jueves, 3 de julio de 2014

GESTOS CREPUSCULARES Prólogo a la Primera Edición de “El Picadero” por Martín Cerda


 Le Roman est une Mort; il fait de la vie un destin, du souvenir un acte utile, et de la durée un temps dirigé et significatif. Mais cette transformation ne peut s´accomplir qu’aux yeux de la societé. 

Roland Berthes, Le degré zéro de l’éscriture, p. 59. Editions du Seuil, 1953.



Esta novela de Adolfo Couve está hecha de pequeños gestos cotidianos. Este rasgo no es, sin embargo, un hecho fortuito, sino, más bien, una consecuencia lógica de la más legítima tradición de la novela moderna. Fueron los grandes realistas del siglo XVIII los primeros que, en efecto, dirigieron la mirada hacia los gestos más prosaicos de la vida cotidiana. Lo señaló Diderot cuando, al hacer el elogio de Richardson, destacó la atención que éste había prestado a todas esas petites choses que adiarioocurren al hombre. Lo reiteró poco después Clara Reeve cuando, en The Progress of Romance, describió al género novelístico como una relación corriente de los sucesos cotidianos.

Esta preeminencia de la cotidianeidad implicaba, desde luego, un rechazo de todas las convenciones retóricas que, hasta los inicios del siglo XVIII, habían desviado la mirada novelesca de la dirección que, cien años antes, le había impuesto Cervantes, convirtiendo a la novela en un tissu d’événements chimériques et frivoles, como decía Diderot. Esta “conversión” de la mirada suponía, a su vez, un mundo desacralizado, sin misterio, en el que la providencia de Dios había sido, en rigor, sustituida por una legalidad natural que cada novelista podía, en principio, develar. De ahí que la escritura clásica se propusiera siempre como una transparencia: como un cristal que, al desaparecer, ofrece el espectáculo de su objeto.

Con El Picadero, de Adolfo Couve, la novela chilena se desentiende de ese interminable monólogo interior en que la habían zambullido algunos coetáneos suyos, repitiendo ritualmente a los repetidores criollos de un Joyce mal leído. Couve se abstiene, por una parte, de estas inmersiones en una conciencia pulverizada, pero, al mismo tiempo, se prohíbe, por otra, toda descripción panorámica de la realidad del mundo. Esta doble abstención lo sitúa dentro de una de las orientaciones más significativas de la novela de los últimos cien años: aquella que permite remontarse desde el llamado nouveau roman hasta las obras completas de Gustave Flaubert. Si tuviese, en efecto, que rastrear alguna progenitura a esta novela, no vacilaría en indicar a L’Education sentimentale.

Esta indicación debe, sin embargo, ser precisada.

Hace veinte años, en Le degré zéro de l’écriture, Roland Brthes describió cómo, a raíz de la crisis de la escritura cásica, el escritor dejó de ser un testigo de lo universal para convertirse, a partir de Flaubert, en una conciencia desdichada; cuya primera desventura consiste, justamente, en tener siempre que escoger su lenguaje, asumiendo, de este modo, lo que Barthes llamó entonces l’engagement de sa forme. Desconozco, en verdad, la biblioteca secreta de Adolfo Couve, pero el minucioso trabajo de la forma que se acusa, desde los fragmentos poéticos de Alamiro hasta El picadero, traiciona un provechoso trato flaubertiano. Un largo diálogo entablado, justamente, en torno a los problemas implícitos en toda elección formal. 

Toda filiación arrastra, sin embargo, sus sombras.

En las postrimerías del siglo XIX, Paul Bourget creyó poder despejar en la obsesión de Flaubert por la forma un síntoma de lo que, desde entonces, viene llamándose el nihilismo.(1) Posteriormente en su juvenil Die Theorie des Romans, Georg Lukáks presintió en el romanticismo de la desilusión de L’Éducation sentimentale la amenaza de un pesimismo sin consuelo. Más recientemente todavía, en su admirable Mensonge romantique et vérité romanesque, René Girard intentó probar cómo cada novelista moderno ocupa un momento único de una estructura metafísica, en cuyo reverso está inscrita la proposición de Nietzsche: Dios ha muerto(2).

La escritura fría de El picadero traduce un radical desencanto. El relator de esta novela, en efecto, cambia de voz en más de una oportunidad, pero ninguno de esos cambios altera esencialmente su perspectiva sobre el mundo. El aún recuerdo con que se inicia el relato, recorre glacial e irónicamente los seis capítulos de la novela. El relator no recuerda, sin embargo, una perdida grandeza pasada sino, más bien, se esfuerza por reconstituir la forma de un mundo del que sólo le han llegado algunos trozos de memoria, los restos de un gestuario, las sombras adherida a ciertos objetos. Cada una de las seis figuras de El picadero reordenan diferentemente un mundo crepuscular. Expresan, a través de sus gestos, la íntima filigrana al mundo que sostiene sus acciones, pasiones e ilusiones.

Couve no es, sin embargo, un nostálgico.

La nostalgia es, en efecto, aquel gesto mediante el cual recusamos el mundo presente en función de la plenitud, real o imaginaria, de un mundo perdido. Puede disfrazarse, en el plano de la creación novelesca, de utopía retrospectiva e incluso de novela grotesca, pero siempre traiciona una mirada solidaria con el mundo que se recuerda. No es este el caso de El picadero. Todos sus personajes están, por así decirlo, marcados por una degradación que el autor sólo insinúa mediante la descripción de sus gestos. Blanca Diana de Sousa es, sin duda, la figura más espectral de las seis que atraviesan la escena de la novela. Sus gestos son esencialmente equívocos. De ahí la tristeza íntima que se acusa en cada uno de sus rasgos. Una callada catástrofe pareciera, en realidad, haber borrado a cada uno de los “personajes” de El picadero, dejando, en el espacio, sólo el temblor de algunos de sus recuerdos.

En todo mundo novelesco es posible descubrir siempre la sombra de un mundo real, pero en todo mundo real es factible, asimismo, reencontrar las huellas de la fantasía humana. Las petites choses ( Diderot) que a diario ocurren al hombre están hiladas por sus sueños, temores, tristezas e ilusiones. La vida misma de una sociedad descansa siempre en un suelo de mitos, creencias e ilusiones colectivas. El error tradicional de la sociología de la literatura ha consistido en buscar una transposición consciente de la realidad social en el contenido de la obra literaria. El mismo error está implícito –como lo advertía Roland Barthes- en la restricción de la discusión del problema del realismo al ámbito exclusivo de los temas(3).

Lucien Goldman ha demostrado la radical insuficiencia de toda sociología del contenido, puesto que la relación esencial que media entre la obra literaria y la sociedad está siempre mediatizada, y debe ser buscada, en consecuencia, a nivel de los valores que organizan los comportamientos históricamente significativos de un grupo social.

Sería un error, en consecuencia, descifrar los gestos crepusculares de El picadero como un testimonio sobre el ocaso de una oligarquía, pero, al mismo tiempo, sería una hipocresía no reconocer en sus figuras las sombras de un grupo social que, en mi conocimiento, ningún historiador de Valparaíso ha descrito en sus grandezas y sus miserias. Por una ironía, frecuente en todas partes, es un novelista, como Adolfo Cove, el que al reordenar imaginariamente los fragmentos de un gestuario propone, instaura o insinúa un objeto cuyo espectáculo trasciende, desde luego, las fronteras fascinantes o espantosas del espacio literario.

Una literatura –escribía Georges Duveau- es la expresión de una sociedad, pero una sociedad no sólo expresa sus satisfacciones y sus logros, sino, asimismo, sus necesidades, sueños y esfuerzos. Se puede proceder a la anatomía de una sociedad mediante el examen de sus sueños(4).

Martín Cerda


1 “Lo que Flaubert ha narrado es el nihilismo de las almas parecidas a la suya, igualmente desequilibradas y desproporcionadas. Pero, a través de su destino, entrevió el destino de muchísimas otras existencias contemporáneas”. Paul Bourget, Essais de Psychologie contemporaine, I, p. 148. Plon, Paris, 1924. 




2 Toda la analítica de Girard de la mediación externa retoma, sin conocerla, la profunda intuición del joven Lukáks que “la novela es la epopeya de un mundo sin dioses”. Véase René Girard, Mensonge romantique et vérité romanesque (Grasset, Paris, 1961) y Lucien Goldmann, Pour une sociologie du roman. (Gallimard, Paris, 1964). 


3 Cfr. Roland Barthes, Essais critiques, p. 163. Editions du Seuil, Paris, 1964. 


4 G. Duveau, Sociologie de l’Utopie, p. 189. Presses Universitaires de France, Paris, 1961.

("El picadero". Editorial Universitaria, Santiago, 1974.)

Martín Cerda

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