204, 26-X-1977, pp. 36-38.

Couturier, Maurice. La figure de l’auteur. París, Seuil, 1995.

Couve, Adolfo. Alamiro. Santiago, Editorial Universitaria, 1965.

Couve, Adolfo. En los desórdenes de junio. Santiago, Editorial Zig-Zag, 1970.

Couve, Adolfo. El picadero. Santiago, Editorial Universitaria, 1974.

Couve, Adolfo. El tren de cuerda. Santiago, Pehuén Editores, 1991 (Galería Época, 1976).

Couve, Adolfo. La lección de pintura. Santiago, Editorial Pomaire, 1979.

Couve, Adolfo. El pasaje / La copia de yeso. Santiago, Planeta, “Biblioteca del Sur”, 1989.

Couve, Adolfo. El cumpleaños del señor Balande. Santiago, Editorial Universitaria, 1990.

Couve, Adolfo. Balneario. Santiago, Planeta, 1993.

Couve, Adolfo. La Comedia del Arte. Santiago, Planeta, “Biblioteca del Sur”, 1995.

Couve, Adolfo. Cuando pienso en mi falta de cabeza (la segunda comedia). Santiago, Seix Barral, 2000.

Couve, Adolfo. Narrativa Completa. Santiago, Planeta, 2003.

Gasparini, Philippe. Est-il je ? París, Seuil, colección “Poétique”, 2004.

Kristeva, Julia. Visions capitales. París, Editions de la Reunión des musées nationaux, 1998.

Mellado, Justo Pastor. “La historia del arte se escribe dos veces”. La Nación, 05-I-1996, pp. 44-45.

Pérez V., Fernando. “Adolfo Couve, diario de una lectura apuntes para un réquiem”. Santiago, Revista Vértebra, n° 3, IX-1998, pp. 19-23

Sierra, Malú. “Adolfo Couve. En los desórdenes de junio”. Paula n° 74, Santiago, Octubre 1970, pp. 18-21.

Notas

1 Ya hubo quienes se cuestionaron y propusieron leer a Couve desde otro lugar que los habituales. Cf. Fernando Pérez V., “Adolfo Couve, diario de una lectura, apuntes para un réquiem” y Adriana Valdés, prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza (Couve : 2000, pp. 7-29).

2 La Narrativa completa hace sobresalir estos indicios para el público en general, ya que antes de la Narrativa completa no era fácil acceder a los textos. En cuanto a los críticos de Couve, estos han sido prácticamente los mismos, y muchos de ellos han seguido toda su trayectoria.

3 Philippe Gasparini aborda igualmente el tema del anonimato como una estrategia autor-referencial. “Dans cette optique, le sujet qui se raconte, dépourvu d’identité onomastique, renvoie inévitablement au seul individu qui dès la page titre, accepte de prendre en charge le récit, l’auteur. Car le lecteur a horreur du vide.” (p. 40).

4 En particular el incipit, que abre y cierra el texto con prácticamente las mismas palabras : “Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, aleros repletos de murciélagos, ventanas sin postigos, abiertas al mar que las habita como a los recovecos entre las rocas. Balcones carcomidos, escalas de servicio, clausuradas, que se han venido al suelo, veletas oxidadas y atascadas, pájaros de fierro que porfían en la persistencia del viento. Llovizna que aparta de las olas a las gaviotas hambrientas, bandadas organizadas de pidenes que incrustan su paso presuroso en la arena negra, las calles retorcidas con letreros que chirrían y agitan graves faltas de ortografía.” (Couve : 1993, p. 11). “Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, perdida entre la muchedumbre como un despojo a la deriva.” (Couve : 1993, p. 25).




Andrea Garrido, « Sombras del autor en la narrativa de Adolfo Couve », Cahiers de LI.RI.CO, 1 | 2006, 263-276.
Referencia electrónica

Andrea Garrido, « Sombras del autor en la narrativa de Adolfo Couve », Cahiers de LI.RI.CO [En línea], 1 | 2006, Puesto en línea el 29 noviembre 2011, consultado el 03 jun
io 2014.