miércoles, 4 de diciembre de 2013

En los desórdenes de Junio (fragmento último (14) y un epílogo)



LA MUSA DE DARÍO

   1.

  Por la calle San Diego andaba errabunda y envuelta en velos una musa antigua. Suelen los siglos tener sus musas, y así Adelina, célebre en tiempos remotos, no encontraba oídos prestos a escucharla ahora. Unos la confundían con mendiga, otros con viuda. Y cuando se arrimaba a los poetas modernos, estos desoían su canto, argumentando que aquellos requiebros dulzones estaban ya escritos. Así Adelina desistió de intervenir en este siglo y se dio a vagar por las calles estrechas. Pero este deambulaje sin sentido le duro poco tiempo, al cabo del cual entró para ocupar sus horas al servicio de un taller de zurcido invisible. Le destinaron un taburete oculto entre las sombras y Adelina, sin exigir nada del mundo, remendó cuanto abrigo o casaca llegó al negocio. A veces, al ver aparecer en el umbral de la puerta a un joven enjuto, con los ojos inyectados de sueños, lo pensaba poeta y con gusto remendaba un socavón que traía en el codo.

   Como era musa y antigua, todo lo hablaba en verso y sus compañeras terminaron por creerla loca. Envejecida, Adelina se retiraba del negocio al atardecer y si encontraba la puerta del portal atascada, la cruzaba inadvertida. Temía la musa su encuentro con la noche. Fueron en otro tiempo su deleite las sombras. Conoció el vuelo nocturno y el adentrarse entre los pliegues de una cortina expuesta a los estragos de la tormenta. Experta en no ser vista, se arrimaba al poeta exhausto y a sus susurros el joven levantaba la cabeza y el corazón postergado latía de nuevo. Esos años están lejos, hoy no existen buhardillas v los poetas se reúnen en nombre de “ideales comprometidos”. Siempre están entre gente decidida y escriben sus versos con la punta del fusil en la arena. Sus voces son ajenas y están las preguntas destinadas a otros vientos.

   2.

   Don Dámaso Argobote y Cuño, célebre profesor y erudito hombre de letras, organizó un taller literario con un grupo de aficionados. Al llamado de don Dámaso acudió toda una cáfila de frustrados y mediocres que querían no tanto aprender, como dar a conocer sus últimos requiebros. De muchos cajones y archivadores se arrancaron hojas perversas de falsas rimas y sentencias fallidas. El primer día don Dámaso no sabía cómo contener a los infelices. Todos querían leer primero. Se interrumpían, se mezclaban sus alaridos al amor, al cementerio, la guerra o el olvido.

  - iBasta! - gritó Dámaso Argobote -. Orden, caballeros. Se leerá por turno. Usted comience, y los otros que esperen.

   Entonces uno que salía apenas del abrigo, cogió un fajo de sonetos mal cosidos y leyó por primera vez a otros oídos que no eran los propios. El resto no escuchaba, hurgando cada cual en sus bolsillos y carpetas, ensayando en voz baja para estar preparados cuando les tocara a ellos. Así el lector escogido leía en medio de un coro de susurros.

  En cada sesión del taller ocurría lo mismo. Todos, llegando al local, pedían leer primero y don Dámaso toma nota de sus nombres según sus gritos y los iba despachando en ese orden. Había sí una excepción. iOh milagro!, un modesto anciano que nada pedía ni tampoco levantaba la voz para inscribir su nombre. Como pasaran los meses fue haciéndose célebre por su silencio y un día don Dámaso, advirtiendo su modestia, le expresó:

  - Usted, mi amigo, ¿no quiere leer primero?

   Al comienzo se produjo un alboroto, pero algo los silenció a todos. El anciano extrajo una billetera y de esta un papel que tenía la cruz del doblez muy marcada y leyo:

   La princesa está triste... ¿Qué tendrá Ia princesa?

   Los suspiros se escapan de su boca de fresa...

   -iPlagio, plagio! -bramó la sala-. Eso es de Darío. Es la “sonatina”, de Rubén Darío. Plagio, plagio.

   El hombre con toda calma explicó: -Es mío, lo escribí yo anoche.

   Don Dámaso, para calmar a los vates hambrientos cogió, cariñoso al anciano por los hombros y queriendo salvar la situación, dijo a sus discípulos:

   -Una coincidencia, señores, una feliz coincidencia.

   Los poetas mastines se revolcaban de risa llegando algunos hasta a llorar de veras.

   El asunto no pasó de allí, y el anciano volvió a las reuniones como de costumbre. Con el correr de los meses, don Dámaso advirtió en una de las sesiones que el anciano se había inscrito de nuevo para la lectura de aquel día. Al llegar su turno, recitó con toda inocencia:

  ¡Ya viene el cortejo!

  Ya se oyen los claros clarines. iYa viene el cortejo!

   Hasta “clarines” llegó el anciano, porque don Dámaso tomándolo fuerte de las solapas, le susurró al oído:

   -Está usted poseído de una musa ajena y fuera de servicio, no la vuelva a escucha ..., es la musa de Darío.



EPÍLOGO

   ¿Cómo dices? ¿Alguien agoniza? Los montes se hacen redondear al sol y en mi agilidad reconocerán los de casa que es cuestión de volver a unir, que ha de ser el jazmín siempre en el jazmín. No pretenderán desavenir inviernos. Que si hubo en alguno de nosotros historias ocurridas fuera del alcance de las lluvias, sabrán disolverlas en sus propios sueños. Todo intacto, ni deteriorado aquello, inexistente o mutado el resto. Pero si te alejas unos metros y entrecierras los ojos no será el sol, sino una estática moneda. Aunque sientas en la cimbreante arboleda que faltan algunos desde la misma tierra serán aberturas nuevas que se mantuvieron secretas. Porque la casa paterna, vista desde la altura, en donde la quebrada tiende a continuar en brumas, es siempre el peñón cortado por manos que lo hicieron fuera de los tiempos. Después vino la siesta que dio origen a las viñas. No hubo nunca en mi comarca revoltura, pues las tierras de mi padre terminaban justo donde el mar daba rienda suelta a desordenes y orgias. Nada supieron los míos lo que en las playas cenizas se hacía a espaldas nuestras. Dicen que zozobraban barcos todos encendidos entre acantilados engañosos que se mostraban sin fondo, cobijando en sus fauces noches completas, abismos espolvoreados de sutil espuma y ruidos que al granito ensordecían. ¿Qué telegrama absurdo que dice de alguien que agoniza? ¿Quién, me pregunto, no ha tenido en su vida noche de trenes y sueños dormidos? La quebrada hecha desde antes, la bruma silenciando el mar que desde aquí es serpentín lejano y abajo el techo sagrado de la casa mía. Puedo cotizar todo lo que rodea sus muros y es la tranquilidad tan suprema que si dicen de alguno de los nuestros que está muerto, yo les probaré que se ha dormido.







Santiago, 1966-1969

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