lunes, 12 de mayo de 2014

CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA (La segunda comedia) Primera Parte

Amaya Bozal


I-CUANDO PIENSO EN MI FALTA DE CABEZA



EL HOMBRE DE CERA



Landas áridas, sinuosidades del secano costero, hierba hirsuta, como sobrepuesta, dando la impresión de que el viento pudiera cambiar a su amaño.

Abajo, a distancia, el mar, Cartagena.

De sobra es sabido que, tiempo atrás, mi ambicioso e iluso ser pactó con el Olimpo y sus dioses anacrónicos, caídos hoy en el olvido y el descredito; divinidades que, sin embargo, tienen aún cierta solvencia, ya que gobiernan y disponen de nosotros los artistas: pueden dictar sentencias, dar ejemplificadores castigos, dejar a alguien mutilado como fue mi caso; pero a la vez son incapaces de hacerse cargo a fondo de nuestra muerte y llevar el alma a un definitivo refugio y sosiego.

Cuando la cera reemplazo mi carne, atrapó mis huesos y detuvo el flujo de mis venas, cuando aquella musa tomó la apariencia ajena y condujo a Marieta, mi vieja modelo, hasta el altillo de la residencial, permitiéndole arrancar mi pesada cabeza de mis hombros, yo permanecí en esa torre aún con vida. No me lo puedo explicar; mi emoción, es cierto, no la sentía centrada en el pecho, pero así y todo no me abandono.

i Cuántas veces antes no la tuve desviada, apuntando hacia las penas y 10s recuerdos!

Algo similar me sucedió al quedar allí decapitado; todo indicaba que era imposible el más insignificante atisbo de vida en tan categórico despojo, y sin embargo, en ese montón de cera, esta porfiaba y subsistía, como la tibieza adherida a los muros luego que el sol se ha ido.

Las historias de Marieta, Sandro, Bombillín, los vecinos de mi casa, incluso las comparsas del Olimpo, siguieron otro derrotero, y como camino bifurcado, yo tomé este atajo y el curso de este relato continuó tras mis pasos, alejándose del que imprimían ellos.



Esa noche, la más aciaga que recuerdo, el oleaje retinto...sólo imaginé de él un funcionamiento pesado y regular. A eso accedía en ese momento mi limitada fantasía.

Anduve a trastabillones, las manos palpando las irregularidades, los accidentes de los viejos muros de este balneario antiguo. Este deambular me condujo hasta las rocas del Capri, atravesando las negras arenas de la Playa Chica, la que reconocí por su reducida distancia.

Cuando me volví sobre el terraplén que lleva a la terraza, me aferré a la baranda de los balaustros carcomidos y esta me puso al pie de la escala inconclusa con tramos de cascotes, donde los perros se erizan tras la verja de la primera casa; su agresividad me notificó que merodeaba la iglesia del Cristo Pobre.

Conocía su puerta lateral, su picaporte vencido. Fue cuestión de manipular ese candado flojo y estuve en las hundidas baldosas de la pequeña sacristía.

Una honda aflicción me cogió al entrar a la nave lateral y acercarme a ese rincón, bajo el retorcido acceso al coro, donde se acostumbraba a colocar y velar los féretros la noche antes del responso.

En esa ocasión no había nada; los velones eléctricos estaban guardados como los caballetes y el carro mortuorio; sin embargo, tuve un presentimiento, una fecha cercana, una sensación imposible de dilucidar en ese momento.

Di vueltas al templo vacío, ignoro si mis pasos retumbaban; esa antesala sagrada estaba vedada a mi destino. De no ser así, mi fin se habría ceñido a la lógica que dictaban esos muros. Yo era allí un completo extraño; a los dioses que me habían dejado en ese estado miserable, y al parecer irreversible, no 10s sentía cercanos. Mi desubicación era tan completa que ni la muerte sabía cómo asumirme, y de la vida solo me restaba ese insignificante vestigio, que apenas me servía para refugiarme allí con menos derecho que un incrédulo, un hereje o un perseguido.

Volví a la sacristía y en mi desesperación, hurgué en el armario grande bajo los vitrales deslavados, a tientas en los cajones donde se depositan los ornamentos, hasta dar con una vieja vestidura que no debió estar mezclada con casullas, albas y estolas. Se trataba de un hábito de San Francisco, prenda de algún hermano tercero, manda, voto, una hechura para mortificación de un penitente, una reliquia.

Para mí fue la solución, el disfraz, la única forma de completar mi figura, ya que una vez dentro de esas ropas, eché hacia adelante el holgado capuchón y suplí, con las sombras que este encerraba, la cabeza, los rasgos, las facciones, mis ojos, la boca, el mentón, la frente.

Completo al menos en apariencia, salí otra vez a la avenida La Marina; dejé a propósito la puerta del templo abierta: un socavón os- curo como el que recogía la capucha, una esperanza de retorno, de calzar con ese credo familiar y conocido, aunque el precio de tal identidad fuese la sucia muerte.

i Qué lagrimas ni nada, si yo no tenía cabeza!



Me encaramé a las micros y sujeto a la baranda de los asientos, debí soportar el éxtasis que continuamente me cogía.

Atenciones y fiestas que se le hacían a esa sotana.

Como sabía de sobra que no era esa elevación horrible invitación divina a mi persona, ni compensación a horas de flagelo y adoración, entonces me provocaba náuseas verme así tratado por los cielos; y este estado que en otros habría significado jolgorio y noticia de dicha, en mi volvíase de lo peor: sólo deseaba que me abandonara a esa abertura, ese convite a la ingravidez malsana.

Con que hambre observaba las rocas inamovibles que el mar en su inútil asedio trataba de arrastrar.

Descendía de esos vehículos destartalados, y cogido por la luz cegadora, me adentraba en ella corno quien recorre un túnel.

A pesar de tanta luminosidad, ese verano se me negaba; el calor rehusaba tocarme y un desapego del entorno impedía vincularme al mundo.

Las calles se me aparecían como las dejara el último sismo: el pavimento amontonado exhibiendo sus aristas y una viejecita enclenque, canasto al brazo, trepando esos bloques dispuestos sin orden.

Me perdí un tiempo en las noches del puerto, en albergues, cuartuchos subterráneos y arcos de puentes, a veces empapándome de perfumes más apestosos que mi suerte.

Cuando pienso en mi falta de cabeza, recuerdo que siendo niño, en mi primer viaje a Italia en compañía de mi abuela, luego de visitar el imponente castillo de Ferrara, descendimos hasta una pequeña plaza, en donde se levanta un monumento a Savonarola.

AI aproximarnos al pedestal que soporta al monje con las manos en las mangas y la cabeza algo inclinada, descubrimos que dentro del capuchón no había absolutamente nada, sólo tinieblas.



Ignoraba mi abuela que yo me encontraba en Florencia la noche del 17 de noviembre de 1494, cuando Carlos VIII forzó las gigantescas puertas de San Frediano y los argollones que mordían los leones se cayeron al suelo.

Me pregunto ¿cómo era en ese entonces mi apariencia? ¿Acaso la misma que hoy luzco aquí en San Antonio, merodeando por los muelles del puerto?

De esa fecha recuerdo aquel desfile dantesco, al Rey bajo el dosel movedizo, guardamalletas y borlas, la caballería de miedo, sin orejas ni rabo, los belfos hechos una ruina por el maltrato de los frenos, mariscales, guardia suiza, gascones, nosotros simples comerciantes con la bolsa oculta en las faltriqueras sin fondo; unas cuantas monjas del convento de Las Murates se descolgaban en sogas y canastos desde la altura de sus celdas.



Yo estuve allí ante esa interminable sucesión de antorchas, resplandor de armaduras, alabardas, culebrinas trabadas en el lodo, falconetes, arcabuces, torres de asedio, caídas las celadas de los yelmos y tanto distintivo horrendo; la joroba del monarca cincelada con primor en el espaldar de acero, los guanteletes ensortijados ocultando las membranas de sus dedos de pato.

Suerte la mía haber sido testigo de cómo el medioevo añejo expiraba en las calles del Renacimiento.

Qué profunda relación la de estos hechos con el evangélico solitario que vocifera bajo los balcones de la San Julián de Cartagena.

Habla de Israel, el mar le remeda como loro, guitarrones encintados, panderetas apocalípticas.



Yo estuve en Florencia cuando la redondez de la Tierra se impuso y la línea del horizonte cayó por los suelos, todo se volvió profundidad, conocimos la distancia, la atmosfera permitió el volumen y la luz tomó contacto real por primera vez con las cosas, mostrándonos en su roce la esencia de las mismas.

Por fin pudimos en la bottega, nosotros, meros aprendices, pagar unos florines a unos cuantos marineros de Indias para que posaran como apóstoles y como Cristo.

Roma saqueada, no les bastó pasear a los frailes en cueros, a horcajadas sobre el lomo de mulas escuálidas.

Grave fue en la ciudad eterna exhibir a la chusma el cielo raso de la sala de baño del cardenal Califano, pintarrajeado con delfines y náyades absurdas, y esas llaves de oro -no las de San Pedro - de los vanitorios repletos de sangre.



Alguna vez estuve tentado de retroceder hasta Cartagena, tomar un colectivo y aproximarme de noche al cementerio que queda en el fondo de una quebrada: unos muros pobres sobrepasados por hileras escuálidas de álamos.

Saltar la verja y forzar la puerta del único mausoleo importante de ese camposanto rural, donde la familia Ormeño accedió a cederle a Marieta un lugar en la bóveda húmeda.

Con una palanca he pretendido tantas veces levantar la losa y dejarme caer en ese recinto de sombras, patear ataúdes y reducciones, hasta dar con el féretro de mi modelo. Quitarla de ahí y estrecharla contra mi pecho. Nada hubiera sido hallarla inerte, porque yo le enseñé a lograr ese abandono. ¡Cuántas horas de peroratas para dejarla fláccida, inmóvil, inexpresiva, como de seguro ahora la encontraría!

Hablarle a esa dejadez, a esa mujer dormida era mi costumbre; así tendría por un segundo la feliz ilusión de que entre nosotros no había ocurrido percance alguno, que quien me quería de veras volvía a mis brazos a compartir conmigo antiguos diálogos.

iLa echo tanto de menos! ¡Me hace tanta falta!

Pero me refreno, más vale que pose bien la muerte, que se gane la vida, que permanezca obediente a su actual dueño.



A un costado del cementerio se yergue un cerro de gastado perfil. Un surco profundo marca su falda como una herida. En esa hondonada se inmiscuye la tiniebla y de ella brota, a modo de recompensa, una tupida verdura, inmune al parecer a los cambios a que obligan las estaciones.

Un vendedor de porotos de la calle Centenario me dio albergue en su casa.

Por ese entonces yo ya había recuperado la cabeza; dejé atrás la cera, y la sotana se volvió un mero recuerdo, una prenda olvidada en el probador de una tienda de ropa usada.

Era un verano tórrido, setecientos mil turistas colmaban las playas; en lugar de arena había cabezas, i tantas cabezas!

¿ Dónde había Marieta dejado la mía de cera? ¿En algún museo o bajo tierra?

¿Han visto mi cabeza?, me daban ganas de gritar en el mercado, la garita de los buses, la terraza, los muelles del puerto; indagar en los prostíbulos: capaz que una cabrona vieja me tuviera en cama, el cuerpo armado con una almohada.





CONFESIÓN DEL INFIEL



Sentí pavor cuando Cecilia, la garzona del Lucerna, me saludó con un mohín como a un desconocido; entonces me asistieron horribles dudas sobre mi apariencia; no vaya a ser cosa, me dije, que el cielo y el Olimpo trabados en quién sabe qué litigio eterno me hayan enviado por apuro de vuelta en un envoltorio cualquiera -el mío traspapelado- y yo me esté paseando muy orondo por Centenario sin advertir el equívoco y nada menos que en el cuerpo de otro; me aterré de sólo imaginar que de un automóvil aun en marcha descendiera una mujer ya de sus años como loca y a gritos me llamara por otro nombre, me besara con fruición, me dijera monito, perrito, dónde estabas, me Ilevara a una casa desconocida con familia y parentela completa; aunque se tratara de un palacio, la sola idea de pernoctar con una señora que aseguraba ser mi esposa me hizo correr hasta la vidriera de la esquina y plantarme ante el espejo que allí tienen empotrado en el escaparate; cerré los ojos, no me atrevía a abrirlos por temor a enfrentar a un atlético varón o un burgués adinerado con camiseta que, presa de una profunda depresión, se hubiese lanzado de bruces a un despeñadero; los abrí, felizmente ahí estaba el Camondo de siempre, ¡tanto que había difamado mi físico y sin embargo al reconocerlo me dio una inmensa alegría, hasta me encontré apuesto, era el mismo, no me habían devuelto en otro!

Mi primera reaparición en público, mi estreno en sociedad, fue en la fiesta de disfraces de la calle Pedro Montt. Todos los años las Madres del Amor Misericordioso efectúan allí una kermesse a beneficio de los niños huérfanos; era tradicional que este evento fuese con disfraces, actualmente sólo se acostumbra a llevar máscaras, en el bazar adquirí una, me llamo la atención que entre tantas caras de carton-piedra, animales, personajes célebres y de ficción hubiera uno o dos que representaban a un señor y a una señora cualquiera; me divirtió sobremanera cambiar mi rostro por otro similar y así, con mi sombrero sobre estas facciones corrientes, me fui a la kermesse de la monjas; en la micro la gente me miraba, era impresionante al parecer ver a un señor de rasgos un tanto exagerados pero con expresión normal: cejas pobladas, ojos redondos, nariz prominente, labios sensuales y mentón firme; iba pensando en esos faraones que ante la avidez y las expectativas del arqueólogo del intruso nos reciben recubiertos de oro, sonrientes, magníficos, ocultando la realidad de sus despojos. Esa kermesse de los huérfanos fue el último intento que hice en el litoral por reinsertarme entre los demás; fui tal vez un tanto ingenuo al creer que de vuelta del castigo y ya en mi consistencia normal, podía rehacer mi vida. Regresé a la Playa Chica, escenario de tantas historias, como quien tiene cita con un amigo; el peñón de la caleta se recortaba plano, nítido, a medida que la tarde lo envolvía, y pensé en el perfil de los barcos; abajo, en la minúscula rada, la sonajera de piedras que el mar intentaba remolcar hasta la orilla se hacía más patente; la marea alta sumergió al malecón desdibujando ese terraplén de cemento; al observar aquellas transparencias, éstas fueron esbozando retazos del inicio de mi historia, como si en una larga noche de San Juan, con velas vueltas y ante un lavatorio con agua, alguien indagara su remoto pasado: linda tu mamá, ¿no es cierto?; el espejo del ropero de tres cuerpos, la cama normanda, la Virgen de la Silla, la fotografía de la reina de la primavera, las damas de honor y a ambos costados dos pajes afeminados con esclavina y medias de seda, la cartera, el costurero, las escobillas inglesas, la ventana recogiendo a duras penas la luz gélida que antes invadía malamente el patio trasero; linda tu mamá, ¿no es cierto?; enfundada en un traje sastre, negro el corbatín de la blusa, unas iniciales de fantasía que ella había encontrado en la calle. Aparte la vista de esas aguas, espejo revelador del recuerdo, no podía soportar aquella nitidez, de vuelta de la muerte, el presente me insinuaba una existencia solapada, va no entraría en historias; todo indicaba que debía ocultarme, abordar el silencio y el olvido.



¿Quién se acuerda del tiento, la sanguina, la grisalla, la cotona, el atril portátil, la sombrilla, el piso plegable?, nadie, nadie, sino mi corazón. Cuando niño no tuve juguetes, sólo libros con estampas para mayores; a veces mis ansias de viajar e introducirme en esos remotos parajes me hacía tijeretear a escondidas las láminas, dejando entre las letras y los párrafos ventanucos vacíos, un verdadero desafío para esas deficientes descripciones: ¡vámonos, Camondo, acá ya no nos quieren, acá todo está terminado! ¿qué será de ti a la hora de mi muerte? Una sombra, un deleite de la envidia, un montón de ruina, como esos pájaros cautivos que de pronto se escapan y, aterrados, solos, hambrientos, las plumas vueltas, llaman a gritos desde la copa de los árboles, para que sus amos los encuentren, y sometan otra vez al cariño de sus jaulas; te llevaste, Camondo, lo mejor del desfile, no hubo clavel que no rebotara en tu pecho, tu pecho hueco, peto de mala resonancia, latón de fantasía festoneado con ese par de leones rampantes baratos hechos en molde; Camondo al proscenio, yo al último rincón del paraíso; ese teatrucho destartalado del Colon de San Pablo con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre; habían alzado la mortaja del telón ... la fachada ploma de ese coliseo de barrio, la marquesina sin cristales y dos hornacinas vacías a los costados, donde los padres sentaban a sus hijos y les abrochaban los zapatos; en un sitio eriazo en el que venden materiales de demolición he visto las butacas de ese cine, en rumas como pirámides, las baldosas del foyer, que Berrios bruñía con esmero, amontonadas por docenas y a precios irrisorios, y así, los urinarios, los tramos de la escala, que adosada al muro llevaba de la platea al paraíso, sus peldaños, la baranda, los descansos, que bien recuerdan los condenados que la subían.

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