lunes, 12 de mayo de 2014

CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA (La segunda comedia) Segunda Parte




II. CUARTETO MENOR





CABEZA MALA




Cuando Marieta la modelo perdió a Camondo, un año antes de su muerte, ya no estaba en su sano juicio. Quizás por soledad o simplemente por pena, se trastorno, volviose irreverente, impúdica, ella que siempre había demostrado un carácter dulce, una personalidad abnegada y cautelosa, le dio por hacer morisquetas, sacar la lengua, arrastrar el quitasol por la terraza, decir palabrotas, improperios que durante toda su vida solo escucho de otros, pero que almacenados uno a uno en su conciencia, una vez perdido el control, dejó afluir sin orden ni freno.

Las enfermeras que la asistían renunciaron a ello a causa de sus empellones; la acusaron de brusca, áspera, pesada de mano, violenta, amén de otros detalles con la cantora, una lapicera de palo que le clavo a la Sonia como dardo en el brazo y ese afán de desnudarse donde le daba la gana.

Desahuciada y en cueros, quedo al cuidado de Juanito, un antiguo repartidor de gas a quien le decían el Mote; pacientemente, éste la llevaba en micro a las transfusiones de sangre en San Antonio.

Sola, en el segundo piso, invento maldades. El hombre se desempeñaba abajo, el teléfono lo tenía en el jardín o en el repostero con un alargador interminable, porque Marieta cuando lo respondía, siempre decía lo mismo: soy Pacalito o mete bien el dedo, o métetelo mejor, o ¿no han visto la película del hombre que se mordió la espalda?, o ¿churris bundis ónde está ocho polito de papá? Ideó dejar cosas en la calle frente a la casa y observar oculta, tras la ventana de su cuarto, la reacción de los transeúntes.

Primero fue su costurero, bajo, lo colocó en la vereda y se escondió, le apasionaba mirar a la gente detenerse, dudar, otear circunspectos en todas direcciones, continuar viaje, algunos más resueltos, regresar, coger el objeto y emplumárselas.

Luego del costurero vino la plancha - Juanito ignoraba el juego-, después una muñeca negra, un vestido que lo presentó estirado, un abrigo a cuadros, la cartera, un espejo. Pero su entusiasmo llegó a mayores cuando abandonó allí una silla. En esa ocasión, el desconcierto callejero adquirió relevancia, más de un peatón estuvo tentado de tocar el timbre y denunciar el hecho, la mayoría pasó de largo; sin embargo, no faltó el avezado que primero la cambió de sitio, la probó y echándosela al hombro, se le hicieron pocas las piernas.

Marieta actuó entonces con el velador de su pieza, aprovechó que Juanito estaba de compras y acarreó como pudo el mueble escaleras abajo, lo ubicó en medio de la calle, incluso le colocó encima la lámpara de noche. La reacción fue similar a la de la silla, en la lámpara no estuvo el problema, fue en el velador que dcmoró un tanto, pero igual se lo llevaron entre dos.

Cuando Juanito regresó con la bolsa del pan, la vereda se encontraba limpia, sin nada.

AI día siguiente, Marieta sí que la hizo en grande, desnuda como Dios la enviara al mundo, se colocó ella misma, un montoncito de carne acurrucado. La rodearon los mirones -uno de ellos era el que se había birlado el espejo-, discutieron si llamar a la Asistencia Pública o a la Policía, optaron por esta última.

Interrogada en la Prefectura, mientras Juanito la cubría, no le sacaron palabra.

En el parte oficial se dejó constancia de lo que asevero el jardinero: que estaba enferma, que había quedado sola, que su profesión consistía en trabajar sin ropas, que al parecer, al abandonarse de ese modo en la vía pública, abrigaba la secreta esperanza de que así como se habían llevado sus cosas, alguien se la llevara a ella.





PERDER LA CABEZA



La mujer del tony Bombillín se cargó de niños. Vivía la familia al cuidado de una casa veraniega; esta vivienda permanecía cerrada y los Bombillín amontonados en el sótano, el cielo raso encima, la cocina en el patio, el baño también fuera.

La mujer lavaba en una maquina sonora que brincaba a la sombra de un emparrado.

En invierno se colocaba las medias que su esposo lucia en la pista, gruesas, de color zapallo, con pelos grandes de goma, y cuando se inundaba el patio y el viento echaba por tierra los cordeles, se metía en los zapatos descomunales de circo y recogía la ropa.

Bombillín armó casa en otro lado.

Lo sorprendieron comprando un terno fino donde Javier; lo mantenía una mujer rica, entrada en años, quien le prometió un camión si se portaba bien. Se decía poetisa; escribiría en su diario íntimo:



¿Quién, quién me pregunto es esa sombra que por las noches estaciona un camión en la esquina y desconoce mi nombre?



El par de mujeres se enfrentó en una ocasión en que las micros en que iban, una hacia Cartagena y la otra rumbo a Llo-Lleo, a causa de un taco, quedaron ventanilla con ventanilla.

Se conocían de vista.

En el diario, unos versos de la solterona sintetizaron la escena:



Fuimos dos peces espada

dos peces perro

acuario contra acuario

redoma contra redoma.



La mujer de Bombillín tenía problemas para guardar las gallinas por las tardes, las contaba una y otra vez antes de enviarlas al travesaño, o le faltaba una o sobraban tres.









CABEZA DE NIÑA



En los años en que Sandro, el joven discípulo de Camondo, paisajeaba en Playa Chica, una tarde de diciembre la ventolera le trajo hasta el caballete a una vieja intrusa, especie de espantapájaros, velamen de seda negra adherida al mástil de sus huesos. Miró el cuadro, y para sorpresa del artista, le hizo atinadas sugerencias; conocía el oficio, habló de transparencias y del uso de los empastes.

Estupefacto, observo Sandro ese rostro enjuto como un algo desinflado; los ojos turbios se sumaban al derrumbe físico del resto. Le habló ella de su padre, el célebre pintor Moya, luego se refirió al conocido retrato de niña que este le hiciera y que hoy cuelga en el Museo de Bellas Artes; una cabeza sublime, el ovalo enmarcado por graciosos rizos castaños, las mejillas pletóricas de tonos cálidos como los labios, encajada toda esa lozanía en un cuello de Flandes, bordado a pinceladas diestras y sabios efectos, el traje de terciopelo tan bien solucionado que se siente la consistencia del paño.

Una infancia rescatada a tiempo.

Volvió la vieja a insistir sobre su cabeza de niña realizada por su padre. Aunque Sandro la conocía de sobra, negó su existencia, incluso fingió ignorar a su autor. Increpó ella con odio y se alejó arrastrada por el viento.

Un esperpento a la deriva en la soledad de la playa.





ROMPERSE LA CABEZA



A la Jovita, la mujer de don Lucho que trabajaba en la cocina del liceo, en cierta ocasión se le cayó, dentro de la noria, un chancho chico que merodeaba por la orilla. La Jovita daba gritos, no tenía fuerzas para alzar la soga y retirar el balde desde esas profundidades y con el animal muerto encima.

Gastón Aosta, el fotógrafo playero, que pasaba por esos andurriales, escuchó a la cocinera.

El liceo queda justo en el vértice de una costra abrupta de tierra.

Aosta accedió a asistirla. Era un día tórrido de verano, el sol en su apogeo no les otorgaba ni un centímetro de sombra. Gastón se aferró a la barandilla y descendió por ese cilindro negro y húmedo hasta dar con el animal y el cubo. Al levantar la cabeza y mirar hacia arriba, se encontró con un cielo completamente estrellado, miríadas de astros, una noche esplendida en pleno día.

i Qué se iba a imaginar Aosta que el rescate de un cerdo le enseñaría las estrellas fuera de la noche, lejos de su cielo! i Un negativo a gran escala!

Jamás antes, ni en sus mejores momentos de fotógrafo, su cámara oscura lo recompensó de esa manera.





PERDER LA CABEZA



Ese día jueves, la Negra contaba las horas para dejar su casa y emprender un largo y reparador viaje que bien se merecía.

Las maletas abiertas sobre la cama mostraban su anhelo. Habían sido innumerables años de cautiverio al cuidado de una madre que en un comienzo fue dominante y luego lo siguió siendo cuando cayó en cama enferma, invalida; cuya sola movilidad consistió en agitar la campanilla del velador para pedir socorro por un sinfín de nimiedades.

Ese badajo estridente dejo en la soltería a su única hija, y en la histeria a la Rosita, la sirvienta de toda la vida.

En la calle Centenario de San Antonio, cerca del puerto, se veía durante buena parte de la noche una ventana encendida: el cuarto de misia Mercedes, insomne, moviendo sin cesar los labios, orando, maldiciendo, el velador repleto de libros y recordatorios píos, y remedando su corazón gastado un reloj sonoro de grandes números romanos, que debió estar en la cocina, además de esa campanilla, negra, de mango suavizado como el cuesco de una lúcuma.

La Negra ya tenía sus años, la Rosita otros tantos, las tres mujeres no conocían otra cosa que la rutina hogareña, un triángulo exento de hombres, con excepción del abogado, el señor cura, el cobrador de la luz, el repartidor de gas, el doctor Benítez, varones que entraban allí tal como salían, con la mente puesta a lo que iban, saltándose a esas hembras pasadas en limpio.

La madre poseía sus ahorros, había sido la mujer de un intendente en los años de los gobiernos radicales, pero, austera hasta la avaricia, obligó a su hija Marta a ganarse la vida y solventar sus gastos personales, lo que hizo que esta ocupara su tiempo en hacer copias a máquina, trabajo duro por el que pagaban incluso menos que por tejer chalecos de lana, otro oficio con que matizaba el primero. Encaneció temprano, no salió de un traje de sastre abotonado con rigor sobre una blusa discreta, las medias pasaron de la transparencia a la opacidad color carne muy característica de la soltería, y los zapatos recios, de tacón firme, confirmaron que no conocía varón.

Era la Negra una mujer abnegada no sólo ante las mañas de la anciana, sino en la parroquia, donde asistía a un grupo de feligreses pobres. Con el pretexto de recibir clases de catecismo, estos exteriorizaban sus falencias y problemas, para los que la Negra tenia siempre un consejo juicioso, un discurso apropiado a los asuntos de embriaguez, alcoba y dramas pasionales por los que ella jamás había transitado.

La madre murió sin que la hija ni la sirvienta se lo esperaran. Esta última, con la bandeja del desayuno, al aproximarse a descorrer la cortina de la ventana, se encontró la campanilla en el suelo y a la inválida fría, tiesa, y en una actitud indescriptible.

Las exequias se realizaron a pie, el puerto entero de San Antonio acompañó a la veterana. Pasados unos días, cuando las visitas de pésame menguaron, la Negra saco sus cuentas, visitó al contador, al abogado y dispuso que, a los cincuenta arios, bien se merecía un viaje a Europa; ella, una persona culta, que no sólo conocía a Rodin y Miguel Ángel por reproducciones, sino también, la desnudez de los hombres de carne y hueso de esa misma manera. Así es que ese día daba instrucciones a la Rosita respecto del cuidado y mantención de la casa, mientras echaba dentro de un par de maletas ropa de mas, prendas pesadas, calculando que en el hemisferio norte estaban en invierno. Tenía un concepto añejo del Viejo Mundo, ignoraba que nadie acarreaba dos abrigos, dos paraguas, tres pares de botas de goma y una bolsa de agua caliente.

El taxi que la llevaría al aeropuerto vendría recién a las ocho de la noche, porque el avión zarpaba al día siguiente, y la Negra dedujo que convenía pernoctar en Santiago en un hotel decente, para que las cosas se hicieran en forma más relajada.





Para una poetisa, porque ese era su verdadero oficio, un viaje significaba una fiesta, sobre todo para su diario íntimo, cuaderno secreta que cada día colmaba de rimas, aforismos, pensamientos, prosa llena de semblanzas y dobles lecturas.

Había sido esta práctica su gran consuelo, adoraba a la Mistral, Neruda en su primera época, Rubén Dario, Gaspar Núñez de Arce, en fin, se nutría de un parnaso de lo más variado.

Pensaba visitar en Italia la casa de Keats y Leopardi - aunque nunca los había leído- y dejarse llevar en el Pére Lachaise cual una viuda inconsolable, una musa sola, de tumba en tumba, descubriendo sin guía, al azar, el lugar donde yacía Wilde, la verdadera Dama de las Camelias, Musset, Chopin, Berlioz, Proust, esos seres sobre cuyo reposo inmortal iría esparciendo flores, para luego, en la intimidad del hotel, al referirse a cada uno en particular, estampar juicios, experiencias, sensaciones, que quedarían como testimonio singular en los renglones de su diario.

Ese era su proyecto.

Su nerviosismo no le daba tregua, a cada instante miraba el reloj y se iba a la ventana, faltaba buena parte del día para que Daniel, el chofer que había contratado, se estacionara frente a su puerta.

En una de esas veces, medio cuerpo fuera, en que se asomó a la calle, advirtió que a una cuadra el circo Andes contrastaba su carpa, banderola y pancartas contra el mástil y las tones de los barcos.

No lo pensó dos veces, notificó a la galopina que mataría la jornada de cualquier modo y, sin mas explicación, cogió su cartera, embadurnó sus mejillas e hizo pacientemente la cola frente a la boletería del circo.

Dentro, la lona tamizaba diferente la luz de esa tarde de enero, confiriéndole al espacio un recogimiento, una expectativa muy mágica.

La boca de ingreso a la pista estaba hecha de una cortina de tocuyo dividida en dos, en la que habían pintado el rostro gigante de un clown.

El viento y los que la transitaban partían medio a medio esa cara imponente.

La Negra se sentó en preferencia, encima del ruedo.

Los tonys, para distraer al público de la tediosa espera, se dedicaban a vender golosinas, provistos de unas grandes bandejas colgadas a unas gruesas correas.

Bombillín, el tony que capitaneaba al resto, se acercó a la solterona y le ofreció un cartucho de cabritas. Fue cosa instantánea; la poetisa, sin mayor experiencia en el asunto, intuyó reciedumbre, complexión atlética, musculatura tras ese traje holgado de hombreras desproporcionadas y parches por todos lados.

El pantalón enorme, suspendido bien abajo de la cintura por unos tirantes floreados, no fue impedimento para que a la solterona le funcionara la libido. Lo miro a los ojos, tomó el cartucho. Jamás comía maíz inflado. Canceló con un billete grande, y al momento de recibir el vuelto, sin saber la razón, lo rechazó, haciéndole ver al payaso que se lo guardara.

Bombillín, esa máscara de colores estridentes, la miró serio, como si Raúl Ramírez se asomara tras el hombre de fantasía.

Entonces acercándose al oído de la Negra, le dijo una frase que no sólo la desarmó, sino que la dejó clavada en la silla durante las tres funciones sucesivas que consignaba el programa:

-Quiero estar a solas contigo.

Durante todas las funciones, Bombillín realizó la rutina de la abeja lejos de la solterona, favoreciendo al sector opuesto del ruedo. Lo hizo por cuidar las apariencias. Temía la indiscreción de sus colegas: al tony Zanahoria, pero por sobre todo a Carterita, quien era conocido de su esposa y tenía una lengua afilada.

La solterona, en su mente, que todo lo reducía a metáforas v paradojas, vió en el aro en llamas que atravesaba la leona su propio riesgo, identificó las proezas del trapecio y de la cuerda floja que el destino le tendía. Cuando salió de la carpa, intuyó que Bombillín se haría presente.

En el paradero de micros lo encontró, irreconocible, de terno y corbata normal.

En tanto, el chofer y la Rosita indagaban en los hospitales, los carabineros, el paradero de una mujer que se caracterizaba por lo responsable y por prevenir y controlar hasta el más mínimo detalle.

Así se lo hacían saber al jefe de guardia de la comisaria. A esa misma hora, en una de las cabinas que circundaban la carpa, frente a una mesa de luces, con pomos y frascos de colorete, narices de goma y pelucas, junto a un camastro maloliente, la solterona se paseaba en paños menores, dispuesta a entregarse en brazos de un hombre que ante la situación se llenaba de expectativas.

-Tengo tan feo cuerpo - dijo ella, animándose a esa confesión sincera y descarnada.

-Para eso me tiene a mí - respondió el hombre, convencido de que la carne se paga, y que si todo iba bien, lograría cambiar su destino.

Le habló de deudas, de su anhelo de adquirir un camión para fletes y así combinar la pista de serrín con otra actividad más rentable.

Esa noche regreso la Negra transformada, unas ramas que pendían de un árbol de la acera la acariciaron al pasar, y ella sintió que por primera vez se integraba a la vida y la naturaleza.

La Rosita, en plena calle, en cuanto la vio, corrió a socorrerla, pero se encontró con una patrona diferente, relajada, que subió lentamente hasta su dormitorio, y cerrando la tapa de las valijas, le dijo:

-Rosita, desocúpalas, no voy a ninguna parte, se acabó el viaje, dile a Daniel que me disculpe, que igual le cancelare la carrera.

Esa noche escribiría en su diario:



Virgen era, tiene amado

olvidando su pasado

un día se descuidó

vino Cupido aplicado

en la contienda ganó.



En los meses siguientes, un camión sigiloso, que sobre el techo de la cabina ostentaba un letrero azul, enclenque, y que rezaba fletes, detenía su motor a un costado de la casa de la solterona.

No sólo la pareja se encerraba bajo llave, las ropas de ambos revueltas, hechas un bollo al pie de la cama, sino que Rosita, amurrada, se negaba, luego de que Bombillín se iba, a servir la comida.

Si supiera, decía la Negra, que además de gigoló, es tony, que a escasas cuadras de aquí se coloca dos ridículas alas de lana a la espalda y efectuaba la rutina más trillada del repertorio circense, la de la abeja: “dame la miel, dámela toda”.



¿Quién, quién me pregunto

es esa sombra que por las noches

estaciona un camión en la esquina

y desconoce mi nombre?



i Qué manera la mía de perder la cabeza !





CABEZA MALA



El espejo que birlara el transeúnte frente a la casa de Marieta era de porte mediano, ovalado, con un marco sencillo, sin grandes adornos.

Había estado siempre en su dormitorio; tantos años frente a la cama, que la modelo, al quitarlo de su sitio, vio que las flores del empapelado habían conservado su color original y no sólo parecían diferentes del resto de los ramos roídos por la luz, sino que simulaban una ventana.

El hombre que lo tomó fue el mismo que un mes después sugirió, al ruedo de curiosos que se preguntaba qué hacer con la modelo, desnuda, hecha un ovillo, allí en la vereda, que lo más apropiado era llamar a la policía. Fueron los demás quienes sugirieron la Asistencia Pública.

Luego que los carabineros se la llevaron a la Prefectura, se disolvió el circulo de mirones.

Enrique - así se llamaba el personaje de quien nos ocupamos - regresó a su casa muy preocupado de darse una ducha y cambiarse de ropa para asistir a una reunión social, un aniversario de algo intrascendente.

Dejó la bicicleta, en la que ese día se movilizaba, junto a su puerta; ingresó a la vivienda, encendió el cálifont y se dio un baño prolongado; luego se embadurno el rostro con jabón y se dispuso a rasurar sus mejillas.

Había colocado el espejo de Marieta sobre el lavatorio, así es que debió quitarle el vaho con que el agua caliente lo empañara, restregándolo con una toalla.

Entonces creyó morir: la luna biselada mostraba el dormitorio de su antigua dueña, el lecho en desorden, sus cortinajes, la ventana que daba al jardín.

Al fondo, sobre una consola, un casco de diosa reluciente; los ojetillos de la visera, muy expresivos, miraban de frente con una intensidad inusual.

Volvió el hombre a restregarlo con el paño una y otra vez como queriendo borrar ese reflejo porfiado, equivocado de lugar, pero fue inútil. Su rostro no se reproducía, así es que con la barba de jabón intacta, descolgó el espejo y lo cambió de sitio. Fue inútil. Siempre el dormitorio de Marieta reaparecía.

Llamó a su mujer, quien, al verlo desnudo y con la cara cubierta de espuma, dio un grito, se alarmó y buscó algo con que cubrirlo. El hombre hizo un cúmulo de musarañas, e importándole un bledo hallarse en esas condiciones, salió a la calle, cruzó la calzada y tocó el timbre de la casa de enfrente. Se sumaron los curiosos, que lo rodearon. Entonces, alguien sugirió llamar a la policía, aunque no faltó quien pensó en la Asistencia Pública. No llegaron a tanto y, apaciguados los ánimos, resolvieron ponerlo en manos de su esposa, quien logró Ilevárselo consigo.

Una vez más tranquilo, el hombre le narro los hechos. Ella, luego de escucharlo, acudió a la sala de baño a comprobar tan insólita historia.

Encontró la ducha corriendo, la navaja de afeitar hundida y el hisopo flotando en el lavatorio, que sonoro cual una fuente se derramaba.

El espejo reprodujo el rostro consternado de una mujer que por primera vez tuvo noción de lo frágil que resultaba ser el jefe del hogar, su sostén, el pater familias, el guía de sus hijos, ese empleado de hoja de servicio impecable, juicioso, que para todo tenía una respuesta acertada. Costó trabajo conducirlo nuevamente a su lugar, lo llevaron entre varios. Una vez dentro, ella quiso que le repitiera con lujo de detalles el motivo de tanto escándalo. Entonces el hombre, al comprobar que el espejo había vuelto a la normalidad, tergiversó los hechos, inventando una excusa trivial que dejó a todos contentos.

Quebrar un espejo trae mala suerte. Prefirió Enrique correr ese riesgo a encontrarse otra vez a solas con lo mismo.

Esa noche lo destruyó a pedradas, lanzando los trozos en medio de la calle.

Nunca supo, mientras intentaba el sueño, que la luna que recorría lenta el cielo, vanidosa como nadie, se sorprendió de no reconocerse duplicada varias veces.





CABEZA DE NIÑA



La hija anciana del célebre pintor Moya, que como una sombra llevada por el viento había dado sabios consejos a Sandro, vivía en Santiago, en el barrio Bellavista, rodeada de un cenáculo de admiradores de su padre, jóvenes y no tanto. En un ambiente bohemio, se sometían a que esta mujer les tirara las cartas, les leyera e interpretara lo que el tarot indicaba como suerte y destino. En esa casa, que se había quedado alhajada en los años sesenta, amor libre, la rebelión de las flores, las cabelleras largas, la pata de elefante, las corbatas de payaso, ella, ante una chimenea que no podía encender por culpa de la contaminación, y sobre cojines encima de alfombras de estera, servía un vino caliente famoso al que en las noches de vigilia le prendía fuego como se estilaba antiguamente para destacar el espíritu del alcohol.

Uno de los asiduos, un tal Claudio, que le seguía el amen, se había convertido en su paje incondicional.

Mozalbete mucho menor, que acompañaba a esta hija de artista -conocedora por lo tanto, de todos los avatares de ese “calvario de lo bello”, como decía, sin asumirlo en carne propia - al mercado, al cine, donde ella dispusiera pasar el día y tener la oportunidad de opinar de todo y exponer sus teorías, adoraciones y rechazos. Así llegó la pareja en una ocasión al Museo de Bellas Artes, templo y preferencia de la vieja hija de Moya. Como era su costumbre, se iba directamente a recorrer la colección de maestros nacionales, y ante cada cuadro, repetía como loro lo escuchado a su padre, o cuentos de su propia cosecha.

Pero cuando se detenía ante su retrato de niña, enmudecía, las lágrimas brotaban descendiendo por esas mejillas ásperas y recogidas como un papel usado.

Luego de ese minuto de silencio, de ese acto de recogimiento, siempre le decía a su acompañante:

- Claudio, si alguna vez quieres hacerme feliz, regálame este retrato.

Desde luego, esta frase era sólo un piropo al cuello de Flandes, al terciopelo azul, sus bucles de oro, los ojos vivaces, el fondo sublime.

El mozalbete, para congraciarse con esta mujer que admiraba sin límites, ignorando que ese decir solo significaba un halago hacia la obra paterna, ingresó al museo un día cualquiera de invierno, cuando esas salas no están en el pensamiento de nadie, ni siquiera de los guardias, que prefieren dormitar en los sillones de felpa gastada; incluso las telas se ensombrecen y pierden fuerza.

Claudio entró a la sala de pintores nacionales. En sus oídos, como una melodía pegajosa, llevaba la frase de su amiga. Miró en todas direcciones y como no había nadie, tomó el retrato, y lo arrancó violentamente del marco, haciendo saltar los escasos clavos que lo sostenían.

Una vez con la tela bajo el abrigo, salió tranquilamente a la calle.

La mañana siguiente era sábado, día de tertulia donde Victoria Moya. Lo primero que la vieja hacia era prepararse el desayuno, y en tanto sorbía un café cargado, leer los titulares del diario.

En la portada, a todo color y con letras de molde, leyó: “Robo en el Museo de Bellas Artes”, y sus ojos horrorizados vieron ahora el cuello de Flandes, el terciopelo añil y el resto no en el templo de la consagración, sino en papel de diario.

Se desmayó; solo volvió en si cuando Claudio, el primero en llegar ese día a sumarse a la ronda del vino caliente y las figuras del tarot, extraía de entre sus ropas la tela y se la ponía en la falda.

- ¿Te has vuelto loco?

- ¿Qué no es lo que usted más quería?

El trámite de la devolución fue otra obra maestra que superó con creces al objeto en cuestión.

Se debió consultar abogados, muchos se declararon incompetentes, un juez de la Corte Suprema se tomó la cabeza a dos manos. Finalmente se resolvió que el mismo Claudio acudiera hasta el departamento del director del museo y dejara el cuadro muy bien envuelto junto a su puerta, tocara el timbre y huyera.

Así se hizo.

AI día siguiente, la hija de Moya, que por la completa soledad en que vivía acostumbraba a cenar con el noticiero de la televisión, se atragantó con la sopa de letras cuando el locutor enfatizó:

- Como una recién nacida, envuelta en pañales, un desconocido dejó al pie de la puerta del director del Museo de Bellas Artes la obra recientemente sustraída.

Claudio pensó que, para no dañar la tela, lo mejor era arroparla entre pañales, así los trajines que debía soportar estarían resguardados por ese envoltorio muelle que la eximiría de posibles accidentes y trastornos.





ROMPERSE LA CABEZA



La Jovita sufría de asma. En cuanto Gastón Aosta le colocó el chancho muerto al borde de la noria, sintió que le faltaba la respiración.

Encontrándose culpable, acarreó como pudo el cerdo hasta la cocina, y aprovechando que la maestra y los pinches estaban ocupados en el repostero y los comedores, faenó el animal y lo echó en un fondo de agua hirviendo.

Ignorante el personal del modo tragico como el cerdo había muerto, colaboro con la Jovita en el proceso.

Ella, para congraciarse con las autoridades, dedicó tiempo extra a decorar la cabeza, la que cocida, pero intacta, puso sobre una bandeja

En el hocico, introdujo una zanahoria, dos rodajas de huevos duros fueron a dar a las cuencas de los ojos como monóculos, las narizotas las relleno con aceitunas, sobre la frente peinó un flequillo de perejil e hizo un turbante con cáscaras de limón; de las orejas prendió unos ajíes verdes como brincos de manola, y al cuello un collar de habas tiernas que tuvo la paciencia de enhebrar como cuentas.

Terminada esta monada, la exhibió en la vitrina del comedor de los profesores, junto a los emparedados, postres y platos del día.

La señorita Lineo, maestra de ciencias naturales y miembro de número de la Sociedad Protectora de Animales de Llo-Lleo, que por su postura ecológica se negaba a descuajeringar felinos en clases para enseñar el pulmón, corazón y vísceras a sus alumnos, envió una protesta por escrito al director del establecimiento. La denuncia contó con la aprobación del profesor de matemáticas, quien, aunque indiferente al asunto de “el modo cruel y grotesco de ridiculizar la dignidad de un animal que se merece un debido y mínimo respeto”, no escatimó la ocasión de congraciarse con su seductora colega y amiga.

Realmente la Jovita no estuvo en su mejor día.

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