domingo, 6 de julio de 2014

Bellezas Imperfectas por Damián Huergo




Escritor y pintor chileno, Adolfo Couve encarnó la tensión entre un concepto vanguardista de la literatura y un espíritu decadente y romántico que lo llevaba a inclinarse por una actitud conservadora. Y, sin embargo, ese conflicto palpable en sus Obras completas, que ahora se publican y ya pueden conseguirse en Argentina, mantiene el foco sobre un raro que no quería ser olvidado.


El pintor y escritor chileno Adolfo Couve (1940) habitó una época en donde levantar el teléfono a la medianoche era una práctica habitual entre escritores y artistas. Del otro lado de la línea –siempre– había una voz, pero sobre todo una escucha. Durante horas Couve traducía en palabras el peso que le significaba vivir, se reía de esa angustia, la sufría, se divertía parodiándola. Luego o antes de la catarsis –según la ocasión– leía páginas enteras de lo que estuviese escribiendo. La mayoría de esos “relatos extraordinarios” –cuenta la periodista y amiga Claudia Donoso– no tardaban en ser destruidos o quemados. Pocos llegaban a circular impresos en papel. En la búsqueda incesante de la perfección todo le parecía insuficiente. Corregir, corregir, corregir, era su lema. Y su goce.

Sin embargo, pese a la vara altísima con la que se medía, se las rebuscó para publicar en vida nueve novelas breves, decenas de críticas sobre arte, y dejar inédito como réquiem –previo a su suicidio en 1998– la maravillosa nouvelle Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia). La editorial chilena Tajamar acaba de reunir la obra escrita de Couve, incluyendo textos dispersos aparecidos en catálogos de muestras, prólogos y conferencias. Por primera vez, la totalidad de su trabajo circulará por las librerías argentinas, en una prolija edición de tapas duras que homenajea –en clave fetichista– la obsesión del autor por la presentación, el estilo y los contenidos.

La cercanía a la perfección o el trabajo bien logrado y celebrado hasta la adulación tampoco es un lugar cómodo para el artista inquieto. Desde su adolescencia, Couve transitó por todas las escalas de la formación como pintor, incluyendo la ruptura inicial con los deseos de su padre, becas en París, exposiciones en Nueva York y cátedras a su nombre en la Universidad de Chile. Como esos chicos que tras resolver un rompecabezas complejo se hunden en el aburrimiento, cuando Couve logró dominar la técnica, manipular los códigos del campo artístico y multiplicar discípulos, decidió dejar la pintura. Desde principios de los setenta se dedicó por completo a escribir, donde se consideraba un aprendiz, donde tenía todo para hacer.

Su primer libro, Alamiro (1965), funcionó como una especie de puente entre pintura y escritura. Compuesto por textos brevísimos, por postales híbridas que cruzan la poesía y la prosa llana, dan forma a un juego de luz y contraluz sofisticado a través del lenguaje (“La iglesia es de color rosa. Afuera está la luz. Dentro un claroscuro asfixiante”). Couve, en Alamiro, crea una poética de lo ordinario, una representación de lo singular, de lo real, donde narra con la voz de un adulto-niño los recuerdos de su infancia. El mismo efecto plástico de claroscuros se observa en el dibujo que hace su escritura en la hoja, en donde predominan los espacios en blancos, los silencios textuales, que –leídos en retrospectiva– marcan la procedencia del estilo de escritores chilenos actuales como Alejandro Zambra o Diego Zuñiga.

En el plano estético, la perfección para Couve sólo puede encontrarse en bellezas imperfectas. Como bien señala Pedro Gandolfo en el prólogo, “uno de los rasgos más visibles de los relatos es su inclinación por el abandono, la corrupción y la decadencia como un elemento inseparable de la belleza”. Tanto en El tren de cuerda o en El parque, los protagonistas soterrados, los que marcan el tono de la historia, son los escenarios: quintas aristocráticas venidas a menos, con malezas indomables que avanzan sobre las construcciones humanas, creando una metamorfosis del espacio, un plusvalor aportado por el paso del tiempo. Algo similar sucede en Balneario, en donde ficcionaliza a Cartagena (sitio de su última residencia), esa “playa sucia, abandonada todos los inviernos”. La presencia del olvido, el descuido, el deterioro, destila en Couve un decadentismo con ínfulas románticas. El tiempo, lo que destruye a su paso, le aporta intensidad a los objetos, les da un nuevo orden, una transformación empujada por una simbiosis de fuerzas naturales y sociales. Couve se jactaba de adherir a la escuela realista, sin importarle las exigencias de vanguardias locales ni de ser tildado de anacrónico. Sin embargo, al igual que los sinónimos, el realismo a secas, homogéneo, no existe. Hay uno, dos, mil realismos en la historia de la literatura y también, en cierto modo, en la obra prolífica de un autor. Por ejemplo, en El picadero Couve ensaya un realismo onírico, centrado en la ilusión de una mujer que proyecta su maternidad suspendida –y erotizada– en su profesor de equitación: un chico que tiene la misma edad que tenía su hijo al morir tras haber sido arrastrado por un caballo.

La aparición de chicos en la obra de Couve es repetitiva, dando la impresión de que –al igual que Truffaut– estuviera continuando la saga de uno solo y único. Como si fuesen esquirlas de la bomba que estalló dentro del pequeño Adolfo de niño, la mayoría son bautizados con la letra A: Alamiro, Augusto, Angelino, Anselmo. Sin embargo, la suma de acontecimientos que atraviesan estos chicos dan forma a una especie de anti-Antoine Doinel. Sus conflictos no son empujados por el hambre o la orfandad de la calle. Por el contrario, como sucede en la literatura de Silvina Ocampo, son chicos hiperinstitucionalizados mediante colegios pupilos, internados, misas, maestros de artes, que al naturalizar los privilegios de clase muestran las rajaduras de las sociedades aristocráticas del siglo pasado.

Es en vano trazar paralelos entre su trabajo como pintor y como escritor. En cambio, sí es interesante subrayar el lugar que Couve le da al artista en su literatura. En La lección de pintura o en La comedia del arte, con un registro satírico pinta al artista desde su fatal patetismo. A pesar de tener una concepción romántico-conservadora, Couve retrata con delicadeza la sensación ambivalente que pesa sobre la vida del artista: la sombra de no crear obras que estén a la altura de su destinación. O, en otras palabras, cuando una visión celestial del arte da de lleno contra el suelo de la realidad.

A Couve lo torturaba imaginarse olvidado luego de su muerte o –como sucedió en los últimos años– que su figura crezca por su vida privada más que por su obra artística y literaria. La reciente edición de Obras completas es su última llamada telefónica. Un grito fantasmal, desesperado, hecho desde la habitación vacía de una casa que empieza a derrumbarse. Queda en nosotros, los lectores, la decisión de acercar la oreja antes de que el olvido prenda fuego a sus papeles y desparrame las cenizas.


Página 12, suplemento Radar Libros, domingo 6 de julio de 2014



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