sábado, 28 de noviembre de 2015

El Verbo Yo por Macarena García M.

    
-Don Adolfo Couve. –Sí, soy yo”. 



 Imagino que a Couve no le habría gustado recibir un libro hecho con fragmentos de las entrevistas que concedió. Era aprehensivo con los periodistas, que transforman las palabras dichas en palabras escritas, y se oponía firmemente a una literatura que hermana, sin complejos, la escritura y la oralidad. De seguro tampoco le habría gustado leer un libro donde el único protagonista es él, que tanto insistió en que “nadie tiene derecho a escribirse a sí mismo” y que se mantuvo firme en su defensa de una escritura en tercera persona, aun en tiempos en que el yo recuperaba buena parte del terreno perdido y aunque él mismo se haya tomado la libertad de traicionarse en su última novela, La comedia del arte, que está contada desde el yo.
    Para Couve hablar de sí mismo, y más aún escribirse, era todo un tema. Cuidaba en extremo las preguntas que respondía, reaccionaba duramente ante aquellas que juzgaba frívolas y para él frívolo era, al parecer, todo cuanto aludía directamente a su vida personal. Tal vez por eso hasta el día de hoy se sabe poco sobre su vida privada, apenas lo necesario para desarmar el mito levantado en torno suyo. Un mito que fue ampliamente consumido por un sector más bien afectado y entusiasta de la cultura local, que a menudo confundió el color de sus ojos con la ensoñación romántica de un creador y con el cual Couve, de cierta manera, coqueteaba, sin por ello mantenerse a salvo de las contradicciones propias y de su tiempo, que no eran pocas. Natalia Babarovic se refirió alguna vez a una suerte de “opereta” que él mismo habría creado “para reírse y para protegerse” y “que · era un modelo si no ajustado a la realidad, por lo menos tan errado como cualquier otro”. Puede ser. Como buen conocedor de la tradición artística decimonónica, Couve sabía que el arte y la vida no volverían a correr por carriles separados y que todo dispositivo formal lleva implícita una ética cotidiana. Creía, asimismo, que la práctica artística comienza por una actitud, aunque no con la misma actitud pueda enfrentarse la vida entera: “No hay próstata de artista”, decía; la enfermedad, la vejez y la muerte amenazan cualquier estilo. Como sea, lo cierto es que esa contradicción entre la vida y el arte se ubicó en el centro de sus preocupaciones, y quizás un modo de lidiar con ella fuera empeñarse en la construcción de un personaje que se revela, a fin de cuentas, contradictorio también. Como la casa que escogió para pasar los últimos años de su vida: una villa toscana con papel decomural inglés, inserta en medio de un balneario decadente. Allí vivió rodeado de un jardín que regaba durante cuatro horas diarias. Cuidó a un perro y también a un loro. Si mal no recuerdo, Freud decía que la casa es uno de los escenarios predilectos para las imaginerías del yo. 

    No lo conocí -cuando murió yo todavía era muy joven-, pero quienes sí lo conocieron tienen a menudo versiones distintas sobre su personalidad. Sus alumnos de la Universidad de Chile, por ejemplo, lo recuerdan como un profesor serio, escéptico, que guardaba distancia. Varios relatos lo describen como alguien que pensaba el Arte con mayúsculas todo el tiempo y que se definía a sí mismo como un Artista, sin titubear. Lo que imagino debía ser intimidante, sobre todo si el artista era, por definición, una persona distinta a las demás, una persona obsesionada con hacer cosas y con hacerlas bien, porque una obra de arte mal hecha no es arte, decía, y punto: el arte exigía, para Couve, un alto costo que pagar, y ese costo debía cargársele, en buena parte, a la vida. Él se lo cargó. Todavía dicen que se oyen por las noches sus bastonazos en las cercanías de su antigua oficina en Las Encinas y que nadie duda que es Couve que anda penando. Quienes fueron tal vez sus más cercanos lo recuerdan, en cambio, como un gran conversador, severo en sus juicios y apreciaciones sobre el arte, pero mucho más divertido de lo que en general se piensa. Me han contado que era bueno para la talla, que le encantaba el cahuín y que no se perdía las teleseries. También que se pasaba horas pegado al teléfono. Todos coinciden, cercanos y lejanos, en que era un hombre inmensamente bello, que tenía una especie de aura en torno suyo, que su mirada, que su barba, que su sombrero: su imagen parecía hecha de una serie de elementos que no variaban. 
   La mayoría de las entrevistas que concedió permanecen fieles a esa imagen, a la vez que se debaten entre una y otra versión. Aparece por un lado un Couve que se aferra a sus definiciones tajantes acerca del arte y la vida artística en general, insistiendo una y otra vez en los mismos tópicos –el arte como religión, la vida consagrada a la belleza, el rechazo al aspecto mundano de la creación–, como si muy tempranamente hubiese configurado una visión unitaria e invariable del mundo y, más aún, de lo que significa ser un artista. Para ese Couve, que desmiente lo que decía Montaigne sobre que ningún hombre es capaz de mantener una sola mirada de las cosas en distintos momentos de la vida, se me ocurre la imagende un pintor que a la hora de autorretratarse acorta la paleta y se prohíbe las medias tintas, entonces las variaciones entre un boceto y otro no son demasiadas, o tal vez sólo puedan buscarse en los matices, en los detalles, en leves cambios de tono que acaso testimonian el paso del tiempo.
   En el reverso de esa imagen, aparece un Couve más próximo a las variaciones, a esos cambios de tono que pueden ser cambios en la iluminación o simplemente cambios de humor. Un Couve si no abiertamente dicharachero, sí al menos divertido, irónico, agudo y en ocasiones chispeante. No sólo cuando se deleita repasando su anecdotario, lleno de pasajes ligeros y sabrosos. También cuando habla de cosas serias como la vida y la literatura –que son cosas graves y serias para él– e inesperadamente saca del sombrero una imagen delirante. Couve oscila todo el tiempo entre una suerte de “artista del no” y un tipo más bien inseguro, que duda y porque duda se ríe. Recuerdo una entrevista que le hizo Cristián Warnken en La belleza de pensar, en la que tras referirse con cierta timidez a los valores que él considera fundamentales en un artista, en oposición a otros que no lo son, se detiene para preguntarle a su interlocutor si está saliendo bien la entrevista, si sus respuestas le parecen adecuadas. La misma vacilación se repite en otras entrevistas. Para esas fracturas que componen y a la vez complejizan su figura, Gonzalo Millán acertó una vez con la imagen de las tres caras del marinero de trapo del niño de su novela La lección de pintura: la del muñeco que llora, la del que ríe y la del que duerme y sueña con los ojos cerrados.

      Tres caras de Adolfo Couve o una sola cara hecha pedazos: sin duda su poética, sobre la que se han escrito cosas muy buenas, tiene bastante que ver con eso. Una poética del fragmento, situada en la vereda opuesta de la opereta, en cualquier caso detrás de las bambalinas aterciopeladas que a menudo acompañan al espectáculo de la creación. Sus pinturas eran vistas fragmentarias, siempre interrumpidas, siempre rehuyendo la totalidad del motivo. Su mirada se fijaba en escenas insignificantes, muy cotidianas, que prescinden del detalle en beneficio de la experiencia que se tiene frente a las cosas. En ese sentido -no en todos–, su obra plástica se parece mucho a su obra literaria. Adriana Valdés proponía leer esta última de acuerdo con dos etapas: una que va del fragmento a la construcción, que comienza con Alamiro (1965) y termina con El pasaje (1989), y otra que, a la inversa, va de la construcción al fragmento, de El cumpleaños del Señor Balande (1990) a los pedazos de Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000). También puede pensarse el conjunto de sus textos como si conformaran uno al lado del otro una gran novela, la historia de un tipo que intenta traspasar el muro que lo separa de la realidad, que pasa del registro de la memoria a la búsqueda del tema universal y del tema universal a la alegoría, y lo que primero es un niño que ve llover tras la ventana acaba siendo un hombre vestido de monje que deambula por la ciudad ocultando su falta de cabeza. Lo que permanece, sin embargo, es el dolor de la separación, un dolor que con el tiempo se vuelve amenazante, al punto que los recuerdos fragmentarios de la infancia se transforman en los fragmentos de un cuerpo que amenaza con despedazarse. “Couve no fue el primer artista, ni será el último, que encontró imposible la vida”, escribió César Aira: “El arte se hace con las paradojas de ese imposible que sucede a pesar de todo”. 
     Tal vez un modo de no traicionar esa imposibilidad de la que Couve, dicho sea de paso, fue profundamente consciente, sea reconstruir su propia imagen como si se tratara de un puzle imposible, hecho de piezas y pedazos de piezas que ya no calzan. Él insistía mucho en que no hay diferencia entre aquello de lo que un libro habla y la manera en que está hecho. Sostenía que una obra debía componerse de lenguaje y de tema y que la belleza acontecía únicamente en el momento en que ambas cosas se equilibran. Ese equilibrio, decía, “supone castigar un poco estos dos elementos en función de lograr el todo”, por eso prefería mantenerse alejado del pintoresquismo de postal y de lo que él llamaba “realismo anecdótico”, que son dos maneras de construir totalidades cerradas sobre sí mismas, al igual que el cuento, que consideraba “un género muy frívolo”, en el que “el verbo trabaja para un desenlace”. Couve detestaba el cuento y adhería en cambio a la novela corta; sus relatos no apuntan a un desenlace sorpresivo, sino que van desenvolviéndose en el tiempo que les pertenece. 
    De acuerdo con esa lógica, este libro invita a leer a un Couve que se rehúsa a la construcción de una imagen total de sí, cerrada, unitaria, de retrato fotográfico para revistas. Un yo fragmentario, que no trabaja para un titular sino que, por el contrario, se despliega en una temporalidad distinta, histórica, pero también arquetípica. Un yo caleidoscópico, si se quiere, capaz de “representar la vida múltiple y la gracia moviente de todos los elementos de la vida” (Baudelaire), incluso aquellos que por contradictorios resultan inconciliables. Un yo que, en definitiva, no podría haber salido de la mano de él, pues el espejo nos devuelve una sola cara a la vez. 
    El retrato que resulta de estas páginas no puede ser igual al que Couve varias veces pintó; tampoco puede ser igual al que se asoma en el espejo deformante del costado autobiográfico de su imaginario literario. Es un autorretrato hecho por otro, por una mano ajena. Después de todo, como dijo también el doctor Freud: “El yo no es amo ni en su propia casa”. 


                                                                      * * * 

Comenzamos este libro el año 2010. Catalina Porzio había compilado las mejores entrevistas realizadas a Adolfo Couve, y yo, con un incipiente emprendimiento editorial en mente, le propuse que las publicáramos tal como estaban, ordenadas cronológicamente e intercaladas por algunos datos biográficos relevantes que su investigación había levantado. Pasó el tiempo. El emprendimiento editorial se deshizo, pero el proyecto del libro no. Mientras Catalina engrosaba la lista de las fuentes, desclasificando y algunas veces desgrabando entrevistas que hasta entonces no aparecían referidas en ninguna parte, yo me hice a la tarea de seleccionar y montar algunos pasajes de acuerdo con un criterio puramente empático. Nos interesaba un Couve actual, un Couve capaz de interpelar a nuevas generaciones de lectores, sobre todo un Couve cuyas palabras iluminaran su obra como si las oyéramos por primera vez. El trabajo se fue enriqueciendo de mano en mano, volviéndose en un momento obsesivo. Parece que la manía de Couve por corregir y corregir se nos pegó. Matamos el libro, en un momento, con un montaje demasiado estructurado, y luego lo revivimos siguiendo algunos consejos acertados de Guido Arroyo.
    Entretanto, visitamos un día a Dino Samoiedo, un galerista viñamarino que fue amigo de Adolfo Couve, suponiendo que él conocería algún material inédito. No sabía de entrevistas, pero tenía fotos que él mismo sacó. En una de ellas aparece Couve en la reja de su casa recibiendo al cartero, firmando lo que parece un documento que acredita su identidad… 
-Don Adolfo Couve. –Sí, soy yo”. Lo imaginé recibiendo este libro en sus manos, como quien recibe noticias de un amigo que hace mucho tiempo que no ve. 


(Introducción a La tercera mano. Extractos de entrevistas de Adolfo Couve, Macarena García y Catalina Porzio ed., Alquimia ediciones, 2015)

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