viernes, 6 de junio de 2014

CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA (La segunda comedia) Tercera Parte


Odilon Redon "Beatrice" (1885)


 POR EL CAMINO DE SANTIAGO





EL DEMONIO HILA FINO



Iba rumbo a Cuncumén.

¿A quién no se le ha presentado un compañero cuando transita un largo camino solitario? Fue mi caso. Cerca de Sepultura, en la cuesta de Los Tordos, un hombre de edad incierta, piel tostada, cabellos igualmente oscuros, barba hirsuta, apuntando en ella el destello de las primeras canas, me interceptó el paso. Vestía un terno virado, también negro, zapatos que evidentemente no andaban con su número; me habló de sus hermanos, con quienes vivía, dijo llamarse Albrecht, sólo Albrecht, evitó el nombre de pila. Un vaho a alcohol emergía de sus palabras. Como advirtiera que yo notaba ese detalle, se justificó argumentando que venía de un bautizo, que la fiesta había durado la noche entera.

Su ocupación consistía en buscar muebles antiguos en las casas de campo, los balnearios viejos, las iglesias rurales, cualquier sitio donde el tiempo se hubiese detenido. Nada inquirió sobre mi pasado, y yo, para impedirlo, indagué. todo lo que se me antojó, sobre su oficio. En medio de estos interrogatorios, me habló de un aparador con cubierta de mármol, una mesa frailera, la piña central, otra de correderas, los tableros adicionales, una de alas, dos sillas enjuncadas, un mueble chino, y siguió enumerando la lista completa de hallazgos que yo escuchaba con deleite, como un poema.

De pronto, luego de un velador Imperio y coronaciones, se refirió a una cabeza de cera de factura impecable, una verdadera obra de arte.

Creí desfallecer, sentí que se reducían mis piernas, que el camino se volvía pantanoso, me tomé de un brazo, me transpiraba la frente a borbotones.

-¿Una cabeza de cera? - le dije.

-La adquirí en una botillería de Barrancas, estaba rebanada en el cuello, el pelo natural, los ojos de vidrio, mas vivaces que los suyos - al mirarme presentí le turbaba el parecido, pero se sobrepuso y continuó su historia-. La envolví en unos pañales, la metí en una bolsa, me la llevé y la vendí al cura de Cuncumén, quien, al verla, la adquirió pensando que con ella podía armar un santo e introducir entre sus ropas una reliquia de tiempos inmemoriales que no había encontrado su lugar apropiado en el templo.

Reunió el cura a un grupo de mujeres, beatas todas, encargadas del altar, del cambio del agua de los floreros y el remiendo de los ornamentos sagrados; entre todos acordaron confeccionar el muñeco, un San Tarcisio, abrir un espacio bajo el altar mayor y allí reclinar tras un vidrio, en un cojín de felpa, al santo, o sea, la cabeza de cera vestida. Tuvieron problemas con las manos, pero una de las feligresas, la encargada del armonio, les sugirió enguantar unas de madera que andaban sueltas por la sacristía. Hicieron un traje de mártir romano; como la cabeza les pareció un tanto adulta, le rebajaron un poco las mejillas, dulcificaron la expresión de la boca, cubrieron las arrugas de la frente, afilaron la nariz, todas estas reducciones efectuadas con sumo tino. De ello se encargó el sacristán, viejo amigo mío, que fabrica las velas sumergiendo cordeles en cera hirviendo. Una vez que estuvo con su traje rojo, toga viril de mangas acuchilladas, la cota de malla y las sandalias, le abrieron el costado y allí dentro cosieron la astilla del fémur, traída directamente desde Roma en tiempos de Benedicto XV. Ciñeron sobre la frente una corona de laurel, también de cera, tan perfecta la imitación de las hojas, tan igual el color, que parecía real.

El mantel del altar, que antes llegaba hasta las mismas gradas, lo acortaron para dejar a la vista el santo tras la vitrina, y como la misa ahora no se oficia como antes, nada perturba su exhibición; además, dentro de ese nicho han conectado una ampolleta eléctrica para realzar sobremanera el efecto del cuadro plástico.

i Mi cabeza, mi cabeza!

Me cubrí 1los ojos, no quería oír más sobre el asunto, pensé suspender el viaje, ¿quién lo diría? Vendida, transportada, como la de Holofernes, la del Bautista, la de Medusa, la de Dioniso, Sorel, Dantón, Capeto y tantas otras; al abrirlos, mi sorpresa fue todavía mayor, el comerciante en objetos antiguos no estaba en ninguna parte, se había hecho humo, me pareció increíble. Acudí a un bosquecillo que corre paralelo al camino, nada: el hombre había desaparecido. No soplaba una brisa y, sin embargo, un arbusto comenzó a agitarse como si lo remecieran. Temblé, paralogizado, lívido, vi de pronto una rama que colgaba sobre el sendero, incendiarse sola, una llamarada que hizo crepitar las hojas y el gancho, como si un rayo le hubiese caído encima.

Sobreponiéndome, eche a correr, sin mirar atrás, jadeante, llegué hasta donde el camino se bifurca, lugar desde el que se percibe el valle.

Un toro negro, salido de no sé qué escondrijo, me cerró el paso. Me santigüé, el animal se desinfló cual si se tratara de un globo, cogí un par de ramas, las até en forma de cruz y, con ella en alto, continué el viaje.

A mis espaldas sentía la voz del comerciante que no cesaba de susurrarme incoherencias, suciedades, sandeces, la lengua tan revuelta que expulsaba todos esos horrores a medidas. No me atrevía a volverme, sólo pensaba en llegar al bajo. Cuando divise las primeras casas de Cuncumén, se me puso por delante, las cuencas vacías, la boca verde, pútrida, las manos al revés y feas, le acerqué la cruz, arriscó los labios en un gesto de repulsión indescriptible, se volvió una rata grande y sarnosa. Me estiro un boleto, como no lo cogiera, lo dejó caer al suelo. De nuevo se esfumó, mi intención fue pasar de largo sin mirar ese papel que me atraía como una proposición deshonesta; al fijar los ojos en él, mi mano soltó el crucifijo y en su reemplazo tuve esa entrada. No supe más, perdí el conocimiento, el control, una fuerza violenta me llevó con una velocidad inaudita hasta depositarme bajo la marquesina de nuestro primer coliseo.

El gentío me empujo, me vi vestido como jamás en mi vida, hasta descubrí en mi diestra unos anteojos recubiertos de concheperla. El acomodador me abrió un palco de cueva.

Dentro, ese espacio bullicioso y perfumado me tranquilizó; las luces a medio encender mostraban difusos los bandejones repletos de público que cargaba una docena de ángeles dorados sobre el doblez de sus alas.

Todo fue muy repentino, tras el último timbre se oscureció esa inmensa herradura. Sólo permanecieron encendidos los ventanucos de los palcos como una fila de Polifemos atentos. El interés se centró en la obertura. La reconocí de inmediato, me era familiar, tanto, que alcé la voz para repetir, intentando dejar el lugar: ¡el Fausto, de Gounod! Pero me rendí; junto a mí se sentó el amigo Albrecht, afeitado, de etiqueta. Vengo de bacán, me dijo. Anclándome al apoyar su mano como una plancha sobre mi muñeca, me quemó. La representación ni siquiera era con los cantantes traídos desde fuera, se trataba de la versión local, criolla, así es que los trajes usados por el tenor, la soprano y el barítono se veían adaptados a la ligera en sastrería, brujones, pliegues, alforzas, recogidos, pespuntes, bastas, pinzas, ruedos de más, un par de zapatos de tacón rojo, que Mefistófeles usaba con dificultad y que torcía al dar el tranco, las puntas rellenas con papel de diario. Durante el entreacto, al intentar dejar el palco por segunda vez, la mano hirviendo me sujeto. Entonces me topé con un rostro congestionado por las Iágrimas, llanto copioso que se evaporaba al correr por sus mejillas.

La escena del jardín. El público no advirtió que Albrecht cantó espléndidamente todo el segundo acto, tan notorio el cambio, que el paraíso alborotado interrumpía a cada instante con vítores y aplausos (el barítono legitimó amordazado en el camarín). Aproveché que el diablo estaba en escena, con Fausto y Margarita, y salí al pasillo, pero al llegar a la puerta rotatoria de cristales, esta se transformó. Los grandes espejos del foyer no reflejaron mi persona; las estatuas y alegorías de mármol movían los labios. Perdí nuevamente el sentido y al despertar me encontré en medio de la plaza de Cuncumén. No tuve el valor de ingresar al templo y comprobar si realmente me encontraba de espaldas bajo el altar mayor.

Agotado de tanto ajetreo, me recosté en un escaño y me dormí. Al despertar, la tarde había avanzado, las puertas del templo aparecían abiertas, tuve temor de entrar y ver el San Tarcisio; desde mi lugar escuchaba el cántico ingenuo de los feligreses de un pueblo aún colonial, perdido entre cerros solos. Mientras me aproximaba, el sendero se iba volviendo polvo y viento entrelazado encima de ese terraplén pobre.

Entré, todo era penumbra, pátina en los muros, plintos de terciado, figuras de yeso, flores de papel; al fondo el altar sobre escalones y desniveles de madera.

Efectivamente, tras un vidrio, mi cabeza rejuvenecida reposaba, vestida de mártir sobre un cojín carmesí, las manos enguantadas junto al pecho. Entonces me volví y enfrenté a los fieles que, recogidos muchos de ellos, creían aquello un cadáver incorrupto, un milagro.

- i Ese soy yo, soy yo! -grité a voz en cuello.

El sacristán acudió en busca del párroco, un hombrecillo menudo, comedido, que se restregaba las manos; se acercó y me condujo mansamente hasta la puerta.

-Esa es mi cabeza -le dije-, ese soy yo -el cura asintiendo pensó que al llevarme el amén, el escándalo no pasaría a mayores. Me despidió frente a la plaza.

- Ese soy yo, es mi cabeza -el párroco me observó a través de sus gafas, unos ojos inmensos, y guardó silencio. Esa noche, cuando intentaba dormirse, rememoró el incidente. Intrigado cogió una linterna, fue hasta el templo y enfocó al mártir. Presa de un susto de proporciones, dio un grito y no se azotó contra las baldosas, ya que un feligrés rezagado emergió de las sombras y alcanzó a tomarlo.

Desmayado, el camisón arremangado, las canillas al aire, lo arrastré, hasta introducirlo en un confesionario. Una vez que lo acomodó, se hincó tras la ventanilla perforada y exclamó en medio de grandes risotadas:

- i Me confieso, padre mío, de ser el mismo coludo, el conocido diablo, el avieso, el malo!

Si en lugar de una linterna, el párroco hubiese llevado una palmatoria, de seguro que ese templo hubiese ardido como yesca por los cuatro costados.

Lo cierto es que desde que vi la cabeza tras el vidrio, tuve serias dudas de que fuese la mía; pero así y todo insistí en ello por el inmenso deseo que tenía de encontrarla. ¿Sugestioné al cura con mi vehemencia? i Y eso que la duda no era su fuerte!

- i Me duele tanto la cabeza!

-Ponte dos rodajas de papas en las sienes y una hebra de lana alrededor de la muñeca.





SAN TARCISIO



Todo sucedió de este modo:

Yo, Marcos Crassus, que por ese entonces frisaba los catorce años, fui quien inició a Tarcisio, algo menor, en el aprendizaje del oficio de acólito. Ambos éramos hijos de familias senatoriales, así es que nuestra fe cristiana debíamos disimularla, y muchas veces, Tarcisio como yo, estuvimos obligados a arrojar bolas de incienso o reverenciar el lar de la capilla familiar.

Sin embargo, al caer la tarde, las sombras favorecían nuestra huida a los escondrijos donde bajo la tutela del sacerdote, ayudábamos en la Santa Misa a escanciar el vino y el agua en el cáliz.

De mis labios aprendió Tarcisio las respuestas al oficiante, y a alumbrar con la lámpara el recorrido de Nuestro Señor, cuando iba al corazón de los hermanos; pero sabido es que no sólo los allí presentes tenían necesidad de la comunión, sino también los enfermos, y sobre todo los prisioneros que durante tantos meses el Cesar encerraba en las bóvedas de la planta baja del Coliseo.

Me refiero a los tiempos en que Celadus aglutinaba gran algarabía de público en el circo.

Tarcisio era un joven de complexión algo frágil, aunque flexible, debido a su desarrollo prematuro.

A pesar de ser dos años menor, me superaba en porte. Era loco por los perros, y con habilidad prodigiosa amaestró uno que le seguía a todos lados. Llevaba sus iniciales en un collar, prolijamente cinceladas por él.

Me aventajaba en la escuela. Sus tablillas eran dignas de un maestro, sabía de números, de poesía e historia, y con paciencia infinita recuerdo que reparó el mosaico del peristilo de su casa, que se encontraba deteriorado. Representaba los trabajos de Hércules. Yo, bajo la columnata, observaba su habilidad y gusto. Como el lucernario era mezquino y la puerta de entrada estrecha, escogió colores vibrantes para que en esa penumbra resaltasen.

A veces la pileta rebalsaba y el agua se escurría, lo que aflojaba las piezas recién ajustadas del diseño, pero Tarcisio jamás demostró impaciencia; por el contrario, sonreía y otra vez armaba la escena pagana y sus figuras, que el polvo y el trajín de los suyos habían estropeado.

Sucedió, en una de esas sesiones de restauración, que me pidió, conocer los Evangelios, como si ese afán, esa curiosidad fuese más fuerte que su propia voluntad de aprenderlos.

Me pareció una fe ciega, que pugnaba por volverse viva. Así es que muy luego que tomó el bautismo, hizo su primera comunión y desde ese día insistió en permanecer junto al altar y asistirlo en sus pormenores. Se ofrecía de voluntario para llevar al Santísimo donde quiera que lo requerían.

Innumerables veces los esclavos conversos de su casa mintieron cuando sus padres indagaban por su paradero. Sacrificó horas de recreación por asistir de ese modo a los ancianos y los enfermos; con que unción lo vi ocultar entre los pliegues de la toga el pan bendito, que sabía conducir con un primor y al mismo tiempo con una diligencia y astucia que superaba a los ojos que vigilan la calle.

Atravesaba Roma de noche cuando sus padres lo creían profundamente dormido, o se capeaba la temporada de los baños, de las cacerías, del mercado o los juegos de la plaza.

Incluso muchas veces descuidó la escuela para realizar esa encomienda urgente.

Esa tarde íbamos los dos; yo atrás, Tarcisio adelante, pero a corta distancia. Nos habían encomendado llevar el Señor al circo.

Era él quien entre sus ropas lo guardaba. Todo recogimiento. Una silueta agazapada, nítido su recorte ante el encendido y deshilachado ocaso del día.

La Vía Apia es dura de transitar por la irregularidad de su adoquinado. A diario dan cuenta de ello las legiones y los carromatos de provincia.

De una fiesta privada retornaban ebrios unos músicos tocando flautas de caña y trompas de bronce. Una mujer de aspecto ordinario y lenguaje soez nos interceptó el paso. Golpeaba los crótalos y bailaba al son de una flauta doble que tañía uno de ellos, que era ciego. Fue entonces que un gigantón mal vestido se plantó enfrente de Tarcisio, y provisto de unos címbalos de bronce, comenzó a amedrentarlo, ensordeciéndonos, impidiéndole continuar el camino.

Yo, debo confesarlo con vergüenza, me desligué un tanto de la situación, hice creer a esa comparsa delirante que recién me sumaba al bochorno.

Entonces la bailarina se acercó a Tarcisio y creyendo que este escondía algo de valor entre sus ropas, ya que contra el pecho oprimía ambas manos, intentó quitárselas de allí, pero Tarcisio no cedió, intensificando la protección al Señor.

La mujer llamó al hombre de la pandereta, algo le susurró al oído, y este le dio un empellón a mi amigo. Tarcisio vaciló entre esas peñas desiguales, pero se mantuvo en pie, las manos siempre custodiando con mayor ahínco aun lo que guardaban sus ropas. A esta agresión se sumó el de los címbalos, que parecía soldado, quien le propino otro empujón, esta vez desmedido, que hizo caer a Tarcisio contra el adoquinado. Como lo hiciera sin abrir los brazos, se azotó la cabeza y bañado en sangre, intentó levantarse, pero los músicos lo patearon sin tregua y en pleno rostro, tan sin freno, que la mujer en un momento intentó disuadirlos, pero ellos, enceguecidos, le daban al cráneo una y otra vez con la esperanza de que Tarcisio abriera los brazos y exhibiera el botín que con exagerado celo llevaba junto al pecho.

Sólo muerto los abrió, en tanto un hilo de sangre se escurría lento por entre esos desniveles.

Los delincuentes se abalanzaron como bestias hambrientas a hurgar entre sus ropas, pero no hallaron nada: el Señor ya no estaba ahí, había desaparecido junto a la vida del mártir.

La comparsa se miró desconcertada y huyó, dejándome solo con el cadáver.

Consternado lo cargué, y con la ayuda de un desconocido, y sin decir nada a nadie, lo llevamos hasta el cementerio de Calixto, donde esa noche le dimos sepultura.

Desde esa fecha y sin interrupción, he visto carros detenerse ante el sitio donde cayó Tarcisio, aurigas descender y mirar fijo esas cuatro piedras, mercaderes que al amanecer transitan la Vía Apia desviar las bestias al extremo opuesto, jinetes soslayar igualmente aquel tramo, carrozas, sillas, nunca pisar esas peñas, norma que muchos ignoran, pero que igual cumplen.

Esas piedras no se dejan tocar. Ni la más compacta de las legiones, o vistosa comitiva de un patricio, o el paso de los centuriones, deja de desorganizarse allí. Hasta los bueyes se desentienden de la picana, el caballo se encabrita y la mula ni siquiera con la cabeza cubierta con la capa y a tirones de la brida, adelanta el paso.

Todos hacen un rodeo, como yo, que lo realicé en el momento en que debí estar a su lado. Nada me consuela, no hay día en que no acuda hasta la Vía Apia, donde los animales me señalan, con su reverencia, mi imperdonable cobardía.



Esto me narró una sombra que acongojada solía yo encontrar de rodillas ante el Tarcisio de cera:

“No sabe usted, amigo Camondo -me decía-,cómo envidio el hecho de que su rostro de cera haya servido de doble a tan entrañable figura. A mí en cambio, los cielos me han asignado el Purgatorio, donde ni siquiera el dolor tiene fuerza. En mi estado neutro, sin embargo, encuentro un relativo consuelo en sentarme ante esta réplica, le hablo, me justifico, le imploro perdón, a veces pienso que girara la cabeza hacia el lugar donde me encuentro y perdonara mi traición. Pero sus facciones son tan distintas, este rostro nada se asemeja al genuino, no se ofenda usted, amigo, es que Tarcisio era tan diferente. Cómo será de grave mi culpa, que hasta esta falsificación burda hace oídos sordos, y no obstante, aquí es donde suelo permanecer la mayor parte de mi tiempo. Así es el Purgatorio, amigo Camondo, una mediocre replica de lo auténtico”.

Os dieron su nombre, os lo han prestado, como cuando el actor mejor, escéptico y vicioso, maquillado, se transforma e interpreta un papel modelo.





CUNCUMEN



Me instalé de allegado en casa de Filomena Salas, la Chica Nana, una vieja diabética que me encontró en el mercado de Cuncumén.

Ni siquiera me dirigió la palabra, se entendía con el resto por medio de musarañas, pero muy expresivas. De ese modo me invitó a lo suyo.

Vivía a las afueras del pueblo, en unos terrenos baldíos que enfrentaban una cancha de futbol, hundida, siempre anegada, y el cementerio. Este último, pequeño, circundado de muros bajos, que guardaban además de las tumbas, unos cipreses tristes, gachos, de luto, exentos de pájaros y viento.

La vivienda de la Filomena casi no se diferenciaba del lodazal que la sostenía, como si al barro le hubiesen añadido techo, puerta y ventanas. Se componía además de unas piezas con piso de tierra, un corredor de postes desiguales y un reducido jardín, el que por señas me indicó desmalezar y ocupar para partir la leña.

Estaba muy enferma, así es que antes de que el sol prendiera las lomas de Cuncumén, un practicante ingresaba a la pocilga, aromatizando el corredor con olor a alcohol, friccionando ese culo fláccido que pinchaba fríamente.

Hablaba a solas, al parecer se dirigía a sus padres cuyos retratos oblongos pendían a la cabecera de su cama.

En uno de los cuartos había un sofá victoriano cubierto el respaldo con un mantón de Manila. Ambos detalles contrastaban con el resto del mobiliario: media docena de sillas heterogéneas, cuyos travesaños servían de sostén a las gallinas, y una mesa rústica hecha como a cortes de lezna más bien que de guadaña.

Una serpiente en un frasco, que ingería leche y otras inmundicias, era el único animal doméstico de la casa.

Tal vez el sillón y la mantilla fuesen herencia de un pasado remoto que se hacía allí presente por medio de esas embajadas.

Comía en silencio papillas insulsas, manzanas, verduras, a lo lejos un trozo de carne, evitando una serie de alimentos que le estaban vedados. Tuve que adaptarme al régimen, porque era eso con lo que llenaba los platos que disponía sin ningún orden ni primor sobre la mesa.

Cuando almorzaba dejaba la puerta de calle abierta, y en lo que exhibía el vano, un peladero de piedras y un arbusto gacho, fijaba la vista.

Un día me explicó que sólo tenía ojos para ver el pasado y que mientras comíamos se entusiasmaba con evocar un verdadero corso de fantasmas.

Por las noches tampoco cerraba su puerta, y cuando me dirigía al dormitorio la veía siempre insomne, de espaldas, mascullando incoherencias, la mirada fija en el cielo raso de coligües.

El practicante se llamaba señor Reyes, usaba un parche en un ojo y acarreaba la jeringa en un maletín aporreado, cuyo broche sonoro me indicaba lo que estaba aconteciendo a esas nalgas escuálidas.

Mi trabajo consistía en picar leña y atar pequeños haces que iba acomodando bajo la alacena.

Además, barría el patio, podaba y en el tiempo libre, que era excesivo, me sentaba a la mesa, inmóvil, temeroso de que esa mano, de pellejo traslúcido y venas montadas sobre huesos, me mostrara la salida.

No me atrevía a echarme a dormir en el camastro. Al aproximarse la Navidad, me indicó por señas que bajáramos al pueblo. Como advirtiera que no estaba vestido en forma, sacó debajo de la cama un baúl y de éste una chaqueta de hombre, arrugada, hecha una ruina, con las solapas pasadas de moda, y me obligó a que me la pusiera.

Así lo hice, y descendimos, ella con un sombrero de pita picoteado en el ala, y yo con ese enorme vestón que me llegaba a las rodillas y me cubría las manos.

Me Ilevó a la iglesia, evité hablarle del San Tarcisio, lo que habían hecho con mi rostro, la historia del comerciante en muebles.

Llamó mi atención que afuera del templo, donde se inician las gradas, habían instalado un cuadro vivo del pesebre, una ramada de hojas secas de palmera. Bajo esa sombra, y sobre paja esparcida, una joven, alumna predilecta del liceo, permanecía inmóvil, un tanto gacha, las manos en actitud teatral haciendo el papel de María. A su lado, un joven con barba postiza y apoyado en un palo, también estático, representaba a San José. El niño Dios era un delicado muñeco de loza que, según el comentario de los curiosos, pertenecía a la mujer del alcalde.

En un corralón aparte, unas cuantas ovejas pastaban impávidas.

No había reyes, ni pastores.

En el momento en que la Filomena me tironeaba de una manga para regresar a casa, vimos con sorpresa a una joven hermosísima, envuelta en una túnica blanca que, portando un par de alas de cartón bajo el brazo, atravesó las varas y se integró al grupo.

San José se las colocó a la espalda de inmediato, y ella a su vez sosegó sus cabellos con un cintillo dorado en el que refulgía una estrella. Una vez completo su atuendo, se ubicó tras el niño en una actitud tan entregada que me sobrecogió.

Jamás había visto beldad semejante.

Se comentaba allí que se trataba de la hija de Pompeyo Carranza, millonario de la zona, que vivía también como nosotros un tanto a las afueras, pero en un verdadero palacete, cercado de imponentes muros, que no sólo guardaban a la vivienda, sino a un parque majestuoso, silencioso y sombrío donde convivían las más heterogéneas muestras de una naturaleza exótica.

Como la anciana advirtiera mi embelesamiento, me dejó y sin decir nada, regresó sola a su casa.

Cuando Ilegué, advertí que ya no era un huésped grato, la puerta de su dormitorio permanecía cerrada. A la hora de la merienda sólo desparramó pan duro en mi puesto. El señor Reyes se sumó al desprecio, la pinchó en medio de susurros que no cabía duda se referían a mi persona.

Incluso la vieja quitó del respaldo del sillón victoriano el mantón de Manila, también de los muros unos abanicos pintados, como queriendo dar a entender que me había perdido la confianza. Además, ella misma cogió el hacha y doblados en dos esos huesos, cortaron la leña.

Me impresionó la fuerza, la violencia con que efectuó la maniobra.

Al dirigirse a los retratos de la cabecera, lo hizo a voz en cuello, detalle que me obligó a enfrentarla. Entonces, sin darme una explicación satisfactoria, me dijo que necesitaba la pieza, y que allí se trasladaría una sobrina muy enferma, procedente de San Antonio.

Como no tenía defensa, un buen día me largué. Antes puse a horcajadas sobre el respaldo de la silla la chaqueta prestada.

Al enfrentar el cementerio, comencé a adivinar el trasfondo de estos insólitos hechos. La visión de esos pinos piramidales, que como deudos se sumaban a la desolación del entorno, me los explicaron. ¿No te das cuenta, Camondo, que has convivido a diario con la misma muerte?, ¿que te sirvió la mesa, que pernoctaste en un cuarto contiguo, que te vistió con la chaqueta de un difunto? ¿No sospechas acaso quién era ese tal Reyes, y si realmente pinchaba a la vieja, o sólo hacían el simulacro cuando se encerraban bajo llave? ¿No te intriga que se presentara con un parche en un ojo antes de que el sol asomara por sobre las blandas lomas de Cuncumén? La muerte te dejo ir, Camondo, estuvo a punto de traerte a este sitio húmedo, que hace que el viajero solitario que lo transita vuelva la cara, evite mirar las cornisas de las tumbas y parte de las cruces que asoman por sobre el muro desplomado y mezquino que, como a nosotros, las encierra. iCuántas veces no hemos visto de noche a esa vieja mala, esa tal Filomena, merodeando entre las lapidas!

La muerte al parecer no toleró que me prendara nuevamente de la vida, representada en ese cuadro plástico de Navidad, a las puertas de la iglesia.

Esa noche, una vez que el Ángel dejo el pesebre, lo seguí hasta la mansión sombría que guardaban esas gigantescas y solemnes rejas.

AI aproximarse la joven a esos barrotes, la alcancé. Ella no manifestó ningún temor ni rechazo; por el contrario, como si me hubiese conocido desde siempre, me pidió le sostuviera el par de alas mientras tiraba del cordón de la campanilla.

El mayordomo, vestido de uniforme, abrió y la condujo por un sendero enmarañado por el que ambos desaparecieron. La joven había olvidado sus alas, y yo con ellas en la mano, no atinaba a nada.

Rehusé dejarlas tras los barrotes, sentí unos deseos irresistibles de probármelas, así es que para evitar que me vieran, me oculté tras un enorme castaño que se levanta enfrente y me las coloqué a la espalda.

Apenas lo hube hecho, escuché otra vez la voz de la joven, que de vuelta en la reja, las solicitaba a gritos. Como vio que nadie le respondía, abrió y salió fuera. Permanecí agazapado contra el árbol, las alas apuntando al firmamento. Luego de transcurridos unos minutos, dio con mi escondrijo, me miró severa, dándome a entender que se las devolviera. Algo me retuvo, me resistía a quitármelas, pensaba que con ellas me cambiaría la vida. Entonces el ángel se retiró y regresó con dos matones, un par de bellacos que a empellones me despojaron no sólo de las alas, sino de la camisa.

Cuando quedé solo, vino hasta donde me encontraba un jilguerito saltarín que movía insistente su penacho, insinuando que me cedía las suyas, que eran mucho más efectivas que las del ángel, no tan ostentosas tal vez, pero más reales, que también servían para dejar la tierra y remontar el cielo.

“Soy Pacalito, soy Pacalito”, se dijo.

¡Marieta!



iOh réplicas de un destino, de una pena, de la decisión heroica de haber dejado atrás arte y belleza! Qué soy sino un sobreviviente de un castigo a medias, incompleto: la cera, artimaña fallida de un cielo vencido, Apolo, Zeus, las tantas musas, un Caronte impago, ya sin voluntad siquiera para mover los remos y completar la barca con sombras sin vuelta!

Conozco de vista el puerto de ese averno anacrónico, sus escalones de hierro pulidos, como nuevos, que baña la laguna, la puerta baja siempre abierta que llaman de la aduana, desde la que desciende un terraplén que abrupto se sumerge en quién sabe qué abismos. A la orilla de esa playa seca se vislumbran túmulos de ladrillos, grutas vacías, un gran espejo. Esos volúmenes, me explicaron, son simulacros de tumbas, hay criptas de familia, pirámides egipcias, pagodas chinas, moles que los diablos levantan con un dedo y distribuyen donde les place, armando cementerios de utilería. Se cuidan de las cruces y de las medias lunas, pero igual las fabrican con una cantidad impresionante de palos de fósforos que cubren con papel mantequilla.

Había un diablo joven al que se le iban las manos, y en lugar de esos símbolos ajenos, fabricaba aeromodelos; los había visto en las jugueterías ricas. Ellos desconocen los aviones. Carón se indignó porque sobre un panteón de alcurnia, encima de la cúpula, un helicóptero agitaba sus aspas como un remolino.

Ese panorama es el que se vislumbraba desde el portón abierto, junto a la escalera donde desembocaba el Aqueronte. iQué de sorpresas no habrá más adentro! iCómo saberlo si es un río que nadie puede atravesar dos veces!

Con el ejemplo de Flegias, convulso de ira y de orgullo, me basta. No quisiera yo hundir la barca, los traslúcidos no pesan. Flegias hizo de Marte rey de los lapitas, indignado de la afrenta que Apolo había hecho a su hija, incendió el templo de este Dios en Delfos y fue condenado al infierno.

Yo, Camondo, fui menos lejos, sólo osé devolverle respetuosamente su talento. Entonces me hizo de cera y me mostró la orilla del fétido pantano, la puerta de ese averno que tal vez en otra época habría yo traspuesto en el tránsito de la barca de los malos sobre el oleaje de las aguas estancadas.





LA SONÁMBULA



Me duermo, alguien que me remezca, mi pulso mengua, a trastabillones me arrimo otra vez a la reja inmensa que guarda ese parque solitario, imponente, sombrío; aferrada a los barrotes me aguarda el ángel, la joven bellísima, con el camisón blanco, el cintillo coronando sus sienes. Nos tomamos de las manos en un dúo de lágrimas, yo, el viejo Camondo, ella, la beldad sin par del pueblo.

-¿Me pintas mi retrato? -me dice como si una musa postergada susurrara esto al oído de su artista preferido.

- ¿Un retrato?

- ¡Inmortaliza mi parecido!

- Hace tanto que no tomo un pincel, ni embadurno el lino.

- ¿Acaso por mí no lo harías? - y su voz es tan tenue que no se bien si sale de sus labios o se trata de ráfagas del céfiro que silba entre los árboles.

- Un retrato, Camondo, ¿me lo prometes?

Sentí que esas manitas se amoldaban perfectamente a las mías.

Me dio curiosidad conocer su casa escondida entre el follaje, tras el primer recodo del sendero.

-¿Pintar yo de nuevo?, ¿negar algo a esa beldad, a esa virgen, esa sonámbula celestial que me lo pedía? A punto estuve de asentir, caer en tentación, pero tuve la suficiente entereza de oponerme, moviendo la cabeza en uno y otro sentido. Entonces me encontré solo de nuevo, los brazos estirados al vacío tras los barrotes. Nadie, la joven no estaba, apenas el sendero de grava; hasta el viento se había recogido.

AI darme vuelta y enfilar hacia Cuncumen, vi a la niña de mis sueños a mi lado, esta vez seria, sin el cintillo, el pelo suelto, siempre vistiendo la túnica liviana.

Se me echó al cuello, no me la podía quitar, la rodeé con mis brazos, la hice coincidir con mi pecho hecho una ruina. Ella, la ingravidez misma, la cintura de nada, el roce de sus senos, sus labios que buscan un beso, nuevamente me rogó una pintura, esta vez de cuerpo entero. Negarse ahora era hacerlo a unos ojos encima, a una palpitación que unía dos corazones.

-No puedo, rompo un propósito que responde a un pasado ya resuelto. No insistas, pídeme lo que quieras, menos que transforme la superficie de una tela.

Desapareció, me hallé perplejo, la verja estaba abierta, sobre los goznes chirriaron ambas hojas, una insinuación a transitar el parque y conocer la mansión.

En lugar de aceptar esa invitación temible, avance en dirección al pueblo. Entonces la joven volvió a interceptarme el paso, completamente desnuda, el par de senos en sus manos, el cuerpo más armónico y decidido a todo que he visto en mi vida, no se trataba de la actitud de una modelo, era la hembra que se insinuaba con una necesidad imposible de no satisfacer; iba a aceptar, ponerme bajo sus órdenes, quitarme la ropa, ir a su carne, sentarme al caballete, manchar, bosquejar y completar el boceto.

- i No -dije-, aparta, no puedo! -y la reja se cerró de golpe, no la volví a ver, sólo una lechuza dio un grito de muerte y cruzó el vano del cielo entre el follaje, con ese vuelo acompasado característico de esas aves de rapiña.

Iba sobre mi cabeza, llevando en sus alas la luz de la luna, la espuma del mar, las nieves eternas, todos los blancos que resisten la oscuridad de la noche.

Se alejó veloz hacia otros derroteros, vastas lejanías, en dirección quizás del entusiasta Sandro, que a esas horas, desvelado en el camarote de un barco, pensaba que con su arte deslumbraría al mundo.

Cuando observé el vuelo de esa última musa, insistente como ninguna, lejana, para siempre desilusionada de mi persona, retrocedí hasta la verja, empujé sus barrotes, me introduje en el parque, Ilegué hasta el recodo y pude ver el palacete, una simple fachada de utilería, una maqueta, repleta es cierto de toda suerte de ornamentaciones, pero sujeta por atrás con enormes soportes y tirantes de madera. Adelante órdenes, columnas, hasta un balcón sobresaliente encima de esa puerta principal que se abría hacia ninguna parte.





EL BAILE DE LAS SOMBRAS



De ese sueño insólito, la virgen en las rejas, la lechuza en su vuelo sigiloso, me despertó el ruido ininterrumpido de una caravana de automóviles que iban ingresando al parque. Me acerque de árbol en árbol para no ser visto, y pude observar atónito, como Ali Babá ante la cueva secreta, el esplendor con que Carranza recibía esa noche en su casa.

Cuatro mozos de librea daban las instrucciones a los choferes donde debían estacionar dentro del imponente parque.

Tras las ventanillas, un tanto desfigurados por la rapidez, vislumbre invitados de gala, peinados sofisticados, diestras enguantadas aferradas a las manillas.

Un mayordomo con un elegante candelabro facilitaba el acceso, aunque sobre las mochetas donde giraban las rejas, un par de farolas iluminaban como de día esa noche sin luna.

Ese recibimiento sí que parecía un sueño; el que recién había tenido con la joven en un dúo tras los barrotes, carecía de la irrealidad del que estaba presenciando. Había conocido dioses de otros cielos, las vicisitudes del arte, la intensidad de la provincia, la majestad del mar, al mismo diablo, el martirio del Tarcisio, el pasado histórico, muchas situaciones, pero era la primera vez que me encontraba ante la opulencia, el poder, la seguridad que otorga el dinero.

Nunca antes sentí vergüenza de mi modesta apariencia, el descuido de mis ropas, mis cabellos en desorden, un montón de trapos lejos de la moda.

Pompeyo Carranza era sin lugar a dudas el hombre más rico de la zona y como tal no se media en gastos cuando abría su casa.

Bajo el porche existía un terraplén techado donde los automóviles se detenían. Un botones abría la puerta y Carranza, erguido, enfundado en un smoking encintado, una camelia en el ojal, se precipitaba con la amabilidad estudiada de un príncipe a recibir al que ingresaba.

Más atrás Cynthia, su mujer, y su hija única, de cabellos dorados, recogidos; ahora había cambiado las alas y la túnica por un vestido de gala, discreto, pero en esa sencillez podía uno apreciar el gusto refinado de un diseñador experta. La guardarropía acumulaba pieles, capas, abrigos, sombreros, un hacinamiento que despedía un efluvio de perfumes revueltos e intensos.

La gran escalera era el punto clave. Sobre su alfombra, sujeta por barras de bronce, iban y venían verdaderos maniquíes, figurines, mujeres intocadas, cuidados escotes, generosas espaldas, sonrisas distantes, miradas soñadoras, frases hechas, un observarse sin poner ninguna atención alrededor. Una verdadera pasarela.

Cruzando los salones se salía otra vez a la intemperie, ahora nos invitaba un extenso long de pasto bajo un toldo amarillo que cubría a la orquesta, al buffet, un par de braseros gigantes encendidos, atenuado el fuego, y mesas interminables de largos manteles repletas de exquisiteces y centros engalanados interrumpidos por candelabros de varios brazos, velas prendidas por puro gusto que hacían a la cera de colores chorrear sin freno, adhiriendo a la plata o derramándose sobre la flamante mantelería.

Dentro, en los salones, deambulaban figuras de oscuro, personajes que con nitidez reflejaban los grandes espejos, duplicando el cansancio, la soledad que a veces acarrea una fortuna importante, un apellido de alcurnia.

Se fumaba, se bebía, se armaban ruedos entre íntimos, que de pronto se dispersaban.

La gente más alegre rodeaba a la orquesta bailando en forma discreta.

Carranza, para amenizar el evento, comenzó a dejar caer monedas de oro dentro de las copas de champan, una jugarreta mal vista por los hombres, pero que sin embargo excitaba la avidez de las mujeres, que olvidando la compostura, se atrevían incluso a introducir la mano enguantada en el licor cuando el anfitrión se unía a ellas con el puño cerrado, repleto de esa calderilla de relucientes quilates.

A medida que las horas avanzaban, los invitados, relajados y al son de ritmos más movidos, se cogían de las manos y formaban enormes ruedos o, tornados por la cintura como un tren interminable, recorrían la casa, saliendo a la intemperie, subiendo las escalas, reingresando al parque, atravesando los salones.

Los dormitorios eran itinerario obligado.

El grito de una dama que se torcía un tobillo, un beso furtivo dado en una espalda al cruzar la penumbra del vestíbulo, indicaban el punto álgido de la chacota.

La cera encima de la mantelería, el amanecer subrepticio anunciando su arribo, palidez nefasta para el retoque facial. El rostro a esas horas sostiene mal los afeites, el negro de los trajes de etiqueta exhibe visos verdes, más de un tul desprendido de su ruedo, el sueño circunda de oscuro las cuencas y los parpados, sobre el plisado de las pecheras manchas feas, las corbatas de rosa pierden el nudo. Pero la orquesta, a prueba de cualquier fatiga, redoblaba sus bríos, dirigida por un animador falso que tras una sonrisa alquilada, cuenta las horas para pagarse y dar la espalda a esas comparsas que desprecia.

A medida que la noche avanzaba, me fui acercando a ese resplandor que emergía tras la copa de los grandes árboles.

Otra vez me pegué a los barrotes, nadie reparó en mí. Visto desde dentro parecería un prisionero en plena libertad.

Entonces, sin querer, al afirmarme contra esa verja, esta, que estaba sin candado, cedió, se abrió, desafiando a los matones que la hija de Carranza el día anterior enviara a quitarme las alas. Entré.

El desorden me facilitó el recorrido; arribe hasta el porche donde me sorprendió ver dos cabezotas de mamut empotradas a cada lado de los arcos, trofeos de continuos safaris. La mampara de cristales estaba abierta; la traspuse, y ya en el amplio vestíbulo, observe a esos grupos de invitados que andaban tan en lo suyo que no repararon en mi atrevida irrupción. Incluso un mozo se me acercó con la bandeja y me ofreció una copa que rehusé. Envalentonado, crucé hacia la gran escala y en uno de sus peldaños, me senté. Un seguro escondrijo desde el que podía observar cómodamente sin ser visto.

Fue en ese momento que se escuchó la voz de Pompeyo Carranza, que golpeando las palmas ordenaba apagar las luces. No alcanzo a insinuarlo y nos vimos iluminados por los candelabros.

La orquesta redoblo sus sones y el dueño de casa, dando el ejemplo, se tomó de la cintura de Cynthia y otra vez se formó la cuncuna interminable a la que se iban integrando todos, tal así que una mano enjoyada de mujer me arrancó de mi lugar para sumarme a la cola. Me colgué de una cintura, en tanto la dama lo hacía de la mía y deslumbrado, fui circulando por esos ambientes mullidos, tapizados los muros de brocado rojo, los dinteles de las puertas recubiertos de carrara, los cielos pintarrajeados con escenas mitológicas de Marte, Venus, divinidades por mi conocidas, que al verme huían hacia unos escorzos solucionados a medias.

Los grandes espejos frente a los que atravesábamos, pesados, inclinados, sus marcos dorados con coronaciones complicadas, elevaban el piso, dándole un ángulo novedoso. El conjunto de retratos, la mayoría severos, almas en pena cuyos ojos nos seguían donde quiera que el alegre culebrón nos contorneaba.

Cansados, algunos renunciaban, y al salirse cortaban la cuelga, pero inmediatamente esta se proponía, y continuaba esa alocada carrera donde el tul de los vestidos iba quedando ahí, rezagado, lejos del ruedo como vendas, bruma artificial.

Para dar por terminado el juego, de pronto regresó la luz a las arañas de cristal y todos reaccionaron, evidenciando su cansancio.

Fue cuando me encontré frente a frente al dueño de casa, quien sorprendido me examino de pies a cabeza:

- ¿Y este pililo quién es?

Una mujer de sus años, muerta de risa, un tanto entonada por los copetines, cogiéndome de la barbilla, subrayo la interrogación con una frase mucho más caustica:

-Amigo, ¿es usted chancho que da manteca?

Busqué en ese momento un rostro al que pedir socorro, pero sólo vi expresiones solidarias para con el señor Carranza.

Entre los trajes negros y los de gran ruedo, la joven, el ángel, se abrió paso, me miró fijo y señaló con su índice acusador, forrado en cabritilla, un guante interminable que cortaba una pesada pulsera de oro de un antepasado. Ni siquiera abrió la boca.

Iban a cogerme del cuello, cuando ocurrió un hecho insólito. Irrumpió en el salón un invitado que recién Ilegaba, había perdido las señas del camino por la torpeza del chofer.

– i Aníbal ! -fue el grito unánime, y la atención viró hacia un robusto hombre, que bajo el dintel de la puerta que lo enmarcaba, parecía un retrato de época.



Se trataba del Cónsul General de Chile en Nueva York, destacado diplomático de vasta trayectoria internacional. Para deslumbramiento de la concurrencia, exhibía una condecoración terciada al pecho, y, a diferencia del resto, sus modales cuidados, y una cierta distancia que cautivaba sin disimulo, le otorgaban esa típica actitud del diplomático de carrera, que para todos tiene una falsa y estudiada sonrisa a flor de labios.

Carranza dio unos pasos hacia el importante invitado, mientras con la mano daba instrucciones por lo bajo para que me expulsaran de la presencia de tan excelso visitante.

Pero no sólo para mi sorpresa, sino para la de toda esa concurrencia, el cuadro se revirtió, ya que el Cónsul miro por sobre el hombro de Pompevo y fijándose en mi deteriorada apariencia, exclamó:

- iCamondo, vaya que orgullo, pero que haces aquí con toda esta burguesía! ¿Son acaso mecenas o sólo coleccionistas? ¿No sabes, Carranza, a quien cobijas bajo tu techo?

Terminando este sorpresivo elogio, se me vino encima, echándome los brazos, palmoteándome. Acto seguido, me tomó por los hombros, en tanto una doble fila atónita se formaba, por donde lentamente me condujo ante el desconcertado Pompeyo.

- Ahora usted, mi célebre Camondo, me va a explicar, uno por uno, los cuadros de esta casa. Estoy deseoso de escuchar de sus labios la interpretación juiciosa de los diferentes maestros y sus respectivos estilos.

Así, atravesamos esa corrida de mujeres y hombres sorprendidos. A medida que avanzábamos, iba mi vista inquieta, deteniéndose en piochas, broches, cuentas caras, perlas, pedrerías, aros, gargantillas, dijes, cadenas, solapas de seda, botones, pulseras, solitarios, diademas.

Dejamos atrás el salón absolutamente inmovilizado, en completo silencio, todas las miradas fijas en nosotros, que nos dirigimos al escritorio donde Carranza poseía una pinacoteca de conocidas firmas.

Pompeyo, aprovechándose de que el Cónsul indagaba sobre sus deseos, ordenó le prepararan una mesa aparte, donde con gran empeño se dispuso la mejor vajilla.

-¿Por qué no me acompaña usted, Camondo? No me agrada cenar solo -expresó el diplomático, obligando a Carranza a ordenar otro puesto.

Y así, cenamos como si un rey lo hiciera con su artista favorito, solos, rodeados de la corte estupefacta, que en completo silencio seguía cada corte del cuchillo en el pavo, los labios en el borde del cristal, la punta de los dedos en el aguamanil.

Como la fiesta languidecía, y ya no había modo de detener la luz diurna que irrumpía por cuanto orificio comunicaba el salón con el exterior, el Cónsul me ofreció gentilmente llevarme de vuelta en su limusina, que aguardaba la primera ante la puerta de la mansión.

Nos despedimos de tan selecta comparsa, y sin advertirlo, me vi sentado atrás en un coche de lujo, las cortinas corridas, un vidrio biselado aislándonos del chofer, quien, de riguroso uniforme, conducía.



- ¿Adónde lo llevo? -me preguntó cuando ya habíamos dejado el parque.

Como viera que le respondía con un prolongado silencio, los ojos bajos, tristes, tratándose de un hombre cauto, acostumbrado a saldar situaciones difíciles, acotó en forma muy natural:

-Descuide usted, mi amigo, ya me lo dirá, tenemos todo el tiempo del mundo. Piense que el camino es largo, se ve cansado, deberíamos aprovechar de dormir, “hacer un cachorrito”.

Y sin agregar más, se acomodó contra el respaldo de cuero. Cayó.

Por el camino de Santiago.

Cartagena, 1996-1997


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