viernes, 22 de mayo de 2015

Raúl Vargas por Adolfo Couve


  Raúl Vargas pertenece a la estirpe de los escultores de la discreción y del silencio, como lo fueron otros grandes talentos: Sergio Mallol, Lorenzo Domínguez, María Fuentealba. Estos como él, rehuyeron las exposiciones continuas, los premios internacionales, los viajes, la permanencia exagerada en el extranjero, las becas, las entrevistas que anuncian cada pose de la vida a veces de más relieve que las obras mismas. 

   Estos escultores recluidos tienen otra sala de exhibición, otro público, diferente propaganda. 

  ¿Quién no conoce el efebo de Raúl Vargas, que en me-dio del Parque Forestal, conmemora la obra de Darío? Un adolescente de volúmenes armónicos, repartido el interés en cada punto del bronce que equidistan con igual intensidad de su centro, volviendo todo ese peso ingrávido, como exige la adecuada composición y relación con el espacio. 

   Una obra de equilibrio acertado, en donde la representación figurativa no excede en importancia a la materia que la contiene y deja al bronce el lugar que se merece. Ambas realidades en igual ponderación, noblemente castigadas, para alcanzar el todo que es la regla insoslayable de lo bello. 

   Entonces, y con el respeto que me merece la galería que hoy lo exhibe., me pregunto: ¿De qué retrospectiva se trata? ¿No ha ocupado acaso aquel bronce una sala mucho más vasta, de puertas abiertas no sólo a ininterrumpidos años de público sino al viento y a las cuatro estaciones?

    Y lo que ha dicho la crítica ordinaria, ¿no es acaso un comentario de más valía que lo formal de los libros? Promesas de amor, cuitas, confesiones, todas las formas de ilusión.

   Cuánta historia ha soportado el efebo en su fortaleza quieta; cuánto hecho ha pasado junto a su fuente. ¡Qué mejor premio que la sombra de esos árboles añosos; qué más grande custodia que la de aquellos que rondan la noche! Conocedor de méritos y fechorías, planes, sueños, alianzas y guerras, permanece incólume emergiendo del agua que recorre e inscribe su sombra. 

  Este es el premio de los artistas que como Vargas no buscaron el éxito. ¿Existe algo ,más grande que estar representado por una obra añadida a la vida cotidiana de una ciudad, familiarizada a la historia de sus habitantes? 

   Integrada al paisaje, en ese rincón del parque, ha adquirido el valor de un tronco, de las nubes, de los caminillos de grava, de la atmósfera que lo envuelve. 

   Que esta retrospectiva en donde él público tal vez verá entre otras obras, la maqueta de esta que aquí menciono —mascarilla funeraria de la viva—, sirva para identificar a esa escultura maestra con el nombre de su autor, porque hace años que se da a conocer dejando de lado a quien la modeló. Modesto artista ejemplar en su actitud de reserva. 

   Bien se merece nuestro escultor los versos de Darío cincelados en una de las caras de ese plinto: 


             De desnuda que está 
             brilla la estrella. 

(Publicado en el catálogo de la exposición Raúl Vargas, es cultor. En el nombre del padre, Galería Arte Actual, Santiago, 1990/ Obras Completas, Tajamar Editores, 2013)

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