sábado, 12 de julio de 2014

ADOLFO COUVE por Waldemar Sommer





Quien en junio de 1985 enfrente por primera vez un conjunto de pinturas de Adolfo Couve tendrá derecho a hacerse más de alguna pregunta ¿se trata de una posición alcanzable lo que se busca con estas telas de tamaño pequeño? Resulta legítimo insistir hoy en día con proporciones impresionistas en el mismo formato de Bonnard, en traer como modelo el siglo XIX francés, en proclamar su adhesión a nuestro Pablo Burchard.

¿Dónde se encuentra aquí el reflejo del cambiante mundo contemporáneo? Los cuestionamientos estéticos de este final de centuria no han dejado huella alguna en un expositor de 45 años. Para tratar de responder tales interrogantes no queda más que un recurso, abstenerse y mirar la muestra, tantos cuadros que nos ofrece la nueva Galería de General Holley.


Son paisajes, bodegones muy simples, figuras en interiores y de aire libre.
Tenemos pues cielos nubosos, rostros escurridizos, el amanecer azul, el paso de la atmósfera sobre el balneario a mediodía, casas que se encumbran bajo una suave bruma, arena, mar y una gaviota, el plátano que encima del mesón quisiera anunciarnos al de un cadáver en real pudridero.

Respecto a atributos comencemos por decir que dentro del peculiar lenguaje que materializa estas obras no hay de artificios, de manera o receta como suele ocurrir con estos cultores realistas -que sólo acuden al pasado- o hiperrealista del medio nacional. Couve por el contrario opera con toda naturalidad como si no hubiera otra forma de expresarse para él, la sensualidad del trazo ancho diluido y de la sencillez y refinamiento del manchado cromático, las soluciones luminosas admirables constituyen el intermediario preciso de visiones suyas que nos transmiten sensaciones experimentadas durante el ayer de un rápido instante. Su argumento se levanta así al momento evocado y no pretenden contarnos nada más, y a esa evocación con el regulado mismo que la inflama le basta.

Sin embargo, de que modo parece controlar el autor la fuerte carga emocional del propio temperamento. Hasta la más menuda mancha dentro del sólido vigor estructural se halla sujeta. De ese modo se mantiene a raya un elemento esencial que caracteriza y otorga especial actualidad a esas sombras de violencia, la reprimida violencia emocional que late desde muy adentro de cada lienzo, la violencia harto más evidente que se manifiesta a través de la posición estilística asumida por el artista. Es decir su insistencia después de doce años en desafiar igual que antes las más habituales de su época. La violencia por último de la soledad que impregna con la dosis justa de melancolía, sus lugares geográficos -la playa, la mesa-, los cuales además nunca se apartan del ámbito más cotidiano.

(El Mercurio, 1985)


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