martes, 22 de julio de 2014

El no-lugar de Adolfo Couve: notas para su rastreo en el canon literario chileno por Loreto Casanueva Reyes






La presencia del ausente es la peor de todas.

Adolfo Couve, El picadero



I



Adolfo Couve fue un escritor y pintor chileno tan alabado como poco leído y objetado.Atendiendo a sus relatos, su estilo narrativo, la resistencia de ellos a calzar en una categoría genérica determinada y la “soledad” de su narrador dentro del panorama literario de su época,incomodaron (y aún incomodan) a la historiografía literaria de corte “archivístico”2. Estaincomodidad trasciende la disciplina, instalándose tanto en la recepción de su obra como en la crítica en torno a ella y, con ello, relegando su producción a márgenes o intersticios del canon literario chileno, “dentro de un claroscuro asfixiante” (Couve, Narrativa completa, “Alamiro” 12). Para Leonidas Morales, Couve ha sido –injustamente– considerado como una “figura impertinente”3 en ese espacio de recepción, Gonzalo Díaz lo califica de “outsider” (10), mientras que Ignacio Valente afirma que “nada semejante a Couve se encuentra en la narrativa de su generación” (s.p.). En esa misma dirección, Adriana Valdés declara que “la inquietante obra de Couve resiste la simplificación de las clasificaciones, hace pedazos algunas certezas y generalizaciones, invita a una reflexión abierta” (“Adolfo Couve” 7). Aceptando esa invitación, el presente trabajo se plantea como una suerte de rastreo del lugar (o no-lugar) de Couve dentro de los discursos historiográfico-literarios y críticos del circuito chileno, para tentar una respuesta del porqué de su presencia (parcial o total) u omisión en ellos. Con ese fin, no solo se recurrirán a parte de esos discursos, sino también a la poética de Couve y a sus propias consideraciones en torno a su obra literaria.

II

Si se quieren tentar respuestas a la problemática planteada, es prácticamente ineludible comenzar a buscarlas por las vías tradicionales: las positivistas nociones de “género” y “generación”, cuyo sustento biográfico-cronológico data de los siglos XV y XVI europeos, y que aún pesa –con algunos matices– en las historiografías literarias de las últimas décadas. Este tipo de historiografía archivística está conformada, según Rodríguez Cascante, por “baúles [que] se llenan y se vacían con rostros determinados por sus fechas de nacimiento” (3). De ahí que esta orientación se alíe con una visión “naturalizante” de la historia literaria, determinada por períodos de nacimiento, crecimiento y declive. Estas nociones entroncan, en algunos casos, con un método selectivo-interpretativo, caracterizado por la valoración crítica de las obras y su interpretación a nivel inter y extra-textual. Los manuales e historias de la literatura chilena se mueven entre esos dos polos, combinándolos a veces. El examen de la obra de Couve se ha hecho mayoritariamente –como veremos– desde una orientación biografista, integrándola forzosamente a una generación que no se ajusta a su medida, mientras que su valoración crítica ha sido más bien somera e ingenua: en muchas ocasiones se le ha tildado de “incomprendido”, al parecer, por mera comodidad de la órbita de recepción de su narrativa. En su fondo –y en su superficie también– la obra couveana contiene muchas piezas que han de comprenderse a partir de los mundos narrativos ambivalentes propuestos en ella, en la medida en que son autónomos y, a la vez, dependientes de referentes provenientes, especialmente, de la esfera de la pintura y la plástica.



III



Adolfo Couve nace en Valparaíso en 1940 y se suicida en Cartagena en 1998. La primera de su docena de obras literarias es Alamiro, publicada en 1965. Se cuenta como anécdota que debido a sus pocas páginas el editor tuvo que agrandar la letra para poder lanzarlo con un volumen considerable y, por lo tanto, rentable. Esta escena se repitió en varias ocasiones durante su trayectoria como escritor. Por ejemplo, en una entrevista sostenida con Couve, Sonia Lira se refiere a la ingrata edición de La comedia del arte:

Después de dos años de escritura, el resultado fue de 40 páginas. ‘Con el tiempo y la experiencia, uno adquiere poder de síntesis’, explica Couve. No pensaron igual en Editorial Planeta, que consideró demasiado breve el manuscrito como para publicarlo. Tampoco estuvieron de acuerdo en lanzar una edición de ‘La comedia del arte’ con otro final, por tratarse de un libro que estaba logrando muy buena crítica. Entonces, el novelista decidió añadir al texto unas ‘notas’ para reunir el número de páginas exigidas y así publicarlo como una novela independiente. (Couve, “No creo” 81).

Pero volvamos a su primera obra publicada, Alamiro: ¿Qué es Alamiro? Es un relato constituido por 34 fragmentos (más uno que lleva por título “Los epílogos”, que opera como el número 35), escritos en prosa pero que, sin embargo, por su carácter sintético y, por qué no, poético, pone en jaque cualquier noción genérica. Además, el único hilo conductor es el recuerdo de una infancia sombría que la voz narrativa (¿Alamiro?) intenta reconstruir mediante especies de instantáneas estampadas en su memoria. Leamos el fragmento 22, elocuente y representativo de estas conclusiones:

Las montañas circundantes se vuelven purpura y lila. La luna luminosa está anclada a merced del viento.

Los perros estiran sus patas y rozan el suelo con sus vientres. Los paltos entonan canciones. Se prenden las luces de los hogares. Danzan las mariposas y polillas alrededor de la ampolleta. Es la noche. Surgirá de las acequias el hombre-perro. No vayas al puente. Alguien dibuja calaveras con tiza en los muros. (Narrativa completa 23).

Alamiro, en la versión incluida en la Narrativa completa, tiene solo 10 páginas. Por su brevedad, según los criterios convencionales, se diría que se trata de un cuento. Sin embargo, al no contar su trama con una progresión clara y estar constituida, como mencioné, de fragmentos que entorpecen, de haberlo, el efecto distintivo del cuento, dicha etiqueta genérica no se ajusta a este relato. Por ser escrituralmente próximo a la poesía4, por el cuidado del narrador en el léxico y por la presencia de un estilo narrativo que oscila entre el directo y el indirecto libre podríamos emparentarlo con la novela, más bien con la nouvelle. Ciertamente, Alamiro podría ser identificado como una obra tardía de la vanguardia chilena debido a su condición genérica: su principio constructivo es el fragmento. No obstante, dadas las estrategias tradicionales de periodización literaria, esta obra de mediados de los años sesenta no se corresponde en absoluto con la data de la primera vanguardia chilena (1914-1935) o de la segunda (1935-1939).5 El mismo Couve se hizo cargo de la discusión en torno al(los) género(s) cultivados por él a lo largo de su trayectoria: “No creo en los géneros literarios, que por lo demás están cambiando. Los géneros limitan la literatura. La novela, por ejemplo, no siempre tiene interés literario.” (Citado en Agosín s.p.). De ahí que tanto en la recepción de la obra couveana como en la propia apreciación que tiene el autor de ella, las taxonomías genéricas pierdan validez, lo cual entorpece la “tipificación” de este narrador bajo los criterios historiográfico-literarios convencionales.

En cuanto a su lugar dentro de las periodizaciones generacionales, Couve es considerado como miembro de la “Generación del 72” (llamada también “Generación del 70” o “Generación emergente”) por Maximino Fernández, cuya vigencia se dio entre 1980 y 1994. Mientras, el sitio web “Memoria Chilena” consigna que Couve forma parte de la “Generación de 1960”.6 Entre los autores que figuran como “compañeros” de su generación, tanto para Fernández como para dicha plataforma virtual, se encuentran Antonio Skármeta, Poli Délano y Mauricio Wacquez. ¿La razón de este “compañerismo”? Simplemente, la proximidad de sus fechas de nacimiento, es decir, un criterio de orden biográfico-cronológico pues, según Fernández, esta generación alberga a los autores chilenos nacidos entre 1935 y 1949.

Los textos de Fernández consultados (ver bibliografía) no solo señalan que la afinidad biográfica posibilita la conjunción de estos autores dentro de esta generación, sino también ciertos elementos tipificadores, de índole temático y estilístico, tales como:

experimentalismo formal, abandono de formas coloquiales, conceptualismo, visión totalizadora, eliminación de barreras arte-literatura, concepción del libro-objeto, denuncia ideológica, regreso del paisaje en cuanto pauta de provocación de emociones, descomposición de clases, abundante presencia de personajes juveniles y espacios urbanos, precariedad de lo cotidiano, amor de pareja y erotismo y literatura como asunto novelesco (Grandes momentos 158).

Lamentablemente, Fernández no explica qué implica cada uno de estos rasgos que, sin duda, dan tanta amplitud al grupo, por lo que al lector le cabe la responsabilidad de inferir y pesquisar en las obras de los autores del 72 la presencia o ausencia de ellos. Si tuviéramos que rastrear cuáles de estos elementos están presentes en la narrativa de Adolfo Couve, hay tres que, a mi parecer, serían ineludibles: la eliminación de barreras arte-literatura, el regreso del paisaje en cuanto pauta de provocación de emociones y la precariedad de lo cotidiano, eso sí, con ciertos matices. En el siguiente fragmento de La Comedia del Arte, en el cual se describe parte del oficio de Camondo, un pintor de veta realista venido a menos, es palpable la presencia de esos tres tópicos seleccionados:

Ya entre las dunas abría su atril, ensartaba el quitasol de lona, preparaba el piso, los colores, la tela y se daba a la difícil tarea de traducir la realidad, introduciéndola en esa superficie plana. No contento con el resultado de su copia, cogía el cuadro y lo oponía al oleaje, comprobando la diferencia que aun persistía entre los colores del original y los suyos. Cuando estén idénticos –se decía– deberían confundirse cielo con cielo y mar con mar, de tal modo que el cuadro desapareciera completamente y en la inmensidad del océano se percibiera un diminuto rectángulo de inmovilidad. Pero eso es pedir demasiado. Por lo que, desalentado, volvía a la San Julián y antes de entrar, miraba con cierta amargura su trabajo y, a veces, arrimándose al borde del rompeolas, arrojaba el mar al mar. (Narrativa completa 366).

Como se lee en este pasaje, la filtración del arte en la literatura, en este caso, de la pintura, se da como parodia al realismo y también como un dispositivo retórico, en la medida en que el narrador, mediante una écfrasis, nos “pinta” con las palabras más adecuadas la escena que él está observando. Bien, y si por el contrario se nos pidiera escoger uno de esos elementos en tanto ajeno a la producción de Couve, yo elegiría la denuncia ideológica, tema si no totalmente ausente en su narrativa, al menos inconfeso. El mismo Fernández sostiene que el marco históricoartístico de la Generación del 72 es la irrupción de un nuevo orden político en Chile, tras el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende a manos del golpe militar del 73, que trajo consigo una serie de transformaciones sociales, culturales y económicas en el país. Estos hechos contienen resonancias de otros de carácter mundial, especialmente, de índole bélica, los cuales hacen que esta época se vea marcada por congestiones sociales de gran envergadura. Si

consideramos la obra literaria de Antonio Skármeta, también miembro de la Generación del 72, a la luz de la Adolfo Couve, se hacen notorias sus diferencias estilísticas y temáticas. Por ejemplo, Skármeta publica en 1980 la novela No pasó nada, en la que se narra la experiencia de un niño cuyos padres viven el exilio, en el marco de la dictadura militar chilena, en Alemania. Al conflicto ideológico que se vierte en esa obra, se suma el hecho de que Skármeta participó activamente en gestiones culturales del gobierno de la Unidad Popular. Sonia Lira afirma en

relación con estas apreciaciones que la narrativa couveana “está lejos –más bien a años luz– de lo que hacen sus compañeros de generación, como Antonio Skármeta” (81). Estas diferencias con Couve se acrecientan si contraponemos a nuestro autor con escritores latinoamericanos de su época, tales como Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez. En su Literatura chilena de fines del siglo XX, Fernández declara, pese a haber incluido a Couve en laGeneración del 72, que este autor está “alejado de grupos” (54). Y claro, un sucinto examen a su obra nos permite concluir esa misma idea: cualquier intento de integrar con fórceps a Couve dentro de esta generación marcada por un panorama literario contestatario es vano. Los criterios archivísticos son insuficientes.

En Couve prácticamente no se asoma ninguna remisión al convulsionado contexto sociopolítico de la región. Parece haber una sola, pues una cierta alusión a disturbios de índole política se cuela en El pasaje. Sin duda, el lector podría asociarlos con la dictadura. No obstante, el evento narrado no influye demasiado en la trama:

En más de una ocasión, vio Rogelio a transeúntes gritando, perseguidos por destacamentos de caballería, lanza en ristre, que hacían resonar el pavimento bajo sus herraduras, o bien microbuses con los vidrios rotos, repletos de heridos, custodiados por carabineros … Los manifestantes, brutalmente reprimidos por la fuerza pública, buscaron refugio en las calles San Martín, Riquelme y Manuel Rodríguez, mezclando sus consignas con el bullicio del tránsito, los disparos y las bombas. (231).

De la utopía socialista, entre cuyos hitos se encontraba la revolución cubana, el mayo francés de 1968 o la ascensión al poder de la Unidad Popular en Chile, no hay pronunciamiento, al menos, en el ámbito literario. Uno de sus alumnos del curso de Pintura que dictaba en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, Guillermo Machuca, recuerda que “la belleza para Couve refería a una relación entre el mundo y el lenguaje de la pintura: la belleza, en ese sentido, la concebía desde la escuela realista” (15). Su filiación con Flaubert (ver Valdés, El síndrome” 21), Balzac y Stendhal lo hace acreedor del rótulo “realista descriptivo”, que choca con las escuelas realistas latinoamericanas de su época.

Machuca evoca la polémica suscitada por Couve en una de esas clases, cuando opuso la escuela realista al “llamado realismo político o […] realismo mágico (que […] aborrecía)” (15).

De ahí que tuviera, como señala otro de sus alumnos, Gonzalo Díaz, “una rara e inorgánica predilección por la energía y falta de compromisos históricos del arte norteamericano –Pollock, Kline y Warhol, sobre todo” (10).

Si extrapolamos estas consideraciones al terreno de la literatura, la desarticulación de suobra frente a los tipos de realismo en boga es patente. En el prólogo de El picadero” señala: “no me importaron las vanguardias locales ni las modas” (citado en de la Fuente 92). Todos estos rasgos de su narrativa le valieron la imposición de diversos calificativos peyorativos y prejuiciosos, que Adriana Valdés, en el prólogo de la Narrativa completa, pretende desterrar de la recepción couveana:

No bastaría repetir una vez más cosas como “premoderno” (un adjetivo que lo descalificó desde unade las tantas vanguardias, y que pecó de hacerle demasiado caso a sus enunciados explícitos). Tampoco bastaría calificarlo como “extemporáneo” y “quijotesco”, ni ubicar su narrativa en el plano de lo “utópico y ucrónico, o anacrónico, casi sin tiempo y espacio”, como rezaron los elogios de un eminente crítico (“Adolfo Couve” 8).

Con eso, se refierie a Ignacio Valente. La objeción que la misma poética de Couve hace contra esas etiquetas que no hacen más que intentar, vanamente, aprehender su obra desde una posición cómoda a priori, y censurar su mutismo frente a la agitación social que circundaba a su producción literaria, se encuentra en esa filiación realista:

La belleza realista concebida por Couve repudiaba de las anécdotas, los contenidos, los principios morales y éticos proferidos por determinado autor; para Couve el realismo suponía una necesaria humildad del artista respecto de asuntos tan sutiles como el hecho de ver o percibir la gratuidad de una mancha, de un reflejo o del gesto inadvertido de una mano o de una figura en el espacio. (Valdés, “Adolfo Couve” 15).

¿Acaso no es genuino que un escritor defienda los derechos del arte por el arte en su escritura? Couve nos respondería de manera persuasiva:

No me interesan las novelas que consisten en andar destapando los techos de las casas para mirar lo que está pasando adentro. Esos son folletines, vida privada, escándalo. Un artista jamás hace eso, porque si yo me pongo a destapar los techos voy a encontrar un público que lee por curiosidad y no por la aventura dellenguaje. (Citado en Schulze s.p.).

No por establecer una querella entre su realismo y el que era contingente en los años 60-70 significa que Couve no estaba interesado en el paisaje humano. Sus obras retratan minuciosamente la miseria humana, la vivencia del desarraigo, la experiencia de la fugacidad del tiempo cotidiano. Estas condiciones siempre encuentran en su escritura un canal de expresión visual. Su precisión narrativa es tan sugerente que este motivo queda al desnudo sin tener que apelar a otro recurso que no sea la imagen. Un ejemplo basta para aproximarse a ese “paisaje”:

Ante su peinador [Margarita Plana] observaba su rostro cruelmente deteriorado [… y] antes que la tristeza de sí misma conmoviera su corazón, introducía los dedos en innumerables potes y cajas de cosméticos, cargaba de negro sus grandes párpados y se cubría con pintura, para así desviar la atención de quienes la rodeaban. (213).

Además, los mundos narrativos de Couve parecen ser autosuficientes, cerrados sobre sí mismos, siguiendo su propia lógica interna: de ahí que el contexto sociopolítico pareciera no tener cabida en ellos. No obstante, estos mundos dependen en cierta medida de referentes emanados de la pintura y la plástica7 –lo cual recorre casi todas sus obras– como, por ejemplo, en El pasaje, donde su protagonista Rogelio es un niño aficionado al arte renacentista:

Esa noche, mientras Rogelio dormía, la luna iluminó como de día su dormitorio, destacando la cantidad de pequeñas láminas que habían quedado desordenadas sobre la mesa. El Moisés, de Miguel Ángel, la Catedral de Florencia, el Perseo, de Cellini, San Marcos de Venecia, y un gran número del Marco Aurelio ecuestre, lámina ésta tan repetida que formaba un verdadero escuadrón. (244).

Es interesante contraponer el mutismo del narrador couveano frente a la situación sociopolítica con la inscripción deliberada del contexto de enunciación de su obra. El narrador, haciendo eco del propio Adolfo Couve, deja consignado en la última página de casi todos sus relatos el sitio y año(s) de producción de ellos: en Alamiro se lee “Santiago, 1960-1965”; en En los desórdenes de junio, “Santiago, 1966-1969”; en El tren de cuerda, “Noviembre 1973 – Mayo 1975”; en El Picadero, “Santiago, 1971-1973”; La lección de pintura, “Santiago, 1978-1979”; La copia de yeso, “Cartagena, 1988”; El cumpleaños del Señor Balande, “Cartagena, 1989-1990”, La comedia del arte, “Cartagena 1992-1995”; y su obra publicada póstumamente, Cuando pienso en mi falta de cabeza, “Cartagena, 1996-1997”. Estas inscripciones no solo permiten la infiltración del autor como ser “de carne y hueso”, sino que hacen explícita la raigambre histórico-topográfica de su enunciación. Pareciera que este gesto busca, precisamente, presumir de la casi total ausencia de referentes sociopolíticos al interior de las tramas, poniéndola en tensión con la data escritural de los relatos. Ese gesto debe leerse desde un código irónico.



IV



Si volvemos a la crítica literaria chilena que ha ponderado su obra, el crítico y teórico literario chileno Hugo Montes dedica un pequeño espacio a Adolfo Couve en su Breve historia de la literatura chilena, en el que se refiere a ciertos datos de su biografía y a tres obras: El tren de cuerda (1976), La lección de pintura (1971) y La comedia del arte (1997). Montes rescata esos relatos en tanto sintetizan la estética y poética couveana, por ser textos “breves, finísimos y ligeramente juguetones en los cuales quedó trasuntado su modo de ser [del autor]” (125). Su
reducida reflexión en torno a la obra de Couve finaliza con la siguiente formulación: “¿Novelista menor? Puede ser. Pero lo seguro es que cuantos lean su obra quedarán alterados estéticamente y admirarán una sensibilidad contagiosa, un pulimento riguroso, casi afiligranado.” (125).

Montes no se detiene mayormente en el adjetivo con el que califica a Couve novelista, pero podemos suponer que con él remite a su sucinta producción literaria, que no caló demasiado hondo en la recepción de su época, pero que lo ha hecho grandemente en la actualidad, conquistando un espacio del que fue marginado, a mi parecer, por lecturas mal hechas y críticas, aunque halagadoras, superficiales8 además de ser poco conocido en el ambiente debido, entre otras razones, a la escasez de ejemplares de sus relatos en los circuitos del mercado editorial. Gabriel Agosín (s.p.) sostiene que Couve es autor “respetado por la crítica, ignorado muchas veces por los lectores. Escritor de culto, nunca de masas.” Mientras que dar con un ejemplar de cualquier relato de Couve en una librería es casi una hazaña, encontrar alguno de Skármeta es algo sencillo. El mismo Couve explica el porqué, paseándose por los requerimientos genéricos de las casas editoras, haciendo gala de su habitual ironía:

Lo que pasa es que en Chile no hay editoriales para una literatura de vanguardia donde, por ejemplo, vayas con tu manuscrito de pocas páginas y te publiquen. Lo que ahora vende en materia literaria es la novela y mientras más páginas mejor ... y mientras más parecida la portada a una caja de chocolates, mejor todavía ...

Bueno, ahora si la tapa tiene formas en relieve es fantástico, ¡éxito total! (“No creo” 81).



V



Dos pistas dadas por el mismo Couve, consignadas en este trabajo, nos permiten aproximarnos a las causas que han provocado que él haya sido relegado a una posición marginal al interior del canon literario chileno: su desajuste genérico (que se proyecta en su desacomodo generacional) y las lecturas vagas de las que ha sido víctima su narrativa. En una entrevista es interpelado por Lira sobre este tema: “–Usted ha tenido una excelente crítica, pero no ha sido un éxito de ventas, ¿le gustaría que lo leyeran más?”, a lo que Couve responde: “–Más que eso, me gustaría que me leyeran bien.” (“No creo” 81). El cometido que recae en el lector de Couve es cardinal: sus obras han de leerse con un criterio amplio, asumiendo la presencia constante de la parodia y la ironía como dispositivos retóricos y, sobre todo, el buceo gratuito del narrador por los recovecos del lenguaje –tanto literario como pictórico y sus intencionales silencios. Son los rasgos estilísticos y temáticos de su obra, mal comprendidos por ciertos lectores y editores apegados demasiado a la contingencia política y comercial, cuyas apreciaciones cargan con el lastre de la historiografía literaria archivística, positivista y homogeneizadora las causales del claroscuro en el que se ha sumido al creador Adolfo Couve: su estilo y temáticas desbordan los parámetros con los que se ha leído desde los albores de su ejercicio mucho más luminoso su figura. Una solución a esa marginación que lo ha arrinconado en el baúl de la historiografía literaria –para rescatar la metáfora de Rodríguez Cascante– es la que proporciona este mismo teórico:

El estudio historiográfico debería abandonar la verticalidad de las sucesiones generacionales como principio, así podría dar cuenta de las relaciones textuales que atraviesan los períodos históricos y problematizaría una visión de la escritura como producción de sentidos que puede tender puentes, realizar retrocesos históricos y modificarse en dimensiones diacrónicas de volumen. (8).

En este mismo sentido, y a modo de conclusión y de proyección, el concepto de “formación discursiva”, formulado por Michel Foucault en La arqueología del saber, y rescatado por Fernández en su texto, sería útil para delimitar las reales afinidades de Couve con otros escritores y extraerlo de la incómoda y confusa posición en que se halla al contemplarse como miembro de la Generación del 72. Para ello, sería importante estudiar a Couve como pieza fundamental de una formación discursiva que no ha sido definida, pero que tiene como base ciertos elementos o “regularidades” que me procedo a proponer: 1) un discurso realista que, a ratos, se asume desde la parodia, subvirtiéndola a veces, poniendo siempre en tensión los referentes extratextuales; 2) narrativas que establecen una relación fructífera en términos estilísticos y temáticos con el arte; 3) recepción “de culto”, no masiva, especialmente, en su época de producción. Así, y a priori, podríamos emparentar a Couve, en el marco de esa misma formación discursiva aún no delimitada, pero ya conjeturada, con dos escritores chilenos de diversas épocas (una de las ventajas del concepto “formación discursiva” es que acoge diversos vectores espaciales y temporales): Juan Emar (1893-1864) y Mauricio Wacquez (1939-2000). Esperamos poder establecer los rasgos distintivos de esta eventual formación discursiva en un próximo trabajo. Por ahora, es relevante insistir en la importancia de las claves que Adolfo Couve entrega para leer su producción literaria y los géneros cultivados, apartado de las tendencias de los autores de su época, y en la necesidad de reconsiderar su figura más allá de la mera superficie dentro de los discursos historiográficos-literarios chilenos.





Notas

1 Declaro desde ya que muchas de las reflexiones que se presentan en este trabajo son tributarias de las discusiones sostenidas por los integrantes del curso dictado por el profesor Leonidas Morales, “La narrativa de Adolfo Couve”,

2 Adjetivo que Francisco Rodríguez Cascante propone para esta disciplina en su vertiente más tradicional.

3 Frase que cito de la sesión del 29 de junio de 2011 del curso dictado por este profesor, “La narrativa de Adolfo Couve”.

4 Maximino Fernández Fraile opina que Alamiro es un poemario (ver Literatura chilena 54).

5 Fechas aproximadas.

6 Ver: <http://www.memoriachilena.cl/temas/index.asp?id_ut=adolfocouve(1940-1998)>.

7 De más está decir que esta filtración enciclopédica no hace que esos mundos narrativos sean menos ficticios.

8 Hay una crítica expuesta por Fernández que sorprende por su limitado alcance: “gran escritor y modesto como todos los grandes” (Literatura chilena 54).



Bibliografía



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De la Fuente, José Alberto. “Identidad y realismo en la narrativa de Adolfo Couve”. Literatura y Lingüística 13 (2001-2002): 89-103.

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Machuca, Guillermo. “La belleza es poca cosa”. Escritos sobre Arte. Por Adolfo Couve (ed. Paz Balmaceda). S antiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2005. 13-17.

Montes, Hugo. Breve historia de la literatura chilena. Santiago: Zig-Zag, 2009.

Montes, Hugo. “La última novela de Adolfo Couve”. La Tercera 17 de febrero de 1980: 20.

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Schulze, Valentina. “El Realismo y ‘El Arte por el Arte’ en la estética de Adolfo Couve”. <http://www.visualartchile.cl/espanol/invitados/18_schulze_1.html> (9 de octubre de 2012).

Valdés, Adriana. “Adolfo Couve, narrador de lo inquietante”. Narrativa completa. Por Adolfo Couve. Santiago: Seix Barral, 2003. 7-14.

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<http://www.letras.s5.com/couve23.htm> (9 de octubre de 2012).

Universidad de Chile

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