sábado, 25 de junio de 2016

"Adolfo Couve: esa extraña realidad" por Natalia Babarovic

                                                                                             


                                                                        Entends, ma chère, entends la douce

                                                                        Nuit qui marche. Recueillement.

                                                                              Charles Baudelaire, Les fleurs du mal


 Después de todo lo que se ha especulado sobre Adolfo Couve, se me hace difícil recordar en qué consistió nuestra amistad. Esto se transforma en un problema cuando me piden que escriba acerca de su importancia o influencia como maestro en mi trabajo, porque, si bien yo era su alumna de Historia del Arte y Estética, no era su alumna en pintura. Incluso, se ha instalado en un circuito restringido, el mito de mi discipulaje que ya ni sé cómo empezó. La vida, la obra y las relaciones personales de Couve, han estado siempre cubiertas por una luz mítica –de fotografía familiar de los años 60, de pátinas florentinas y parisinas–, la cual él contribuyó a generar con gran talento.

 Que en un viaje a Florencia, Ana Cortés lo hizo correr por sus calles con los ojos tapados, para que se encontrara, de sopetón, con tal o cual maravilla artística. Que compró una valiosísima antigüedad egipcia a precio de huevo, en el anticuario de un judío en París y que con el valor de su venta en Santiago, pudo solventar gran parte de la construcción de su casa en Guardia Vieja. Cómo conoció a sus parientes, los Couve de Murville, cuyos ancestros fueron decapitados en la revolución francesa, mientras él se alojaba en un nido de comunistas en París. Que Rubinstein fue una vez a tocar el piano a la casa de su abuelo, ubicada donde hoy se emplaza el Edificio Couve, al costado de la plaza de Viña del Mar. Que cuando Salvador Allende, su vecino y amigo, ganó las elecciones, lo sorprendió ante una turba de periodistas y fotógrafos de prensa sacando los objetos valiosos de su casa en Guardia Vieja, entre otras cosas, un retrato del músico Palestrina, supuestamente pintado por un discípulo de Antonio Moro, por temor al saqueo del populacho. Que volvió a pintar en secreto. Que dejó la pintura para dedicarse a escribir. Que se volvió loco.

 Adolfo Couve vivía, un poco, en una especie de opereta que él había creado para reírse y para protegerse y que era un modelo, si no ajustado a la realidad, por lo menos tan errado como cualquier otro. Me imagino, también, que él tenía una experiencia de irrealidad casi permanente; me refiero a una realidad como la que plantea Wittgenstein, es decir, una realidad del lenguaje, en el cual el mundo son todos los hechos atómicos posibles. ¿No es sospechoso que dos personas relativamente cultas como él y yo, pudiéramos sentarnos en un banco de su jardín y nombrar prácticamente todas las cosas que veíamos? Y cuando cada cosa tiene un nombre, ¿no se vuelven como ilustraciones de las palabras? Nos reíamos de esa coherencia y sospechábamos. Sentados en un banco de fierro forjado, vestidos como en el siglo XIX, mirando la bahía desde la terraza de su villa italiana, finalmente decidíamos mirar el gran boquerón abierto en ese tejido que desmentía todo. Se entreveía por esa rendija el lado B de toda esta apacible objetividad que Couve atribuía a los sutiles trabajos del Maligno. Leí en un libro de psiquiatría, que uno de los signos que anticipan la psicosis es una leve sensación de irrealidad, una duda que va en aumento. Es un aura filosófica, como el aura visual que precede a la crisis epiléptica, en la cual las cosas se ven más brillantes y hermosas. En mi juventud, cuando estaba en el liceo y luego, cuando estudiaba Arte, padecía dolores de cabeza que eran anticipados por unas sensaciones semejantes, provocadas en mi caso, por el ayuno voluntario y la falta de sueño. Era una manera que consideraba muy artística de percibir las cosas. Ahora entiendo que esta experiencia consistía en forzar la percepción hasta hacerla fallar, como quien mete el dedo y perturba la tensión de la imagen en un espejo de agua; eso me sirve ahora para definir un método, para la imposible tarea de dilucidar esta realidad coherente y distinguirla de su otro lado.

 Todas estas frágiles sensaciones crepusculares y estas ideas intuidas se pueden ver, precariamente fijas, en algunas pinturas: el ángel enrollando el cielo y guardando este mundo, que pintó el Giotto en su “Juicio final” y, por supuesto, en “Las Meninas” de Velásquez, donde también se tiene la fuerte impresión de que no se está viendo una pintura, sino a un pintor trabajando que escruta la oscuridad en la que uno está parado.

 Nuestro modelo, quiero pensar, el mío y el de Couve, es una construcción, una puesta en escena de Dios o del sistema nervioso central y sobre esa imagen se producen disturbios, fallas, lapsus, lagunas. Estos lapsus no se pueden mirar directamente, pero sí se pueden representar al sesgo, rozarlos con el lenguaje, cualquier lenguaje suficientemente transparente, continuo y fluido, como para representar esas mínimas saltaduras, reparaciones, agujerillos o boquerones de sombra. El lenguaje puede encapsular, como una costurera que encandelilla un ojal, los bordes que se deshilachan del tejido de la realidad y dar forma a ese vacío o noche que hay detrás. Es el modelo, a fin de cuentas, de todos los artistas que debemos permanecer en los bordes de la realidad y mirar hacia el abismo desde los límites de la representación, mientras los demás caminan por la calle tranquilos.

 En el caso de Couve, la tragicomedia de Cartagena se desmantelaba como por un viento y una cierta sordidez, una pobreza indigna y sin santidad, que destartala la superestructura, los significantes más sublimes que se le pudieran ocurrir y que imponía sobre las historias: los traidores más paradigmáticos. En este modelo, en el lenguaje de la novela realista, para usar nuevamente una proposición de Wittgenstein: “El sentido del mundo está fuera del mundo”.



Revista Grifo, n° 12, Santiago, 2008.

6 comentarios:

  1. Natalia, es una verdadera sorpresa esta veta tuya de la escritura. Yo tengo la sensación de que estas mas allá del alcance de mis palabras, pero si lees esto, recoge mis respetos

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  3. La recuerdo como ayudante de Gonzalo Díaz y amante de ese cojo. Su pintura es muy aburrida y sus escritos cursis como ellos solos.

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