lunes, 21 de septiembre de 2015

La literatura como artilugio demoníaco o La segunda comedia de A. Couve por Francisco Cruz

       
   



                                                         “Construir una obra hacia la catástrofe” Nietzsche




  Se me ocurre que una posible lectura de la novela póstuma de Adolfo Couve, sería entenderla en la perspectiva de lo que Hal Foster llamó —en El retorno de lo real y a propósito de las imágenes perturbadoras de Andy Warhol— una conmoción de segundo orden.(1) En el caso de Adolfo Couve, se trataría de la conmoción producida por la escritura de La comedia del arte, por el tejido de una historia en la que los agujeros proliferan, en la medida en que se multiplican las lenguas, allí donde la voz del narrador sigue la lógica del extrañamiento. Primero, al distanciarse lúcidamente de sus viejos recursos: en la confesión del fracaso del arte de narrar, en el apelar a la argucia lingüística del habla común, en el ejercicio de la autoparodia; y luego, al complicar en forma ambivalente la figura del sujeto narrador en un progresivo efecto (artilugio demoníaco) de descontrol y automatismo de su voz.

   Este proceso de la lengua se consuma en La segunda comedia: “…hay una voz que le dicta su tarea al escritor”,(2) dice Roberto Merino. Según la necesidad de este dictado, en Cuando pienso… se apura también el desplazamiento progresivo del narrador de La comedia hacia la materia viscosa de su propia ficción. El recurso a la primera persona y, luego, al personaje que cuenta su historia, rematan en el hundimiento definitivo del narrador en el cuento, al hablar desde el inicio por la boca de la ominosa figura de cera. Queda claro que el doble de Camondo no era Sandro (el pintor talentoso),(3) sino el propio escritor que, de esta forma, sanciona la turbadora complicidad de los proyectos rotos. La figura siniestra que adopta, al confundirse con el pintor de cera, no es más que la cifra de su voz: 

                               
    
   Cuando la cera reemplazó mi carne, atrapó mis huesos y detuvo el flujo de mis venas, cuando aquella musa tomó la apariencia ajena y condujo a Marieta, mi vieja modelo, hasta el altillo de la residencial, permitiéndole arrancar mi pesada cabeza de mis hombros, yo permanecí en esa torre aún con vida… todo indicaba que era imposible el más insignificante atisbo de vida en tan categórico despojo, y sin embargo, en ese montón de cera, ésta porfiaba y subsistía… 


   Es este un motivo recurrente en el arte y la literatura que explotan el registro estético de lo grotesco y siniestro. Las figuras de cera, las muñecas inteligentes, los autómatas, los ataques de epilepsia y los accesos de locura, enseña Freud4 . Todas variaciones sobre una misma confusión entre lo animado y lo inanimado, lo natural y el mecanismo artificial. ¿Acaso el narrador de Cuando pienso en mi falta de cabeza también padece esta confusión, perturbado ante su ominosa lengua mecánica? 

   En términos de Foster, y en la línea de Freud y Lacan, la lengua mecánica o el sujeto conmocionado lo que hacen compulsivamente es repetir el trauma, sin poder recordarlo y así dominarlo como algo del pasado, desde la acorazada distancia de la memoria. Basta con leer tan sólo los títulos de la segunda parte de Cuando pienso… para observar que el mecanismo de la repetición se intensifica en La segunda comedia: “Cabeza mala”, “Perder la cabeza”, “Cabeza de niña”, “Romperse la cabeza”, “Perder la cabeza”, “Cabeza mala”, “Cabeza de niña”, “Romperse la cabeza”. La conmoción de segundo orden, en este caso, supone la duplicación e intensificación del “mismo” trauma que, en principio, se trató de conjurar. Por eso es que en su novela póstuma Couve retoma la historia del pintor Camondo, pero dejándose arrastrar por esa alteración que desató en el narrador la escritura de La comedia del arte: el pánico ante su perfecto desplome como narrador. El juego paródico, irónico e hiperlúcido de la primera Comedia se le fue de las manos al sujeto de la voz, hasta el límite de su propia disolución o extrañeza de sí en la apuesta por la libertad.(5)

    De ahí que La segunda comedia no cuente la historia de un escritor fallido. Porque el narrador ya no puede contar nada más: sólo puede repetir el fracaso del pintor, cuya historia ha producido su propio naufragio. Para este narrador conmocionado, ya no hay nada que tramar. Sólo queda repetir una y otra vez el trauma duplicado e intensificado. Así, fondo y forma, ahora, parecen apuntar a la estructura misma de todo trauma: el infinito descalce entre sujeto y mundo y, en consecuencia, la inevitable pérdida del quicio de la identidad. 

  Por eso, desde el principio, a Camondo se le sustraen todas las posibilidades de calzar con un mundo. Al entrar en la iglesia del Cristo Pobre:

    Di vueltas al templo vacío… esa antesala sagrada estaba vedada a mi destino. De no ser así, mi fin se habría ceñido a la lógica que dictaban esos muros. Yo era allí un completo extraño… 

   Pero no sólo el mundo de Dios, también el orden de las potencias a las que el pintor había servido durante toda su vida, ya es una pura lejanía espectral: 

    …a los dioses que me habían dejado en ese estado miserable, y al parecer irreversible, no los sentía cercanos. 

   Si aparece el motivo del Mundo (el Dios y los dioses), es porque Camondo, semejante en esto al cazador Gracchus de Kafka, ha quedado atrapado en el umbral de la vida y la muerte, al equivocar el camino hacia el definitivo descanso, quizás por “un momento de descuido del piloto”.(6)

    Mi desubicación era tan completa que ni la muerte sabía cómo asumirme, y de la vida sólo me restaba ese insignificante vestigio… // ¡Qué lágrimas ni nada, si yo no tenía cabeza! 

  En el templo desierto, Camondo ya sólo puede encontrar la posibilidad del disfraz, un hábito de franciscano, cuyo holgado capuchón le sirvió para ocultar en las sombras y el vacío todo lo que le faltaba: “la cabeza, los rasgos, las facciones, [los] ojos, la boca, el mentón, la frente”. Hay que atender también a la ausencia de lágrimas; porque es el índice de un sujeto extraño incluso a la melancolía; a esa pena que se respira en la castigada atmósfera de gran parte de la obra anterior de Couve. 

   El Mundo, todo mundo, aparece roto, quebrado, extraño y distante:

    …ese verano se me negaba; el calor rehusaba tocarme y un desapego del entorno impedía vincularme al mundo. / Las calles se me aparecían como las dejara el último sismo: el pavimento amontonado exhibiendo sus aristas y una viejecita enclenque…trepando esos bloques dispuestos sin orden.

   Pero la imposibilidad de calzar con el mundo, desde el peor al mejor de todos los mundos posibles, es también el trance de la desrealización del propio sujeto. Es a lo que visiblemente apunta la figura de la pérdida de la cabeza. Cuando el pintor es devuelto —como por accidente— a la vida de carne y hueso, nunca más lo abandonará la fijación obsesiva por las cabezas y, en particular, por la suya perdida de cera:

    Era un verano tórrido, setecientos mil turistas colmaban las playas; en lugar de arena había cabezas, ¡tantas cabezas! / ¿Dónde había Marieta dejado la mía de cera? ¿En algún museo o bajo tierra? / ¿Han visto mi cabeza?, me daban ganas de gritar… 

    En La segunda comedia se repite una y otra vez el pavor (la conmoción) ante la desrealización del yo. Es la angustia que siente el narrador, por ejemplo, al imaginar que podía haber sido devuelto “en el cuerpo de otro”; y su alegría al ver frente a un espejo que “era el mismo”. Ominosa autoironía. Porque esta identidad se estrena, inmediatamente, como máscara, “en la fiesta de disfraces de la calle Pedro Montt”. Pero no es tanto el motivo de la máscara lo que atenta contra la identidad; más significativo es que el pintor haya elegido la máscara de “un señor… cualquiera”, de todos y de nadie en particular. Con la máscara de nadie, Camondo reaparece en público, en “una kermesse a beneficio de los niños huérfanos (…) fue el último intento —dice su voz— que hice en el litoral por reinsertarme entre los demás”. 

  Hacia el final de la primera parte, el narrador toma distancia del personaje. Pero no para recuperar su puesto, ya definitivamente dislocado: 

   ¡Vámonos Camondo, acá ya no nos quieren, acá todo está terminado! ¿Qué será de ti a la hora de mi muerte?... te llevaste, Camondo, lo mejor del desfile, no hubo clavel que no rebotara en tu pecho, tu pecho hueco, peto de mala resonancia, latón de fantasía… Camondo al proscenio, yo al último rincón del paraíso; ese teatrucho destartalado del Colón de San Pablo con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre… 

 El recurso al desdoblamiento, sólo viene a subrayar la complicidad de los proyectos rotos. Es cierto que en este pasaje el narrador retoma su lugar. Pero ese lugar es el último rincón de un viejo teatro ya devastado. Quizás pudiera decirse que es el teatro de una memoria también fragmentada y en ruinas, en cuyas tablas actúa Camondo, observado por el narrador desde la altura del paraíso. Porque es el teatro donde el sujeto pintor fue celebrado. Sería, entonces, el mismo teatro de la memoria que estalla en pedazos, como trauma y repetición, en La comedia del arte: la pantalla rota que desmonta al narrador. A ese cuyo puesto en Cuando pienso… es el paraíso, el lugar donde subían “los condenados”. 

   El trastorno de la identidad aparece asociado a la experiencia de un desquiciamiento temporal. Camondo, al pensar en su falta de cabeza, no sólo recuerda su primer viaje a Italia (y, en particular, el monumento a Savonarola: “dentro del capuchón no había absolutamente nada, sólo tinieblas”), sino que también afirma haber vivido en otro tiempo:

   Me pregunto ¿cómo era en ese entonces mi apariencia? ¿Acaso la misma que hoy luzco aquí en San Antonio, merodeando por los muelles del puerto? / Suerte la mía haber sido testigo de cómo el medioevo añejo expiraba en las calles del Renacimiento. / Yo estuve en Florencia cuando la redondez de la Tierra se impuso y la línea del horizonte cayó por los suelos, todo se volvió profundidad, conocimos la distancia, la atmósfera permitió el volumen y la luz tomó contacto real por primera vez con las cosas, mostrándonos en su roce la esencia de las mismas. / Por fin pudimos en la bottega, nosotros, meros aprendices, pagar unos florines a unos cuantos marineros de Indias para que posaran como apóstoles y como Cristo. 

  ¿Dónde está la cabeza de Camondo? En otro espacio y otro tiempo (“En algún museo o bajo tierra”). La desrealización o extrañamiento del yo, están patéticamente ligados a un sentimiento de descalce en el tiempo; pero también a la ominosa impresión de que el propio lugar de origen es u-tópico.(7)

   

  Observa Roberto Merino acerca de la lengua dislocada en La segunda comedia: “La presencia de esta voz inconsciente resulta tan ominosa como la de uno de los personajes del libro, un inquietante anticuario que recorre pueblos chicos, inefable como el demonio y a cuyo paso se incendian las zarzas de los campos costeros”.8 ¿Cuál es el vínculo entre este personaje demoníaco (Albrecht) y la voz del narrador? 

   Su entrada en el relato, hacia el final de la novela, intensifica no sólo el recurso a lo fantástico, sino también la aceleración de la lengua. Pero el fondo siempre es el mismo: la obsesiva fijación del narrador por su cabeza perdida. Así, lo que viene a contarle el anticuario es nada menos que el destino de la cabeza de cera; pegada a un muñeco representa, ahora, a San Tarcisio, en el templo del pueblo de Cuncumén. El efecto del cuento sobre Camondo es perturbador: su cabeza perdida en el cuerpo de otro, de otro que, a su vez, no es más que la réplica de una identidad ya muerta.

   Creí desfallecer, sentí que se reducían mis piernas, que el camino se volvía pantanoso, me tomé de un brazo, me transpiraba la frente a borbotones… // ¡Mi cabeza, mi cabeza! Me cubrí los ojos, no quería oír más sobre el asunto… ¿Quién lo diría? Vendida, transportada, como la de Holofernes, la del Bautista, la de Medusa, la de Dioniso, Sorel, Dantón, Capeto y tantas otras; al abrirlos, mi sorpresa fue todavía mayor, el comerciante en objetos antiguos no estaba en ninguna parte, se había hecho humo… 

  El demonio se oculta, para reaparecer en distintas formas inquietantes: el fuego, un toro negro, la figura del hombre con “las cuencas vacías, la boca verde, pútrida, las manos al revés y feas”, una rata monstruosa. En esta escena grotesca, la potencia del signo cristiano se sustrae al destino de Camondo. Por eso, en vez de crucifijo, su mano mecánica recoge un boleto, que le había estirado el mismo demonio:

    No supe más, perdí el conocimiento, el control, una fuerza violenta me llevó con una velocidad inaudita hasta depositarme bajo la marquesina de nuestro primer coliseo. 

    La pérdida del conocimiento, del control, la sensación de ser arrastrado por una fuerza violenta y a una velocidad inaudita, son todas cifras del devenir de la lengua en La segunda comedia. Pues la lengua de Camondo (de quien dice aquí perder el control) no difiere de la voz del narrador. Además, ¿hacia dónde lo arrastra esta fuerza violenta? Otra vez al teatro y, más específicamente, a la Ópera, nada menos que a la matriz de la voz que se empieza a desatar en La comedia del arte (9) y cuyo oscuro potencial se agota en Cuando pienso… 

  Quizás pudiera decirse, entonces, que el ominoso anticuario, cuya entrada intensifica la aceleración y multiplicación de la lengua (en el recurso a lo fantástico y a otras voces fuera de tiempo y lugar: “Yo, Marcos Crassus…”), es algo así como el doble de la voz del narrador. La figura que refleja, en su juego de espejos, al enigmático sujeto del lenguaje de La segunda comedia. En un punto del camino, sanciona esta inquietante familiaridad, cuando se acerca como rumor hasta el dislocado e inefable puesto del narrador:

  A mis espaldas sentía la voz del comerciante que no cesaba de susurrarme incoherencias, suciedades, sandeces, la lengua tan revuelta que expulsaba todos esos horrores a medias. 

   El episodio de la Ópera apuntaría en la dirección de esta lectura. No hay que olvidar que marca el retorno a la matriz del lenguaje. En este lugar, eso sí, ya es una voz que transita hacia su agotamiento. Al escuchar la obertura, el gesto del narrador es muy elocuente:

   La reconocí de inmediato, me era familiar, tanto, que alcé la voz para repetir, intentando dejar el lugar: ¡El Fausto, de Gounod! Pero me rendí… 

  Todo el devenir del lenguaje en La comedia del arte podría estar cifrado en estas líneas. El violento impulso de alzar la voz para repetir algo tan familiar como inquietante. El intento de dejar el lugar (la matriz de ese lenguaje; se recuerda la tentación inicial del narrador) (10) ante el progresivo extrañamiento de lo familiar. La rendición del cautivo. 

  Es altamente significativo que sea la mano de fuego del siniestro amigo Albrecht, lo que retiene al narrador en su puesto de espectador cuando durante el entreacto intenta dejar el palco por segunda vez. Sabemos que este narrador es espectador y personaje al mismo tiempo. Pero ocurre que “todo el segundo acto” es cantado por el demonio “(el barítono legítimo amordazado en el camarín)”. Otra vez, la ominosa figura del anticuario le roba el puesto al sujeto de la voz en el segundo acto de La comedia del arte: “Cuando pienso en mi falta de cabeza”. 

  El personaje demoníaco parece reflejar, entonces, al sujeto del lenguaje como una potencia extraña, inexplicable e incontrolable; esa fuerza violenta que arrastra al narrador a una velocidad inaudita, y cuyas metamorfosis (fuego, toro, rata, etc.) apuntan, de nuevo, a la catástrofe del propio yo. Porque el juego de las apariencias del demonio, inefable y dinámico, no es otro que el de la desidentidad. Así, se repite en su figura, como doble del impresentable sujeto de la lengua, la obsesiva fijación del narrador por su falta de cabeza. 

  En el templo de Cuncumén, frente a la cabeza de cera vestida de otro:

   –¡Ése soy yo, soy yo!– grité a voz en cuello... / –Ésa es mi cabeza… ése soy yo… / –Ése soy yo, es mi cabeza… 

   Se observa la repetición del trastorno de la identidad. Y se intensifica con la ridícula y atroz incertidumbre frente a esa réplica inerte, oscura parodia del sí mismo perdido: “Lo cierto es que desde que vi la cabeza tras el vidrio, tuve serias dudas de que fuese la mía; pero así y todo insistí en ello por el inmenso deseo que tenía de encontrarla”.

   Hay algo de la antigua fe que parece retornar en la figura del Tarcisio. Pienso, bajo el nombre de fe, en una de las grandes obsesiones del trabajo literario de Couve. Lo que Flaubert llamó: “la religión de la belleza”. Pero si retorna en este punto, ya no puede ser más que como descalce. A las dudas del narrador acerca de que esa cabeza fuera la suya, se suman las palabras de la sombra de Marcos Crassus: “…sus facciones son tan distintas, este rostro nada se asemeja al genuino… es que Tarcisio era tan diferente”. El descalce mayor, sin embargo, es el de la infinita distancia entre el comediante y el viejo papel que le tocó representar en el pasado. Casi como en versos extraños al relato, dice el narrador: 

   Os dieron su nombre, os lo han prestado, como cuando el actor mejor, escéptico y vicioso, maquillado, se transforma e interpreta un papel modelo. 

  Hacia el final, la figura de una Musa vuelve como la última cifra del viejo papel; pero tan desrealizada como el propio narrador. Es la hermosa joven que, con alas de cartón, hace de ángel en un cuadro plástico de Navidad. La figura reaparece en el sueño de Camondo y actúa como tentación del retorno, de la vuelta atrás, a los espejismos del Arte. La Musa es tan artificial —ángel de cartón y sonámbula dentro del sueño de otro—, como inquietante. Ante el inevitable rechazo de Camondo:

    …no la volví a ver, sólo una lechuza dio un grito de muerte y cruzó el vano del cielo entre el follaje, con ese vuelo acompasado característico de esas aves de rapiña. / Iba sobre mi cabeza, llevando en sus alas la luz de la luna, la espuma del mar, las nieves eternas, todos los blancos que resisten la oscuridad de la noche… observé el vuelo de esa última musa, insistente como ninguna, lejana, para siempre desilusionada de mi persona…

    La Musa se parece al demonio: en el acto de tentar, en la metamorfosis de su apariencia y en lo inquietante de la figura de la lechuza que anuncia la muerte. Y es que el demonio —lo mismo que el Apolo castigador en La comedia—, no sería más que la potencia invertida de la violenta y antigua fe del narrador —“los dioses se tornan demonios una vez caídas sus religiones” (Heine). Dicho de otra manera: la potencia traumática de la pérdida del marco (modelo, lenguaje, recursos) dentro del cual se había construido y orientado este sujeto. 

   Para el narrador no sólo el Arte, el mundo entero deviene espejismo, artificio, ilusión. Un baile de sombras. ¿Y más allá? Nada. Así el palacete, lugar del baile: “una simple fachada de utilería, una maqueta, repleta es cierto de toda suerte de ornamentaciones, pero sujeta por atrás con soportes y tirantes de madera”. 

   Es el espectáculo de “la opulencia [y] el poder”. En la imaginación de Camondo, se acercaba todavía más a la irrealidad del sueño que su anterior encuentro con la Musa, los dioses, el Arte, el demonio. En la gran escalera, “iban y venían verdaderos maniquíes, figurines…”. 

Notas 

(1) Cfr. Hal Foster, El retorno de lo real, Akal, Madrid, 2001, pp. 133-140. Para ser justos, la ocurrencia del modelo fosteriano de lectura aplicado a la obra de Couve pertenece originalmente a Adriana Valdés, quien en el Prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza ofrece varias iluminaciones en esa dirección. Mi trabajo toma como punto de partida algunas de esas iluminaciones y se propone explorar otros posibles desarrollos. En este sentido, es altamente deudor de todo el ejercicio crítico que Adriana Valdés ha dedicado a la obra de Couve. 

(2) Roberto Merino, “Adolfo Couve desde la última fila”, en Luces de reconocimiento. Ensayos sobre escritores chilenos, Ediciones UDP, Santiago, 2008, p. 122.

(3) El doble en el sentido de la materialización del aspecto exitoso del pintor, frente a su figura fallida. Así leyó Couve a estos personajes: “Camondo es el pintor que hay en mí y que pinta sin ganas. O sea, pinta mal. Y Sandro es el pintor bueno que hay en mí y que no tiene necesidad de escribir”; en “Los artistas son monjas”, entrevista realizada por Claudia Donoso, Revista Caras (ed. extraordinaria), 1995. Podría pensarse que el “pintor malo” es el destino hacia el que necesariamente transita el “pintor bueno” (ajeno a la literatura), producto de la violenta inhibición que sufre. Más aún, sería el “pintor malo” lo que hizo al narrador. La inquietante familiaridad entre ambos es tan intensa que éste, finalmente, tuvo que repetir y elaborar en La comedia del arte el “desgano” de aquél, produciendo así su propio naufragio. 

(4) Cfr. Lo siniestro, Olañeta, Barcelona, 2001, p. 18 y ss.

(5) Enseña Kayser que las configuraciones artísticas y literarias que se mueven dentro del registro estético del grotesco tienen un carácter lúdico que, sin embargo, supone riesgos: “[El juego] Puede comenzar con alegría y casi con libertad tal como Rafael quiso jugar con sus arabescos. Pero también puede arrastrar al jugador, robarle su libertad y colmarlo de estremecimiento ante los fantasmas frívolamente conjurados por él”. En Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura, Nova, Buenos Aires, 1964, p. 228. 

(6) Franz Kafka, “El cazador Gracchus” en Relatos completos, Losada, Madrid, 2004, p. 472. En un tono muy kafkiano, el narrador de La segunda comedia atribuye el equívoco, más adelante, a “un Caronte impago, ya sin voluntad siquiera para mover los remos y completar la barca con sombras sin vuelta”.

(7) Ha sido Adriana Valdés quien ha reparado en esta relación escéptica o melancólica de Couve con sus grandes modelos. Es cierto que lo hace a propósito de su literatura. Pero ya he sugerido, por más que de manera insuficiente, la complicidad entre ambos proyectos. El texto sobre el que llama la atención Adriana Valdés es el Prólogo de Couve al llamado Cuarteto de la infancia, antología de cuatro novelas ejemplares que, entre otras cosas, sirve para medir la sintonía de su trabajo literario de cara al programa literario que abiertamente asumió. En el Prólogo se observa la permanente ambivalencia emocional que quizás podría definir la compleja relación de Couve con dicho ideal literario. Por una parte, retorna el fantasma flaubertiano de la “religión de la belleza” (el texto es de 1996, posterior a La comedia del arte), del realismo decimonónico como cuestión de fe o pasión inevitable: “La escuela realista a la que adhiero, más que una porfía o lo que podría pensarse como un anacronismo, es en mí un sentir profundo”. Por otra parte, queda cifrado todo el escepticismo en el carácter utópico que Couve le atribuye al mismo objeto de culto: “Una vez conocidas estas obras, me gustaría retornaran a su utópico lugar de origen a través de la traducción al francés, enriquecidas con la profunda experiencia americana”. Escribe Adriana Valdés: “Hay mucha tristeza en este reconocimiento de un lugar de origen ‘utópico’ –ya no está allí, y tal vez jamás lo estuvo. Tal vez, o ciertamente, el lugar de origen es una creación del deseo; esa Francia decimonónica no le era propia ni tal vez era tal como se la imaginaba”. En Prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza, Seix Barral, Santiago de Chile, 2000, p. 14. 

(8) Roberto Merino, “Adolfo Couve desde la última fila”, en Luces de reconocimiento. Ensayos sobre escritores chilenos, ed. cit., p. 122. 

(9) Es sabido que Couve reconoció, por primera vez, el tono y la atmósfera más cercanos a la vida de su “hallazgo” (el tema de La comedia del arte), mientras escuchaba Don Giovanni de Mozart: “...lo escribí, después pasaron seis meses y lo volví a escribir de nuevo, lo quemé, lo hice dos veces y la tercera vez me seguía este tema y estaba escuchando Mozart, me acuerdo, estaba escuchando Don Giovanni que también es un arquetipo y me di cuenta lo aéreo que era, lo transparente, porque los personajes de los arquetipos no tienen huesos, no tienen carne, no tienen nada, son símbolos no más. Entonces yo dije, no soy Mozart, voy a escribirlo así no más, voy a contarlo de qué se trata. Y ahí entonces resultó el libro y más o menos se armó”. Encuentro con Adolfo Couve en La Sebastiana, 13 de junio de 1997. Transcripción de audio. 

(10) “Tentando estoy de olvidar mi intención descuidada de ‘hablar’ sobre mis protagonistas y, en cambio, sumirlos en el relato convencional…”. La comedia del arte, en Narrativa completa, p. 365

(Istmo, Revista de literatura y psicoanálisis/ año 5/6 / 2011 número especial: narrativa chilena p74-81)

(https://revistaistmo.files.wordpress.com/2011/03/descargar-pdf_revista_istmo_56.pdf)

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