miércoles, 18 de junio de 2014

"SOBRE LA CUERDA FLOJA (un itinerario)" Prólogo a "La comedia del arte" por Claudia Donoso



               


SI POR EXCÉNTRICO se entiende a aquel que vive lejos del centro, en la barriada, entonces Adolfo Couve se recorta como tal en el mapa cultural chileno. No sólo porque se acogió al exilio interior y escogió un balneario de provincia que no figura entre los que están de moda para vivir, sino porque además y desde que empezó a publicar a fines de los 60, su literatura marcó una completa diferencia respecto de sus pares de generación.

Como señaló el crítico Martín Cerda “Con El picadero (1974), la novela chilena se desentiende de ese interminable monólogo interior en que la habían precipitado algunos coetáneos suyos, emulando ritualmente a los repetidores criollos de un Joyce mal leído.”.

Perteneciente a la generación post-boom latinoamericano, Couve tampoco adhirió a esa filiación vanguardista y, por el contrario, desarrolló una escritura ajena a modas y tendencias afincada en la tradición de la novela realista francesa del siglo XIX y especialmente en Gustave Flaubert.

Sus relatos, siempre acogidos a un formato breve, son concentrados y precisos engranajes mediante los cuales pone en movimiento personajes y mundos sumidos en atmósferas de fugacidad y melancolía.

Tras el artificio de una descripción que se atiene a una supuesta “objetividad”, el narrador da cuenta de la callada catástrofe envuelta en lo cotidiano. Mientras los personajes cursan los deslucidos lugares comunes propios de toda existencia, las casas, los objetos y los personajes recogen como imanes toda la subjetividad, a la vez que anuncian la perturbación y la extrañeza.

El picadero (1974), El tren de cuerda (1976), La lección de pintura (1979), y El pasaje (1989) forman la tetralogía de Couve. Son cuatro infancias: la primera en tanto íntima epopeya en torno al origen, la segunda como instantánea bajo el sol de la provincia, la tercera al modo de un dibujo neoclásico y la cuarta como opresivo recuerdo de unos tacos femeninos –los de la madre que regresa, tarde en la noche- sobre el asfalto.

Como si hubiese terminado una pesada tarea, el escritor sufrió una larga crisis después de emitir la última de estas narraciones. En el marco de una fantasía formal donde, como sostenía Flaubert, “los sinónimos no existen”, y tras haber nominado las cuitas pendientes con su memoria de la niñez, el autor llegó a un callejón sin salida. Es probable que otro gallo le hubiese cantado si en vez de buscar –como él dice- la dificultad en la literatura se hubiera contentado con administrar el talento que le sobra como pintor. Artista por partida doble, prefirió arriesgar su expresión en el territorio de la delgada palabra y apostó a ella lo que tenía. “Como vivo en medio de una total precariedad en materia de creencias, necesitaba agarrarme de algo. Eso lo encontré en la literatura y especialmente en la descripción realista porque ahí se acaba el “yo” y como yo no me quiero mucho, si dejo de ser yo, empiezo a poder estar vivo. Si escribo creo una realidad paralela en cuyo estricto código me puedo sostener. Es una alegría muy grande cuando sientes que vas armando un organismo fuera de ti y eso da una seguridad tremenda –aunque sea por algún tiempo- que a mí no me da ninguna otra cosa. Mi vida ha sido esta inseguridad-segura. Pero con El pasaje fue tal la introspección, tanto me desgasté, que más que una novela lo que hice fue un objeto y eso significó llevar las cosas demasiado lejos. Me acostumbré a vivir en la casa de ese pasaje donde transcurre la novela y olvidé cómo salir. Cuando la terminé, el texto me expulsó y quedé en una tierra de nadie”.

Entonces se refugió en la pintura y no volvió a publicar hasta fines de los 80. Lo hizo primero con La copia de yeso –novela que emplea el recurso epistolar- y luego con El cumpleaños del señor Balande, narración esta última de exiguas cuarenta páginas. A partir de entonces empezó para Couve una nueva indagación en el lenguaje que hoy arroja, con La comedia del arte, su emancipación respecto del formato realista y después de Balneario (1993) representa una etapa inédita en su escritura. 

En el prólogo a El cumpleaños…Adriana Valdés apunta con agudeza que la miniaturización formal elegida por Couve es “un recurso de caricatura, carnavalesco” respecto de la novela burguesa como género canónico, “una forma también de poder echársela al bolsillo”. Pero para eso, advierte la prologuista, “el miniaturista debe dominar el oficio hasta sus más mínimos detalles (…). Poner dos frases, una al lado de la otra, es aquí un procedimiento tan cargado como la poesía, o como las imágenes en secuencia de una buena película”.

Dicho sea de paso: al leer las novelas de Couve un “ve” todo. Tema, argumento y personajes se acoplan en escenas que se montan, unas sobre otras, como “tomas” perfectamente engarzadas. Aún no se ha hecho un filme, por ejemplo con La lección de pintura, pero sería quién sabe si una buena manera de soslayar la compulsión que afecta a la cinematografía nacional por coser con respuestas generales la tarea de resolver el falso dilema de la identidad nacional que, como decía Borges, “es una fatalidad o una máscara”.

La seducción de su propuesta estética es más sutil y por cierto nada tiene que ver las lágrimas que lloran los cocodrilos del realismo mágico de masiva venta en el mercado metropolitano de lo exótico.

Con el foco apuntando hacia una intimidad irreductible, Couve aborda en sus escritos un problema estético donde entre otras cosas se evocan particulares ecos de un mestizaje cultural cuyos movimientos se registran sobre todo en el lenguaje. Por eso Couve ha soñado con devolver a París, desde Latinoamérica y a partir de un tiempo y un espacio diferidos, la impronta literaria del realismo decimonónico francés.

Pero muy suyo es también el no haber abordado el avión al que recientemente casi se subió con el fin de llevar a cabo su empresa: “Estuve a punto de caer en la tentación de la maleta. Me podría haber comprado una pequeña pieza en París, pero una vez me arranqué a Cartagena y Hacerlo de nuevo hubiera sido rejuvenecer de mentira. Habría perdido mi lugar y lo habría mirado en menos. ¿A qué puedo ir yo a París? ¿A triunfar? Ya no triunfé, pero es bonito no haber triunfado y me estoy enamorando de eso también. Tengo un perro y un loro. ¿Qué hago con ellos? Y les debo harto porque no son literatura. Es un problema grande. Estoy enredado con el loro. El loro me quiere y dice mi nombre. Entonces yo no podría ser feliz en París sabiendo que el loro va a estar diciéndole “Adolfo” a alguien aquí en Chile. Porque el loro me ha acompañado diez años y no lo puedo hacer leso”.

Couve vive en Cartagena desde hace diez años en una casa que se le asemeja y que mira sobre el mar. Al sentarse entre el desorden de heliotropos, lantanas y suculentas se escucha al loro que lo llama. Ese loro es todos los loros, el de Tabatinga, el de Robinson Crusoe, el de Felicité; el ave parlante que acompaña a los náufragos y que Edgar Allan Poe suplantó por la solemnidad de un cuervo que, con la certidumbre de un oráculo y la precisión de un reloj, contesta a todas las preguntas con un “Never more”.

Con La comedia del arte lo que hace el escritor es cobrarse una libertad merecida tras haber hecho una rigurosa tarea literaria durante tres décadas. Como en otras de sus obras, también aquí está presente la pregunta sobre la verdad en el arte. Pero en esta ocasión el “tema universal” es superado por el mito y la parodia y los personajes ceden para dar paso a los arquetipos. Como en una ópera de Mozart, la farándula cartagenina se despliega como telón de fondo para el drama o la comedia protagonizada por Camondo, el patético pintor realista, Marieta, su modelo y musa que aprovecha los momentos de pose para desgranar porotos en su casco de Afrodita, Sandro, el joven artista dotado por los dioses con todos los atributos que le faltan a Camondo, un fotógrafo de playa, el coro de viejas de una residencial, un performer que dibuja efímeros Patos Donalds sobre la arena, los artistas del hambre que trabajan en una tirillenta carpa de San Antonio y la mujer barbuda encargada de ejecutar la implacable sentencia de los dioses del Olimpo.

Novela contra la capital y sobre la provincia farandulesca, La comedia del arte es una rara pieza literaria mediante la cual el escritor como funámbulo efectúa, sin red protectora, una prueba radical sobre la cuerda floja. “Yo creo que el miedo a la muerte se le quita a alguien que trabajó en algo muy difícil. Me interesa ir del intento a la solución aunque sea fallida, merodear y merodear en torno a lo que quisiera hacer. A la perfección no se llega nunca porque como decía un amigo mío: nadie escribe bien”.



Claudia Donoso

Santiago, julio, 1995.



(“La comedia del arte”, Adolfo Couve, Ed Planeta Biblioteca del sur, setiembre 1995, Santiago, Chile)

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