sábado, 12 de julio de 2014

La mancha de barro por Waldemar Sommer

Waldemar Sommer


No sólo en tiempos lejanos del impresionismo afectó la ceguera a críticos y teóricos influyentes. Dentro del ámbito nacional, más de alguna historia chilena de las artes visuales ignoró a Adolfo Couve. Romera, en cambio, fue su descubridor. Frente a la actual retrospectiva de Couve en el Museo Nacional de Bellas Artes, cabe preguntarse ahora: ¿sentirán algún remordimiento aquellos historiadores? Es que los 58 óleos y siete dibujos sin color que testimonian al malogrado pintor, expuestos con montaje adecuado en el segundo piso del museo, hablan por sí solos.

Desde luego, abundan los cuadros no mostrados antes. De partida, debe reconocerse que el autor (1940-1998) era, a los 20 años de edad, un pintor hecho y derecho. Además, notable y personal. Bastan las seis naturalezas muertas de 1960 para probarlo. Más allá de cualquier impronta académica, destaca en ellas la fortaleza de la composición y del trazo, el dramatismo de los colores rebajados, la soltura en el manejo de recursos abstractos para visiones de esencia realista. Recogen, acaso, algún eco del francés De Staël. La tela protagonizada por una llave de agua, como su personaje más destacado, resulta bellísima. Por el contrario, la de mayor formato, con la ferocidad cortante de sus tiestos protagónicos tiende a agredir al espectador. Este trabajo temprano manifiesta, con cierta crudeza, aquella violencia reprimida que hicimos notar, a mediados de 1985, en estas mismas columnas. Y ese oculto ímpetu destructivo late, en mayor o menor grado, a lo largo de la obra entera del artista.

El período siguiente, entre 1965 y 1967, aporta lienzos hermosos. Aprovechan las influencias benéficas de nuestro gran compatriota Pablo Burchard, otra constante a lo largo de su producción. Pero ese modelo, en manos de Couve, adquiere una fuerte carga psicológica y un lirismo mucho más austero. Los temas mínimos y cotidianos, el intimismo característico, las figuras que se reconocen con cierta dificultad y que se diluyen dentro del entorno vaporoso, el rol protagónico de las sombras, la sutileza del claroscuro ya se hacen presentes en plenitud. Tenemos, de entonces, paisajes, retratos y dos naturalezas muertas. Tres asuntos que se mantendrán, exclusivos, durante toda su labor pictórica. Del tercero de esos temas, uno se abre a una amplia ventana y ostenta, a través del trío de objetos que lo componen, blancos espectrales. "Copa de huevo", el segundo, entrega una forma visceral y casi no figurativa.

De igual época, "Martita" incluye un pequeño trazo rojo en su extremo derecho, capaz de operar al modo de Vermeer. El mismo e importante detalle colorado, si bien menos sutil por su ubicación central, animaba una de las naturalezas muertas de 1960. Pero los rasgos más típicos del autor son recogidos por los panoramas de playa. Dos ofrecen luces de día nublado. Si en uno la sombra profunda está al borde de anular al personaje humano; en otro, fuera del arenal y del mar, no sabríamos indentificar bien otros actores.

No obstante, la realidad traducida como la más audaz anulación de lo convencional, la figura llevada a los confines de lo reconocible, la glorificación del detalle hasta entonces insignificante hallan en una tela extraordinaria su materialización pictórica. Nos referimos a "La mancha de barro", de 1965-1966. Este estigma sobre la integridad del terreno natural se emparenta con la sombra, a veces aniquiladora, que suele invadir ciertas telas de Couve. Su inquietante concurrencia protagónica se convierte en una especie de estallido violento, como escapado sin querer desde lo más hondo de la sensibilidad del pintor. Por otro lado contribuyen, también, a la individualidad peculiar de este cuadro el efecto de fragilidad material del óleo que logra el autor, su aspecto de pasta lavada y de color que aparenta apenas tocar el lienzo.

Los años 70 corresponden a silencio plástico. De tal época cuelga nada más que "Joven leyendo", quieto, optimista, en rojos y verdes. ánimo semejante invade 1984. Nos proporciona, en colores claros, luminosas visiones playeras y la rica composición, con exterior e interior, de "Hombre en el balcón". Fértil resulta, sin duda, esta década de los 80. Probablemente la vuelta universal a la pintura de caballete de aquel tiempo estimulara la vena plástica del recordado escritor.

Eso sí, los retratos se vuelven más frecuentes. El ejemplo del realismo francés del siglo XIX y la sombra de Cézanne se hacen sentir aquí. Están "Hombre recostado", "Dos figuras frente al mar" y los muy personales varones vistos de espaldas: el autorretrato de 1986 y la poderosa "Figura de perfil". Asimismo, el artista se representa a sí mismo pintando y "frente al espejo del ropero", otras dos realizaciones estupendas. Tampoco faltan las naturalezas muertas. Como obra postrera del artista se nos entrega el intimista "Murdoch", retrato de su perro, de 1994.



en El Mercurio
8 de septiembre de 2002

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