miércoles, 13 de mayo de 2015

Carlos I de Inglaterra de Van Dyck por Adolfo Couve




 Las obras maestras no se sustentan sólo en el tema ni en el oficio ya conocido, sino más bien en una evolución profunda y compleja. He aquí, sin embargo, una de las excepciones más interesantes a esta regla. Entre los pintores flamencos del siglo XVII fue Van Dyck el más discreto. Su origen noble, riquezas, formación cuidada, elegancia natural, el refinamiento de sus gustos, le acondicionaron a tomar una actitud tradicional y distante frente a la pintura, que ejerció durante la vida. Ni el conocimiento de los grandes maestros ni su permanencia en el taller de Rubens fueron capaces de sacarlo de aquella reserva ante el modelo. Su preocupación básica era llegar a dominar cabalmente el oficio. De allí su respeto por aquellas leyes que sentía inamovibles, obediencia que resintió un tanto su personalidad de creador.

Van Dyck viajó a Italia. Sin embargo, esta larga estada y el contacto con la escuela veneciana no lograron alterar la monocromía de su tonalidad ni el equilibrio convencional de sus formas. Luego pasó a Inglaterra: curiosamente, tanto el clima como los gustos de la sociedad de esa época, pero sobre todo la controvertida personalidad del rey, que le brindó su amistad, se avinieron al temperamento del pintor, y éste encontró para esa manera de conducir su talento los modelos aparentemente desapasionados y sutiles que su elegante factura requería.

El retrato de Carlos Estuardo resume esta identificación. Y la historia universal y la de la pintura se encuentran en este lienzo tan amalgamadas, que ha sido esta situación la que ha puesto al cuadro entre las grandes obras maestras. Parquedad en el colorido rebajado, apenas vibrante, el que se resuelve en pardos, sienas y ocres, sin alcanzar éstos ni al blanco puro ni al negro. A la inversa de Velázquez, su contemporáneo, que se propone la misma gama para producir la realidad en su más profunda verosimilitud, Van Dyck la emplea con el fin de dar un tono elegante y discreto. Quizás en el jubón del monarca se propase, al dejarse llevar por la calidad de éste, interpretación que por su rica consistencia exime por lo demás al cuadro de caer en aspectos realistas o más bien costumbristas. En medio de los colores terciarios del paisaje incrusta esa mancha artificial, esa nota galante. Por otra parte, la composición, como la manera en que aborda el dibujo de las figuras, resulta un tanto adocenada.

Esta medianía, esta falta de pasión, tramarán para el personaje el entorno adecuado a su encubierta personalidad, a su trágico sino. La arrogancia del gesto, su vanidad, aplomo, la indescriptible expresión del rostro, esconden la tremenda convicción de los principios que, llegado el momento, defendió. El rey se ha dejado captar sólo en su apariencia, y ambos, tanto el modelo como el pintor, esconden aquí la tremenda despersonalización que significó para el primero adoptar el poder como designio divino, y para el segundo posponer ensueños, y tal vez lícitas libertades, en aras de una obediencia ciega a la academia.

¿Quién, en la época en que se realizó el retrato, pensó siquiera que aquel rey, acusado tantas veces de frivolidad, llegaría con su porfía y firmeza a desencadenar la revolución, la guerra civil, y a causa de estos hechos encontraría estoico fin en el cadalso?

Ni Rubens, ni Rembrandt, ni Velázquez, ni Veermer, todos contemporáneos de Van Dyck, habrían logrado, a pesar de su genio creador, pintar el retrato de este hombre singular. Se requería de un pintor imparcial.

Si es cierto que la belleza rescata lo que emprende la historia, aquí ha sucedido lo contrario.


(publicado en el suplemento "Artes y Letras"
El Mercurio, Domingo 28 de Agosto de 2005)

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