martes, 17 de junio de 2014

"El Picadero" por Ignacio Valente



 Adolfo Couve (1940) había escrito dos libros de cuentos: "Alamiro" y "En los desórdenes de junio". No, no eran cuentos: eran estampas herméticas, instantáneas donde el pretérito -la infancia o el pasado hist´rico colonial- se recreaba mediante una escritura prolija e impersonal, y los pequeños gestos de antaño eran rescatados del olvido por una suerte de "poesía de la memoria", tan exacta como triste.

       He aquí su primera novela, breve y melancólica, genial e imperfecta. Su obsesión sigue siendo el pasado, la memoria, la irremisible nada de todo lo que fue, y por tanto, de todo lo que será. Los avatares de una familia de la aristocracia criolla, un puñado de vidas crepusculares, cargadas de pasado, que se disipan en un tiempo sin horizontes, son la materia de este ejercicio retrospectivo. Los capítulos, casi independientes levan nombres de personas -Blanca Diana, Zapiola, Condarco...- y forman una espléndida galería de retratos, entre exactos y vaporosos -estilizados- de la acaudalada familia porteña. El asunto -la grandeza y miseria de nuestra clase alta y su declinación- estáya trillado en nuestra narrativa; pero el lenguaje y el estilo -y por tanto la visión- son completamente distintos, personalísimos y quizá únicos en la literatura nacional. Estamos aquí muy lejos de todo ensayo de realismo social o psicológico; las coordenadas de espacio y tiempo de esta novela son extrañamente vaporosas, indeterminadas. El medio social, aunque fácilmente reconocible, es lo de menos; el lenguaje, sutilmente trabajado y preciso, es de por sí un mundo y un modo de mirar la vida; y los personajes, en su conmovedora fugacidad, transitan llenos de misterio por las páginas de este obituario. A la postre no sabemos nada de ellos, sino que cumplieron ciertos actos, casi rituales, desde luego insignificantes, en el gran teatro del mundo. Couve se aplica a su reconstitución con un arte eximio, con una serenidad desesperada. Su manera es la de Flaubert, impersonal y objetiva, elaboradísima, precisa y distante; la visión que ese estilo trasunta podría decirse con las palabras del Eclesiastés, aquel maestro bíblico: "He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos".

    Hay que precisar bien la índole de este radical pesimismo. Nada especialmente trágico sucede en la novela ; no hay ni sombra de un hado o destino que, después de todo, proyectaría cierta sublime grandeza sobre los gestos aquí recreados. Más bien hablaríamos de lo tragicómico, si no fuera que eso hace pensar en intenciones críticas del autor, cosa del todo ausente en esta novela. Los personajes viven, aman fugazmente, se sujetan a las convenciones sociales o las rompen, recibe de la vida su módica cuota de placer y dolor, de ilusión y tedio: Blanca Diana misteriosa y distante, hermosa y enfermiza; su hermana Raquel, melodramática y vital, dichosa y desgraciada; el señor Sousa, trivial en su rol doméstico y en sus amoríos; Angelino, adolescente y débil, indeterminado. La enorme tristeza de estos destinos consiste en que sus protagonistas están hechos de pequeños gestos, de pasiones inútiles, de ritos impotentes, cuya inanidad se hace sentir ya difusamente en su propio inicio: el autor, a la distancia, no espera nada de ellos. Y la novela misma es una colección de fragmentos, de esmeradas miniaturas o medallones, tan prolijos que parecen eximirse del tiempo; un intento de salvar estos residuos del naufragio de la nada, una melancólica reminiscencia de esos gestos vacíos, un esfuerzo solidario por recrearlos a pesar de todo, como diciendo: estos ademanes naúfragos, que el tiempo no perdonará, son, a fin de cuentas, todo lo que tenemos: esto es la vida; todo es vanidad y atrapar vientos.

       Tras el lenguaje sereno de este relato se oculta un apasionado apego del autor -autentico amor- por esos pequeños seres gesticulantes, por sus mínimos ademanes, por su carencia de destino. Es una solidaridad conmovedora, tan grande, que el autor no vacila en dar a su propia novela la forma de estas vidas: su estructura fragmentaria, y sobre todo su terminación evanescente, ese progresivo deshilacharse de los personajes y de los capítulos, de la novela misma, que en realidad no termina, no se cierra, sino que simplemente se evapora en el vacío. La primera impresión del lector es que faltaron arte, unidad y cohesión narativa; pero una lectura reflexiva revela esa dispersión formal como el único lenguaje posible para expresar esta clase de destinos.

          El autor ha sido fiel a sus sombras, a sus obsesiones, a su melancolía de la vida; ha creado el montaje exacto -imperfecto y disperso como sus propias criaturas- para revelar esa dispersión existencial. "El picadero" es unanovela intrépida, sin impostación de voz, sin trucos formales, artística en el mejor sentido, llena de una secreta sabiduría, de una serena tristeza, con páginas de una penetración magistral en el misterio de las relaciones humanas, en la inanidad de los destinos humanos. Su desencanto es su verdad, es su calidad literaria, es su belleza.

   Creo percibir el origen de esta visión melancólica del mundo. Es un sentimiento pagano, pero sólo posible en un medio bíblico y cristiano. Pues sólo en este medio alcanza tales proporciones la "tristeza de este mundo", la fugacidad del tiempo, la inanidad del ser finito. Cuando el contrapeso de este sentimiento -la fe en la eternidad, la alegría teologal- se pierde, los hombres buscan sustitutos, mitos, ideologías, causas terrenas, que de algún modo remeden la fuerza de la religión, su entusiasmo creador, su esperanza. Couve mira desde fuera, desde las tinieblas exteriores, la luz de la fe, intensamente sentida como el único sentido posible de la existencia. Pero, desde esa distancia, escéptica, ha optado heroícamente por no sustituirla con mito alguno, ni siquiera con la blasfemia o la rebeldía. Entonces asume esta vida imperfecta, este mundo vano, con serena lucidez: con amor. Ama a esos despojos que se llaman Blanca Diana o Sousa, recrea sus pequeños gestos con un arte exquisito, como formas valiosas qe brillan un segundo antes de hundirse en la nada. Reconstituye esos pobres destinos en un ejercicio ascético y humilde, enormemente conmovedor en su deseperanza y en su lealtad.

    Nada semejante a Couve se encuentra en la narrativa de su generación. Entre los novelistas de su edad los hay ciertamente más hábiles; pero ninguno tan serio en la elaboración de su arte, ninguno tan honesto, tan lúcido, tan fiel a sí mismo, tan exacto en la expresión de su propio mundo como lo es Couve en la revelación de su melancólico sentido de la existencia. Y, dentro de ese rango, pocos personajes recuerda uno tan perdurables en su humanidad y tan nítidos en su expresión narrativa como los seres misteriosos, precisos en su vaguedad, reales en su insignificancia, que pueblan esta extraña novela.



en El Mercurio, Santiago 27 octubre 1974

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