miércoles, 4 de diciembre de 2013

En los desórdenes de junio (fragmentos 11,12 y 13)





EL MINISTRO BLUMER



La acuciosidad de Blumer y su sentido de responsabilidad terminaron por exacerbar al Parlamento. Si bien es cierto que contaba Blumer y su ministerio con la confianza de las dos ramas del Congreso, esto no les impedía odiarlo.

Sus iniciativas llenaban de estupor a los senadores, ya que estaban revestidas de tales subterfugios que descubrir la real intención del ministro, era como deshacer elástico por elástico una pelota de golf.

Algunos observadores llegaron al convencimiento de que estos proyectos engorrosos eran una medida del ministro para ganar tiempo y poder entonces meditar los nuevos.

Los hombres del gobierno, pero sobre todo la ciudadanía, aguardaban con expectación el día de la apertura del Congreso. Día solemne para la Republica en donde el primer ministro daba cuenta a la nación del estado de la hacienda pública. En otras repúblicas es este un día de justificaciones y embustes, en cambio para Blumer representaba una fiesta. Todo aquello que los senadores y diputados no habían captado en los proyectos quedaba dilucidado. Por ello la ceremonia duraba a veces hasta tres días y el público apostado en las afueras levantaba tiendas y cocinas ambulantes. A medida que Blumer explicaba sus secretos, los congresales iban quedando en vergüenza, siendo motivo de burla y hasta de agresión física por parte del público que ocupaba las galerías.

Al finalizar la cuenta, en medio de un gran silencio, abandonaba el Parlamento. Si había algo que Blumer no toleraba eran los aplausos. Dirigiéndose en una ocasión al empavonado cuerpo diplomático, les expreso: “Los aplausos, señores, son sólo ruido de las manos.” Nunca, después de esta ceremonia, invitaba a sus colaboradores a un ágape en el palacio de gobierno, porque en realidad no los tenía. Volvía directamente a su despacho, corría las pesadas cortinas y encendiendo la lamparita de noche, continuaba su trabajo. El público, reverente, Ilenaba la plaza bajo su balcón y comenzaban los vítores y las salvas. Pero como Blumer no tenía la menor intención de asomarse a retribuir esas muestras de afecto, al cabo de algunas horas le lanzaban todo tipo de cosas, quebrándole corno era habitual los vidrios del despacho. Todo el material que habían traído para las celebraciones lo ocupaban para el ataque, ubicando los fuegos artificiales en contra de la ventana. En una ocasión ocurrió que un cohete penetró en la sala, encendiendo una cortina. Sólo al amanecer la plaza estaba desierta, Blumer cerraba su enorme cartapacio, apagaba la luz y reclinándose contra el respaldo, dormitaba un momento. Después, con un gesto ausente, indicaba al señor edecán que hiciera el favor de reponer esos vidrios y despejar la plaza de panfletos, globos, carteles y desperdicios.

Con el correr del tiempo pudo apreciar el país los cambios reales y la prosperidad a que lo llevo la administración de Blumer. Hizo del gobierno la única pasión de su vida, llegando a extremos inconcebibles. Un día determino que no podía perder el tiempo en ir y venir del comedor al escritorio y ordenaba llevar el comedor a su oficina y más tarde los muebles del dormitorio.

Ni los ruegos del señor Gormaz, jefe del protocolo, su edecán, ni sus ministros, incluso miembros del Ejército y la Marina, pudieron convencerlo de que era desde todo punto de vista descortés e incorrecto recibir al Rey de Inglaterra en aquel despacho convertido en casa de remates.

Dícese que en aquella primavera cuando el Rey visitó la joven República, Blumer le invitó a su oficina y el monarca de buena gana se recostó en la cama del ministro en tanto este terminaba con el postre.

Suspendidas las recepciones oficiales, los viajes de retribución, etcétera, el palacio de gobierno perdió el esplendor de otros años. Dicto Blumer una ley de ahorros en que la fiesta nacional del 28 de marzo quedó suspendida y la gran parada se redujo a una treintena de caballos de circo que paseaban en forma sistemática durante todo aquel día por un recorrido trazado de antemano.

A comienzos del verano, después de las elecciones de alcaldes y regidores, Blumer enfermó. Su médico de cabecera, el doctor Marambio, lo prohibió todo tipo de esfuerzos, obligándolo a suspender el trabajo. Una masa oscura de curiosos repletó la plaza y permaneció a la espera de noticias. Blumer, abriendo un ojo, preguntó a la enfermera:

-Dígame, señorita, ¿hay gente bajo estas ventanas?

-Sí, señor, es impresionante.

-Lo suponía. Aunque guardan silencio, me estorban.

Hizo colocar parlantes desde los balcones para rogar al público que lo dejaran en paz. Como era habitual, esto despertó el resentimiento de los ciudadanos, que volvieron a la carga vociferando los peores insultos contra el mandatario. Entonces la guardia despejó a sablazos la plaza y todo volvió a la calma.

Blumer, al sentir la cercanía de la muerte, mandó llamar al cardenal Engola y le hizo prometer bajo juramento que lo enterrarían en el más grande secreto.

Cuando Engola se acercó para tomarle las manos, en un acto de agradecimiento y en cierto modo de despedida, el ministro reaccionó gritando:

- i No me toque usted !

Pero una súbita recuperación dejó a todos desconcertados y Blumer no falleció, sino que viviría veinte años aún.

Al saber el público de su mejoría se agolpó en la plaza para vitorear al mandatario. La plaza hervía de gente, todo padre llevaba sobre los hombros a un niño y las madres habían tejido largas trenzas de flores con sus iniciales. El Ejército levantó entarimados en donde músicos 17 comediantes desplegaron sus gracias. Se organizaron concursos, y carros alegóricos desfilaron bajo sus balcones. Una descomunal estrella fue suspendida del cielo y cada una de sus puntas mostraba cien banderas. Aviones hicieron ruedas de humo sobre los techos y la catedral echó a volar sus campanas, imitándola todas las iglesias menores. Se repartieron helados y bizcochos en grandes bandejas del Ejército y el Congreso en pleno vistió traje de gala, trayendo todos sus miembros una antorcha en la mano.

Entonces el edecán, bañado en lágrimas, rogó al ministro que acudiera a la ventana. Blumer sintió que nunca lo comprenderían. Se puso un viejo abrigo que usara incluso para dormir y bajo a la plaza. Al verlo el público en el umbral de la puerta y no en el balcón como esperaban, se produjo un gran silencio. A medida que Blumer acudía a ellos, estos se replegaban, abriéndole una ancha vía por la que el ministro caminaba. Dos niños que quedaron rezagados viéndole cerca rompieron a llorar y sus madres salieron de las filas para arrastrarlos junto a ellas. Así fue como la plaza quedó vacía y pudo Blumer acercarse a una tarima y probar con un dedo un poco de pastel de ciruela. En tanto el mandatario volvía al palacio, la plaza se pobló de nuevo y cuando estuvo dentro, el bullicio era realmente ensordecedor. Blumer entonces rogó a1 edecán que abandonara su despacho y corrió las cortinas con el desgano de quien se aísla de este mundo.




ESTERES, EL ACTOR



Esteres, el actor, de tan oficioso que era, no sabía, después de encarnar los personajes del libreto, volver al propio.

Pero las extravagancias tienen una completa explicación y es así como un día en que me dio la impresión de que el mundo no seguía, al volver la esquina tenebrosa del convento de los capuchinos, me topé cara a cara con mi antiguo compañero de colegio y hoy célebre actor, Esteres.

Tenía el cinturón cruzándole las dos puntas de un chaleco, el sombrero en la mano, un atado de guantes, gafas y bastón de nácar. No usaba zapatos, sino botines y gruesas calcetas de lana. Estaba despeinado y borracho. Pero los ojos abiertos a la más endeble melancolía. Me tomó por los hombros y aunque yo iba de urgencia, no le pude negar mi compañía. Cruzó su brazo regordete sobre el cuello de mi abrigo y así a punta de caricias y empellones me llevó calle arriba. Cruzando el arrabal, por lo del Chico Mote, donde los borrachos dejan estelas en el piso y aprovechan los mendigos de juntar el aserrín de las tiendas para ensacarlo y hacer finos colchones que aíslen de sus cuerpos la miseria.

Apoyando Esteres su báculo en el pecho de una rata ocioso, despejó la calle y entramos directamente entre las cestas del mercado hasta los mesones de azulejos bruñidos donde las cocineras ambulantes descuelgan sus presas y fríen pescado, cerdo y papas. Con un gesto versallesco, derribó un montón de curiosos y me indicó una silla. Antes de que yo la ocupara, extrajo de sus bolsillos un pañuelo de grandes flores malvas desteñidas con lágrimas, lo puso sobre el asiento, rogándome que por favor me sentara.

Cuando el anciano comediante se acomodó a mi lado, abriéndose el cuello desató el nudo de la corbata y haciendo un distinguido gesto arrancó de sus manos con desprecio ejemplar los dos guantes. La bandada de palomas regreso en puntillas y oscureció el ambiente.

Como Esteres dormitaba ya hacía mucho, pedí a un mendigo me buscara un taxi y entre ambos le condujimos al teatro. Vivía allí en un camarín destartalado, entre fotografías suyas y otras obscenas, el lavatorio y la jofaina ocultos por un biombo, las calcetas y un par de pantalones secándose al calor de una estufa. Lo acosté y me senté a su lado. Como los anteojos le habían quedado a la altura de la boca, los puse en el cajón del velador. A los pocos minutos de esta situación, un tramoyista daba gritos junto a su puerta: “Te está esperando, Esteres, tienes que entrar.”

Entonces se produjo lo milagroso. El viejo se tanteo el rostro buscando sus lentes. Cuando se los puse en las manos me los arrebató con violencia y sacándose a brincos la chaqueta, hurgó en un armario una peluca con enorme frente de seda, un chambergo y una feroz espada. Al pasar junto al peinador, sin mirar siquiera untó una esponja y se la restregó por la cara. No alcancé a levantarme de la silla cuando lejos oí su voz diciendo: “Como tenía acordado vuestra Alteza se hará.” El público al escuchar esto aplaudió cariñoso.

La joven que estaba al centro de la escena toda vestida de blanco, los dulces brazos extendidos, demostraba su amor desenfrenado al monarca y éste olvidando sus pesares, creyó en sus dulces plegarias. Inconcebible historia la de esta muchacha tan joven -aunque se enamoró de su tío desafiando un sinnúmero de pretendientes de su edad.

Y el viejo monarca terminó por creer que lo amaban, pues nada le decía lo contrario. Esta boda volvió joven al anciano y ella lo amó toda la vida.





EL JARDÍN DEL EDEN



Hay tumbas que dejaron de llamarse. Son estas superficies antes escritas como los desiertos y salares. Muy lejos del Loa, existe un extenso salar corrugado como costra de oruga y hay en aquellos parajes centenar de miles de piedras negras en ordenación inquietante, como si los demonios hubieran suspendido una tarea inútil al llamado del gran espíritu. No son otra cosa que apuros las marcas gigantes de pies y manos que estos seres han dejado incrustadas en las penas suspendidas del abismo.

En este salar, que no colinda con ninguno de los puntos cardinales, existe un pequeño oasis, llamado Oasis de la Huerta. No alcanza su superficie a ocupar cuatro cuadras Y esta todo amurallado, ya que es el recinto de un antiguo convento.

Los monjes que lo trabajan se alimentan de ello y jamás salen de sus muros. Es difícil llegar hasta el lugar, razón por la cual con ellos vive un conocido cirujano que cuida de la salud y del reposo. Este hombre fue aceptado por los monjes bajo juramento de que si algún día escuchaba la voz del Señor, tomaría los hábitos como el resto y así la comunidad no tendría ajenos. Se llamaba Samuel Hernández v era robusto y dentista también. Conocía las yerbas, sulfa y penicilina. Operaba de urgencia en un repostero embaldosado, aplicaba él mismo la

anestesia y tenía un arsenal de remedios que los aviadores amigos le dejaban caer dos veces al año en un paracaídas.

Los insecticidas y desinfectantes para plantas y flores del huerto, el los preparaba y también las dietas y regímenes alimenticios de la comunidad.

Tomó los hábitos el 14 de mayo, ocho años después de haber llegado, y confundido con los otros, se le llamo el Hermano Samuel del Valle; ya no hacía favores y todo cuanto sabía lo tenía del Señor y así de este modo fue fácil el convivir diario.

Como era riguroso, no quiso dejar las prácticas religiosas postergadas debido a sus ocupaciones, determinando que se levantaría una hora antes del alba y se recogería una también después que el resto.

Los años en el salar se pasaron como el lento rodar de una rueda de carreta. No había estaciones, sólo noches y auroras. La puerta del convento jamás se abría y el desierto se encargó de atascarla por fuera, endureciendo arena en terraplén alrededor del oasis.

Una tarde en que los monjes iban en hileras por los corredores, sintió Samuel un extremo dolor, como si alguien le provocara en el pecho un hueco. Fue de tal intensidad el vacío (como cuando el mar se recoge, dejando los bordes lejanos), que se apoyó de espaldas a un pilar y echando los brazos atrás, levantó fija la cabeza.

Los hermanos, absortos en sus rezos, pasaron a su lado sin advertir nada. Samuel volvió la cabeza al pecho, balbuceando:

-¡He perdido esta fe, la he perdido!

Como esos volantines que pierden el hilo, siguió de lejos a sus compañeros y estos, que ya estaban en la capilla, empezaron con el rezo y las respuestas. Samuel permaneció en el umbral y al mirar el Cristo de siempre, lo recorrió por fuera. Advirtió por primera vez la mala calidad de la talla, la desproporción de las partes y los ángeles rubios que lo sostenían le resultaron abominables. No pudiendo soportar tal engaño, echó a correr a su celda y sin encender la palmatoria, se recostó sobre el lecho.

Las horas llamadas por campana no lo obligaron a nada y así quedo el médico sin desvestirse ni cerrar la ventana. El avance de la noche trajo consigo a la luna que a su paso por la alcoba, escribió sobre la colcha con letra fina y de plata: “Yo soy tu diosa.” Estas extrañas letras se fueron escurriendo, llegando a teñir la mesa y los muros.

Samuel, de pie, les puso las palmas y tuvo la d, la i, o, s, t y todas por separado. Juntas sólo en el pecho cabían.

Por la mañana, decidió partir. Como las puertas se abrían hacia afuera y estaban atascadas, le fue preciso poner la escala grande de los frutales y trepar por ella. Del otro lado era fácil descender por el terraplén de desierto.

Llevaba una botella con agua y un sombrero de paja.

No había pasado una semana cuando el superior del oasis cayó gravemente enfermo de tifus y ordeno a los suyos salir en busca de Samuel. Doce monjes, con sombrero de fieltro y abundantes viandas, fueron en mulas tras las huellas del médico perdido.

Lo hallaron muerto y doblado como sobre; tenía las manos juntas y estaba de espaldas. La sequedad del desierto no pudre, así parecía un dormido.



Enajenados y todos contagiados los monjes comenzaron a fallecer y cuando el oasis estuvo en silencio, perturbó la calma un helicóptero de las Fuerzas Armadas, que pasó veloz dejando caer un enorme paquete de medicamentos en un paracaídas.

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